Catherine ya había vuelto al Quai de Bourbon. En cuanto la vio, Lewis supo que iba a oír alguna novedad. Tenía el pelo suelto en lugar del moño que le gustaba llevar, y le colgaba desordenadamente por los hombros. A la luz de la lámpara, su cara presentaba un color gris amarillento y enfermizo. Hasta en el ambiente cerrado de su piso con calefacción central tenía escalofríos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—Fui al piso de Phillipe —dijo Catherine.
—Yo también. Estaba cerrado.
—Pero yo tengo la llave; Phillipe guardaba un duplicado. Sólo quería recoger algo de ropa para él.
Lewis asintió.
—¿Y?
—Había alguien más.
—¿Policía?
—No.
—¿Quién?
—No pude distinguirlo. No lo sé exactamente. Llevaba un abrigo holgado y una bufanda sobre la cara. Sombrero. Guantes. —Se detuvo—. Tenía una cuchilla, Lewis.
—¿Una cuchilla?
—Una navaja barbera abierta.
Lewis tuvo un presentimiento. Una navaja abierta, un hombre tan tapado que no se le podía reconocer…
—Me aterrorizo.
—¿Te hizo daño?
Negó con la cabeza
—Chillé y salió corriendo.
—¿No te dijo nada?
—No.
—¿Sería un amigo de Phillipe?
—Conozco a los amigos de Phillipe.
—Entonces de la chica. Un hermano.
—A lo mejor. Pero…
—¿Qué?
—Había algo raro en él. Olía a perfume, apestaba, y andaba a pasitos muy cortos y cuidadosos, aunque era inmenso.
Lewis la rodeó con el brazo.
—Fuera quien fuera, lo asustaste. Basta con que no vuelvas a ese lugar. Si hay que ir a buscar la ropa de Phillipe, iré yo.
—Gracias. Me siento estúpida: puede que simplemente entrara por casualidad. Que fuera a ver la habitación del asesino. La gente hace esas cosas, ¿verdad? Por una especie de fascinación morbosa…
—Mañana hablaré con la comadreja.
—¿Comadreja?
—El inspector Marais. Haré que registre el lugar.
—¿Viste a Phillipe?
—Sí.
—¿Está bien?
Lewis no respondió durante un buen rato.
—Quiere morir, Catherine. Ya ha abandonado la lucha, antes de ir a juicio.
—Pero ¡si no hizo nada!
—No podemos probarlo.
—Presumes siempre de tus antepasados, de tu bendito Dupin. Demuéstralo…
—¿Por dónde empiezo?
—Habla con alguno de sus amigos, Lewis.
Por favor.
A lo mejor la mujer tenía enemigos.
Jacques Solal contempló a Lewis a través de sus lentes cóncavas, con los iris ampliados y distorsionados por el cristal. Se sentía pésimamente; había bebido demasiado coñac.
—Ella no tenía enemigos. Ella no. Oh, tal vez unas pocas mujeres envidiosas de su belleza…
Lewis jugueteó con los terrones de azúcar estuchados que le habían servido con el café. Solal estaba tan poco comunicativo como borracho; pero, por extraño que resultara, Catherine aseguraba que el enano que tenía al otro lado de la mesa era el mejor amigo de Phillipe.
—¿Cree que Phillipe la mató?
Solal apretó los labios.
—¿Quién sabe?
—¿Qué opina usted?
—Ah, era amigo mío. Si supiera quién la mató lo diría.
Parecía veraz. A lo mejor aquel hombrecito ahogaba sencillamente sus penas en coñac.
—Era un caballero —dijo Solal, desviando los ojos hacia la calle.
Al otro lado del cristal ahumado de la cervecería, bravos parisinos combatían contra la furia de una nueva ventisca, intentando en vano mantener la dignidad y compostura en pleno vendaval.
—Un caballero —repitió.
—¿Y la chica?
—Era hermosa, y él estaba enamorado de ella. Tenía otros admiradores, naturalmente. Una mujer como ella…
—¿Admiradores celosos?
—¿Quién sabe?
Otra vez el «¿quién sabe?». La pregunta quedaba colgando en el aire como un encogimiento de hombros. ¿Quién sabe? ¿Quién sabe? Lewis empezó a comprender la pasión del inspector por la verdad. Quizá por primera vez en diez años su vida tenía un objetivo: la ambición de bajar del aire ese «¿quién sabe?» indiferente. De descubrir qué había ocurrido en aquella habitación de la calle de los Mártires. No quería una aproximación ni una explicación ficticia, sino la verdad, la verdad absoluta e incuestionable.
—¿Recuerda si algún hombre en particular la quería? —preguntó.
Solal se sonrió. Sólo le quedaban dos dientes en la mandíbula inferior.
—Oh, sí. Había uno…
—¿Quién?
—No supe jamás su nombre. Era un hombre corpulento; lo vi fuera de la casa tres o cuatro veces. Aunque por el olor parecía…
Puso una cara que mostraba bien a las claras que lo creía homosexual. Las cejas arqueadas y los labios apretados le hacía resultar doblemente ridículo detrás de las gafas.
—¿Olía?
—Oh, sí.
—¿A qué?
—A perfume, Lewis. A perfume.
En algún lugar de París había un hombre que conoció a la chica que amaba Phillipe. Una furia de celos se apoderó de él. En un arrebato de cólera incontrolable, asaltó el piso de Phillipe y asesinó a la chica. Era así de sencillo.
En algún lugar de París.
—¿Otro coñac?
Solal negó con la cabeza.
—Ya estoy mareado —confesó.
Lewis llamó al camarero, y al hacerlo sus ojos se posaron sobre unos recortes de periódico clavados detrás de la barra.
Solal siguió su mirada.
—A Phillipe le gustaban las fotos.
Lewis se levantó.
—A veces venía aquí a mirarlas.
Los recortes eran viejos, y estaban manchados y descoloridos. Algunos eran, al parecer, de interés puramente local. Noticias de un meteorito visto en una calle cercana; de un niño de dos años quemado vivo en su cuna; de la fuga de un puma; de un manuscrito inédito de Rimbaud; de las bajas de un accidente de aviación en el aeropuerto de Orleans (fotografía incluida). Pero había otros recortes, unos mucho más viejos que otros: atrocidades, extraños crímenes, violaciones rituales, un anuncio de
Fantomas,
otro de la obra de Cocteau
La bella y la bestia.
Y, casi enterrada en aquel batiburrillo de curiosidades, había una fotografía sepia tan absurda que podría haber sido obra de Max Ernst: un semicorro de caballeros bien vestidos, muchos de ellos luciendo el poblado bigote que estuvo de moda en la década de 1890, estaba reunido en torno a la masa inmensa y sangrante de un mono suspendido de una lámpara por los pies. Los rostros de la foto reflejaban un orgullo callado; una autoridad absoluta sobre la bestia muerta, que Lewis reconoció claramente como un gorila. Su cabeza invertida tenía una expresión casi noble al morir: la frente hundida y arrugada; la mandíbula, aunque destrozada por una herida terrible, se adornaba con una barba fina como la de un patricio; y los ojos, desplazados, parecían muy preocupados por este mundo despiadado. Esos ojos desorbitados le recordaron a la comadreja en su agujero, golpeándose el pecho.
Le coeur humain.
Lamentable.
—¿Qué es eso? —le preguntó a un camarero lleno de acné, señalando la foto del gorila muerto.
Por toda respuesta encogió los hombros, indiferente al destino de hombres y monos.
—¿Quién sabe? —dijo Solal a su espalda—. ¿Quién sabe?
No era el mono de la historia de Poe, eso seguro. El cuento había sido narrado en 1835, y la fotografía era mucho más reciente. Además, el mono de la foto era un gorila sin la menor duda.
¿Se había repetido la historia? ¿Se había escapado otro mono, de una especie diferente, pero mono pese a todo, por las calles de París a finales del siglo pasado?
Y, de ser así, si la historia del mono podía repetirse una vez… ¿por qué no dos?
Mientras Lewis volvía aquella noche gélida al piso del Quai de Bourbon, la repetición de acontecimientos que había imaginado se volvió más atractiva y se le ocurrieron nuevas analogías. ¿Era posible que él, el sobrino nieto de C. Auguste Dupin, se viera involucrado en una nueva persecución, no del todo diferente a la primera?
La llave del piso de Phillipe en la calle de los Mártires helaba la mano de Lewis, y aunque ya era más de medianoche no pudo evitar salir del puente y encaminarse hacia el bulevar Sébastopol, hacia el Oeste en dirección al bulevar Bonne-Nouvelle, y al Norte de nuevo, hacia la plaza Pigalle. Fue una caminata larga y agotadora, pero sentía necesidad de aire frío, de quitarse el sentimentalismo de la cabeza. Le costó una hora y media llegar a la calle de los Mártires.
Era sábado por la noche y aún había mucho ruido en gran parte de las habitaciones. Lewis subió los dos tramos de escaleras tan silenciosamente como pudo, y el jaleo ocultó su presencia. La llave giró con facilidad y se abrió la puerta.
Las luces de la calle iluminaron la habitación. La cama, que dominaba el lugar, estaba desnuda. Sin duda le habían quitado las sábanas y mantas para hacer análisis forenses. La sangre vertida sobre el colchón parecía morada en la penumbra. Por lo demás, no había indicios de la violencia de la que fuera testigo el cuarto.
Lewis alcanzó el conmutador de la luz y lo accionó, pero la luz no se encendió. Entró y miró la instalación. La bombilla estaba destrozada.
Pensó vagamente en irse, dejar el cuarto a oscuras y volver la mañana siguiente, cuando hubiera menos sombras. Pero bajo la bombilla rota sus ojos empezaron a penetrar la penumbra un poco mejor, y comenzó a distinguir la forma de una gran cómoda de teca arrimada a la pared de enfrente. Sin duda sería cuestión de minutos encontrarle una muda a Phillipe. Así no tendría que volver al día siguiente, y se evitaría otro largo paseo por la nieve. Mejor hacerlo ahora y cuidarse los huesos.
La habitación era amplia y la policía la había dejado hecha un desastre. Al cruzar en dirección a la cómoda, Lewis tropezó con una lámpara caída y un jarrón destrozado, y soltó una palabrota. En el piso de abajo, los aullidos y gritos de una fiesta prolongada tapaban todos los ruidos que él producía. ¿Era una orgía o una pelea? Por el ruido podía haber sido cualquiera de las dos cosas.
Forcejeó con el cajón superior de la cómoda y, finalmente, consiguió abrirlo, rebuscando en su interior los requisitos principales para la comodidad de Phillipe: una camiseta limpia, un par de calcetines y pañuelos con sus iniciales inmaculadamente planchados.
Estornudó. El tiempo helado le había acentuado el catarro de pecho y cargado la nariz, Tenía un pañuelo a mano y se sonó. Con las fosas nasales despejadas, advirtió por primera vez el olor de la habitación.
Un olor flotaba por encima del de la humedad y la verdura rancia: perfume, el persistente aroma del perfume.
Se dio la vuelta en la habitación oscura, oyendo crujir sus huesos, y sus ojos se posaron sobre una sombra que había detrás de la cama. Era una sombra inmensa, un a masa que crecía al hacerse visible.
Era, lo vio en seguida, el extraño de la navaja. Allí estaba, al acecho.
Curiosamente, Lewis no se asusto.
—¿Qué está haciendo? —preguntó, con una voz clara y fuerte.
Al salir de su escondite, la cara del personaje quedó expuesta a la luz acuosa de la calle: era un rostro ancho, sin rasgos y despellejado. Tenía los ojos hundidos, pero sin maldad; y sonreía, sonreía generosamente a Lewis.
—¿Quién es? —preguntó éste otra vez.
El hombre sacudió la cabeza; en realidad sacudió el cuerpo entero, haciendo gestos con la mano enguantada sobre la boca. ¿Era mudo? Ahora sacudía la cabeza con más violencia, como si estuviera a punto de sufrir un ataque.
—¿Se encuentra bien?
De repente dejó de agitarse, y Lewis vio sorprendido cómo le asomaban lágrimas, gruesas y espesas, y le rodaban por las duras mejillas hasta el matorral de la barba.
Como si estuviera avergonzado por esa demostración de sentimientos, el hombre se apartó de la luz, atragantándose con un fuerte sollozo, y salió del cuarto. Lewis lo siguió, con más curiosidad por el extraño que inquietud ante sus intenciones.
—¡Espere!
El hombre ya estaba en medio del primer tramo de escaleras, ágil a pesar de su constitución.
—Espere, por favor, quiero hablar con usted.
Lewis se lanzó tras él por las escaleras, pero la persecución estaba perdida de antemano. La edad y el frío le habían anquilosado las articulaciones, y era tarde. No era momento de echarse a correr detrás de un hombre mucho más joven que él, con un pavimento resbaladizo a causa del hielo y la nieve. Siguió al extraño hasta la puerta y luego lo vio desaparecer en la calle; avanzaba a pasitos muy cortos y cuidadosos, como había dicho Catherine. Se parecía al andar de un pato: ridículo para un hombre de su tamaño.
El viento del Noreste ya había dispersado el olor de su perfume. Sin aliento, Lewis volvió a subir las escaleras, atravesando el estrépito de la fiesta a fin de buscar algo de ropa para Phillipe.
Al día siguiente París amaneció con una ventisca de una ferocidad sin precedentes. Las llamadas a misa se desoyeron, no se vendieron los croissants calientes del domingo y los periódicos se quedaron por leer en los quioscos. Pocas personas tuvieron el coraje o el motivo suficiente para asomarse al vendaval que rugía en la calle. Se sentaron junto al fuego, frotándose las rodillas y soñando con la primavera. Catherine quería ir a la prisión a visitar a Phillipe, pero Lewis insistió en acudir solo. No era solamente el tiempo frío lo que le impulsaba a cuidar de ella; tenía que decirle a Phillipe palabras duras, hacerle preguntas delicadas. Después del encuentro de la noche anterior en su habitación, no le cabía ninguna duda de que Phillipe tenía un rival, probablemente un rival asesino. Al parecer, la única forma de salvar la vida de Phillipe consistía en seguir a aquel hombre. Y si eso suponía hurgar en los asuntos sexuales de Phillipe, tendría que hacerlo. Pero no era una conversación que él o Phillipe desearan mantener en presencia de Catherine.
Las ropas limpias que Lewis llevó fueron registradas y luego entregadas a Phillipe, que las cogió moviendo la cabeza en señal de agradecimiento.
—Fui a tu piso ayer por la noche a buscar esto para ti.
—Oh.
—Ya había alguien en el cuarto.
Phillipe empezó a mover la mandíbula, haciendo rechinar los dientes. Esquivaba la mirada de Lewis.
—Un hombre grande, con barba. ¿Lo conoces o sabes algo de él?
—No.
—Phillipe.