Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—¿Y adonde irás a investigar? —preguntó el señor Nuru-or con apesadumbrada sabiduría, como si ya supiera la respuesta.
—Iré al Gebiet —declaró Sto Odín.
—¡El Gebiet...! ¡Oh no! —exclamaron varios. Y una voz añadió—: Eres inmune.
—Renunciaré a la inmunidad e iré —dijo el señor Sto Odín—. ¿Quién puede hacerle daño a un hombre que tiene casi mil años y ha resuelto vivir sólo setenta y siete días más?
—¡Pero no puedes! —insistió Mmona—. Un criminal podría capturarte y duplicarte, y entonces todos nosotros estaríamos en peligro.
—¿Cuándo has oído hablar por última vez de un criminal entre los hombres? —alegó Sto Odín.
—Hay muchos, aquí y en los mundos exteriores.
—¿Pero en la Vieja Tierra? —preguntó Sto Odín.
Mmona titubeó.
—Lo ignoro. Alguna vez habrá habido un criminal. —Miró alrededor—. ¿Ninguno de vosotros lo sabe?
Hubo silencio.
El señor Sto Odín los escrutó a todos. En sus ojos brillaba la fiereza que había incitado a generaciones enteras de señores a suplicarle que viviera al menos unos años mas para que los ayudara en su misión. Él había accedido, pero en el último trimestre los había ignorado a todos y había escogido el día de su muerte. Pero no había perdido un ápice de su poder. Su mirada los intimidaba mientras aguardaban respetuosamente su decisión.
El señor Sto Odín se volvió hacia el señor Nuru-or y dijo:
—Creo que tú has adivinado qué haré en el Gebiet y por qué debo ir allí.
—El Gebiet es un recinto donde no rige ninguna ley y donde no se aplican castigos. Allí la gente normal puede hacer lo que quiere, no lo que nosotros pensamos que debería querer. Por lo que sé, se encuentran allí cosas desagradables e insensatas. Pero quizá tú puedas descubrir el sentido íntimo de esas cosas. Tal vez encuentres una solución para la fatigosa felicidad de los hombres.
—Así es —determinó Sto Odín—, Y por esa razón iré, cuando haya concluido con los pertinentes preparativos oficiales.
Y fue, tal como había dicho. Usó uno de los vehículos más peculiares jamás vistos en la Tierra, pues sus piernas estaban demasiado débiles para llevarlo lejos. Con sólo dos novenos de año de vida, no podía perder tiempo haciéndose remodelar las piernas.
Viajó en una litera abierta transportada por dos legionarios romanos.
Los legionarios eran en realidad robots sin un vestigio de sangre ni tejido orgánico en el cuerpo. Eran la especie más compacta y difícil de crear, pues les habían colocado el cerebro en el pecho, varios millones de capas laminadas increíblemente finas donde estaba impresa toda la experiencia vital de una persona importante, útil y muerta hacía tiempo. Vestían como legionarios, con corazas, espadas, faldas, grebas, sandalias y escudos, simplemente porque era un capricho del señor Sto Odín trasponer el límite de la historia en busca de compañía, Sus cuerpos de metal eran muy fuertes. Podían derribar paredes, franquear abismos, triturar a cualquier hombre o subpersona con los dedos, o lanzar las espadas con la precisión de proyectiles teledirigidos.
El primer legionario, Flavio, había sido jefe de la Catorceava, una división de espionaje de la Instrumentalidad, tan secreta que incluso entre los señores había pocos que conocieran exactamente su ubicación o función. Era (o había sido, hasta que fue impreso en una mente robot cuando agonizaba) el Director de investigación histórica de toda la raza humana, ahora era una máquina tediosa y complaciente que empuñaría dos varas hasta que su amo decidiera alertar los vividos poderes de su mente pronunciando una simple frase latina que ninguna otra persona viva comprendía:
Summa nudla est.
El legionario de atrás, Livio, había sido un psiquiatra que se convirtió en general. Había ganado muchas batallas hasta que decidió morir, un poco prematuramente, cuando descubrió que cada batalla era una lucha para derrotarse a sí mismo.
Juntos, y sumados al inmenso poder cerebral del señor Sto Odín, formaban un equipo formidable.
—El Gebiet —ordenó el señor Sto Odín.
—El Gebiet —dijeron ambos pesadamente, asiendo las varas para alzar la litera.
—Y luego el Bezirk —añadió Sto Odín,
—El Bezirk —respondieron con voz inexpresiva.
Sto Odín sintió que la litera se inclinaba hacia atrás. Cuando Livio apoyó cuidadosamente en el suelo los dos extremos de las varas, se acercó a Sto Odín y saludó con la palma abierta.
—¿Puedo despertar? —solicitó Livio, con voz uniforme y mecánica.
—Summa nudla est
—dijo el señor Sto Odín.
El rostro de Livio se animó de repente.
—¡No debes ir allí, mi señor! Tendrías que renunciar a la inmunidad y afrontar todos los peligros. Todavía no hay nada allí. Todavía no. Algún día saldrán en tropel de ese Hades subterráneo y lucharán sin cuartel contra los hombres. Ahora no. Son sólo criaturas desvalidas que se consumen en su extraña desdicha, haciendo el amor de modos que nunca has pensado...
—Olvida lo que supones que he pensado. ¿Cuál es tu objeción en términos reales?
—¡Es inútil, mi señor! Te queda menos de un año de vida. Haz algo noble y grande por la humanidad antes de morir. Ellos podrían desconectarnos. Nos gustaría compartir tu trabajo antes de tu partida.
—¿Eso es todo? —dijo Sto Odín.
—señor —dijo Flavio—, también me has despertado a mí.
Opino que debes seguir adelante. Allá abajo la historia se está hilando de nuevo. Se están gestando cosas que la Instrumentalidad ni siquiera ha sospechado. Ahora ve y mira, antes de morir. Quizá no puedas hacer nada, pero no estoy de acuerdo con mi compañero. Resulta tan peligroso como podría serlo el espacio tres, si alguna vez lo halláramos, pero también es interesante. Y en este mundo donde todas las cosas se han hecho ya, donde todas las ideas se han pensado, cuesta encontrar algo que aún estimule la mente humana con pura curiosidad. Yo estoy muerto, como bien sabes, pero incluso yo, dentro de este cerebro mecánico, siento la atracción de la aventura, la llamada del peligro, el magnetismo de lo desconocido. Por lo pronto, allá abajo se están cometiendo crímenes. Y los señores los pasáis por alto.
—Preferimos hacerlo así. No somos tontos. Queríamos ver qué sucedería —dijo el señor Sto Odín—, y tenemos que dar tiempo a esas gentes para averiguar a qué extremos pueden llegar libres de nuestro control.
—¡Están teniendo hijos! —exclamó Flavio.
—Lo sé.
—Han robado dos máquinas ilegales de transmisión instantánea —gritó Flavio.
—De manera que éste es el motivo de las irregularidades en la balanza comercial de la estructura crediticia terráquea —reflexionó Sto Odín con calma.
—¡Tienen un fragmento del congohelio! —exclamó Flavio.
—¡El congohelio! —exclamó el señor Sto Odín—. ¡Imposible! ¡Es inestable! Podrían matarse. ¡Podrían perjudicar a la Tierra! ¿Qué hacen con él?
—Componen música —respondió Flavio, más sereno.
—¿Qué componen?
—Música. Canciones. Sonidos agradables para bailar.
—Llevadme allí ahora mismo —masculló el señor Sto Odín—. Esto es ridículo. Tener allí abajo un fragmento del congohelio es tan descabellado como eliminar planetas deshabitados para jugar a las damas.
—señor —intervino Livio.
—¿Sí?
—Retiro mis objeciones —dijo Livio.
—Gracias —dijo secamente Sto Odín.
—Tienen algo más allí abajo. Como no quería que fueras, no lo he mencionado antes. Podría haber despertado tu curiosidad. Tienen un dios.
—Si quieres darme una clase de historia —bufó el señor Sto Odín—, postérgala para otra ocasión. Dormíos de nuevo
y
llevadme abajo.
Livio no se movió.
—Lo digo en serio.
—¿Un dios? ¿A qué llamas un dios?
—Una persona o idea capaz de suscitar patrones culturales enteramente nuevos.
El señor Sto Odín se inclinó hacia delante.
—¿Ah es eso?
—Ambos lo sabemos —dijo Flavio.
—Lo vimos —explicó Livio—. Hace un décimo de año nos dijiste que camináramos libremente durante treinta horas, así que nos pusimos cuerpos de robot comunes y llegamos al Gebiet. Cuando sentimos funcionar el congohelio, tuvimos que bajar para averiguar qué hacía. Por lo general se utiliza para mantener las estrellas en su sitio...
—No me lo expliques, lo sé. ¿Era un hombre?
—Un hombre que está recreando la vida de Akhenatón —respondió Flavio.
—¿Quien es ése? —preguntó el señor Sto Odín, que sabía historia pero quería ver hasta dónde llegaban los conocimientos de sus robots.
—Un rey alto, de rostro enjuto y labios gruesos, que gobernó el mundo humano de Egipto mucho antes de la energía atómica. Akhenatón inventó al mejor de los dioses primitivos. Este hombre está recreando paso a paso la vida de Akhenatón. Ya ha hecho del Sol una religión. Se burla de la felicidad. Las personas lo escuchan. Se mofan de la Instrumentalidad.
—Vimos a la muchacha que lo ama —añadió Livio—. Ella también era joven, pero bella. Y creo que tiene poderes que obligarán a la Instrumentalidad a ascenderla o destruirla algún día en el futuro.
—Ambos componían música —dijo Flavio— con el fragmento de congohelio. Y este hombre o dios (este nuevo Akhenatón o como quieras llamarlo, señor) ejecutaba una danza extraña, parecía un cadáver sujeto con cordeles bailando como una marioneta. El efecto que provocaba en quienes lo rodeaban era tan devastador como el mejor hipnotismo que hayas visto. Yo soy un robot, pero incluso a mí me perturbó.
—¿La danza tenía nombre? —preguntó Sto Odín.
—No sé el nombre —contestó Flavio—, pero recuerdo la canción, pues poseo memoria absoluta. ¿Quieres oírla?
—Claro —dijo el señor Sto Odín.
Flavio se apoyó en una sola pierna, formando ángulos exóticos, y se puso a cantar con una estridente y ofensiva voz de tenor que era seductora y repulsiva a la vez:
Salta, amado pueblo, y Aullaré por ti.
Salta y aúlla y lloraré por ti.
Lloro porque soy llorón.
Soy llorón porque lloro.
Lloro porque cayó la noche,
se fue el sol
se perdió el hogar,
el tiempo mató a papá.
Yo maté al tiempo.
Redondo es el mundo.
Corre el día,
las nubes vuelan,
los astros mueren,
el monte es fuego,
la lluvia es llama,
una flama azul.
Muerto estoy.
Y también tú.
Salta, amado pueblo, por el hombre aullante.
Brinca, amado pueblo, por el llorón.
¡Soy llorón porque lloro por ti!
—Ya basta —dijo el señor Sto Odín.
Flavio saludó. Su rostro recobró su amable estolidez. Antes de empuñar los mangos delanteros de las varas se volvió para hacer un último comentario.
—Son versos cortos e irregulares con...
—No necesito tus lecciones. Llévame allí.
Los robots obedecieron. Pronto la litera se zarandeaba confortablemente bajando por las rampas de la antigua ciudad abandonada que se extendía bajo Terrapuerto, la torre milagrosa que parecía tocar los estratocúmulos en el vacío claro y azul. Sto Odín se adormiló en su extraño vehículo y no advirtió que los transeúntes humanos lo miraban a menudo.
El señor Sto Odín despertó convulsivamente en lugares extraños mientras los legionarios se internaban cada vez más en las honduras, debajo de la ciudad, donde presiones dulces olores tibios y rancios ensuciaban el aire.
—¡Alto! —susurró el señor Sto Odín, y los robots se detuvieron—. ¿Quién soy? —preguntó.
—Has anunciado tu deseo de morir, señor —explicó Flavio—, dentro de setenta y siete días, pero tu nombre aún es Sto Odín.
—¿Estoy vivo? —preguntó Sto Odín.
—Sí —contestaron ambos robots.
—¿Estáis muertos?
—No estamos muertos. Somos máquinas en las cuales han impreso las mentes de hombres que vivieron en el pasado. ¿Deseas regresar, señor?
—No, no. Ahora recuerdo. Sois los robots. Livio, el psiquíatra y el general. Flavio, el historiador secreto. ¿Tenéis mentes de hombres y no sois hombres?
—Así es, señor —respondió Flavio.
—Entonces, ¿cómo puedo
yo
estar vivo... yo, Sto Odín?
—Tu mismo deberías sentirlo, señor —dijo Livio—., aunque la mente de los ancianos es muy rara a veces.
—¿Cómo puedo estar vivo? —preguntó Sto Odín, echando una ojeada a la ciudad—. ¿Cómo puedo estar vivo cuando las gentes que conocí están muertas? Se han esfumado en los pasillos como guirnaldas de humo, como jirones de nube; estaban aquí y me amaban, y me conocían, y ahora están muertas. Mi esposa Eileen, por ejemplo. Era bonita, una niña de ojos castaños que salió perfecta y joven de su cámara de aprendizaje. El tiempo la tocó y ella bailó con la cadencia del tiempo. Su cuerpo maduró, envejeció. Lo reparamos. Pero al final se consumió en la muerte, y fue a ese lugar adonde me dirijo ahora. Si estáis muertos, contadme cómo es la muerte, donde los cuerpos y mentes y voces y música de hombres y mujeres se escurren por estos vastos pasillos, estas duras veredas, y desaparecen de pronto. ¿Cómo pueden los fantasmas fugaces como yo y los de mi especie, cada cual con unas pocas decenas o pocos cientos de años por delante antes de ser arrastrados por los grandiosos y ciegos vientos del tiempo, cómo pueden espectros como yo haber construido esta sólida ciudad, estas maravillosas máquinas, estas brillantes luces que jamás se apagan? ¿Cómo lo conseguimos, si todos nosotros somos seres fugaces? ¿Lo sabéis?
Los robots no respondieron. La piedad no estaba programada en sus sistemas. Sin embargo, el señor Sto Odín los arengó:
—Me estáis llevando a un lugar salvaje, un lugar libre, tal vez un lugar maligno. Allí también mueren todos los hombres, como moriré yo, tan espléndida y sencillamente. Debería haber muerto hace mucho tiempo. Yo era la gente que me conoció, yo era los hermanos y compañeros que confiaban en mí, yo era las mujeres que me confortaron, yo era los niños que amé tan amarga y dulcemente hace muchos siglos. Ahora se han ido. El tiempo los tocó, y se fueron de golpe. Puedo ver a todos los que conocí merodeando por esos pasillos, los veo esbeltos como pinos, los veo orgullosos y sabios y henchidos de trabajo y madurez, los veo viejos y convulsos cuando el tiempo alargó la zarpa y ellos se fueron de pronto. ¿Por qué lo hicieron? ¿Cómo puedo seguir viviendo? Cuando esté muerto, ¿sabré que una vez viví? Sé que algunos de mis amigos han hecho trampa y duermen el sueño helado, depositando esperanzas en un futuro que desconocen. Yo he tenido vida, y la conozco.