Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Kuat se le acercó sin demora. Había sentido menos aprensión al ver al señor del Espacio. El visitante parecía enfermo y confuso de verdad: en consecuencia, Kuat fue inadvertidamente más afable.
—Xanadú te da la bien venida, oh señor bín Permaiswari. Xanadú y todo lo que Xanadú contiene te pertenece. —El saludo tradicional sonaba extraño en ese tono tosco. El señor del Espacio vio a un hombre enorme, alto y proporcionalmente fornido, de músculos relucientes, melena rojiza y barba de tono magenta bajo la luz de las lunas y los espejos.
—Me basta con estar en Xanadú, gobernador Kuat. Te devuelvo el planeta con todo lo que contiene —respondió el señor Kemal bín Permaiswari.
Kuat se volvió para presentar a sus dos acompañantes.
—Esta es Madu, una pariente lejana, y por tanto mi protegida. Y éste es Lari, mi hermano, hijo de la cuarta esposa de mi padre, la que se ahogó en el Mar sin Sol.
El señor del Espacio torció la cara ante la sonrisa de Kuat, pero los jóvenes no parecieron reparar en ella.
La gentil Madu disimuló su desilusión y saludó al señor con decoroso recato. Madu había esperado (¿deseado?) una figura resplandeciente, una armadura centelleante, o quizá simplemente un aura que proclamara: «Soy un héroe.» En cambio veía a un hombre de aire intelectual, cansado, que aparentaba más de sus treinta años sustantivos. Se preguntó qué habría hecho, por qué la Instrumentalidad proclamaba a este hombre el salvador de la cultura humana en la batalla de Styron IV.
Lari, por ser varón, conocía más que Madu acerca de la batalla, y saludó al señor bin Permaiswari con grave respeto. En su mundo de sueños, la inteligencia ocupaba un lugar importante, sólo precedida por los bailarines y los corredores gráciles. Este era el hombre que se había atrevido a lanzar su persona, su mente viviente, su intelecto, contra las temidas máquinas del miedo. ¡Y había vencido! El precio se le notaba en la cara, pero había
vencido.
Lari unió las manos y se las llevó a la frente en un gesto de homenaje.
El señor extendió el brazo en un ademán que conquistó para siempre el corazón de Lari. Tocó la mano de Lari y dijo:
—Mis amigos me llaman Kemal.
Luego se volvió para incluir a Madu y, casi como si lo hubiera olvidado, a Kuat.
Kuat no reparó en el titubeo. Había dado media vuelta y caminaba hacia lo que parecía una enorme masa de piel rayada, amarilla y negra. Soltó un raro chasquido y la masa se separó en cuatro enormes gatos. Cada gato estaba ensillado, y cada silla estaba equipada con un anillo para que el jinete montara, aunque aparentemente no había un medio para guiar los gatos.
Kuat respondió a la pregunta de Kemal:
—No, claro que no hay modo de guiarlos. Son gatos puros, sin modificaciones, excepto por el tamaño. ¡Aquí no hay subpersonas! Creo que somos el único planeta de la Instrumentalidad que no tiene subpersonas... salvo Norstrilia, por cierto. Pero las razones de Norstrilia y las de Xanadú están en los extremos opuestos del espectro. Nosotros gozamos de nuestros sentidos. No creemos, como los norstrilianos, en esas patrañas sobre el carácter templado por el rigor del trabajo. No creemos en la austeridad y en esas sandeces. Simplemente obtenemos mayor placer sensual de nuestros animales no modificados. Tenemos robots para el trabajo sucio.
Kemal cabeceó.;
¿No estaba allí para eso, a fin de cuentas? ¿Para permitir que los sentidos le repararan las lesiones de la mente?
Aun así, el hombre que se había enfrentado a las máquinas del miedo casi sin pestañear no supo cómo acercarse al gato que le habían asignado.
Madu notó su vacilación.
—Griselda es muy amigable —dijo—. Sólo desea que le rasques las orejas; luego se recostará y podrás montar.
Kemal alzó la frente y captó un destello de rechazo en los ojos de Kuat. No era una ayuda en su búsqueda de mejoría.
Madu, sin advertir el disgusto de Kuat, había persuadido a la gran gata para que se arrodillase y sonreía a Kemal.
Éste sintió que algo parecido al dolor lo apuñalaba con esa sonrisa. Madu era tan bella e inocente que su vulnerabilidad le estrujaba el corazón. Recordó la frase de un sabio antiguo citado por la dama Ru: «La inocencia interior es armadura exterior», pero una telaraña de miedo le cubrió la mente. La desechó con un gesto y montó en la gata.
Casi tres siglos después, mientras agonizaba, recordaría esa cabalgata. Fue tan emocionante como su primer salto en el espacio. El brinco en la nada y la súbita sensación de estar viajando, viajando, viajando sin voluntad, sin dominio del rumbo que tomaría su cuerpo: antes de que el miedo pudiera afirmarse se convirtió en una excitación visceral, casi orgásmica, un torrente de placer casi intolerable.
Con el pelo oscuro y húmedo ondeando sobre la cara, el señor bin Permaiswari habría resultado irreconocible para los señores y damas que se reunían en la Campana de la Vieja Tierra en tiempos de crisis. Ellos no habrían reconocido ese júbilo aniñado en una cara donde estaban habituados a ver gravedad y preocupación. El señor bin Permaiswari reía en el viento y apretaba las rodillas contra los flancos de Griselda, empuñando el anillo de la silla con una mano mientras con la otra saludaba a los demás, que lo seguían a poca distancia.
Griselda parecía notar cuánto le complacían sus brincos largos y ligeros. De pronto la cabalgata cobró una nueva dimensión. El ornitóptero que había traído al señor del Espacio surcó el cielo regresando al puerto espacial. Griselda se apartó del séquito y saltó en vano en pos del ornitóptero en ascenso. Mientras la gata saltaba, Kemal tuvo que aferrarse al anillo con ambas manos para no caer y hacer el ridículo. La gata brincó y pataleó en vano hasta que la máquina se perdió de vista. Luego se sentó para lamerse y de paso, imprevistamente, lamió al jinete.
El señor Kemal no encontró desagradable esa áspera lengua, pero se alarmó cuando el colmillo le rozó la pierna. A cierta distancia, Kuat reía. La cara de Madu, aun a lo lejos, revelaba preocupación; sin embargo, se distendió cuando el señor agitó la mano. Lari, confiando en los poderes del héroe de Styron IV, miraba soñadoramente la ciudad distante.
Más despacio, Griselda se reunió con el resto de la comitiva, al parecer avergonzada de haber hecho una travesura de cachorro cuando le habían confiado el bienestar del distinguido visitante.
A lo lejos las cúpulas y torres de la ciudad fulguraban como nácar bajo la luz suave y sin sombras de las lunas y los espejos. El señor Kemal bin Permaiswari notó que su sensación de irrealidad se agudizaba. La ciudad parecía tan bella e irreal que pensó que se esfumaría en cuanto se aproximaran. Pronto aprendería que la ciudad y todo lo que representaba eran cosas demasiado reales.
Cuando se acercaron a las murallas, Kemal comprendió que la impecable blancura de la ciudad era una ilusión. Las titilantes paredes blancas de los edificios tenían incrustaciones de gemas en diseños intrincados: flores, hojas y dibujos geométricos que realzaban la belleza de esa increíble arquitectura. El señor Kemal no había visto nada semejante en todos los mundos que había visitado; el palacio de Philip en el Planeta de las Gemas era una buhardilla comparado con esos edificios.
Jardines geométricos con fuentes y estanques separaban un edificio de otro. Había arbustos plantados aquí y allá, con una hábil planificación que los hacía parecer naturales. De pronto el señor del Espacio reparó en otro aspecto extraño del planeta: no había visto árboles. Los perros les ladraron desde lejos cuando entraron en la ciudad, pero esta vez Griselda no se dejó tentar. Ahora que estaba en la ciudad había cobrado un aíre majestuoso, como si deseara hacer olvidar su descuido anterior. Enfiló directamente hacia la escalinata del palacio.
El señor Kemal sintió que los músculos de las ancas de Griselda se tensaban cuando la gata se dispuso a subir los escalones y atravesar la puerta abierta. La abertura sería angosta para que pasaran los dos. Por suerte Kuat llegó primero a la escalinata y frenó a la gata con un chasquido. Kemal notó que Griselda obedecía de mala gana. Habría preferido subir dando brincos, pero obedeció. Se tendió en el suelo, con las patas traseras recogidas y las delanteras estiradas; el señor Kemal se apeó ágilmente pero contra su voluntad, pues lamentaba casi tanto como Griselda que el paseo hubiera terminado. Se agachó para rascar las orejas de la gata.
Madu sonrió aprobatoriamente.
—Eso es. Si trabas amistad con la gata, obedecerá con mejor predisposición.
—Yo tengo mi propio método —gruñó Kuat— para lograr que obedezcan si se pasan de listos.
Por primera vez el señor del Espacio reparó en un pequeño látigo dentado que Kuat llevaba en el cinturón, y que ahora señalaba.
—Kuat, no harías eso —protestó Madu—. Nunca lo has hecho...
—No me has visto —dijo Kuat. La cara de Madu se enturbió y Kuat añadió para tranquilizarla—: Hasta ahora no ha sido necesario. Pero no creas que no lo haría.
Kemal notó que las palabras de Kuat no eran precisamente tranquilizadoras. Un velo de duda o asombro pareció apagar el brillo franco de la cara de Madu. Una vez más el señor Kemal sintió una punzada de temor por ella, y una vez más la desechó.
Temía por la inocencia de la muchacha, cuyos ojos le evocaban a C'irena, en los viejos días de su juventud verdadera, antes de que lo hubieran iniciado en las costumbres de la humanidad, antes de que le hicieran saber que las subpersonas y los hombres verdaderos no podían unirse como iguales. C'irena, con su gracia de cervatillo, la boca suave y gentil y los ojos inocentes de la hembra de gamo de la cual derivaba. ¿Qué le habría sucedido después de que él se fuera? ¿Aún tendría en los ojos ese candor que ahora veía reflejado en los ojos de Madu? ¿O se habría unido a un venado tosco y se le habría contagiado parte de esa tosquedad?
Recordándola con afecto, deseó que C'irena se hubiera unido a un ciervo elegante que le hubiera dado cervatillos tan suaves y gráciles como ella era en sus recuerdos. Meneó la cabeza. Las máquinas del miedo habían despertado toda clase de recuerdos y sentimientos extraños. Acarició distraídamente a la gata.
Salieron criados para desensillar a los gatos. Con un nuevo sobresalto, el señor del Espacio advirtió que eran hombres verdaderos y no subpersonas, y recordó lo que Kuat había dicho acerca de la sensualidad y de los animales. Había algo más, algo en lo que él casi había pensado, pero que no podía captar del todo. Era como tratar de coger la cola de un animal escurridizo que doblaba la esquina.
Precedido por Kuat y seguido por Madu y Lari, el señor Kemal avanzó por un laberinto de salones y corredores. Cada uno parecía más asombroso que el anterior. El señor del Espacio sólo había visto algo similar en las cintas de vídeo; una reconstrucción de la vieja Cuna del Hombre tal como había sido antes de Radiación III. Las paredes estaban adornadas con tapices y pinturas basadas en reproducciones de los origínales terráqueos; divanes, estatuas, coloridas y confortables alfombras traídas por el fundador de Xanadú, el primer khan.
Sí, Xanadú era un regreso al placer de los sentidos, al lujo y la belleza, a lo innecesario.
Kemal empezaba a relajarse en esa atmósfera de encantamiento, pero el hechizo se rompió al llegar al salón principal, cuando Kuat se desplomó sin ceremonias en el diván más cercano. Mientras se estiraba cuan largo era, hizo una seña al resto del grupo.
—Sentaos, sentaos —dijo.
Las velas despedían un brillo fluctuante; las mesas bajas y los divanes eran acogedores.
Por primera vez desde las presentaciones iniciales, Lari habló con espontaneidad.
—Te damos la bienvenida a nuestro hogar —dijo—, y esperamos hacer todo lo posible para que disfrutes de tu visita.
Kemal notó que había prestado poca atención al joven porque estaba absorto en impresiones nuevas, y (tenía que admitirlo) Madu lo había fascinado. Lari era, a su manera, físicamente tan perfecto como Madu. Alto, esbelto, ligeramente musculoso, un muchacho áureo, y, al igual que Madu, tenía un curioso aire de franqueza y vulnerabilidad. Al señor Kemal le resultó extraño que ambos hubieran crecido tan inocentes bajo la tutoría de un hombre tan rudo y brutal como parecía ser Kuat.
Kuat interrumpió sus ensoñaciones.
—¡Vamos! ¡El dju-di!
Madu se dirigió de inmediato a una mesa donde reposaba una bandeja color cobre con claroscuros plateados. En la bandeja había un ánfora de doble pico del mismo material, y ocho copas pequeñas haciendo juego. Una tapa cubría la parte superior del ánfora. Cuando Madu la alzó, Kuat soltó uno de esos gruñidos que cada vez desagradaban más al señor del Espacio.
—Cerciórate de apoyar el pulgar en el orificio adecuado.
Madu respondió con un tono indulgente, pero un tanto desdeñoso, que asombró un poco a Kemal.
—Hago esto desde la niñez. ¿Por qué habría de olvidarlo ahora?
Años después Kemal bin Permaiswari pensaría que esa noche era uno de los giros más decisivos que había dado su vida en su tortuoso pasaje por el tiempo. Mientras sucedían los hechos, él actuaba con distanciamiento, como un espectador que observara no sólo los actos ajenos sino los propios, como si no los dominara, como en un sueño...
Madu se arrodilló grácilmente y apoyó un pulgar sobre uno de los dos orificios de la parte superior del ánfora. La luz de las velas jugueteaba sobre la ligera pátina de polvo plateado que le cubría toda la superficie de tez desnuda. Mientras Madu vertía el líquido rojo en cuatro de las pequeñas copas, Kemal notó que incluso las uñas de las pequeñas manos de la muchacha estaban pintadas de color plata.
Kuat alzó su copa. El primer brindis, según las normas de la cortesía, debía homenajear al huésped de honor, o por lo menos al miembro de la Instrumentalidad. Pero Kuat se regía por sus propias normas.
—Por el placer —dijo, y vació la copa de un sorbo,
Mientras los demás bebían despacio, Kuat se levantó para servirse otro trago. Había apurado la segunda copa antes de que los demás hubieran terminado la primera.
El señor Kemal paladeó el dju-di. Era diferente de todo lo que hubiera probado antes, ni dulce ni amargo. Se parecía al zumo de granada más que cualquier otro sabor que hubiera probado, y sin embargo era único.
Mientras lo paladeaba, una sensación grata y cosquilleante le invadió el cuerpo. Cuando terminó la copa, estaba convencido de que el dju-di era lo más exquisito que había probado jamás. En vez de aturdir como el alcohol o de brindar sólo placer sensual, como el electrodo, el dju-di parecía realzarles sentidos y la percepción. Los colores eran más brillantes, la música de fondo —en la que antes apenas había reparado— era de pronto dolorosamente adorable, la textura del diván de brocado era un deleite, el perfume de flores que antes desconocía lo abrumaba. Su mente lesionada rechazó a Styron IV y todas sus implicaciones. Sentía un momentáneo fulgor de camaradería, incluso hacia Kuat, y de pronto sintió que había topado con una muralla digna de los dáimonos.