Pegó una patada a una pila de
Extrañas mujeres encadenadas,
que se volcaron, diseminando la fotografía de la portada sobre el sucio suelo.
—No hagas eso —dijo Maguire con mucha calma.
—Horribles —repitió Ronnie—. Son todas horribles.
—Hay mucha demanda.
—¡No será por mi parte! —dijo, como si Maguire estuviera sugiriendo que tenía algún interés personal por el tema.
—Muy bien, o sea que no te gustan. No le gustan, Dork.
Dork se estaba quitando crema de sus cortos dedos con un pañuelo elegante.
—¿Por qué no?
—Son demasiado guarras para él.
—Horribles —dijo de nuevo Ronnie.
—Pues estás metido en esto hasta el cuello, hijo —dijo Maguire. Su voz era la del mismo diablo, ¿no? Sin duda, la voz del diablo—. Lo mejor que puedes hacer es sonreír y aguantar mecha.
Dork soltó una carcajada.
—«Sonreír y aguantar mecha»; me gusta, Mick, me gusta.
Ronnie miró a Maguire. Tendría cuarenta y cinco o cincuenta años; pero una cara ajada, atormentada, envejecida prematuramente. Había perdido todo encanto; tenía poco de humana aquella cara de matarife. El sudor, el vello y aquella boca arrugada le recordaron a Ronnie las nalgas de una de las mujerzuelas en cueros de las revistas.
—Todos somos bribones redomados —decía Maguire—, y si nos vuelven a coger no tenemos nada que perder.
—Nada —coreó Dork.
—Mientras que tú, hijo mío, tú eres un profesional intachable. Tal como yo lo veo, si te vas de la lengua con este sucio negocio, perderás tu reputación de contable bueno y honrado. De hecho me atrevería a sugerir que no conseguirías ningún trabajo. ¿Me sigues?
Ronnie tenía ganas de pegar a Maguire, y lo hizo. Con fuerza. Los dientes de Maguire crujieron, para satisfacción del contable, y la sangre le asomó en seguida a los labios. Era la primera vez que Ronnie se peleaba desde los días de la escuela y tardó demasiado en esquivar la inevitable réplica. El golpe que le atizó Maguire lo tiró, ensangrentado, encima de las
Extrañas mujeres.
Antes de que consiguiera levantarse, Dork le pegó un taconazo en la cara que le machacó el cartílago de la nariz.
Mientras parpadeaba para quitarse la sangre de los ojos, Dork lo enderezó y lo sujetó, presentándoselo a Maguire. La mano con su anillo se convirtió en un puño y durante cinco minutos Maguire usó a Ronnie de saco de arena, empezando por debajo del cinturón y continuando más arriba.
Curiosamente, a Ronnie le tranquilizó el dolor; le alivió la conciencia de culpabilidad mejor que una sarta de avemarías. Cuando dejaron de golpearle y Dork lo soltó, desfigurado, en la oscuridad, se le había pasado el enfado, sólo quedaba la necesidad de acabar con la purificación que había iniciado Maguire.
Cuando llegó a casa junto a Bernadette, le contó que le habían asaltado en la calle. Lo consoló tanto que lamentó haberle contado una mentira, pero no tenía otra alternativa. No concilió el sueño ni esa noche ni la siguiente. Se acostó en su cama, a escasos centímetros de la de su confiada esposa, y trató de poner en claro sus ideas. Estaba convencido de que, tarde o temprano, la verdad se haría pública. Seguramente lo mejor sería ir a la policía, declinar toda responsabilidad. Pero eso exigía valor, y jamás se había sentido tan débil. Así que se pasó la noche del jueves y la del viernes en casa, dejando que las magulladuras se volvieran amarillas y que se disipara su confusión.
Pero el domingo una gota colmó el vaso.
La más ruin de las revistas pornográficas dominicales publicó un retrato suyo en la portada bajo el gigantesco titular: El
imperio sexual de Ronald Glass.
Dentro había fotografías, instantáneas inocentes con montajes acusadores. Glass aparentemente perseguido. Glass aparentemente sospechoso. Su hirsutismo natural le daba el aspecto de haberse afeitado mal; su cuidadoso corte de pelo recordaba la estética carcelaria a la que tan aficionadas eran algunas cofradías de criminales. Como era miope, solía entornar los ojos; fotografiado de esa guisa tenía aspecto de una rata lujuriosa.
Se quedó delante del quiosco contemplando su propia cara, y comprendió que se le venía encima su Armagedón personal. Temblando, leyó las terribles mentiras que se contaban dentro.
Alguien, nunca llegó a saber quién, había revelado toda la historia. La pornografía, los burdeles, los sex-shops, las salas de cine. El mundo secreto de verdulerías cuyo cerebro oculto era Maguire estaba descrito hasta el más nimio y sórdido detalle. Sólo que no figuraba el nombre de Maguire. Ni el de Dork, ni el de Henry. Sólo Glass; Glass por todas partes: su culpabilidad parecía indiscutible. Lo habían incriminado, no cabía duda alguna.
Corruptor de menores,
se titulaba el artículo de fondo, donde le describían como un Pinocho gordo y calenturiento.
Era demasiado tarde para negar nada. Cuando llegó a casa, Bernadette ya se había marchado con las niñas a remolque. Alguien le habría contado la noticia por teléfono, babeando probablemente contra el aparato, deleitándose entre tanta mierda.
Se quedó parado en la cocina, donde aún estaba el desayuno que la familia no había tomado y no tomaría jamás, y se echó a llorar. No lloró demasiado: su provisión de lágrimas era limitada, pero suficiente para que creyera haber cumplido con su deber. Luego, después de ese acto de contrición, se sentó como cualquier hombre decente que ha sido profundamente agraviado y preparó la venganza.
En muchos aspectos obtener la pistola fue más difícil que el resto. Fueron necesarias una planificación cuidadosa, palabras medidas y una considerable cantidad de dinero contante y sonante. Le costó un día y medio localizar el arma que buscaba y aprender a usarla.
Luego, en el momento apropiado, se ocupó de sus asuntos.
Henry B. fue el primero en morir. Ronnie le pegó un tiro en su cocina desnuda forrada de madera de pino del acomodado barrio de Islington. Tenía una taza de café recién hecho en la mano y una mirada de terror que a punto estuvo de inspirar lástima a Ronnie. El primer disparo le alcanzó en el costado, rasgándole la camisa y haciéndole sangrar un poco. Sin embargo, fue mucho menos de lo que Ronnie se había preparado para soportar. Más tranquilo, volvió a disparar. Ese disparo alcanzó en el cuello a su víctima: fue el definitivo. Henry B. se inclinó hacia adelante como un actor en una película muda, aferrándose a la taza de café hasta el momento en que se estrelló contra el suelo. La taza rodó por el suelo entre los restos revueltos de café y de vida y, traqueteando, acabó por pararse.
Ronnie pasó por encima del cuerpo y le pegó el tercer disparo directamente en el cogote. La última bala fue casi fortuita, pero resultó rápida y precisa. Luego se escapó sin problemas por la puerta de atrás, en un estado muy cercano a la hilaridad por la sencillez del crimen. Se sentía como si hubiera acorralado y matado a una rata en la bodega; un deber desagradable pero que había que cumplir.
El escalofrío le duró cinco minutos. Luego se mareó.
En cualquier caso, así era Henry. Lleno de trucos.
La muerte de Dork fue bastante más sensacional. Lo dejó fuera de juego en el canódromo; estaba enseñando a Ronnie su combinación ganadora cuando sintió que un cuchillo de filo largo se abría camino entre sus costillas cuarta y quinta. Le costó creer que lo estaban asesinando, la expresión de su cara regordeta a base de pasteles era de absoluta sorpresa. Miró a todas partes, tratando de localizar a uno de los jugadores que se apiñaban en torno a ellos que lo señalara, se echara a reír y le dijera que aquello no era más que una broma, un juego de cumpleaños antes de la fecha.
Entonces Ronnie giró el cuchillo dentro de la herida (había leído que era mortal de necesidad) y Dork comprendió que, con combinación ganadora o sin ella, ése no era su día de suerte.
La muchedumbre arrastró su pesado cuerpo durante más de diez metros, hasta que se quedó encajado contra el torniquete de una verja. Sólo entonces alguien advirtió el chorro caliente que manaba de Dork y pegó un grito.
Para entonces Ronnie ya estaba muy lejos.
Satisfecho, sintiéndose más limpio a cada hora, volvió a su casa. Bernadette había estado en ella, recogiendo ropas y sus adornos favoritos. Quería decirle que se lo llevara todo, que para él no significaba nada, pero había entrado y vuelto a salir como el fantasma de un ama de casa. En la cocina, la mesa aún estaba dispuesta para ese último desayuno del domingo. En los tazones de las niñas, el polvo cubría los copos de avena; el olor a mantequilla rancia impregnaba el ambiente. Ronnie se quedó sentado toda la tarde, el crepúsculo y las primeras horas de la mañana siguiente saboreando su nuevo poder sobre la vida y la muerte. Luego se acostó vestido, despreocupándose de la higiene, y durmió el sueño de los casi justos.
A Maguire no le resultó demasiado difícil decidir quién había matado a Dork y a Henry B. Henry, aunque le costaba trabajo hacerse a la idea de que fuera precisamente ese canalla el que perdiera los estribos. Gran parte de la comunidad criminal conocía a Ronald Glass y se rió de la pequeña jugarreta que le estaba haciendo Maguire a aquel inocente. Pero nadie le creyó capaz de tomar represalias tan feroces contra sus enemigos. En los ambientes más sórdidos se le empezaba a respetar por su asombrosa sangre fría; otros, incluido Maguire, consideraban que había llegado demasiado lejos como para poder entrar en el rebaño como una oveja descarriada. El sentimiento general era que había que despacharlo antes de que causara más trastornos al frágil equilibrio de poderes.
De forma que los días de Ronnie pudieron contarse, podrían haberse contado con los tres dedos de la mano de Henry B.
Vinieron a por él el sábado por la tarde y se lo llevaron rápidamente, sin darle tiempo siquiera a esgrimir un arma en su defensa. Lo escoltaron hasta un almacén de carne preparada y salami, lo colgaron de un gancho en la blanca y gélida seguridad de la cámara frigorífica y lo torturaron. Cualquier amigo o conocido de Dork y de Henry B. tuvo oportunidad de desahogarse con él. Con cuchillos, con martillos, con sopletes de oxiacetileno. Le destrozaron las rodillas y los codos. Le arrancaron los tímpanos, le quemaron las plantas de los pies.
Finalmente, más o menos hacia las once, empezaron a cansarse. Los clubes se empezaban a animar, las mesas de apuestas comenzaban a hervir. Era hora de acabar con el ajusticiamiento y de salir a la ciudad.
Fue entonces cuando llegó Micky Maguire vestido de punta en blanco para matar. Ronnie percibió que estaba en alguna parte de la niebla, pero tenía los sentidos destrozados, y sólo vio a medias la pistola apuntada contra su cabeza, oyó a medias el eco del estallido en la habitación de baldosas blancas.
Una sola bala, colocada inmaculadamente, le entró en el cerebro atravesándole la mitad de la frente. Tan limpiamente como habría pedido cualquiera, como un tercer ojo.
Se contrajo sobre el gancho y murió.
Maguire recibió los aplausos virilmente, besó a las mujeres, dio las gracias a los amigos que habían visto cómo lo había agraviado aquel tipo y salió a jugar. Tiraron su cuerpo en una bolsa de plástico negra sobre la verja del bosque de Epping el domingo a primera hora, justo cuando el coro del amanecer afinaba sobre los fresnos y los sicomoros. Y eso fue prácticamente el final del asunto. Sólo que en realidad no fue más que el principio.
A las siete de la mañana del lunes siguiente, un corredor encontró el cuerpo de Ronnie. Durante el día que había transcurrido desde que tiraron su cadáver y lo encontraron, había empezado a descomponerse.
Pero el patólogo había visto cosas peores, mucho peores. Observó sin interés cómo los dos técnicos del depósito de cadáveres desnudaban el cuerpo, doblaban las ropas y las metían en bolsas de plástico etiquetadas. Esperó paciente y atentamente a que trajeran a la mujer del difunto a su reino de ecos. Tenía la cara pálida y los ojos hinchados de llorar demasiado. Posó la vista sin amor sobre su marido, contemplando impávidamente las heridas y las señales de tortura. El patólogo imaginó la historia completa de esta última confrontación entre el Rey del Sexo y su imperturbable mujer. De su matrimonio sin amor, de sus riñas sobre la despreciable manera de vivir de Ronnie, de la desesperación de la mujer, la brutalidad de él y, ahora, su alivio porque había acabado la tortura y tenía libertad absoluta para emprender una nueva vida sin él. El patólogo se propuso consultar la dirección de esa hermosa viuda. Le resultaba deliciosa esa indiferencia ante la mutilación; pensar en ella le excitaba.
Ronnie supo que Bernadette había venido y se había marchado; también notó que otras caras se asomaban al depósito de cadáveres para echarle un vistazo al Rey del Sexo. Era objeto de admiración, incluso después de muerto. Padeció una tortura que no había previsto: en las circunvoluciones frías de su cerebro le zumbaba algo, como un inquilino que se niega a dejar que le desalojen los acreedores, capaz de ver más allá de la muerte cómo el mundo se cernía en torno a él, pero incapaz de actuar.
En los días que habían transcurrido desde su muerte no había entrevisto ninguna posibilidad de liberarse de su condición. Se quedó encerrado en su propio cráneo muerto, incapaz de averiguar el modo de salir al mundo de los vivos y sin desear abandonar la vida por completo y abandonarse a los designios del cielo. Todavía quería ver cumplida su última voluntad. Una parte de su espíritu, la que no perdonaba los asesinatos, estaba dispuesta a aplazar el paraíso con tal de acabar la faena que había iniciado. Tenía que hacer el balance; y hasta que Michael Maguire no estuviera muerto él no podría expiar sus culpas.
Observó a los curiosos ir y venir desde la cárcel de sus huesos y se determinó a actuar.
El patólogo trabajó con el cuerpo de Ronnie con el mismo respeto que un hábil destripador de pescado, sacándole descuidadamente la bala del cráneo y fisgando entre los amasijos de huesos y cartílagos aplastados que antaño fueron sus rodillas y codos. Le había echado una mirada a Bernadette de lo menos profesional; y ahora, cuando jugaba a hacerse el profesional, su insensibilidad resultaba ultrajante. Ronnie ansió tener una voz, un puño, un cuerpo que usar una sola vez. Así podría enseñarle a ese traficante de carne cómo había que tratar a los cadáveres. No bastó, sin embargo, con su voluntad; requería un objetivo y un medio para escapar de su prisión.