La niña volvió de súbito la cara a la torre de madera.
¡Tom! Papá, dijo llorosa, Tom se va a caer.
El padre corrió hacia el castillo e hizo ademán de rescatar a Tom.
¡La espada, la espada de Tom!, gritó la niña.
¿Qué os parece si llevamos a Tom en barca?, dijo el padre, ya de vuelta.
Sí, sí, venga, dijo el niño entre las cuadernas de la futura dorna. Vamos a pescar.
Pescaremos un pez grande, dijo el padre.
Tiburones, dijo el niño.
Ballenas, dijo la niña.
Mi caña es la más grande, dijo el niño. ¿A que sí?
Claro que sí, dijo el padre, pero la de la nena también es grande.
Y la de Tom, dijo la niña. ¿La de Tom es grande?
Sí, todas las cañas son muy grandes, dijo el padre.
¡Mi caña, mi caña!, gritó el niño. Se le había caído al suelo e intentaba recuperarla estirando los brazos.
¡Cuidado, puedes caer al mar y hundirte!, dijo el padre con el mismo tono de alarma. Le pidió entonces la suya a la niña y con la tercera caña hizo una tenaza para coger la que había caído. Ya está, dijo el padre, agárrala bien, los pescadores tienen que sujetar muy bien la caña.
Vale, dijo el niño, y apretó las manos y la boca mirando al mar de piedra.
¡Una ballena!, gritó la niña. Papá, una ballena. Mira, Tom, he cazado una ballena.
El padre abrió los brazos al aire e hizo fuerza para izar la pieza.
¡Papá, papá!, gritó el niño. ¡Los tiburones, han venido los tiburones!
El padre ayudó al niño a coger la caña y tiraron lentamente como si una fuerza arrastrara desde el suelo.
¡Ah, al fin!, dijo el padre. ¡Vaya animal!
¿A que es más grande mi tiburón que la ballena?, dijo el niño.
Tan grande, no, pero es más fuerte que una ballena. Y más peligroso.
¡Papá, papá!, gritó de nuevo la niña, Tom ha cogido el pez grande. ¡Ayúdale, papá, ayúdale!
Pues sí que es grande el pez de Tom, dijo el padre.
¿A que no es tan fuerte como mi tiburón?, preguntó el niño.
No, ratificó el padre, no es ni tan fuerte como tu tiburón ni tan grande como la ballena de la nena.
A la dársena se acercó una lancha de prácticos con su piloto de luz verde. En los tejados de la ciudad alumbraban los anuncios de los bancos.
Es tarde ya, dijo el padre. Tenemos que dejar de pescar.
Cogió a la niña en brazos y dejó que el niño fuera delante, hiriendo el viento con su varilla que volvía a ser espada. Anduvieron diez minutos y cuando se acercaban a casa, la niña se echó a llorar.
Papá, lloraba la niña desconsolada, nos hemos dejado a Tom en la lancha. Hemos dejado a Tom solo en el mar.
¿Por qué llora la niña?, preguntó la madre.
Nada. Tiene sueño, dijo el padre.
En el patio formaba, en traje de deportes, la 3.ª compañía. Llovía a chuzos y las gotas resbalaban por los rostros rígidamente erguidos de la tropa. La 3.ª compañía era una máquina perfecta. Al licenciarse, sus soldados ni siquiera podían permitirse la venganza de colgar el candado en el cable de acero que fijaba el poste telefónico en la orilla del río Urumea. Era un placer que les estaba prohibido por la sencilla razón de que las taquillas de la 3.ª compañía no tenían candado.
A aquella hora de la tarde, la vida en el cuartel se atrincheraba tras los vidrios. Pero nada del mundo, ni la maldita agua, haría cambiar el programa de instrucción de la 3.ª compañía. Impasible bajo el diluvio, el capitán Aguirre daba las voces de mando que resonaban imperiosas en los soportales. Para el capitán Aguirre, en el cuartel había dos clases de hombres: los soldados de la 3.ª compañía y los otros, un difuso conglomerado de escaqueados, holgazanes y maricas.
Destinado en la central telefónica, yo era de los otros. Ciertamente, en aquella tarde de perros, tras la ventana del cuartito, bendecía mi suerte de ser sólo un medio hombre. Hasta que sonó la chicharra, el estruendoso timbre que avisaba de las llamadas.
—Cuartel de Infantería. Dígame.
—¿Está José? —preguntó una voz lejana, de mujer.
—¿José? ¿Qué José?
—¿José, eres tú? ¿No se puede poner José?
—¿Qué José, señora? Aquí hay muchos José.
—Quería que le dieran un permiso a José. Para el algodón, ¿sabe? Para recoger el algodón.
—A esta hora no se pueden pasar llamadas, señora. Tiene que llamar más tarde, a partir de las seis y media.
—Mi marido está enfermo. Dejen venir a José. Es para lo del algodón.
—¿Con qué José quiere hablar, señora? Cogeré el recado, y si llama más tarde, podrá hablar con él. Pero tiene que decirme cómo se apellida José. Aquí hay muchos José.
—Es para lo del algodón, ¿sabe? Nos hace falta que venga.
—Yo no soy quién, señora. Yo soy el telefonista.
—Quince días. Es para lo del algodón.
—Un momento, señora, un momento.
Había sonado de nuevo la chicharra, al tiempo que se encendía en el tablero electrónico la lucecilla del coronel.
—A sus órdenes, mi coronel.
—Póngame con la Capitanía de Burgos.
—Sí, mi coronel. Enseguida, mi coronel.
Pulsé de nuevo la línea 5 exterior con la esperanza de que colgasen. Pero no.
—Oiga, oiga. No me corte. Anduve muchos kilómetros para llamar. Sólo quiero que dejen venir a José. Es para lo del algodón.
—Señora, le digo que yo soy el de la centralita. No soy quién para dar permisos. Si llama después de las seis y media…
—Usted parece una buena persona. Tengan corazón. Dejen venir a José. En quince días estará de vuelta.
—Señora, por favor, oiga lo que le digo. Yo…
Sonaba obstinada la maldita chicharra. En el tablero pestañeaba la lucecilla del coronel.
—A sus órdenes, mi coronel.
—¿Qué pasa con esa llamada a Capitanía?
—Comunica, mi coronel. Sigo llamando, mi coronel.
La lucecilla de la línea 5 seguía encendida, con un parpadeo de mariposa incómoda. Pulsé con fuerza intentando acallarla para siempre con el dedo.
—Señora. ¿Está ahí, señora?
—No me corte, por favor. Anduve kilómetros.
—Por Dios, señora. Esto es la centralita de teléfonos. Yo soy el telefonista. ¿Entiende? Nada más que el telefonista.
—A ustedes les es igual, uno más, uno menos. Pero nosotros necesitamos a José para recoger el algodón.
—Dígame el nombre, señora. El nombre entero. ¿Entiende? El nombre completo. Dígame cómo se apellida su hijo.
—¿Lo van a dejar venir?
—Escuche. Tiene que decirme cómo se llama José. No puedo hacer nada si no me dice cómo se llama José.
—José…
—Sí, José. ¿Qué más? ¿Qué más, señora?
—García.
—¿José García García?
—Sí, señor. José García. ¿Lo van a dejar venir? Tiene que estar aquí el miércoles. ¿Cuándo lo van a dejar venir?
Le veía el rostro, con el pelo blanco, rondando los cincuenta, aferrada al teléfono y con los ojos clavados en el fondo metálico de la cabina. La lucecita del coronel me devolvió a la realidad.
—Comunica, mi coronel. Sigue…
—¿Qué coño pasa con esa llamada, soldado?
—Sigue, sigue comunicando, mi coronel. Marco de nuevo, mi coronel.
Colgó con un gruñido. Decidí olvidar la línea 5 y marqué Capitanía de Burgos. Cielo santo, comunicaba. En el patio, los de la 3.ª compañía chapoteaban en los charcos, con las piernas embarradas. Me temblaba el dedo cuando pulsé la línea 5. Estaba allí. La oía respirar.
—Señora —dije con un murmullo.
—¿Puede venir José? —dijo ella con angustia.
—Señora, tengo que saber en qué compañía está José.
—En Infantería, ¿no conoce a mi José? Está en Infantería.
—Todos estamos en Infantería, señora. Éste es el cuartel de Infantería.
Iba a gritar. La cabeza me daba vueltas. Fue entonces cuando se abrió la puerta de la centralita. Me alcé como un resorte y saludé nervioso.
—¿Qué pasa con esa llamada a Burgos, soldado?
—Está comunicando, mi coronel. Le juro que comunica. No es habitual, mi coronel, pero estaba todo el rato comunicando. Ahora marcaré otra vez.
Se dispuso a esperar junto al teléfono, mirando con desconfianza al tablero electrónico. Marqué de memoria. Entró la llamada.
—Por fin, señor. Capitanía. ¿Se la paso a su despacho?
Cogió el auricular sin decir nada. Habló desde allí mismo. Comentaba las incidencias de la competición hípica y su rostro malhumorado se volvió feliz, mientras yo permanecía firmes viendo morir como un pájaro la luz piloto de la línea 5.
Los coches de choque se movían a ritmo de vals pobre, con labios abultados y acuarelas indiscretas, como salidos con inocente estruendo de una viñeta de Walt Disney. En cadenas de viento, cenicientas y blancanieves, las adolescentes desplegaban faldas y sonrisas.
—¿Qué tal, campeón? —dijo Fredo.
Mini le devolvió el saludo con la zurda. Un golpe que acarició el mentón.
—Tate —dijo Fredo—. Bonito día.
—Pensé que iba a llover —dijo Mini—. Estuve toda la mañana en cama. Cuando llegó la vieja, seguía en cama. Me montó un cirio de cojones.
—Yo fui a pescar —dijo Fredo—. Fui con mi hermano.
—Yo no comí ni nada, después del cristo que me montó la vieja.
—Se pasa de puta madre pescando. Hay una escombrera que da al mar y está llena de mújoles. Mújoles a punta pala. Asoman el cabezón y todo.
—No sabes cómo se pone la vieja cuando se cabrea. Me llamó hijoputa. Yo le dije que si yo era un hijoputa, la puta era ella. Si no me abro, me mata.
—Había la hostia de mújoles. Daban ganas de pescarlos a pedradas.
—Salí cagando hostias de casa. Ni siquiera pude agarrar la chupa.
—Otro día tenemos que ir a la faneca. Hay que ir en barca. Mi hermano sabe de un sitio donde hay la hostia de ellas, porque allá en el fondo hay un cementerio de barcos.
—Me echa la culpa de que se le jodiera el televisor. Me echa la culpa de todo. Ni que fuera el diablo. Está insoportable.
—Los peces se crían mucho mejor en la chatarra. Allí no pueden echar las redes. Se enganchan en los hierros y al carajo.
—¿Cuántos cogiste?
—¿Qué?
—Mújoles, hostia. ¿No has dicho que fuiste a los mújoles?
—Ah, ninguno.
—¿Ninguno? ¿No has cogido ninguno?
—No, ninguno. Mi hermano, sí, a patadas. Yo enganché el sedal la hostia de veces. Está lleno de latas y de mierda, así que me cansé y lo mandé todo a tomar por culo. Menos mal que llevábamos una botella para echar un chupito. Pero es increíble cómo asoman los mújoles, con ojos de sapo y dientes de rata. Echas un pitillo al agua y se tiran a él.
—¿Y a ti no te picaban?
—Sí, coño, claro que sí. Pero luego se soltaban. Mi hermano decía que les daba muy fuerte el tirón y que les rompía la boca. Joder, era la primera vez.
—¿Qué tal todo? —dijo Tito. Acababa de llegar.
—Bien —dijo Fredo.
—Jodido —dijo Mini, que jugueteaba a su alrededor con poses de boxeo.
—Uno, dos, tres… patada en los güevos —dijo Tito, siguiéndole el juego.
Mini se echó hacia atrás, a tiempo para sujetarle la pierna.
—Quieto, cabrón, que me tiras —gritó Tito, haciendo equilibrios.
Mini lo soltó y se echaron a reír.
—Hostia, ¿te has fijado, qué reflejos? —dijo Mini después de soltarlo.
—¿Y los otros? —preguntó Tito a Fredo.
—No sé. Aún es pronto.
—Podemos tomar algo —propuso Tito.
—No sé. Creo que es mejor esperar aquí —dijo Fredo, que mascaba chicle y se movía algo inquieto.
—¿Va a venir tu hermano?
—No sé. Creo… creo que no —dijo Fredo, mirando a lo lejos.
—Anda encoñado con una tía —dijo Mini, guiñando un ojo.
—¿Qué? —preguntó Tito, como si no lo creyera. Los tres se quedaron en silencio.
—¡Ya era hora! —gritó Tito con súbita alegría.
—Coño, Quique, cada día más flaco —dijo Mini, hincando los dedos en la voluminosa barriga del recién llegado.
—Anda y que te den por culo —dijo Quique, apartándolo de una palmada—. Ya sabéis que va a librar en la mili. Lo que no se sabe es si será por enano o por maricón.
—¿Cuándo te vas? —preguntó Fredo en serio.
—Dentro de un mes, creo —dijo Mini.
—Mini, el paracaidista. ¡Vaya peli! —dijo Quique.
—Antes me voy a hacer un tatuaje aquí —respondió Mini señalándose los genitales.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a poner? —preguntó Quique.
—El chocho de tu hermana.
Mini esquivó la bofetada del amigo, y se echó a reír a carcajadas.
—Son seis meses más, ¿no? —dijo Fredo.
—Sí, creo que sí —dijo Mini—. Pero pienso quedarme allí. Por eso voy voluntario.
—¿Y qué va a decir tu vieja?
—Está que trina —dijo Mini escupiendo en el suelo—. No hay cristo que la entienda. Anda desquiciada. Piensa que fui yo quien le jodió la tele, con el rollo del vídeo y todo eso.
—¿Pero sabe que vas a los paracas?
—Sí, claro. No sé. Sí, creo que sí, creo que le dije algo.
—¿Va a venir tu hermano? —preguntó Quique a Fredo.
—Creo que no —dijo Fredo.
—Anda con una tía —dijo Tito.
—¿Es cierto eso, Fredo?
—No sé. Sí, creo que sí.
—¿Qué pasa, monstruos? —dijo a modo de saludo Barcia, a quien llamaban Indio, el último en llegar.
—Ya estamos
todas
—dijo Mini.
—¿Y tu hermano? —preguntó Indio a Fredo.
—Creo que no va a venir —dijo Fredo encogiéndose de hombros.
—Se ha enrollado con una tía —dijo uno de los otros.
—¡Anda, hostia! —exclamó Indio.
—Vale, ¿qué hacemos? —dijo Fredo, que parecía deseoso de moverse.
—¡Un momento! Mirad —dijo Mini, señalando a una pareja que se besaba junto a un puesto de tiro.
—¡Mira, Fredo, tu hermano!
—Pues sí que está cachonda la tía.
—Está como Dios, la chorba. Para parar un tren.
—Callaos, hostia —dijo Mini—. Dejadlos a su bola.
—Bien, vale —dijo Fredo con un ademán de fastidio—. ¿Y ahora qué?
—Eso, ¿adónde coño vamos? —preguntó finalmente uno de los otros—. ¿Al Infierno?
—No, más allá —dijo Fredo con un aire de súbita autoridad—. Han puesto un futbolín.
Tenía un estudio junto al mar, toda una vieja nave del antiguo matadero de Coruña para él. Había noches en que dormía allí, sobre los lienzos, rodeado de latas de conserva a medio comer, escuchando el mar del Orzán y los mugidos de los fantasmas. Vivía bien, pues en la provincia vagueaba tranquilo largas horas e incluso días, y la gente lo comprendía. Para algo era un artista.