Instalación artística en el museo de Europa.
Catacumba.
El hombre del abrigo y el sombrero pasea su heterónimo como un forastero expulsado de una habitación de hotel por el insomnio.
Apurar el paso.
Ver sin mirar.
Embozado en sus hombros.
—¡Ése es el poeta! ¡Eh, poeta!
Evitar el contacto visual. No darse por aludido. Apurar el paso.
—¡Ése fue uno de los que me jodieron la vida!
El hombre del abrigo y el sombrero de ala se da la vuelta como movido por un resorte. Desoye los consejos de la biología y de la prudente razón. Peor todavía: desanda todo el camino que lo llevó más allá de la Estación del Escepticismo a la de la Indiferencia. Reacciona ante las palabras, como el ex adicto ante el humo del tabaco. Por lo visto, todavía hay construcciones semánticas que le producen emociones. La última vez, hace ya algún tiempo, se había sentido atacado por un crítico que le reprochó falta de ambición, relamer el desasosiego de la propia existencia, no elevarse ni un palmo sobre la materia de la vida. Y él había respondido: «El perro de presa vino, por fin, a mear a la farola».
—¿Quién dijo eso?
—Yo. ¡Estás en la lista, tío!
—¿Qué lista? ¿De qué me hablas?
—En la lista de los que me jodieron la vida.
En el resplandor de las llamas, tenía cara de ángel y demonio, el físico de un adolescente en el que van tomando posiciones, como injertos, los gestos duros de un hampón. Los otros se rieron.
Amedio Salgueiro trató de recordar. Tenía un temor casi reverencial por las leyes de la causalidad. En sus tiempos de vanguardia optimista creía en el poder conmutador de la poesía, pero no a la manera de los socialrealistas, que confiaban en un laborioso despertar de las conciencias mostrando las llagas, sino que la suya era una creencia en la efectividad, inmediata y precisa, de la poesía, de la misma naturaleza, misteriosa y utilitaria a la vez, que la fe campesina en la abogacía de los santos. De tal manera que si él, Amedio Salgueiro, escribía un poema contra el dictador, como de hecho hizo la Nochebuena de 1961, el inédito
Vudú,
no era tanto por la abstracta pretensión de que se tambalease el sistema sino que se tambalease el mismo Franco, aquel hombre pequeñote, cruel y ruin, que le estallara la pluma estilográfica en la mano que firma,
la mano asesina.
Escribir así requería la concentración de una plegaria, como quien reza en solitario y sabe, todavía en la inconsciencia, que participa en un peligroso juego. Y quedó estupefacto cuando los informativos lameculos del Régimen dieron cuenta, de una forma muy parca, no por eso exenta de milimétricos eufemismos, que aumentaron la repercusión de los hechos, de un desgraciado accidente doméstico, justo ocurrido el 24 de diciembre de 1961, en el que había resultado herida seriamente la mano providencial del Generalísimo, que Dios guarde muchos años.
El poema había cumplido su misión. Y él quemó
Vudú
de inmediato, hizo polvo de las cenizas y las lanzó al viento para que no quedara ni rastro de la diatriba más certera dirigida al tirano y que nunca sería revelada ni a los seres de la mayor confianza. No sólo porque cualquier rumor, en comunidad tan poco discreta como la literaria, podría acarrear graves tormentos, sino por la íntima convicción de que el poema había surgido con la contrapartida de no ser divulgado. Trató incluso de borrarlo de la mente, de olvidarlo como cosa jamás escrita, y, al no conseguirlo, utilizó la coartada de la razón, modificó la secuencia de los hechos, asegurándose que aquello que había escrito, si alguna vez lo había escrito, fue una ocurrencia posterior al episodio del estallido de la mano del dictador. Necesitaba ese convencimiento para escribir de nuevo. Cumplido el objetivo, necesitaba la incredulidad.
Se apartó del compromiso con la historia, y volvió la mirada hacia el paisaje, como el pintor japonés que siempre vuelve al monte sagrado de Fujiyama. Escribió a la manera de los haikus, sucintas descripciones en las que germinaba, contenida como el futuro aleteo de la oruga, la emoción. Eso, la aparente resignación de la hierba, el flujo de las mareas, el taller del sol trabajando la esfera de colores para las vidrieras de un templo infinito, el atento reloj interior de las aves emigrantes, le llevó a un período de sosiego, aunque él sabía que aquella armonía era tan aparente como la trompetería invernal del organistrum que dibujan los carámbanos en los canalones de un tejado. Su Fujiyama estalló en una erupción que llenó de cenizas, humo y lava ardiente aquel poemario de haikus que tituló, al final,
Pendientes dorados para una mujer casada.
No llevaba ninguna dedicatoria, pero sí ciertas insinuaciones que difícilmente podrían pasar inadvertidas. Sí pasarían para el reducido círculo de lectores y entendidos del mundillo literario local, por más que se disparasen las especulaciones, pero no desde luego para la destinataria de aquellas alhajas de orfebrería poética. Como antaño, la poesía de Amedio Salgueiro estaba viva. Fue bien recibida por la crítica, incluso con confusión por aquel a quien consideraba un perro de presa, envuelta la brutalidad en pedantería, y a quien le atribuía el lema: «Paso corto, vista torcida y mala intención». Estaba viva y tenía, era su secreto anhelo, el don de la causalidad. Aquella mujer existía. Era una vieja amiga que el deseo había redescubierto como un desnudo que oculta los ojos con la mano en un cuadro, como hace la joven que pintó Germán Taibo en 1914. No Simone Nafleux, sino otra.
Fue así. Un día, en la playa, adonde habían acudido en grupo, ella salió del mar y se recostó a su lado, a contraluz, en la toalla que tenía dibujado un abanico, a su vez pintado con motivos de flores y geishas. Pero lo primero que vio Amedio Salgueiro fue una gota dorada que se deslizaba lentamente, como un ser vivo, desde el lóbulo al cauce del ojo, como el camino inverso de una lágrima.
Esperó. Esperó a que llegase a sus brazos la mujer casada. Y ocurrió de la mejor forma posible. Como en un haiku. Sin que nada de lo construido tuviese que derrumbarse por algo tan sencillo. Él se limitaba a estar enamorado y a hacer el amor cuando ella quería. Fue un amante tan apasionado como discreto. Cuando ella dejó de interesarse, y aunque se veían en actos sociales, él no pidió explicaciones ni menos todavía hizo nada por reavivar el fuego. En aquel tiempo, él estaba escribiendo un tipo de poesía alegre y amable, como canciones pop nacidas del bullicio de los mercados populares, en las pequeñas tiendas y bares, en las salas de espera de un dentista o del otorrinolaringólogo, en las paradas de bus, en las peluquerías o en las páginas amarillas de la guía telefónica.
Carnicería La Selecta
de Ferrol,
póngame una cabeza.
Carnicería Mancebo
de Santiago,
póngame un hígado.
Carnicería Mari Carmen
de Coruña,
un corazón, por favor…
Era una poesía que no pretendía nada, excepto congraciarse con las pequeñas cosas de la vida, pintar las naturalezas vivas y muertas del entorno diario, la intrahistoria de lo cotidiano. Poemas de vecindad, de alegre celebración, como las primeras canciones de los Beatles. La crítica calló. Sólo reaccionó, con enojo, el del paso corto. Y entonces fue cuando él envió una sencilla carta al periódico donde habían publicado el despiece caníbal: «El perro de presa vino, por fin, a mear a la farola».
Un día supo, por el propio marido, que ella estaba enferma. Una enfermedad seria. Un enemigo implacable, pero al que estaba enfrentándose como una serena amazona. Le impresionó que la explicación de su distanciamiento le fuese dada, y con tan extrema delicadeza, por mediación del marido. A partir de entonces, se estableció una relación muy estrecha, de apoyo y atención, de cariñoso respeto, entre ellos tres, conservando cada uno su cielo como los árboles que arraigan juntos sin querer secarse, compartiendo el suelo. Pero ella se fue, sin querer, se durmió.
A él, que no se le había ocurrido antes escribir contra la muerte, le salieron de las entrañas poemas de un desasosiego infinito, airados primero, resignados luego, hasta dejarse ir la escritura en un reflujo sin retorno. Fuera del papel, del lienzo, de la vida.
—¡Me jodiste, tío! —dijo el chico con cara de ángel del demonio.
Había sido un error detenerse a hablar. Hizo un gesto de apaga-que-me-voy con el brazo y echó a andar.
—¿No eres tú el poeta de la cama revuelta?
Se echó a andar. Pensó. ¿Qué está diciendo? ¿La cama revuelta? De repente, recordó. Se dio la vuelta.
—No era la cama. ¡Las sábanas! ¡Las sábanas revueltas!
—¡Eh, espera! Tranquilo, tío. Es verdad. Las revueltas sábanas de la bahía.
Así era el verso. ¡Qué raro! ¿Por qué lo recordaba aquel chaval? Volvió sobre sus pasos, no por vanidad, sino por una honda extrañeza. Había sido su último poema, el que cerraba
Vita pesima
. No había vuelto a escribir más ni pensaba hacerlo. No tenía ni una brizna de esperanza en los ojos.
—Sí que lo recuerdo —prosiguió el adolescente de gorro de lana—. Las revueltas sábanas de la bahía, una única nube de gris egipcio, sin sol ni luna…
—¡Muy bien, Toni! —aplaudieron los otros.
—¿Cómo, cómo es posible?
—En la selectividad. Me lo pusieron en el examen de selectividad. Había que hacer un comentario de trescientas palabras. Para un poema de mierda, trescientas palabras.
—¿No eres capaz de hilvanar trescientas palabras seguidas? —dijo él, intentando mantener la calma.
—¿Sabes qué escribí? Escribí: «Éste es el poema de un hombre que está solo en la cama, mira hacia el techo y recuerda su media naranja». ¿Qué más podía decir?
—¡Saudade coñotiva! —añadió un colega.
Pasó en alto el comentario. Miró fijamente al joven que recordaba el poema.
—Estabas equivocado. El suspenso fue merecido. El hombre estaba muerto. Piénsalo bien. Escucha.
Las revueltas sábanas de la bahía,
una única nube de gris egipcio,
sin sol ni luna,
un viento inmóvil,
el gorjeo de la concha que se cierra,
Y tú también te fuiste,
barca mía.
Las miradas convergieron en las llamas del bidón y en el velo de gasa negra que desprendían. Alguien inició un aplauso que todos siguieron con intensidad de clac.
—¡Sí, señor!
—¡Eso es un poeta!
—¡Vale, Garcilaso!
—¡Qué mal huele! —exclamó él—. ¿Qué carajo quemáis ahí?
—¿Qué va a ser? Libros. Libros de poesía —dijo muy serio, con las manos en los bolsillos, el que llamaban Toni—. Ahora trabajo en una fábrica de guillotinar invendibles. De Góngora a Amedio Salgueiro.
—¡No puede ser! —dijo él con pánico, arrimándose al bidón de llamas humeantes para ver—. ¡Bestias! ¡Jodidos cabrones!
Se rieron a carcajadas.
—¡Tranquilo, tío! Son folletos de propaganda. Dejan montones tirados por ahí, sin repartir. ¿No ves los colores del fuego, poeta? Los libros son muy malos de quemar.
Volvió el sonido de los bongos.
—¡Echa un trago, colega!
El calimocho le supo bien. Un sabor agridulce, a aceite de motor humano.
—¿Quién pintó eso? —preguntó él señalando los graffitis.
—Un tronado que anda por ahí. Los sprays cuestan un pastón.
Notó otro sabor, una fosforescencia, un picor que se le subía a la cabeza. Al encadenarlos, los signos funcionaban. Un relato perfecto. Detonante.
Snif, bang, bla, bla, bla
Al marchar, escribía. Pestañeaban los ojos ahumados, con el interruptor de la brizna. Esperanza en el poniente del ojo. Sin querer, llevado por una alegre obligación, escribía variantes del relato. Snif, puaf, bla, bla, bla. La linterna de la mirada recorría los muros con luz húmeda. Snif, mua, bla, bla, bla. Escribía. Después de tanto tiempo, escribía. ¿Mmmm? ¡Mmmm!
Era uno de los pocos jóvenes que continuaban en el valle, trabajando el campo y cuidando ganado. Al preguntarle la profesión, en unos documentos escribía agricultor; en otros, granjero. A veces, nada. Podría haber emigrado. A la ciudad o al extranjero. En realidad, tenía tantos oficios como dedos. Podría levantar paredes. Colocar una instalación eléctrica. Empalmar cañerías y reparar la bomba de agua del pozo. Lijar y pintar una verja. Hacer una escalera de caracol. Injertar un frutal en un espino, ajardinar un yermo. Y era un buen mecánico: nadie maneja hoy tantas máquinas como un hombre de aldea. Fuerte, decidido, animoso, ¿por qué no se marchaba?
Sabía que el tener automóvil le obligaba a ciertos servicios colectivos. El viernes por la tarde, la abuela de Inés le pidió, como otras veces, que fuese a buscar a su nieta a la parada del autobús, allá, en el lejano cruce de carreteras. Inés estudiaba Medicina en Santiago de Compostela, pero, al bajar del transporte, parecía que había atravesado Europa. La mirada algo extraviada, verde tormenta, en la orla frondosa de las ojeras. Vestía un suéter de cuello cisne. Él la saludó como un chófer profesional y guardó el equipaje en el maletero. Antes de ir a casa, dijo ella, llévame, por favor, a ver el mar.
Él sabía en qué sitio estaba pensando. A veces, en su ausencia, él se sentaba allí, en la grupa de la duna. Por el camino, los pies descalzos de Inés nombraban, embrujaban: Estrella de la junquera, anémona, melga, manzanilla, lirio del mar, cardo marino. Ahora, silencio. En la fragua oceánica del poniente, entre ascuas que chirrían, germinaban a un tiempo las olas y las nubes. Creo que voy a dejarlo, dijo ella. No sirvo para médico. No soporto el dolor.
Todo se aprende, dijo él. Y pensó, sin decirlo: Descubrirás que eres valiente de un día para otro. Además, no hay trabajo. Te matas a estudiar, y después ¿qué? Él la animó: Siempre habrá trabajo para los médicos. Especialízate en lo de los viejos, ¿cómo se dice? Geriatría. Eso, geriatría.
Una ola rara, de las que no embisten ni besan la arena, cruzó veloz de izquierda a derecha, como una mecha encendida de espuma. Todo resultaba sincero en la playa desierta: Las olas, las nubes. Una bandada de gaviotas reidoras. Galicia entera debería estar sembrada de marihuana, dijo ella de repente. Le ofreció una calada y él negó con la cabeza. ¿Sabes? Romeo y Julieta bebían vino caliente con canela y frambuesa; venga, hombre, ¡una calada! Una nube. Una ola. Y otra. Y otra.