Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Los años —si eran años— fueron transcurriendo. Shayol no cambió.
A veces un ruido burbujeante llegaba por la llanura hasta el rebaño; los que podían hablar declaraban que era la respiración del capitán Álvarez. Había noche y día, pero no siembra ni cosecha, ni cambios de estación, ni generaciones de hombres. Para ellos el tiempo se había detenido, y la carga de placer se mezclaba tanto con los estertores de dolor provocados por los dromozoos que las palabras de la dama Da cobraron un remoto significado:
—Nadie vive eternamente.
Esa afirmación era una esperanza, no una verdad en la que pudieran creer. No tenían la lucidez necesaria para seguir el curso de los astros, para intercambiar nombres, para aprovechar la experiencia de cada uno en beneficio de todos. No había sueños de evasión. Aunque veían los anticuados cohetes químicos que despegaban de la pista que se extendía junto a la cabina de T'dikkat, ninguno hacía planes para ocultarse en la nueva partida de carne transmutada y congelada.
Mucho tiempo atrás, un prisionero que ya no estaba entre ellos había intentado escribir una carta. Las letras estaban grabadas en una piedra. Mercer la leyó, y también la leyeron los demás, pero no supieron decirle quién la había escrito. Tampoco les importaba.
La carta, arañada en la piedra, era un mensaje para el exterior. Aún se leía el principio: «Una vez fui como vosotros: salía de mi ventana al caer el día y dejaba que los vientos me impulsaran suavemente hacia el lugar donde vivía. Una vez, como vosotros, tuve una cabeza, dos manos, cinco dedos en cada mano. La parte frontal de mi cabeza se llamaba cara, y con ella podía hablar. Ahora sólo puedo escribir, y únicamente cuando cesa el dolor. En un tiempo, como vosotros, ingería comida, bebía líquidos, tenía un nombre. No recuerdo ese nombre. Los que recibáis esta carta podréis poneros en pie. Yo ni siquiera puedo erguirme. Sólo espero a que las luces me inyecten alimento molécula por molécula, y luego lo extraigan. No penséis que me siguen castigando. Este lugar no es un castigo. Es algo distinto.»
Ningún integrante del rebaño rosado logró deducir qué significaba «algo distinto».
La curiosidad había muerto en ellos tiempo atrás.
Luego vino el día de los pequeños.
Era un período —no una hora ni un año: un lapso intermedio— en que la dama Da y Mercer gozaban en silencio de la felicidad de la supercondamina. No tenían nada que decir, la droga lo hacía todo por ellos.
De pronto, un desagradable bramido llegó desde la cabina de T'dikkat.
Ellos dos, y algún otro, miraron hacia el altavoz.
La dama Da logró hablar, aunque el asunto no tenía importancia.
—Creo que es lo que llamábamos la alarma de guerra.
Volvieron a sumirse en su dichoso sopor.
Un hombre a quien le crecían dos rudimentarias cabezas junto a la suya se arrastró hacia ellos. Las tres cabezas tenían un aspecto muy feliz, y a Mercer le pareció delicioso que adoptara aquella forma caprichosa. Bajo el fulgor pulsátil de la supercondamina, Mercer lamentó no haber aprovechado los lapsos de lucidez para preguntarle quién había sido. Sin embargo; él le dio una respuesta. Abriendo los ojos a fuerza de voluntad, se cuadró ante la dama Da y Mercer: era como el remedo de un saludo militar.
—Suzdal —se presentó—, ex comandante de crucero. Están tocando la alarma. Deseo informar que yo... yo... no estoy listo para el combate.
Se durmió.
La dama Da, con un tono suavemente perentorio, le obligó a abrir los ojos.
—Comandante, ¿por qué tocan la alarma aquí? ¿Por qué has acudido a nosotros?
—señora, tú y el caballero de las orejas parecéis pensar mejor que los demás integrantes del grupo. Se me ocurrió que quizá tuvieras órdenes.
Mercer buscó al caballero de las orejas. Era él mismo. En ese momento tenía la cara cubierta de pequeñas orejas, pero no les prestaba atención, salvo para esperar el momento en que T'dikkat las cortara y los dromozoos le hicieran crecer otra cosa.
El ruido de la cabina se agudizó, haciéndose ensordecedor.
Muchas personas del rebaño se movieron.
Algunos abrieron los ojos, miraron alrededor.
—Es un ruido —murmuraron, y volvieron al feliz sopor de la supercondamina.
La puerta de la cabina se abrió.
T'dikkat salió a la carrera,
sin el traje.
Nunca lo habían visto en el exterior sin el traje de metal.
Corrió hacia ellos con ojos desorbitados, reconoció a la dama Da y a Mercer, colocó a uno debajo de cada brazo y corrió con ellos hacia la cabina. Los arrojó por la puerta doble. Aterrizaron con estrépito, y les resultó divertido chocar contra el suelo con tal fuerza. El piso los trasladó hasta la sala, T'dikkat los siguió poco después.
—Vosotros sois personas, o lo erais —bramó T'dikkat—. Comprendéis a las personas. Yo sólo obedezco. Pero no en este caso. ¡Mirad!
Cuatro hermosos niños humanos yacían en el suelo. Los más pequeños parecían gemelos de dos años de edad. Había una niña de cinco años y un niño de siete. Todos tenían los párpados entornados. Todos ellos mostraban delgadas líneas rojas alrededor de las sienes. El pelo rasurado indicaba que les habían extirpado el cerebro.
T'dikkat, sin prestar atención al peligro de los dromozoos, gritó:
—Vosotros sois personas verdaderas. Y yo soy un mero vacuno. Cumplo con mi deber. Mi deber no incluye esto: ¡Son
niños
!
El rincón lúcido que sobrevivía en la mente de Mercer experimentó disgusto e incredulidad. Le costó mantener esa emoción, porque la supercondamina batía contra su conciencia como una marejada, haciendo que todo pareciera encantador. Una parte de su mente, rebosante de droga, le decía: «¡Qué grato será tener niños con nosotros!» Pero la parte intacta de su mente, que conservaba el honor que era suyo antes de Shayol, susurró: «¡Este crimen es peor que cualquiera que hayamos cometido nosotros! ¡y
lo ha cometido el Imperio.»
—¿Qué has hecho? —preguntó la dama Da—. ¿Qué podemos hacer?
—Traté de llamar al satélite. Cuando comprendieron a qué me refería, cortaron la comunicación. A fin de cuentas, no soy una persona. El médico jefe me ordenó que llevara a cabo mi trabajo.
—¿Era el doctor Vomact? —preguntó Mercer.
—¿Vomact? —exclamó T'dikkat—. Murió de viejo hace cien años. No, un médico nuevo cortó la comunicación. Yo no siento como las personas, pero nací en la Tierra, y tengo sangre terráquea. Experimento emociones. ¡Emociones vacunas! No puedo permitir
esto.
—¿Qué has hecho?
T'dikkat volvió los ojos hacia la ventana. Su rostro revelaba una determinación que, al margen del amor que les hacía sentir la droga, aparecía como el padre de aquel mundo: responsable, honrado, abnegado.
—Creo que me matarán por ello —sonrió T'dikkat—. Pero he dado el alerta galáctico:
Todas las naves aquí.
La dama Da, sentándose en el suelo, declaró:
—¡Pero eso es sólo para los nuevos invasores! Es una falsa alarma.
Recobró la compostura y se puso en pie.
—¿Puedes extirparme estas cosas, ahora mismo, por si llega alguien? Y consígueme un vestido. ¿Tienes algo para contrarrestar el efecto de la supercondamina?
—¡Eso es lo que quería! —exclamó T'dikkat—. No llevaré a estos niños. Quiero vuestras instrucciones.
Y de inmediato, en el suelo de la cabina, le quitó las partes sobrantes.
El corrosivo antiséptico llenó de humo el aire de la cabina. A Mercer le parecía muy dramático y agradable, y se dormía por momentos. Luego sintió que T'dikkat lo operaba también a él. T'dikkat abrió un largo cajón y guardó los especímenes; por el frío que despedía, debía de ser un armario refrigerado.
Los apoyó a ambos en la pared.
—He estado pensando —dijo—. No hay antídoto contra la supercondamina. ¿Quién lo querría? Pero os puedo aplicar las hipodérmicas de mi nave de rescate. Se supone que reponen a una persona de cualquier accidente que le haya ocurrido en el espacio.
Se oyó un zumbido sobre el techo de la cabina. T'dikkat abrió una ventana con el puño, asomó la cabeza y miró hacia arriba.
—Entrad —gritó.
Oyeron el ruido seco de una nave que aterrizaba. Chirriaron puertas. Mercer se preguntó, vagamente desconcertado, por qué aterrizaba gente en Shayol. Cuando bajaron descubrió que no eran personas; eran robots aduaneros, que podían viajar a velocidades que el cuerpo humano no podía soportar. Uno llevaba insignias de inspector.
—¿Dónde están los invasores?
—No hay... —empezó T'dikkat.
La dama Da, con aplomo imperial a pesar de su desnudez, dijo con voz muy clara:
—Soy ex emperatriz, la dama Da. ¿Me conoces?
—No, señora —dijo el inspector—robot. Parecía tan turbado como podía parecer un robot. La droga hizo pensar a Mercer que sería grato tener robots por compañía en la superficie de Shayol.
—Declaro emergencia máxima, en las antiguas palabras. ¿Comprendéis? Ponedme en contacto con la Instrumentalidad.
—No podemos... —empezó el inspector.
—Podéis preguntar —dijo la dama Da.
El inspector obedeció.
La dama Da se volvió hacia T'dikkat.
—Adminístranos esas inyecciones. Luego llévanos al exterior para que los dromozoos cicatricen estas heridas. Tráenos de vuelta en cuanto se establezca contacto. Envuélvenos en telas si no tienes vestidos, Mercer puede aguantar el dolor.
—Sí —dijo T'dikkat, apartando los ojos de los cuatro niños sin cerebro.
La inyección ardió más que el fuego. Debió de surtir efecto, pues T'dikkat los hizo salir por la ventana para no perder tiempo en hacerlos pasar por la puerta, Los dromozoos, captando que necesitaban reparación, se les lanzaron encima. Esta vez algo más combatía la supercondamina.
Mercer no gritó, pero se apoyó en la pared y lloró diez mil años; debieron de ser varias horas de tiempo objetivo.
Los robots aduaneros estaban tomando fotos. Los dromozoos también se lanzaban contra ellos, a veces en enjambres enteros, pero no pasaba nada.
Mercer oyó que la voz del aparato de comunicaciones de la cabina llamaba a T'dikkat.
—Satélite de Cirugía llamando a Shayol. ¡T'dikkat, atiende!
Era evidente que él se negaba a responder.
Gritos suaves llegaban por el otro aparato de comunicaciones, el que habían traído los funcionarios aduaneros. Mercer estaba seguro de que la máquina óptica estaba conectada y de que los habitantes de otros mundos contemplaban Shayol por primera vez.
T'dikkat salió por la puerta. Había arrancado cartas de navegación de su nave de rescate. Los cubrió con ellas.
La dama Da cambió el arreglo de los mapas en ciertos detalles y de pronto tuvo el aspecto de una persona de gran importancia.
Entraron de nuevo por la puerta de la cabina.
T'dikkat susurró con tono reverente:
—Se han comunicado con la Instrumentalidad, y un señor de la Instrumentalidad va a hablarte.
Mercer no tenía nada que hacer, así que se sentó a mirar desde un rincón. La dama Da, con la piel cicatrizada, se erguía pálida y nerviosa en el centro del cuarto.
Un humo inodoro e intangible llenó la sala. El humo formó una nube. Había pleno contacto.
Apareció una figura humana.
Una mujer, vestida con un uniforme de corte radicalmente conservador, apareció frente a la dama Da.
—Esto es Shayol. Tú eres la dama Da. Me has llamado.
La dama Da señaló a los niños.
—Esto no debe suceder —declaró—. Este es un lugar de castigo, por acuerdo entre la Instrumentalidad y el Imperio. Nadie dijo nada acerca de niños.
La mujer de la pantalla miró a los niños.
—¡Esto es obra de dementes! —exclamó. Dirigió una mirada acusatoria a la dama Da—; ¿Eres del Imperio?
—Fui emperatriz, señora —dijo la dama Da.
—¡Y permites semejante cosa!
—¿Permitirla? —exclamó la dama Da—. No he tenido nada que ver con ello. Yo misma soy una prisionera, ¿es que no lo entiendes?
—No, no lo entiendo —replicó bruscamente la imagen.
—Soy un espécimen —explicó la dama Da—. Mira aquel rebaño. Yo estaba entre ellos hace unas horas.
—Sintonízame bien —ordenó la imagen a Tdikkat—. Quiero ver el rebaño.
Su cuerpo, muy erguido, atravesó la pared en un arco relampagueante y se detuvo en el centro del rebaño.
La dama Da y Mercer la observaron. Vieron que la imagen perdía rigidez y dignidad. La imagen agitó el brazo indicando que la trajeran de vuelta a la cabina. Entonces T'dikkat la hizo regresar.
—Os debo una disculpa —dijo la imagen—. Soy la dama Johanna Gnade, señora de la Instrumentalidad.
Mercer se inclinó, perdió el equilibrio y tuvo que incorporarse. La dama Da saludó majestuosamente.
Ambas mujeres se miraron.
—Investiga —dijo la dama Da—. Cuando lo hayas hecho, por favor, haznos ejecutar, ¿Has oído hablar de la droga?
—No la menciones —advirtió T'dikkat—, ni siquiera pronuncies el nombre en un aparato de comunicaciones. ¡Es un secreto de la Instrumentalidad!
—Yo soy la Instrumentalidad —declaró la dama Johanna—. ¿Padecéis dolor? No creí que ninguno de vosotros estuviera con vida. Había oído hablar de vuestros bancos quirúrgicos, pero suponía que los robots cuidaban órganos humanos y enviaban los nuevos injertos por cohete. ¿Hay alguien más con vosotros? ¿Quién está a cargo? ¿Quién hizo esto a los niños?
T'dikkat se plantó ante la imagen. No se inclinó.
—Yo estoy a cargo.
—¡Eres una subpersona! —exclamó la dama Johanna—. ¡Eres una vaca!
—Un toro, señora. Mi familia está congelada en la Tierra, y con mil años de servicio ganaré su libertad y la mía. En cuanto a tus otras preguntas, yo hago todo el trabajo. Los dromozoos no me afectan mucho, aunque de vez en cuando me extirpo una parte de mí mismo y la tiro. Mis órganos no van al banco. ¿Conoces el secreto de este lugar?
La dama Johanna habló con alguien que estaba detrás de ella en otro mundo. Luego miró a T'dikkat y ordenó:
—No menciones la droga ni hables mucho sobre ella. Cuéntame el resto.
—Tenemos —explicó T'dikkat muy formalmente— ciento veintiuna personas que todavía pueden suministrarnos órganos cuando los dromozoos las injertan. Hay setecientas más, entre ellas el capitán Álvarez, que han sido tan absorbidas por el planeta que no vale la pena operarlas. El Imperio fundó este sitio como lugar de castigo supremo. Pero la Instrumentalidad impartió órdenes secretas de que se administrara
medicina
—acentuó la palabra para dar a entender que hablaba de la supercondamina— para aliviar el castigo. El Imperio suministra los convictos. La Instrumentalidad distribuye el material quirúrgico.