Lo más extraño (19 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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Gracias a Fat Fatty, un héroe asesino sin escrúpulos que fascinaba a los niños y que comía salchichas por docenas después de mear encima de los cadáveres y pintar en las paredes: «Muerte a los repollos», pude por fin comprar un ático con techo de cristal en un edificio inteligente construido en la Gran Manzana.

Una noche, jugando al ajedrez con mi ordenador, estalló una terrible tormenta. Nunca hasta entonces había experimentado lo que era el pánico. Salí al pasillo y cuando pulsé el mando del ascensor, escuché una voz impersonal, de azafata de aeropuerto.

—Lo siento mucho, señora, pero tengo problemas para funcionar.

También era un ascensor inteligente. La escalera de socorro, por su parte, me recomendó que no la utilizase. Su voz era más ronca que la del ascensor.

—Estimados inquilinos, en caso de tormenta eléctrica permanezcan en su vivienda —dijo otra voz, con ese inequívoco tono clínico de los que aterrorizan cuando pretenden tranquilizar.

Ya de vuelta en mi ático, constaté que, por fin, alguien había tomado una decisión inteligente. Se había cerrado la gigantesca bóveda del techo, liberándome del celeste fragor bélico. Pero ahora, en la cubierta metálica, el granizo repicaba con ira de ametralladora. Era superior a mis fuerzas. Allí estaba yo, indefensa ante el ataque inclemente del terrorista internacional por excelencia, eso que llaman Gaia, la pérfida Naturaleza, la maldita Madre Tierra, y justo en el corazón de la ciudad más urbana del mundo civilizado. Recordé, con una mezcla de rencor y morriña, a Hahn Cock. Era un tipo curtido. Llegó a salir en un anuncio de tabaco y había escrito una
Guía patriótica
para la infancia antes de dedicarse a los dibujos animados. Lo llamé, claro.

—Tranquila, querida. En diez minutos estoy ahí.

—Es un edificio inteligente. No sé si te dejará entrar.

—No te preocupes. Sé cómo tratar con esos cacharros.

Imaginé, por un instante, que Hahn llegaría volando, a caballo de un relámpago, y que caería ahí de frente, con una sonrisa de acero inoxidable. Me alegró una barbaridad escuchar el timbre muy poco después. Era Hahn, mi Hahn Cock. No pude evitar arrojarme en sus brazos. Pero él, después de manosearme con rudeza y de darme un beso animal, me tiró en el sofá violentamente.

—Puta. Quieres acabar conmigo.

—Pero ¿qué dices, Hahn?

—Ya sabes a qué me refiero.

Nunca lo había visto así. Tenía los ojos llenos de odio. Mi instinto me decía que no bromeaba. Parecía que había perdido totalmente el control.

—Te voy a matar, Mary.

—Cock, querido. Tú eres mi único amor.

—Ahora no se trata de eso, rata cachonda.

Me pareció un cumplido simpático, pero no era precisamente el momento de reír.

—Ya sabes a qué me refiero. Vas a tragarte todo esto tú solita. Una a una.

¡Cielo santo! Era un paquete superfamiliar de las salchichas de Fat Fatty.

—¿Sabes? Dicen que soy un fracasado y van a retirar la serie de Green Grun por culpa de tu grasiento y repugnante asesino meón mataberzas.

—Escucha, Cock.

—Nunca pensé que te ibas a vengar de esta forma, puta perversa.

—Escucha, Cock. ¡Odio a Fat Fatty!

—¿Qué?

—Sí, lo que oyes. Odio a ese cerdo seboso y lo mataré si tú me lo pides. No habrá más historias de Fat Fatty.

—¿Estás segura de lo que dices?

—Te lo juro, Cock.

Se fue tranquilizando. Luego nos besamos en el sofá y acabamos rodando por el suelo. Acabado el combate, nos sentamos relajados. Reparé en que ya no se escuchaban las balas en el techo y descorrí la bóveda.

—¡Ah, Mary, qué hermoso! —exclamó él con voz de John Wayne en la pradera y en noche estrellada.

—Gracias a Fat —dije de forma que no le resultase molesto.

Rió.

—Eres genial como guionista, Mary. Si te dejo, acabas conmigo.

Le dije que iba a preparar algo de cena para mi amor. Entré en la cocina y fui derecha a la nevera. Tenía un buen cargamento de salchichas Green Grun. Y también, en la despensa, unas cápsulas de veneno de efecto fulminante.

Una flor blanca para los murciélagos

A Camilo Nogueira

El viejo acarició con rudeza al niño, pellizcándole en la piel de la nuca como a un perro de caza. Luego lo alzó por las costillas y lo dejó resbalar por la cripta oscura y maloliente de la cuba.

—Venga, Dani. ¡Duro con esa mierda!

El pequeño sujetaba un cubo de agua y una escoba de retama. Restregó las superficies lisas y después, a conciencia, azuzado por el viejo, las juntas de las tablas de roble y las partes más esquinadas, allí donde se fijan los posos, los restos de la pasada fermentación, como un liquen sucio y pútrido. Cuando el viejo, a una señal acordada, hizo mover la cuba, el chaval se sintió rodar por el intestino de un animal gigante y antiguo, de esos que dormitan en la imaginación de los bosques húmedos y frondosos y que, cosquilleados en la barriga, se voltean con parsimonia.

—Venga, Dani, ¡que no quede nada!

La escoba de arbusto rascaba la roña y el agua iba descubriendo la memoria del olor de la madera. Al principio había sentido un disparo avinagrado en la nariz. Al caer la tarde olfateaba las hendiduras y las muescas a la búsqueda de los últimos posos. Escuchaba el murmullo del viejo como una letanía de los antepasados: una pizca de mierda puede malograr la mejor cosecha. El del abuelo era un viñedo pequeño, Corpo Santo, no más de cien cepas, pero era una de las joyas del ribeiro de Avia, un bendito trozo de tierra que enorgullecía la estirpe. De allí salía un vino envidiado, el mejor amigo que uno puede encontrar.

—¡Dale, Dani! ¡Déjala como el culo de un ángel!

La patria del hombre es la infancia. El Señor les da a unos unas cualidades, y a otros, otras. Algunos las desarrollan y otros las echan a perder. A mí el Señor me dio una escoba de retama y una facultad innata para detectar la mierda. Puedo olerla a distancia y bien sabe Dios que, en lo que esté de mi parte, le daré un buen fregado allí donde se encuentre.

Les voy a contar ahora cómo funciona mi nariz. La lancha de vigilancia zigzagueaba entre las bateas
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mejilloneras de la ría de Arousa. De repente, noto el picor característico, mi nariz se mueve como una brújula. Le hago una señal al piloto y la embarcación queda al ralentí. El mar está en calma y refunfuña al compás del motor. Todo el litoral es como una cenefa luminosa, verbenera. La Atlántida. Pero la tripulación escruta la mejillonera más próxima, como si hubiésemos llegado a un palafito fantasmagórico.

—¡Ahora!

El potente foco de la lancha corta en dos la noche. Una bandada de gaviotas despierta indignada y comienza a insultarnos. Sobre la gran balsa van cobrando formas perezosas montones de algas y de gruesas cuerdas retornadas del mar con racimos de conchas. Más que mástiles, los troncos que tensan los cabos parecen supervivientes de un primitivo tendido eléctrico. Los ojos se desplazan siguiendo el foco. Hay una cabañuela de tablas con techumbre de retama seca. Cuelga, como pellejo plástico, un traje de aguas. Mi nariz aletea con fuerza a medida que el foco se desplaza hacia el extremo de la plataforma.

—¡Ahí, apunta ahí, Fandiño!

Salto de la lancha y brinco entre las traviesas. Para ser un tanque de flotación, la trampilla es demasiado grande, como de un submarino o algo así. Forcejeo con las manos, intentando abrirla, pero la nariz me pone en guardia. Les grito a los hombres para que se apresuren con la linterna y una palanca. Con un impulso sobre la herramienta, hago saltar la tapadera. ¡Mierda! El oscuro agujero empieza a escupir disparos compulsivamente y nos precipitamos sobre las traviesas. A un palmo de mi cara, el mar chapotea como un tonto feliz.

—Tu turno, Fandiño.

La voz de Fandiño retumba como la de un inmisericorde conserje del juicio final.

—¡Escuchad bien, hijos de la gran puta! ¡Ahí abajo hay miles de fanecas hambrientas deseando comer pichas de cadáveres frescos! ¡Fanecas comepollas! ¡Y cangrejos sacaojos! ¡Y pulpos chupahuevos! ¡Así que vais a salir cagando chispas y en pelota picada! ¿Escucháis, cabrones? ¡Vamos a meter toda la artillería por este agujero! ¿Habéis entendido? ¡No vais a tener ni esquela en los periódicos! ¡La familia se va a acordar de vosotros cada vez que abra una lata de conservas!

—Vale ya, gordo —le digo a Fandiño—. ¡Policía! ¡Un minuto!

No es preciso esperar.

—¿Y esto?

Por la trampilla asoma una figura increíblemente menuda. Tan menuda como un crío.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclama Fandiño, separando el dedo del gatillo—. ¡Pero si es un crío!

El aparecido se tambalea al intentar apoyarse en los troncos, como si la fuerza de la luz del foco astillase sus piernas de bambú. Es tan flaco como una hoja de bacalao.

—¿Fuiste tú quien disparó?

—Tenía miedo. Mucho miedo, se… señor —dice tartamudeando.

Fandiño baja por la trampilla y vuelve a asomar rápidamente.

—¡Aquí hay
harina
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para un millón de napias!

—¿Cómo te llamas? —le pregunto al chaval.

—Sebastião.

A veces hacen esto. Mientras no recogen la mercancía, dejan guardia en los flotadores. Hay robos entre ellos. Es el trabajo de los más pringados. Días y días allí metidos, como para volverse loco. Pero ¡coño!, no recuerdo nada parecido. ¡Éste es un niño!

—Bien, Sebastião, ¿sabes una cosa? Voy a hacer tu trabajo.

Mientras la lancha se va, allí me quedo yo, metido en el tanque. Tengo mucha paciencia. Veo cómo me crece la barba. Hasta que escucho el rezongar de un motor. Pongo a punto la pipa. Pero, de repente, mi nariz me dice que tengo que salir volando. Cuando consigo abrir la trampilla, la humareda apenas me deja ver. Empapada en gasóleo, la batea arde como una
queimada
en medio de la ría.

Fue la primera vez que escuché la carcajada de Don. Seguro que él no estaba allí, pero escuché su risotada. Se rió de mí muchas veces, y alguna en mis narices. La última vez, lo recuerdo muy bien, fue en el
Elefante Branco
de Lisboa. Me había vuelto a crecer la barba esperándole. Y estaba seguro de que en aquella ocasión por fin lo iba a fotografiar con otro Don llegado de América. Había trabajado durante semanas descifrando códigos, interpretando mensajes telefónicos, buscando el sentido de conversaciones absurdas. Fue una tontería, «Recuerdos a San Antonio de parte del elefante blanco», la que me dio la pista. De repente me vi preguntando: «¿Cuándo carajo es el día de San Antonio?». Pero algo, alguien, le hizo cambiar de agenda. Y Don salió del
Elefante Branco
con una espectacular mulata. Pasaron junto a mi mesa, los dedos de él repicando la música en aquellas nalgas soberbias ante mis propias narices. Poco después, mi coche se salía de la autopista en dirección a Oporto. No funcionaron los frenos. Un trabajo de bricolaje.

Mi ambición siempre fue llegar con la escoba de retama hasta la mierda más alta. No es un trabajo fácil ni agradecido. Con frecuencia la encuentras donde menos te lo esperas. En los despachos de moqueta impecable. Incluso en el de algún superior. El hedor sale por debajo de la puerta, se expande por los pasillos y rezuma por las líneas telefónicas. Aguantas hasta que la peste se hace insoportable. Como el purín de los pozos negros.

—Me están vendiendo, jefe. Aquí hay algo que huele mal, muy mal.

—¿Qué está insinuando?

—Bueno, no se trata precisamente de mis calcetines.

—Por esta vez no he oído nada. Cambio de destino. Y ¿quiere un consejo? Relájese.

Unas veces se gana y otras se pierde. Hay que tomarlo con filosofía. Me pusieron ante una máquina de escribir y detrás de un mostrador. Fue como ingresar en Manos Unidas. Desde el primer momento, y en lo que a mí respecta, la gente siempre tuvo claro que tenía delante a un servidor público y no a un funcionario perezoso. La gente buena ha venido al mundo a joderse, la mala anda por ahí pisando fuerte. Puede que el Señor lo haya querido así para ponernos a prueba, pero por mi parte, y allí donde me encuentre, hago todo lo posible para equilibrar un poco la balanza. Hay casos dudosos pero el olfato, al final, no me falla.

Infancia desgraciada. Incomprensión paterna. Las malas compañías. La sociedad, etcétera.

Vale, le digo, pero te podría dar por ir a misa, ¿no?, en lugar de joder a la gente. Conozco a un muchacho que es campanero. El padre, borracho. La madre, ni se sabe. Él se levanta temprano todos los domingos y va a tocar las campanas. ¿Por qué no tocas tú también las campanas? Conozco a otro que es bizco y está especializado en parar penaltis. ¿Por qué no paras tú penaltis? Y hay otros muchos chavales que aman la naturaleza y se echan al monte a observar los milagros de la vida, un petirrojo y cosas así. ¿Sabes que hay flores blancas que abren de noche para los murciélagos?

Por otra parte, un mal pequeño puede causar un daño grave. Así que, primera regla: nunca minusvalores un caso. Siempre he procurado ser consecuente con este principio y me he labrado cierta reputación entre la mayoría silenciosa.

Por ejemplo.

Una viejecita se presenta en comisaría a las cuatro de la mañana. La ha traído un taxi hasta la puerta. Debió de ser una señora guapa. Viste un abrigo que seguramente resultó elegante hace cuarenta años, se apoya en un bastón y, aun así, al andar arrastra los pies como si el suelo estuviese cubierto de nieve. Por lo visto, ya es conocida entre los del servicio nocturno. Fandiño, el compañero de guardia, me hace el típico gesto del tornillo en la sien. Y a continuación se oculta tras la trinchera de denuncias no resueltas. Fandiño es un buen tipo, pero mucho más escéptico que yo respecto a las posibilidades de la virtud en el imperio del mal. Sobre todo desde que se casó y ha tenido que mantener a una familia. Ahora recuerdo con nostalgia nuestros tiempos de acción en la ría, cuando su voz poderosa resultaba más útil que un cañón humeante. Metido en la oficina, no era más que un gordo somnoliento. Sin mediar palabra, la viejecita golpea con el bastón en el mostrador. Diría que unos hermosos ojos azules si no estuvieran desorbitados, con el esmalte cascado, y hundidos en dos pozos oscuros.

—¿En qué puedo servirle, señora? —le digo con mi mejor sonrisa.

Dejó el bastón con empuñadura de caballo sobre el mostrador y buscó un pañuelo en el bolso. Ahora lloraba. Los ojos recuperaron el brillo perdido. Las lágrimas son el mejor colirio del mundo. Sus larguísimas manos temblaban como esqueletos de garza bajo la lluvia.

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