C. Auguste Dupin. Para Poe era la encarnación del perfecto detective: tranquilo, racional y brillantemente perceptivo. Las narraciones en que aparecía se hicieron pronto famosas, y gracias a ellas Dupin se convirtió en una celebridad de ficción, sin que nadie supiera en América que era una persona real.
Era el hermano del abuelo de Lewis. El tío abuelo de Lewis era C. Auguste Dupin.
Y su caso más importante —los asesinatos de la calle Morgue— también se basaba en la realidad. Las matanzas descritas en el relato habían ocurrido de veras. Desde luego que habían matado brutalmente a dos mujeres en la calle Morgue. Eran, como escribió Poe, la señora L’Espanaye y su hija, la señorita Camille L’Espanaye. Dos mujeres de buena reputación que vivían existencias tranquilas y sosegadas. Por eso resultó mucho más terrible descubrir que sus vidas habían sido brutalmente truncadas. El cuerpo de la hija estaba metido en la chimenea; el de la madre fue descubierto en el patio posterior de la casa, con la garganta cortada tan salvajemente que tenía la cabeza casi aserrada. No se pudo encontrar un móvil convincente para los asesinatos, y el misterio se hizo aún más impenetrable cuando todos los ocupantes de la casa manifestaron haber oído hablar al asesino en lenguas diferentes. El francés estaba seguro de que la voz era de un español, el inglés había oído alemán, el holandés creyó que era francés. Dupin, en sus investigaciones, anotó que ninguno de los testigos conocía el lenguaje que decía haber oído de labios del asesino al que nadie vio. Concluyó que la pretendida lengua no era tal, sino la voz inarticulada de una bestia salvaje.
De hecho, era un mono, un monstruoso orangután de las islas del este de la India. En el puño de la difunta señora L’Espanaye se encontraron pelos rojizos. Sólo la fuerza y agilidad de la bestia explicaban el horroroso destino de la señorita L’Espanaye. El animal, que pertenecía a un marino maltés, se escapó y asaltó el piso de la calle Morgue.
Ésa era la esencia de la historia.
Cierto o falso, el cuento ejercía una gran fascinación romántica sobre Lewis. Le gustaba pensar en su tío abuelo abriéndose camino por el misterio gracias a su lógica, sin dejarse afectar por la histeria y el horror que lo rodeaban. Pensó que esa tranquilidad era auténticamente europea; pertenecía a una época remota en que aún se valoraba la luz de la razón, y el peor horror que se podía concebir era una bestia armada con una cuchilla para rebanar cuellos.
Ahora, a medida que el siglo veinte se encaminaba perezosamente hacia su último cuarto, había que dar cuenta de atrocidades mucho más importantes, todas ellas cometidas por seres humanos. Los antropólogos examinaron al humilde orangután y descubrieron que se trataba de un herbívoro solitario, tranquilo y filosófico. Los auténticos monstruos eran mucho menos notorios y mucho más poderosos. Sus armas dejaban en ridículo a las cuchillas; sus crímenes eran enormes. En algunos momentos Lewis casi se sentía feliz de ser viejo y de estar a punto de dejar al siglo que se las arreglara solo. Sí, la nieve le helaba la médula. Sí, contemplar a una joven con cara de diosa excitaba en vano sus deseos. Sí, ahora se sentía como un observador en vez de un participante.
Pero no siempre fue así.
En 1937, en la misma habitación del número once del Quai de Bourbon donde ahora estaba sentado, vivió las suficientes experiencias. Por entonces París todavía era un palacio del placer que ignoraba obstinadamente los rumores de guerra y conservaba, aunque a veces se notara cierta tensión, un aire de dulce ingenuidad. Aquellos años habían sido despreocupados en los dos sentidos de la palabra; llevaron unas vidas interminables de ocio perfecto.
Naturalmente que no fue así. Sus vidas no habían sido perfectas ni interminables. Pero durante cierto tiempo —un verano, un mes, un día— pareció que nada en el mundo iba a cambiar.
Media década después ardería París, y su alegría pecaminosa, que en realidad no era más que inocencia, quedaría mancillada para siempre. Habían pasado muchos días (y noches) en el piso donde ahora estaba Lewis, y fueron tiempos maravillosos; cuando pensaba en ellos parecía que el estómago le doliera de nostalgia.
Sus pensamientos se dirigieron a sucesos más recientes. A su exposición en Nueva York, en la que la serie de pinturas que retrataban la condena de Europa había obtenido un brillante éxito de crítica. A los setenta y tres años Lewis era un hombre festejado. En todas las publicaciones de arte le dedicaban artículos. De la noche a la mañana se había multiplicado el número de sus admiradores y compradores, ansiosos de comprar su trabajo, de hablar con él, de estrechar su mano. Naturalmente, todo demasiado tarde. Las angustias de la creación se habían acabado hacía tiempo, pues cinco años atrás dejó definitivamente los pinceles. Ahora, cuando no era más que un espectador, su triunfo de crítica parecía una parodia: observaba el circo desde lejos con un sentimiento semejante al disgusto.
Cuando le llegó el telegrama de París pidiéndole ayuda le causó un inmenso placer poder escapar del corro de imbéciles que le cantaban las alabanzas.
Ahora esperaba en el piso que se iba quedando a oscuras, y observaba el permanente tránsito de coches sobre el puente Louis-Phillipe; los cansados parisinos regresaban a casa sobre la nieve. Las bocinas aullaban; los motores tosían y refunfuñaban; los faros antiniebla amarillos dejaban una estela de luz sobre el puente.
Y Catherine no llegaba.
La nieve, que había dejado de caer durante casi todo el día, empezaba a caer de nuevo susurrando contra la ventana. El tráfico discurría por encima del Sena; el Sena discurría por debajo del tráfico. Cayó la noche. Finalmente, oyó pasos en el vestíbulo y cuchicheos intercambiados con el casero.
Era Catherine. Catherine, por fin.
Se levantó y miró la puerta, imaginando que se abría antes de que lo hiciera, imaginándosela en el pasillo.
—Lewis, querido…
Le sonrió; era una sonrisa pálida sobre una cara aún más pálida. Parecía más vieja de lo que él esperaba. ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía? ¿Cuatro o cinco años? Su fragancia era la misma que siempre la acompañaba; esa peculiaridad suya tranquilizó a Lewis. Le besó suavemente las frías mejillas.
—Tienes buen aspecto —mintió.
—No, no lo tengo. Y si lo tengo es un insulto para Phillipe. ¿Cómo puedo estar bien mientras él tiene tantos problemas?
Su comportamiento era enérgico y severo, como siempre.
Tenía tres años más que él, pero lo trataba como un profesor a un niño recalcitrante. Siempre actuó así: era su forma de mostrarse cariñosa.
Después de los saludos, se sentó junto a la ventana mirando hacia afuera, hacia el Sena. Bajo el puente flotaban pequeños témpanos de hielo grises, agitándose y arremolinándose en la corriente. El agua parecía mortífera, como si el frío pudiera quitarle a uno el resuello.
—¿Qué problema tiene Phillipe?
—Lo acusan de…
Una pequeña vacilación. El parpadeo de una pestaña.
—… asesinato.
Lewis quiso reírse; la sola idea era absurda. Phillipe tenía sesenta y nueve años y era apacible como un cordero.
—Es verdad, Lewis. Comprenderás que no te lo podía decir por telegrama. Tenía que comunicártelo en persona. Lo acusan de asesinato.
—¿Quién?
—Una chica, por supuesto. Una de sus hermosas mujeres.
—Todavía sigue haciendo la ronda, ¿no?
—Solíamos bromear diciendo que moriría por culpa de una mujer, ¿te acuerdas?
Lewis asintió levemente.
—Tenía diecinueve años. Natalie Perec. Era una chica muy culta, al parecer. Y encantadora. Con el pelo rojo y largo. ¿Recuerdas cómo le gustaban a Phillipe las pelirrojas?
—¿Diecinueve? ¿Sale con chicas de diecinueve?
Ella no le contestó. Lewis se sentó sabiendo que la irritaba que diera vueltas por la habitación. De perfil todavía era guapa, y el rayo de color amarillo azulado que entraba por la ventana le suavizaba las líneas de la cara, rejuveneciéndola mágicamente cincuenta años.
—¿Dónde está?
—Lo encerraron. Dicen que es peligroso y que podría volver a matar.
Lewis agitó la cabeza. Le dolían las sienes, dolor que desaparecería con que sólo lograra cerrar los ojos.
—Necesita verte. Muy urgentemente.
Pero tal vez el sueño sólo fuera una forma de escapismo. Se encontraba ante algo de lo que no podía ser espectador.
Phillipe Laborteaux miró a Lewis por encima de la mesa desnuda y ajada con el rostro cansado y absorto. Se habían saludado con simples apretones de mano; era el único contacto físico autorizado.
—Estoy desesperado —confesó—. Está muerta. Mi Natalie está muerta.
—Cuéntame qué ocurrió.
—Tengo un pisito en Montmartre. En la calle de los Mártires, Consta de una sola habitación, y lo utilizo para recibir a los amigos. Catherine siempre tiene el número once tan limpio que no puede uno estar a sus anchas. Natalie solía pasar allí mucho tiempo conmigo; todo el mundo de la casa la conocía. Tenía un temperamento magnífico y era preciosa. Se estaba preparando para ingresar en la Facultad de Medicina. Era brillante. Y me quería.
Phillipe seguía siendo apuesto. En realidad, ahora que la moda volvía a los orígenes, su elegancia, su rostro casi fogoso, su encanto tranquilo estaban a la orden del día. Con algo de una época pasada, a lo mejor.
—El domingo por la mañana salí a la pastelería. Y cuando volví…
Le costaba trabajo pronunciar las palabras.
—Lewis…
Los ojos se le llenaron de lágrimas de frustración. Aquello le resultaba tan penoso, que su boca se negaba a articular los sonidos necesarios.
—No… —empezó Lewis.
—Quiero contártelo, Lewis. Quiero que lo sepas, quiero que la veas tal como yo la vi. Para que sepas qué cosas hay… hay…, qué cosas hay en el mundo.
Las lágrimas le resbalaron por la cara en dos graciosos arroyuelos. Apretó la mano de Lewis entre las suyas con tanta fuerza que le hizo daño.
—Estaba cubierta de sangre. De heridas. La piel arrancada…, el pelo destrozado. Su lengua estaba sobre la almohada, Lewis. Imagínatelo. Se la había cortado de terror. Estaba tirada sobre la almohada. Y sus ojos, flotando en sangre, como si hubiera llorado sangre. Era la criatura más preciosa de toda la creación, Lewis. Era hermosa.
—Basta.
—Quiero morirme, Lewis.
—No.
—No quiero seguir viviendo. No tiene sentido.
—No te declararán culpable.
—No me importa, Lewis. Debes ocuparte de Catherine. Leí comentarios sobre tu exposición…
Casi sonrió.
—… Me alegro por ti. Siempre lo dijimos, ¿verdad?, antes de la guerra. Tú ibas a ser famoso y yo…
La sonrisa había desaparecido.
—… célebre. En los periódicos dicen cosas terribles de mí. Un viejo que sale con chicas jóvenes; eso les parece insano. Probablemente piensan que perdí los estribos porque no podía satisfacerla. Eso es lo que piensan, estoy convencido. —Perdió el hilo, se paró y volvió a empezar—. Debes ocuparte de Catherine. Tiene dinero, pero ningún amigo. Es demasiado fría. Está herida en su interior y eso hace que la gente desconfíe de ella. Tienes que quedarte con ella.
—Lo haré.
—Ya lo sé. Lo sé. Por eso estoy contento, de verdad; simplemente por…
—No, Phillipe.
—… morir. No nos queda nada, Lewis. El mundo es demasiado duro.
Lewis pensó en la nieve, en los témpanos de hielo, y comprendió que morir tenía sentido.
El oficial encargado de la investigación fue poco amable, aunque Lewis se presentó como un pariente del apreciado detective Dupin. El desprecio que sentía por aquella comadreja mal vestida, sentada en el agujero desordenado de su oficina, hizo que la entrevista fuera tensa a causa de la cólera contenida.
—Su amigo —dijo el inspector, tirándose de la cutícula enrojecida del pulgar— es un asesino, señor Fox. Así de sencillo. Las pruebas son concluyentes.
—No lo puedo creer.
—Crea lo que más le guste, está en su derecho. Tenemos todas las pruebas que necesitamos para acusar a Phillipe Laborteaux de asesinato en primer grado. Fue una muerte a sangre fría y será castigado con todas las de la ley. Se lo garantizo.
—¿Qué pruebas tiene contra él?
—Señor Fox, no le debo ningún favor. Las pruebas que tenemos son asunto nuestro. Baste con decirle que no se vio a ninguna otra persona durante el tiempo en que el acusado pretende haber estado en una ficticia pastelería; y como sólo se puede llegar a la habitación en que se encontró a la difunta por las escaleras…
—¿No hay ventanas?
—Tres pisos más arriba. Y en medio, una pared desnuda. Salvo un acróbata, nadie más pudo cometer el crimen.
—¿Y el estado del cuerpo?
El inspector puso una mueca de asco.
—Horrible. La piel y el músculo separados del hueso. Toda la espina dorsal expuesta. Sangre; mucha sangre.
—Phillipe tiene setenta años.
—¿Y?
—Un hombre mayor no sería capaz…
—En otros aspectos —le interrumpió el inspector— parece muy capaz,
oui?
Como amante, ¿sí? Amante apasionado; de eso sí era capaz.
—¿Y qué móvil diría que tuvo?
Abarquilló la boca, hizo rodar sus ojos y se golpeó el pecho.
—
Le coeur humain
—dijo, como si pusiera en duda la influencia de la razón sobre los asuntos de corazón—.
Le coeur humain, quel mystère, n’est-ce pas?
Y exhalando la fetidez de su úlcera sobre Lewis, indicó la puerta abierta.
—Gracias, señor Fox. Comprendo su confusión,
oui?
Pero está perdiendo el tiempo. Un crimen es un crimen. Es real; no como sus cuadros.
Vio sorprendido a Lewis.
—Oh, no soy tan poco civilizado como para no conocer su reputación, señor Fox. Pero le pido que cree sus invenciones lo mejor que pueda, para eso está dotado,
oui?
Yo lo estoy para descubrir la verdad.
Lewis no podía soportar más los tópicos de aquella comadreja.
—¿Verdad? —le soltó al inspector—. No reconocería la verdad aunque se tropezara con ella.
La comadreja puso cara de haber sido abofeteada con un pez mojado.
Fue una satisfacción ínfima, pero hizo que Lewis se sintiera mejor durante cinco minutos por lo menos.
La casa de la calle de los Mártires no estaba en buenas condiciones, y Lewis notaba el olor a húmedo mientras subía a la pequeña habitación del tercer piso. Las puertas se abrían a su paso, y susurros extrañados le hicieron apresurarse escaleras arriba, aunque nadie intentó detenerlo. El cuarto en que había tenido lugar la atrocidad estaba cerrado. Sentíase contrariado, pero sin saber cómo o por qué, tenía la convicción de que si veía el interior podría ayudar a Phillipe. Bajó las escaleras y salió al aire invernal.