Libros de Sangre Vol. 2 (7 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Entonces oyó a Aaron.

No podía verlo, pero su voz era tan nítida como la de una campana; y, al igual que una campana, convocaba. Igual que una campana decía a voz en grito: es tiempo de carnaval; celebradlo con nosotros.

Eugene también lo oyó y sonrió.

—¡Hey! —dijo la voz del chico.

—¿Dónde está? ¿Lo ves, Davidson?

Éste negó con la cabeza. Y entonces…

—¡Espera! ¡Espera! Veo una luz… Mira, delante mismo, a lo lejos.

—Ya la veo.

Con una precaución exagerada, Eugene empujó nuevamente a Davidson hacia el asiento del conductor.

—Conduce, chico. Pero despacio y con las luces apagadas.

Davidson asintió. «Más medusas que aplastar», pensó; al final iban a alcanzar a aquellos bastardos. ¿Y no merecía eso correr un poco de riesgo? El convoy se puso en marcha una vez más, avanzando sigilosamente y muy despacio.

Lucy echó a correr otra vez: ahora podía ver la pequeña figura de Aaron, de pie en el borde de una depresión de la arena. Los coches se dirigían hacia allí.

Al verlos acercarse, Aaron dejó de llamarlos y empezó a alejarse, bajando por la depresión. No era necesario esperar más; estaba claro que lo seguían. Sus pies descalzos dejaban huellas apenas perceptibles sobre el declive de arena suave que llevaba fuera de las idioteces de este mundo. En las sombras que había en la hondonada podía ver a su familia, vigilándolo y sonriéndole.

—Va a desaparecer —observó Davidson.

—Entonces sigue a ese pequeño bastardo —le apremió Eugene—. A lo mejor el chico no sabe lo que hace. Ilumínalo.

Los faros enfocaron a Aaron. Tenía las ropas andrajosas y por su forma de andar parecía exhausto.

A unos cuantos metros a la derecha, Lucy observó cómo el primer coche dejaba atrás el borde de tierra y, cuesta abajo, seguía al chico en dirección a…

—¡No —se dijo—, no lo hagáis!

Davidson tuvo miedo de repente. Empezó a disminuir la marcha.

—Adelante, chico. —Eugene le volvió a hundir el fusil en la entrepierna—. Los tenemos acorralados. Tenemos todo el nido ahí delante. El chico nos está llevando directamente hacia ellos.

Todos los coches estaban ya descendiendo por la depresión, en pos del primero, con las ruedas resbalando en la arena.

Aaron se dio la vuelta. Detrás de él, iluminados exclusivamente por la fosforescencia de su propia materia, estaban los demonios; era una masa de geometrías imposibles. Todos los atributos de Lucifer estaban repartidos entre los cuerpos de los padres. Unas anatomías extraordinarias, unas cabezas de espirales ilusorias, escamas, faldas, garras, podaderas.

Eugene mandó detener el convoy, se apeó del coche y empezó a andar hacia Aaron.

—Gracias, hijo. Ven aquí… Ahora te cuidaremos. Ya son nuestros. Estás a salvo.

Aaron se quedó mirando a su padre sin comprenderlo.

Detrás de Eugene, el ejército estaba apeándose de los coches, preparando las armas. Cargaban precipitadamente un lanzagranadas, amartillaban los fusiles, activaban las granadas.

—Ven con papá, chico —rogó Eugene.

Aaron no se movió, por lo que su padre se acercó unos cuantos metros más al fondo, Davidson ya estaba fuera del coche, temblando de la cabeza a los pies.

—Quizá deberías soltar el fusil. A lo mejor tiene miedo —sugirió.

Eugene gruñó y dejó caer unos centímetros la boca del fusil.

—Estás a salvo —dijo Davidson—. No tengas miedo.

—Ven con nosotros, chico. Despacio.

La cara de Aaron empezó a enrojecer. Hasta bajo la luz engañosa de los faros se apreciaba claramente su mutación. Las mejillas se le hinchaban como globos y la piel de su frente se estaba arrugando como si estuviera llena de gusanos. La cabeza parecía licuársele, convertirse en una sopa de formas que cambiaran y eclosionaran como una nube. La fachada de su niñez se desmoronaba a medida que el padre que había dentro del hijo mostraba su inmenso e inimaginable rostro.

En cuanto Aaron se hubo convertido en hijo verdadero de su padre, el declive empezó a reblandecerse. Davidson fue el primero en notarlo: un ligero cambio en la consistencia de la arena, como si le hubieran dado una orden sutil pero imperativa.

Lo único que podía hacer Eugene era quedarse boquiabierto ante la transformación de Aaron, cuyo cuerpo entero estaba sobrecogido por los estremecimientos de la mutación. El estómago se le había distendido y toda una cosecha de conos sobresalía de él, conos que florecían inmediatamente en docenas de piernas espirales. El cambio era maravilloso por su complejidad, como si de la sustancia íntima del chico surgieran nuevas glorias.

Sin avisar, Eugene levantó el fusil y disparó a su hijo

La bala alcanzó al niño-demonio en mitad de la cara. Aaron cayó hacia atrás, mientras su transformación seguía su curso al tiempo que su sangre, en un chorro medio escarlata medio plateado, manaba de la herida hasta caer sobre la tierra licuante.

Las geometrías de la oscuridad salieron de su escondite para ayudar al niño. Sus intrincadas formas parecían más sencillas a la luz de los faros, pero, según surgían, daban la sensación de estar cambiando de nuevo: los cuerpos se volvían delgados de pena, de sus corazones salía un gemido de lamentación semejante a un sólido muro de sonido.

Eugene levantó el fusil por segunda vez, gritando ante su victoria. Los tenía a su merced… ¡Dios mío, los tenía a su merced! Sucios, apestosos cabrones sin cara…

Pero el limo que tenía a los pies se convirtió en una melaza caliente al subírsele por las espinillas, y al disparar perdió el equilibrio. Gritó pidiendo ayuda, pero Davidson ya se alejaba tambaleando cuesta arriba de la hondonada, en una batalla perdida de antemano contra el lodazal que se estaba formando. El resto del ejército quedaba atrapado de forma similar a medida que el desierto se licuaba a sus pies y el barro gelatinoso empezaba a arrastrarse cuesta arriba.

Los demonios se habían ido: se habían desvanecido en la oscuridad, y su lamento se desvaneció.

Eugene, estirado sobre la espalda en la arena que se hundía, hizo dos disparos inútiles y vehementes contra la oscuridad que había detrás del cadáver de Aaron. Estaba pataleando como un cerdo degollado, y a cada puntapié el cuerpo se le hundía un poco más. Cuando su cara desapareció bajo el barro, sólo consiguió entrever a Lucy, de pie sobre el borde de la hondonada contemplando el cuerpo de Aaron. Luego la ciénaga le cubrió el rostro y acabó con él.

El desierto se les estaba viniendo encima a una velocidad vertiginosa.

Uno o dos coches ya estaban completamente sumergidos, y la ola de arena que subía la cuesta alcanzaba implacablemente a los que trataban de escapar. Débiles gritos de socorro se apagaban de súbito al llenarse las bocas de desierto; alguien disparaba al suelo en un intento histérico de detener la marea, pero ésta evolucionaba rápidamente para acabar hasta con el último. Ni siquiera Eleanor Kooker se libró: luchaba, maldiciendo y hundiendo progresivamente en la arena el cuerpo inerte de un policía, debido a sus intentos frenéticos de salir del lodazal.

Ahora se oían aullidos por todas partes. Los hombres, presas del pánico, se empujaban a tientas para sujetarse, intentando desesperadamente mantener la cabeza a flote en aquel mar de arena.

Davidson estaba enterrado hasta la cintura. La tierra que se arremolinaba en torno a la mitad inferior de su cuerpo era cálida y resultaba curiosamente seductora. La intimidad de aquella presión le había provocado una erección. Unos pocos metros detrás, un policía entonaba su canto de cisne a medida que el desierto se lo iba tragando. Más lejos distinguió una cara asomada por encima del suelo en movimiento, como una máscara viviente tirada sobre la tierra. Había un brazo cerca, que se agitaba mientras se hundía, y un par de gruesas nalgas sobresalían del légamo como dos sandias: era la despedida de un agente.

Lucy dio un paso atrás cuando el cieno sobrepasó ligeramente el borde de la hondonada, pero no llegó a alcanzarle el pie. Curiosamente, tampoco se dispersó, como habría hecho una ola marina.

Se endurecía como si fuera cemento, atenazando sus trofeos vivos como moscas en ámbar. De los labios de todas las caras que aún respiraban surgió un nuevo grito de terror cuando sintieron que el suelo del desierto se espesaba alrededor de sus miembros crispados.

Davidson vio a Eleanor Kooker enterrada hasta el pecho. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas; estaba sollozando como una niña pequeña. Él, por su parte, apenas pensaba en sí mismo. No se acordó del Este, de Bárbara, de los niños.

Los hombres cuyas caras estaban sumergidas pero cuyos miembros u otras partes del cuerpo aún asomaban a la superficie, ya estaban muertos de asfixia por entonces. Sólo sobrevivían Eleanor Kooker, Davidson y dos hombres más. Uno estaba aprisionado en la tierra hasta la barbilla. Eleanor se hallaba enterrada de forma que sus pechos reposaban sobre el suelo, y tenía los brazos libres para golpear la tierra que la tenía atrapada firmemente. Davidson permanecía inmovilizado de caderas abajo. Y, lo más horrible de todo, a una patética víctima sólo se le veían la nariz y la boca. Tenía la cabeza dentro del suelo, atenazada por la roca. Pero seguía respirando, seguía gritando.

Eleanor Kooker arañaba el suelo con las uñas rotas, pero aquella arena no estaba suelta. Era inamovible.

—Vete a por ayuda —le suplicó a Lucy, con las manos sangrando.

Las dos mujeres se contemplaron.

—¡Jesucristo! —chilló la Boca.

La Cabeza estaba callada: por su mirada vidriosa se comprendía que aquel hombre se había vuelto loco.

—Por favor, ayúdanos… —imploró el torso de Davidson—. Ve a por ayuda.

Lucy asintió.

—¡Rápido! —pidió Eleanor Kooker—. ¡Vete!

Lucy obedeció inconscientemente. Hacia el Este estaban apareciendo los primeros destellos del amanecer. Pronto el aire estaría ardiendo. En Welcome, a tres horas de marcha, sólo encontraría hombres mayores, mujeres histéricas y niños. A lo mejor tenía que ir a buscar ayuda a ochenta kilómetros de distancia. Todo eso suponiendo que encontrara el camino de vuelta. Todo eso suponiendo que no cayera exhausta sobre la arena y muriera.

Era imposible que antes de mediodía encontrara ayuda para la mujer, el Torso, la Cabeza y la Boca. Para entonces la locura se habría apoderado de ellos. El sol les habría resecado la tapa de los sesos, las serpientes habrían anidado en su cabello, las águilas ratoneras les habrían arrancado los ojos indefensos.

Echó un último vistazo a aquellas figuras insignificantes, achicadas por la caricia creciente del cielo del amanecer. Eran pequeños puntos y comas de dolor humano sobre una hoja blanca de arena; no se preguntó qué pluma los había inscrito allí. Dejó eso para otro día.

Al cabo de un rato, empezó a correr.

Los nuevos crímenes en la calle Morgue

El invierno, decidió Lewis, no era la estación de los viejos. La nieve que cubría las calles de París con diez centímetros de espesor lo helaba hasta la médula. Lo que de niño había sido para él una alegría era ahora una maldición. La odiaba con todo su corazón; odiaba a los niños que se tiran bolas de nieve (gritos, aullidos, lágrimas); odiaba también a los jóvenes amantes, ansiosos de que los sorprendieran en pleno frenesí (gritos, besos, lágrimas). Resultaba incómodo y aburrido, y deseó encontrarse en Fort Lauderdale, donde el sol estaría brillando.

Pero el telegrama de Catherine, sin ser explícito, era urgente, y los lazos de amistad que los unían no se habían roto durante casi cincuenta años. Estaba aquí por ella y por su hermano Phillipe. Por vulnerable que le pareciera su sangre en aquel país helado, era estúpido quejarse. Había acudido a una cita con el pasado, y habría acudido con la misma rapidez y de tan buena gana si París hubiera estado ardiendo.

Además, era la ciudad de su madre. Había nacido en el bulevar Diderot en una época en que la ciudad no estaba atestada de arquitectos librepensadores ni de ingenieros sociales. Ahora, cada vez que Lewis volvía a París, se preparaba para una nueva profanación. Advirtió que en los últimos tiempos eran menos frecuentes. En Europa la recesión había acabado con el entusiasmo de los gobiernos por las excavadoras. Pero todavía, año tras año, casas hermosas se convertían en cascotes. A veces, calles enteras se venían abajo.

Hasta la calle Morgue.

Naturalmente, se dudaba de si esa calle de mala fama había existido, pero, a medida que envejecía, a Lewis le parecía cada vez menos pertinente distinguir entre realidad y ficción. Esa gran distinción era para los jóvenes, que aún tenían que enfrentarse a la vida. Para los viejos (y él tenía setenta y tres años), la división era puramente especulativa. ¿Qué importancia tenía saber qué era cierto y qué falso, qué real y qué inventado? Para él, todo, las verdades y las mentiras a medias, eran un solo continuo de historia personal.

Tal vez había existido la calle Morgue como la describió Poe en su cuento inmortal; o tal vez fuera pura invención. En cualquier caso, la célebre calle ya no figuraba en ningún plano de París.

Quizá Lewis se sentía ligeramente defraudado por no haber encontrado esa calle. Después de todo, formaba parte de su herencia. Si las historias que le habían contado de niño eran ciertas, los acontecimientos descritos en
Los asesinatos de la calle Morgue
se los había contado su abuelo a Poe. El orgullo de su madre era que su padre se hubiese encontrado con Poe mientras viajaba por América. Al parecer, su abuelo había sido un trotamundos, descontento si no visitaba una ciudad nueva cada semana. Y en el invierno de 1835 estuvo en Richmond, Virginia. Fue un invierno muy duro, a lo mejor no demasiado diferente del que padecía ahora Lewis, y una noche el abuelo se refugió en un bar de Richmond. Allí, con la ventisca azotando el exterior, se topó con un joven pequeño, oscuro y melancólico llamado Eddie. Parecía una especie de celebridad local por ser el autor de un cuento que ganó un concurso en el
Baltimore Sunday Visitor.
El relató era
Manuscrito encontrado en una botella,
y el joven atormentado se llamaba Edgar Allan Poe.

Los dos pasaron la noche bebiendo y (eso decía la historia, en cualquier caso) Poe le sonsacó sutilmente al abuelo historias misteriosas, morbosas y de ocultismo. El viajero experimentado se sintió feliz de complacerlo y le contó miles de retazos de historias fantásticas, que el escritor refundió más tarde en El
misterio de Marie Roget
y
Los asesinatos de la calle Morgue.
En ambos cuentos, asomando por entre las atrocidades, aparecía el genio peculiar de C. Auguste Dupin.

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