Los señores de la instrumentalidad (73 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Puedo ponerme la gorra —suplicó Mercer. No era una pregunta sino una exigencia. Mercer sentía que su eternidad interior dependía de ella.

T'dikkat rió.

—Aquí abajo no hay gorras. A mí no me vendría mal tener una. Al menos eso dicen. Pero tengo otras cosas mucho mejores. No temas, amigo, te ayudaré a reponerte.

Mercer titubeó. Si la gorra le había brindado felicidad en el satélite, para contrarrestar los tormentos de Shayol necesitaría por lo menos estímulos eléctricos en el cerebro.

La risotada de T'dikkat llenó la habitación como las plumas de una almohada rota.

—¿Has oído hablar de la condamina?

—No —musitó Mercer.

—Es un narcótico tan poderoso que está prohibido mencionarlo en los tratados de farmacopea.

—¿Y tú la tienes? —preguntó Mercer esperanzado.

—Algo mejor que eso. Tengo supercondamina. Lleva el nombre de la ciudad de Nueva Francia donde la crearon. Los químicos le añadieron una molécula de hidrógeno más. Eso la mejoró mucho. Si la tomaras tal como estás ahora, morirías al cabo de tres minutos, pero esos tres minutos parecerían diez mil años de felicidad en el interior de tu mente.

T'dikkat movió expresivamente los pardos ojos de toro y se relamió los carnosos labios rojos con su enorme lengua.

—¿Para qué sirve, entonces?

—Podrás tomarla —dijo T'dikkat—. Podrás tomarla después de ser expuesto a los dromozoos que hay en el exterior de esta cabina. Tendrás todos los efectos buenos y ninguno de los malos. ¿Quieres ver una cosa?

¿Qué podía responder salvo que sí? ¿O acaso T'dikkat pensaba que él tenía una urgente invitación a una fiesta?

—Mira por la ventana —indicó T'dikkat— y dime qué ves.

La atmósfera era clara. La superficie parecía un desierto amarillo con estrías verdes de líquenes y arbustos achaparrados, obviamente castigados por vientos fuertes y secos. El paisaje resultaba monótono. A doscientos o trescientos metros se apreciaba un grupo de objetos brillantes y rosados que parecían vivos, pero Mercer no pudo distinguirlos con claridad. Más allá, en el extremo derecho de su campo visual, estaba la estatua de un enorme pie humano con la altura de un edificio de seis pisos. Mercer no veía a qué estaba enganchado el pie.

—Veo un gran píe —respondió—, pero...

—¿Pero qué? —dijo T'dikkat, como un enorme niño que ocultara el final de un chiste muy personal. Aun él, a pesar de su tamaño, habría parecido pequeño junto a los dedos de aquel pie gigantesco.

—Pero no puede ser un pie verdadero —concluyó Mercer.

—Lo es —aseguró T'dikkat—. Ése es Álvarez, el capitán de viaje, el hombre que descubrió este planeta. Después de seiscientos años está en buen estado. Desde luego, es casi totalmente dromozoico ahora, pero creo que aún conserva un resto de conciencia humana. ¿Sabes lo que hago?

—¿Qué? —preguntó Mercer.

—Le suministro seis centímetros cúbicos de supercondamina y él ronca para mí. Unos ronquidos muy felices. Un forastero creería que es un volcán. Eso logra la supercondamina. Y tú tendrás mucha. Eres realmente un hombre muy afortunado, Mercer. Me tienes por amigo, y dispones de mi aguja para pasarlo bien. Yo trabajo y tú te diviertes. ¿No es una grata sorpresa?

Mientes, mientes
, pensó Mercer.
¿De dónde vienen los gritos que todos hemos oídos transmitir como advertencia en el Día del Castigo? ¿Por qué el médico se ofreció a anularme el cerebro o arrancarme los ojos?

El hombre-toro le miró con expresión dolida.

—No me crees —comentó con aflicción.

—No es eso —dijo Mercer, tratando de ser afable—, pero creo que hay algo que no me has dicho.

—No mucho —aseguró T'dikkat—. Saltarás cuando te ataquen los dromozoos. Te encontrarás mal cuando te empiecen a crecer nuevos órganos: cabezas, riñones, manos. Hubo uno que desarrolló treinta y ocho manos en una sola sesión. Las extirpé todas, las congelé y las mandé arriba. Cuido de todos. Tal vez grites un rato. Pero recuerda, tan sólo llámame Amigo, y lo pasarás mejor que en cualquier parte del universo. ¿Quieres huevos fritos? Yo no como huevos, pero la mayoría de los hombres verdaderos sí.

—¿Huevos? ¿Qué tienen que ver con todo esto?

—Nada. Es sólo una atención. Así no irás al exterior con el estómago vacío. Aguantarás mejor el primer día.

El incrédulo Mercer vio cómo el grandote sacaba dos hermosos huevos de una nevera, los partía con habilidad para echarlos en una sartén, y calentaba la sartén en el campo térmico de la mesa donde él había despertado.

—¿Amigo, eh? —sonrió T'dikkat—. Verás que soy un buen amigo. Recuérdalo cuando vayas afuera.

Una hora después, Mercer fue al exterior.

Con extraña serenidad, se quedó en la puerta. T'dikkat le dio un empujoncito suave y fraternal.

—No me hagas poner el traje de plomo, amigo. —Mercer había visto un traje del tamaño de la cabina de una nave espacial, colgado en la pared de un cuarto contiguo—. Cuando cierre esta puerta, se abrirá la exterior. Entonces no tienes más que salir.

—¿Pero qué me ocurrirá? —preguntó Mercer. El miedo volvía a revolverle el estómago y le atenazaba la garganta.

—No empieces de nuevo con eso —le advirtió T'dikkat. Durante una hora había eludido las preguntas de Mercer sobre lo que le esperaba fuera. ¿Un mapa? La idea hizo reír a T'dikkat— ¿Comida? No iba a necesitarla. ¿Otras personas? Estarían allí. ¿Armas? No hacían falta. Una y otra vez había insistido en que era amigo de Mercer. ¿Qué le pasaría a Mercer? Lo mismo que les había ocurrido a los demás.

Mercer salió al exterior.

No ocurrió nada. Era un día fresco. El viento le acarició la piel endurecida.

El montañoso cuerpo del capitán Álvarez ocupaba buena parte del paisaje a la derecha. Mercer no deseaba verse envuelto con eso. Miró hacia atrás. T'dikkat no estaba frente a la ventana.

Mercer avanzó despacio en línea recta.

Hubo un destello en el suelo, no más brillante que el centelleo del sol en un trozo de vidrio. Mercer sintió un aguijonazo en el muslo, igual que si lo hubieran rozado con un instrumento afilado. Se pasó la mano por el muslo.

Fue como si el cielo se derrumbara.

Un dolor —más que un dolor: una palpitación viva— le bajó por la cadera hasta el pie derecho. La palpitación le subió al pecho, dejándole sin aliento. Se cayó, y el suelo le hirió. En el satélite-hospital no había vivido ninguna experiencia parecida. Yacía al aire libre tratando de no respirar sin éxito. Cada vez que inspiraba, la palpitación se movía con el tórax. Se tendió de espaldas, mirando el Sol. Notó que el astro era blanco violáceo.

No tenía sentido tratar de llamar. No tenía voz. Zarcillos de malestar culebreaban dentro de él. Como no podía dejar de respirar, intentó inhalar del modo menos doloroso. Los jadeos resultaban agotadores. Sorber el aire en pequeñas bocanadas dolía menos.

No había nadie alrededor. No podía volver la cabeza para mirar la cabina.
¿Es esto?, pensó. ¿Una eternidad de este dolor es el castigo de Shayol?

Oyó voces.

Dos caras grotescamente sonrosadas lo contemplaban. Parecían humanas. El hombre tenía una apariencia bastante normal, salvo por las dos nances que asomaban en su rostro. La mujer era una caricatura increíble. Le había crecido un pecho en cada mejilla y un racimo de dedos le colgaba de la frente.

—Es una belleza —exclamó la mujer—. Uno nuevo.

—Ven —le dijo el hombre.

Lo ayudaron a levantarse. No tuvo fuerzas para resistirse. Cuando trató de hablarles, un estridente graznido de pájaro le salió de los labios.

Lo llevaban con eficacia. Notó que lo arrastraban hacia los objetos rosados.

De cerca descubrió que eran personas. Mejor dicho, descubrió que habían sido personas. Un hombre con pico de flamenco se picoteaba su propio cuerpo. Había una mujer en el suelo; tenía una sola cabeza, pero junto a lo que parecía ser su cuerpo original le crecía el desnudo cuerpo de un niño desde el cuello. El cuerpo del niño, limpio y saludable, sólo se movía para respirar entrecortadamente. Mercer miró alrededor. El único que llevaba ropa era un hombre con el abrigo puesto de través. Mercer advirtió al fin que al hombre le crecían dos o tres estómagos en la parte exterior del abdomen. El abrigo los mantenía en su sitio. La transparente pared del peritoneo parecía frágil.

—Uno nuevo —explicó su captora. Ella y el hombre de dos narices lo soltaron.

El grupo yacía desparramado por el suelo.

Mercer se quedó entre ellos, aturdido.

—Temo que pronto nos van a alimentar —dijo un viejo.

El grupo protestó:

—¡Oh, no!

—¡Es demasiado temprano!

—¡No de nuevo!

El viejo continuó:

—Mirad cerca del dedo gordo de la montaña.

El desconsolado murmullo del grupo confirmó que el viejo estaba en lo cierto.

Mercer quiso preguntar de qué se trataba, pero sólo emitió un cloqueo.

Una mujer —¿era una mujer?— se le acercó gateando. Además de las manos comunes, tenía manos por todo el torso y en los muslos. Algunos de aquellos apéndices tenían un aspecto viejo y mustio. Otros se veían lozanos y rosados como los dedos de la cara de su captora. La mujer le gritó, aunque era innecesario gritar.

—Se acercan los dromozoos. Esta vez te dolerá. Cuando te acostumbres al lugar, puedes enterrarte... —La mujer señaló varios montículos que los rodeaban—. Ellos están enterrados.

Mercer volvió a cloquear.

—No te preocupes —le dijo la mujer cubierta de manos, y jadeó cuando la tocó un relámpago de luz.

Los fogonazos también alcanzaron a Mercer. El dolor fue como el del primer contacto, pero más penetrante. Los ojos se le ensancharon mientras extrañas sensaciones físicas lo llevaban a la ineludible conclusión: aquellas luces, aquellas cosas, fueran lo que fuesen, lo alimentaban y lo hacían crecer.

No tenían inteligencia humana, en caso de que tuvieran alguna, pero sus motivos eran obvios. Entre cada puñalada de dolor, sintió que le llenaban el estómago, le inyectaban agua en la sangre, le extraían líquido de los riñones y la vejiga, le masajeaban el corazón, le movían los pulmones.

Cada uno de aquellos actos era bien intencionado y beneficioso.

Y cada uno resultaba doloroso.

De pronto se fueron, como una bandada de insectos. Mercer oyó un ruido: un berrido insensato y desagradable. Miró alrededor.

Y el berrido cesó.

El que había gritado era el propio Mercer. Era el terrible grito de un psicótico, de un borracho aterrorizado, de un animal enloquecido.

Cuando calló, descubrió que podía hablar de nuevo.

Se le acercó un hombre, desnudo como los demás. Una estaca le atravesaba la cabeza. La piel había cicatrizado en ambas partes alrededor de la estaca.

—Hola —saludó el hombre de la estaca.

—Hola —contestó Mercer. Esta palabra tan común sonaba muy tonta en un lugar como aquél.

—No puedes matarte —le advirtió el hombre de la estaca.

—Sí, puedes —le contradijo la mujer de las manos.

Mercer descubrió que su primer dolor se había aplacado.

—¿Qué me está ocurriendo?

—Te ha crecido algo —dijo el hombre de la estaca—. Siempre nos crecen partes. Al cabo de un tiempo, T'dikkat las extirpa todas, excepto las que tienen que crecer un poco más. Como ella —añadió, señalando a la mujer a quien le crecía un cuerpo de niño desde el cuello.

—¿Y qué fue lo de antes? —preguntó Mercer—. ¿Las puñaladas para esas partes nuevas y los aguijonazos para alimentarnos?

—No —respondió el hombre—. A veces creen que tenemos frío y nos llenan de fuego. A veces suponen que tenemos calor y nos congelan nervio por nervio.

—Y a veces creen que somos desdichados —intervino la mujer con el cuerpo de niño— y tratan de hacernos felices. Creo que eso es lo peor.

—¿Sois vosotros el único rebaño? —tartamudeó Mercer.

El hombre de la estaca tosió en vez de reír.

—¡Rebaño! Qué gracioso. El lugar está lleno de gente. La mayoría se entierra. Nosotros somos los que todavía podemos hablar. Nos quedamos para hacernos compañía. Así pasamos más tiempo con T'dikkat.

Mercer iba a formular otra pregunta, pero estaba agotado. Había sido un día agobiante.

El suelo se balanceaba como un barco en el agua. El cielo se ennegreció. Alguien le sostuvo cuando Mercer se desplomó. Unas manos le recostaron en el suelo. Y luego, piadosa y mágicamente, llegó el sueño.

3

Al cabo de una semana se había familiarizado con el grupo. Era gente distraída. Nadie sabía cuándo pasaría un dromozoo para añadirles otro órgano. Mercer no sufrió otro aguijonazo, pero la incisión que se había hecho al salir de la cabina se estaba endureciendo. El hombre de la estaca le echó un vistazo cuando Mercer se desabrochó púdicamente el cinturón y se bajó los pantalones para que vieran la herida.

—Tienes una cabeza —le dijo el hombre de la estaca—. Una cabeza de niño. Arriba se alegrarán de recibirla cuando T'dikkat la corte.

El grupo trató de organizarle la vida social. Le presentaron a la muchacha del rebaño. Le había crecido un cuerpo tras otro. La pelvis había desarrollado unos hombros y la nueva pelvis había repetido el proceso hasta que tuvo cinco personas de largo. Tenía la cara intacta. Trataba de mostrarse amable con Mercer.

Él quedó tan horrorizado que se enterró en el suelo blanco y seco y permaneció allí durante lo que le pareció un siglo. Luego supo que había sido menos de un día. Cuando salió, la muchacha de muchos cuerpos lo estaba esperando.

—No tenías que salir sólo por mí —dijo ella.

Mercer se sacudió la tierra.

Miró alrededor. El sol violáceo se ponía, y el cielo tenía estrías azules y vestigios de un ocaso anaranjado.

—No he salido por ti. Aquí no tiene sentido mentir, mientras esperamos la próxima vez.

—Quiero mostrarte una cosa —dijo ella. Señaló un montículo bajo—. Cava allí.

Mercer la miró. La muchacha parecía amistosa. Se encogió de hombros y se puso a escarbar con sus potentes zarpas. Con la piel endurecida y las gruesas uñas de los dedos, escarbar le resultaba tan fácil como a un perro. La tierra salía en cascada bajo sus manos atareadas. En el agujero que había cavado apareció un bulto rosado. Escarbó con más prudencia.

Intuyó qué era.

Tenía razón. Era un hombre dormido. En un costado del cuerpo le crecían ordenadas hileras de brazos. El otro lado parecía normal.

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