Los señores de la instrumentalidad (114 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Jestocost titubeó sólo un instante.

—Qué más da —rió—. Es lo mismo ser colgado por una oveja que por un cordero.

El A'telekeli se apartó. Alguien entregó a Rod una máscara que ocultaba sus rasgos de hombre-gato y dejaba expuestos los ojos y las manos. La impresión cerebral se obtenía a través de los ojos.

La máquina realizó la comprobación.

Rod regresó al banco y la mesa. Se sirvió otro sorbo de agua. Alguien le arrojó una guirnalda de flores sobre los hombros. ¡Flores frescas! En semejante lugar... Se preguntó de dónde las sacaban. Tres bonitas submuchachas, dos de origen gatuno y una de origen canino, traían a cuestas a una G'mell recién vestida. Llevaba un vestido blanco muy simple y recatado. Un ancho cinturón dorado le ceñía la cintura. G'mell rió, dejó de reír y se sonrojó cuando la llevaron cerca de Rod.

Había dos asientos en el banco, con cojines para que ambos estuvieran cómodos. Les pusieron gorros de metal suave parecidos a los gorros de placer usados en medicina. Rod sintió que el olfato le estallaba dentro del cerebro; de pronto cobró una vida caudalosa. Rod asió a G'mell de la mano y echó a andar por un inmemorial bosque de la Tierra, donde un templo más antiguo que el tiempo brillaba bajo la clara y suave luz de la vieja luna de la Tierra. Supo que ya estaba soñando. G'mell captó su pensamiento y dijo:

—Rod, mi amo y amante, esto es un sueño. Pero estoy en él contigo...

¿Quién puede medir mil años de sueños felices: los viajes, las cacerías, las meriendas, las visitas a ciudades olvidadas y desiertas, el descubrimiento de bellos paisajes y extraños lugares? Y el amor, las experiencias compartidas, y el reflejo de todo lo maravilloso y extraño en dos personalidades distintas y armoniosas, G'mell la g'muchacha y G'roderick el g'hombre: parecían felizmente destinados a vivir juntos. ¿Quién puede disfrutar siglos enteros de júbilo y contarlo en minutos? ¿Quién puede narrar la historia entera de dos vidas semejantes: felicidad, peleas, reconciliaciones, problemas, soluciones, dicha y siempre el acto de compartir...?

Cuando despertaron suavemente a Rod, dejaron que G'mell siguiera durmiendo. Rod se examinó esperando encontrarse viejo. Pero aún era joven, en el profundo y olvidado subterráneo del A'telekeli, y ni siquiera podía oler. Quiso evocar aquellos mil maravillosos años mientras contemplaba a G'mell, de nuevo joven, dormida en el banco, pero los años de sueño habían empezado a desdibujarse.

Se incorporó pesadamente. Lo condujeron a una silla. El A'telekeli estaba sentado en una silla adyacente, a la misma mesa. Parecía fatigado.

—Señor y propietario McBan, controlé tus sueños compartidos para cerciorarme de que seguían el rumbo correcto. Espero que estés satisfecho.

Rod asintió despacio y buscó la jarra de agua. Alguien la había vuelto a llenar mientras él dormía.

—Mientras dormías, McBan —añadió el gran A'hombre—, he mantenido una conferencia telepática con el Señor Jestocost, quien es tu amigo, aunque no lo conozcas. Habrás oído hablar de las nuevas naves de planoforma automáticas.

—Son experimentales.

—En efecto, pero son muy seguras. Y las mejores naves «automáticas» en realidad no lo son tanto. Las pilotan hombres—serpiente. Mis pilotos superan a todos los de la Instrumentalidad.

—Desde luego, porque están muertos.

—No más muertos que yo —rió el sereno pájaro blanco—. Con la ayuda de mi hijo, el doctor A'ikasus, a quien conociste como el mono M'gentur, los puse en trance cataléptico. Despiertan en las naves. Uno de ellos te puede llevar a Norstrilia en un solo salto. Y mi hijo puede prepararte aquí. Tenemos un buen taller médico en uno de esos cuartos. A fin de cuentas, fue él quien te restauró en Marte, bajo la supervisión del doctor Vomact. Te parecerá una sola noche, aunque transcurrirán varios días de tiempo objetivo. Si te despides ahora, y si estás dispuesto a partir, despertarás en órbita, frente a la red subespacial de Vieja Australia del Norte. No deseo que una de mis subpersonas acabe despedazada por los temibles mininos de Mamá Hitton, sean lo que sean. ¿Puedes informarnos tú?

—No sé qué son —se apresuró a responder Rod—, y si lo supiera no te lo diría. Es un secreto de la reina.

—¿La reina?

—La reina ausente. Usamos ese nombre para aludir al gobierno de la Commonwealth. De todos modos, no puedo irme ahora. Tengo que regresar a la superficie. Quiero despedirme del Maestro Gatuno. Y no me iré de este planeta sin Eleanor. Y también quiero el sello que me dio el Maestro Gatuno. Y los libros. Y quizá deba comparecer ante un tribunal por la muerte de Tostig Amaral.

—¿Confías en mí, señor y propietario McBan?

El gigante blanco se puso en pie. Sus ojos brillaron como fuego. El subpueblo entonó:

—¡Deposita tu confianza en el jubiloso y lícito, leal y espantoso poder blanco y brillante del subpájaro!

—Hasta ahora te he confiado mi vida y mi fortuna —dijo Rod en tono huraño—, pero no lograrás que abandone a Eleanor. Por mucho que desee regresar. Y en mi mundo hay un viejo enemigo a quien quiero ayudar, Houghton Syme, el hon. sec. Quizá pueda llevarle algo de la Vieja Tierra.

—Creo que puedes confiar en mí un poco más —insistió el A'telekeli—. ¿Se resolvería el problema del hon. sec. si le dejaras compartir un sueño con alguien a quien ame, para compensar su corta vida?

—No lo sé. Tal vez.

—Puedo confeccionarle una receta —ofreció el amo del subpueblo—. Tendrá que mezclarla con plasma de su sangre antes de ingerirla. Servirá para tres mil años de vida subjetiva. Nunca hemos dejado escapar este secreto de la subciudad, pero tú eres el amigo de la Tierra, y la tendrás.

Rod quiso tartamudear las gracias, pero en cambio masculló algo sobre Eleanor:
no podía
abandonarla.

El gigante blanco cogió el brazo de Rod y lo condujo hasta el visífono, que parecía fuera de lugar en aquella sala olvidada y subterránea.

—¿Sabes que no te engañaré con mensajes falsos ni nada por el estilo? —preguntó el gigante blanco.

Una ojeada a ese rostro fuerte, calmo y relajado —un rostro tan resuelto que no podía ocultar segundas intenciones— convenció a Rod de que no tenía nada que temer.

—Conéctalo, pues —dijo el A'telekeli—. Si Eleanor quiere regresar, pediremos un billete a la Instrumentalidad. Y en cuanto a ti, mi hijo A'ikasus te devolverá a tu forma anterior. Hay un solo detalle. ¿Quieres la cara que tenías antes o prefieres unos rasgos que reflejen la sabiduría y la experiencia que te he visto adquirir?

—No soy pretencioso —dijo Rod—. La misma cara estará bien. Si soy más sabio, mi gente pronto lo averiguará.

—Bien. Mi hijo se preparará. Entre tanto, conecta el visífono. Ya está preparado para rastrear a tu conciudadana.

Rod encendió el aparato. Tras una desconcertante sucesión de relampagueos y escenas deslumbrantes y caleidoscópicas, la máquina pareció correr a lo largo de la playa de Meeya Meefla hasta encontrar a Eleanor. Era una pantalla realmente extraña: no había visífono al otro lado. Rod veía a Eleanor, con su aire norstriliano, pero ella no sabía que la estaban observando.

La máquina se concentró en la cara de Eleanor/Rod McBan. Ella/él hablaba con una mujer muy bonita, cuyo aspecto era una extraña combinación de norstriliana y terrícola.

—Ruth No-de-aquí —murmuró el A'telekeli—, la hija del Señor William No-de-aquí, un jefe de la Instrumentalidad. Quería que su hija se casara contigo para poder regresar a Norstrilia. Mira a la hija. Ahora está enfadada «contigo».

Ruth, sentada en la playa, flexionaba los dedos con nerviosismo e inquietud, pero sus gestos revelaban más furia que desesperación. Le hablaba a Eleanor «Rod McBan».

—¡Mi padre acaba de contármelo! —exclamó Ruth—. ¿Por qué has donado todo tu dinero a una fundación? La Instrumentalidad se lo contó. No lo entiendo. Ahora no tiene sentido que nos casemos...

—Por mí está bien —comentó Eleanor/Rod McBan.

—¡Por ti está bien! —chilló Ruth—. ¡Después de haberte aprovechado de mí!

El falso Rod McBan sonrió con picardía. El verdadero Rod, que observaba la imagen a diez kilómetros bajo tierra, pensó que Eleanor había aprendido mucho acerca de cómo se comporta un joven rico en la Tierra.

La expresión de Ruth cambió de golpe. Pasó de la furia a la risa. Mostró su desconcierto.

—Debo admitir —dijo con sinceridad— que no quería volver a Vieja Australia del Norte. La vida simple y honesta, un poco estúpida. Sin mares. Sin ciudades. Sólo ovejas gigantescas y enfermas y mundos llenos de dinero sin nada en qué gastarlo. Me gusta la Tierra, Supongo que soy decadente...

Rod/Eleanor sonrió.

—Quizá yo también sea decadente. No soy pobre. No puedo evitar que me atraigas. No quiero casarme con nadie. Pero tengo muchos créditos aquí, y me gusta ser un hombre joven...

—¡Vaya si te gusta! —bufó Ruth—. ¡Qué cosas tan raras dices!

El falso Rod McBan no pareció reparar en la interrupción.

—Acabo de decidir que me quedaré aquí a disfrutar del dinero. Todos son ricos en Norstrilia, pero ¿de qué les sirve? Para mí se ha vuelto aburrido, de lo contrario no me habría arriesgado a venir aquí. Sí, creo que me quedaré. Sé que Rod... —Él/ella soltó un jadeo—. Me refiero a Rod MacArthur, una especie de pariente. Rod puede pagar el impuesto de mi fortuna personal para quedarme aquí.

(«Lo haré», se prometió el verdadero Rod McBan, bajo la superficie de la Tierra.)

—Aquí eres bienvenido, querido —dijo Ruth No-de-aquí al falso Rod McBan.

Muy abajo, el A'telekeli señaló la pantalla.

—¿Has visto suficiente? —le preguntó a Rod.

—Suficiente, pero asegúrate de que ella sabe que estoy bien y trato de cuidarla. ¿Puedes ponerte en contacto con Jestocost o con alguien más para disponer que Eleanor se quede aquí y conserve su fortuna? Di a Eleanor que use el nombre de Roderick Henry McBan primero. Puedo permitirle usar el nombre de los propietarios de la Finca de la Condenación, pero no creo que la gente de la Tierra advierta la diferencia. Ella sabrá que para mí está bien, y esto es lo único que importa. Si de verdad le gustar estar aquí con una copia de mi cuerpo, que la gran oveja la ampare.

—Extraña bendición —sonrió el A'telekeli—. Pero todo se puede arreglar.

Rod no se movió. Apagó la pantalla y se quedó donde estaba.

—¿Algo más? —preguntó el A'telekeli.

—G'mell.

—Ella está bien —respondió el señor del submundo—. No espera nada de ti. Es una buena subpersona.

—Yo quiero hacer algo por ella.

—No desea nada. Es feliz. No tienes que inmiscuirte.

—No será una muchacha de placer para siempre —insistió Rod—. Las subpersonas envejecéis. No sé cómo te las arreglas tú sin
stroon.

—Tampoco yo lo sé —reconoció el A'telekeli—. Simplemente, soy longevo. Pero tienes razón en cuanto a G'mell. Pronto envejecerá, según vuestro tiempo.

—Me gustaría comprarle un restaurante, el del hombre-oso, para que lo convierta en un lugar de encuentro abierto para personas y subpersonas. Ella le dará un toque romántico e interesante, para que sea un éxito.

—Una idea maravillosa. Un proyecto perfecto para tu fundación —sonrió el A'telekeli—. Se hará.

—¿Y el Maestro Gatuno? —preguntó Rod—. ¿Puedo hacer algo por él?

—No, no te preocupes por G'william —respondió el A'telekeli—. Está bajo la protección de la Instrumentalidad y conoce el signo del Pez. —El gran subhombre hizo una pausa para dar a Rod la oportunidad de preguntar qué era ese signo, pero el norstriliano no reparó en el énfasis de la pausa, así que el pájaro gigante continuó—. G'william ya ha recibido su recompensa en el buen cambio que ha realizado en tu vida. Ahora, si estás preparado, te anestesiaremos, mi hijo A'ikasus modificará tu forma gatuna y despertarás en la órbita de tu planeta.

—¿Puedes despertar a G'mell para despedirme de ella después de esos mil años?

El amo del submundo cogió suavemente el brazo de Rod y lo guió por la gigantesca sala.

—¿Te gustaría tener otro adiós, después de esos mil años compartidos, si estuvieras en su lugar —preguntó—. Déjala en paz. Sufrirá menos de esta manera. Tú eres humano. Puedes darte el lujo de ser amable. Es uno de los mejores rasgos de las personas humanas.

Rod se detuvo.

—¿Tienes una grabadora, entonces? Ella me recibió en la Tierra con una maravillosa canción acerca del «canto de altos pájaros» y quiero dejarle una canción norstriliana.

—Canta lo que quieras —aceptó el A'telekeli—, y mi coro de asistentes lo recordará mientras viva. Los demás también sabrán apreciarlo.

Rod miró un instante a las subpersonas que los habían seguido. Por un instante tuvo vergüenza de cantar ante ellas, pero se tranquilizó cuando vio sus cálidas sonrisas de adoración.

—Recordad esto, pues, y aseguraos de cantarla para G'mell en mi nombre, cuando ella despierte.

Elevó un poco la voz y cantó:

¡Ve adonde el carnero corretea y corcovea!

Escucha a las ovejas que balan y que halan.

Vuela adonde los corderos gozan y retozan.

Mira allá donde el stroon
crece y florece.

¡Observa cómo los hombres toman y amontonan

riquezas para su mundo!

Mira las colinas goteantes y ondulantes.

Siéntate en el aire ardiente, hirviente.

Ve adonde las nubes flamean y aletean.

Mira esa riqueza bullente y reluciente.

Con un grito vibrante y resonante,

canta el orgullo y el poder norstrilianos.

El coro la entonó con una riqueza vocal que él nunca había oído en esa canción.

—Y ahora —dijo el A'telekeli—, la bendición del Primer Prohibido sea contigo.

El gigante se inclinó para besar a Rod McBan en la frente, Rod lo considero un gesto extraño y quiso hablar, pero vio los ojos.

Ojos como fuegos gemelos.

Fuego: como la amistad, la calidez, como una bienvenida y una despedida.

Ojos convertidos en una sola llama.

Despertó en la órbita de Vieja Australia del Norte.

El descenso fue fácil. La nave tenía un visor. El silencioso piloto-serpiente dejó a Rod en la Finca de la Condenación, a unos cientos de metros de su propia puerta. También dejó dos pesados envoltorios. Una nave de patrulla de Vieja Australia del Norte revoloteaba en lo alto. El aire vibró de peligro cuando la policía norstriliana descendió para asegurarse de que sólo Rod McBan bajaba de la nave. El aparato de la Tierra despegó con un susurro.

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