La salida fue rápida, pero para Maguire el momento pareció durar toda una eternidad. Se dobló en dos cuando empezó el destripamiento, notando cómo sus vísceras le subían por la garganta, desdoblándolo como si fuera un vestido reversible. Vomitó la razón en un revoltijo de fluidos, café, sangre y ácido.
Ronnie tiró de las entrañas y arrastró a Maguire, cuyo torso vacío tenía las paredes pegadas una con otra, hasta la parte superior de la escalera. Conducido por una cuerda hecha con sus propias tripas, Maguire llegó hasta el rellano y se inclinó hacia adelante. Ronnie soltó presa y su víctima cayó, con la cabeza envuelta en intestinos, hasta el pie de las escaleras donde se encontraba aún su hija.
Tracy tenía una expresión de tranquilidad absoluta, pero Ronnie sabía que los niños eran mentirosos consumados.
Acabada la tarea, empezó a trotar escaleras abajo, desenrollando el brazo y agitando la cabeza para tratar de recobrar algo de apariencia humana. Resultó. Cuando llegó al pie de la escalera junto a la niña pudo ofrecerle algo muy semejante a una caricia humana. Ella no reaccionó. Ya sólo le quedaba escapar y esperar que consiguiera olvidarlo todo con el tiempo.
Cuando se hubo ido, Tracy subió la escalera para ir a buscar a su madre. Raquel no contestaba a sus preguntas, como tampoco lo hacía el hombre que yacía sobre la alfombra junto a la ventana. Pero había algo en él que la fascinaba. Tenía una serpiente gorda y roja sobresaliéndole del pantalón. Le hacía reír, era una cosita tan ridícula…
La niña seguía riendo cuando Wall, de Scotland Yard, hizo su aparición, tan tarde como de costumbre. Aunque, tras ver la danza macabra en que había degenerado la reunión, le alegró, después de todo, haber llegado tarde a aquella fiesta.
En el confesionario de la iglesia de Santa María Magdalena, el sudario de Ronnie estaba tan descompuesto que resultaba irreconocible. Le quedaban pocos sentimientos; tan sólo el deseo, un deseo tan fuerte que sabía que no podría resistirse a él por mucho tiempo, de abandonar su cuerpo maltrecho. Le había prestado buenos servicios; no podía quejarse. Pero ahora estaba exhausto. No podía seguir por más tiempo animando lo inanimado.
Sin embargo, quería confesar, lo deseaba con toda su alma. Contar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo los pecados que había cometido, con los que había soñado, los que había deseado cometer. Sólo había una forma de conseguirlo: si el padre Rooney no venía a él, él iría al padre Rooney.
Abrió la puerta del confesonario. La iglesia estaba casi vacía. Pensó que debía ser tarde y ¿quién tenía tiempo para encender velas cuando había comida que cocinar, amor que comprar y vida que vivir? Sólo un florista griego, que rogaba por el alma de sus dos hijos, vio a un sudario salir tambaleándose del confesonario y dirigirse hacia la sacristía. Parecía un estúpido adolescente con una sábana mugrienta echada por encima de la cabeza. El florista aborrecía ese tipo de comportamiento impío —que había descarriado a sus hijos— y quiso espantar a ese chaval para enseñarle que no se debe jugar a los mendigos en la casa del Señor.
—¡Eh, tú! —dijo en una voz demasiado alta.
El sudario se volvió para mirar al florista, con los ojos como dos agujeros hechos en masa caliente. La mirada del fantasma era tan desconsolada que las palabras se le helaron al florista en los labios.
Ronnie tanteó el pomo de la puerta de la sacristía. El traqueteo fue inútil. La puerta estaba cerrada con llave.
Una voz apagada dijo desde dentro:
—¿Quién es? —El que hablaba era el padre Rooney.
Ronnie trató de contestar, pero no consiguió pronunciar ninguna palabra. Todo lo que podía hacer era traquetear, como cualquier fantasma que se precie.
—¿Quién es? —volvió a preguntar el padre, ligeramente impaciente.
Confiéseme, quería decir Ronnie, confiéseme, porque he pecado.
La puerta permaneció cerrada. Dentro de la sacristía, el padre Rooney estaba atareado. Hacía fotografías para su colección privada; su motivo era una de sus damas predilectas, llamada Natalie. Hija del vicio, le había dicho alguien, pero no se lo creía. Era demasiado servicial, demasiado angelical, y llevaba el rosario en el seno como si acabara de salir del convento.
Los meneos de pomo habían cesado. Perfecto, pensó el padre Rooney. Fuera quien fuera, ya volvería. No podía ser tan urgente. Sonrió a la mujer. Natalie le puso mala cara.
En la iglesia, Ronnie se arrastró hasta el altar y se arrodilló.
Tres filas por detrás, el florista dejó sus oraciones, indignado ante esa profanación. Ese tipo estaba borracho, su forma de retorcerse era inconfundible, y no iba a dejarse asustar por una máscara de la muerte tan burda. Maldiciendo al profanador en griego le pegó una zarpazo al fantasma arrodillado ante el altar.
Debajo de la sábana no había nada; nada de nada.
El florista notó cómo el trapo se retorcía en su mano y lo soltó con un gritito. Luego retrocedió por el ala, santiguándose una y otra vez, una y otra vez, como una viuda enloquecida. A pocos metros de la puerta, giró sobre sus talones y salió pitando.
El sudario se quedó donde lo había dejado el florista. Ronnie, que todavía moraba entre sus pliegues, levantó la vista del burujo de ropa que constituía su cuerpo y contempló el esplendor del altar. Incluso a la penumbra del interior de la iglesia estaba radiante y, conmovido por tanta belleza, no le importó abandonar su reencarnación. Sin confesarse, pero sin temer el juicio final, su alma se separó de su cuerpo.
Al cabo de una hora, más o menos, el padre Rooney abrió la sacristía, acompañó a la casta Natalie hasta la puerta de la iglesia y cerró ésta con llave. Al volver se asomó al confesonario, por si había algún chaval escondido. Vacía, toda la iglesia estaba vacía. Santa María Magdalena era una mujer olvidada.
Mientras volvía a la sacristía, silbando y esquivando bancos, advirtió el sudario de Ronnie Glass. Estaba tirado sobre los escalones del altar, hecho un triste burujo de ropa raída. Ideal, pensó, y lo recogió. Había unas manchas indiscretas sobre el suelo de la sacristía. Serviría para secarlas.
Olisqueó la tela; le encantaba olerlo todo. Olía a mil cosas. A éter, a sudor, a perros, a entrañas, a sangre, a desinfectante, a habitaciones vacías, a corazones destrozados, a flores y a desolación. Fascinante. Era lo bueno de estar en la parroquia del Soho, pensó. Una sorpresa todos los días. Misterios en el umbral, al pie del altar. Crímenes tan numerosos que haría falta un mar de agua bendita para perdonarlos. Vicio a la venta en todas las esquinas, bastaba con saber dónde buscarlo.
Se metió el sudario bajo el brazo.
—Juraría que tienes toda una historia que contarme —dijo, apagando los cirios vótivos con dedos demasiado calientes para que los quemara la llama.
No era una verdadera isla aquella a la que la corriente nos había arrastrado; era un montículo de piedras muerto. Llamarle isla a aquel arrugado montón de mierda era excesiva benevolencia. Las islas son oasis en el mar: verdes y exuberantes. Éste era un lugar abandonado: ninguna foca a su alrededor, ningún pájaro sobrevolándolo. No se me ocurre para qué podría servir un lugar como éste, excepto para poder decir: vi el corazón de la nada y sobreviví.
—No está en ninguna carta de navegación —dijo Ray, volcándose sobre el mapa de las Hébridas Interiores, con la uña en el lugar donde había calculado que deberíamos encontrarnos.
Era, como había dicho, un espacio vacío en el mapa, tan sólo un mar azul pálido sin la más mínima mota que señalara la existencia de aquella roca. Entonces no eran sólo las focas y los pájaros los que la ignoraban, sino también los cartógrafos. Había una o dos flechas cerca del dedo de Ray, marcando las corrientes que deberían habernos llevado al norte: diminutos dardos rojos sobre un océano de papel. El resto, como el mundo exterior, estaba desierto.
Jonathan, por supuesto, exultaba cuando descubrió que el lugar ni siquiera figuraba en el mapa; pareció sentirse liberado instantáneamente. Ya no era culpa suya que estuviéramos allí, sino de los cartógrafos: dado que el montículo ni siquiera estaba marcado en las cartas, no se le podía considerar responsable de que hubiéramos encallado. La expresión de culpabilidad que tenía desde nuestra imprevista llegada fue sustituida por un gesto de autosatisfacción.
—No se puede esquivar un lugar que no existe, ¿verdad? —cacareó—. ¿Verdad que no?
—Podrías haber utilizado los ojos que Dios te ha dado —le espetó Ray; pero Jonathan no estaba dispuesto a dejarse amedrentar por ninguna crítica razonable.
—Fue todo tan repentino, Raymond —dijo—. Quiero decir que con esta niebla no tuve ninguna oportunidad. Antes de que pudiera darme cuenta ya la teníamos encima.
Fue todo rapidísimo, la cosa no tenía vuelta de hoja. Yo estaba en la cocina preparando el desayuno, cosa que se había convertido en responsabilidad mía, ya que ni Angela ni Jonathan mostraban ningún entusiasmo por la tarea, cuando el casco del
Emmanuelle
se astilló en la playa de guijarros, y luego, dando tumbos, abrió un surco hasta llegar a la playa pedregosa. Hubo un momento de silencio: entonces comenzaron los gritos. Salí trepando de la cocina y vi a Jonathan en cubierta, haciendo tímidas muecas y agitando los brazos como demostración de inocencia.
—Antes de que me preguntes nada —dijo—, no sé cómo ha ocurrido. Hace tan sólo un minuto navegábamos tranquilamente…
—¡Me cago en Dios todopoderoso! —Ray salía gateando de la cabina, subiéndose los vaqueros, con el aspecto deplorable de haber pasado una noche en la litera junto a Angela. Yo había gozado del dudoso privilegio de escuchar sus orgasmos durante toda la noche; ella era, sin lugar a dudas, exigente. Jonathan empezó de nuevo su alegato desde el principio:
—Antes de que me preguntes nada… —pero Ray le hizo callar con una breve selección de insultos. Me refugié en los confines de la cocina mientras se desencadenaba la discusión en cubierta. Oír cómo ponían verde a Jonathan me produjo no poca satisfacción; incluso deseé que Ray perdiera la calma lo suficiente como para dejar ensangrentada aquella perfecta nariz ganchuda.
La cocina era un cubo encharcado. El desayuno que había preparado estaba todo por el suelo y allí lo dejé, las yemas de los huevos, el jamón y las torrijas, todo helado en charcos de grasa cuarteada. Era culpa de Jonathan; que lo limpiara él. Me serví un zumo de pomelo, esperé a que cesaran las recriminaciones y volví arriba.
Hacía dos horas escasas que había amanecido, y la niebla que había ocultado la isla a los ojos de Jonathan seguía tapando el sol. Por poco que se pareciera aquel día a la semana que llevábamos, por la tarde la cubierta estaría demasiado caliente para andar descalzo por ella, pero entonces, con la niebla todavía espesa, me entró frío porque sólo llevaba la parte inferior del bikini. Cuando se navega por las islas no importa demasiado la ropa que uno lleve. Nadie te va a ver. Había conseguido el bronceado más homogéneo de mi vida, pero esa mañana la tiritona me obligó a bajar a por un jersey. No hacía viento, el frío procedía del mar. Tan sólo a unos pocos metros de la playa sigue siendo de noche, pensé: una noche sin fin.
Me puse un jersey y regresé a cubierta. Habían desplegado los mapas y Ray estaba inclinado sobre ellos. Su espalda, desnuda, estaba pelada por el exceso de sol, y vi cómo intentaba disimular la calva con sus rizos de un amarillo sucio. Jonathan contemplaba la playa acariciándose la nariz.
—Cristo, qué lugar —dije.
Me echó una ojeada, esbozando una sonrisa. El pobre Jonathan tenía la ilusión de que su cara era tan encantadora que podía hacer salir a una tortuga de su caparazón y, para hacerle justicia, había mujeres que se derretían cuando las miraba con tanta intensidad. Yo no era una de ellas y eso le irritaba. Siempre había pensado que su belleza judía era demasiado blanda para ser hermosa. Mi indiferencia era una mancha roja en su historial.
De debajo de cubierta subió una voz soñolienta y malhumorada. Nuestra Señora de la Litera se había despertado por fin: ya era hora de que hiciera su tardía aparición, envolviendo púdicamente su desnudez con una toalla. Tenía la cara hinchada del exceso de vino tinto y su cabello necesitaba un buen peinado. A pesar de ello estaba radiante, con los ojos muy abiertos, cual Shirley Temple con escote.
—¿Qué está pasando, Ray? ¿Dónde estamos?
Ray no levantó la mirada de sus cálculos, lo que le valió un fruncimiento de entrecejo.
—Tenemos una auténtica mierda de navegante, eso es todo —dijo.
—¡Si todavía no sé qué ha ocurrido! —protestó Jonathan, que evidentemente esperaba una muestra de simpatía por parte de Angela. En vano.
—¿Pero dónde estamos? —preguntó de nuevo.
—Buenos días, Angela —dije; a mí también me ignoró.
—¿Es esto una isla? —dijo.
—Claro que es una isla: lo que no sé todavía es cuál —replicó Ray.
—Quizá sea Barra —sugirió ella.
Ray hizo una mueca.
—No estamos en absoluto cerca de Barra —dijo—. Con que sólo me dejarais volver sobre nuestros pasos…
¿Volver sobre nuestros pasos en el mar? «Otra vez la fijación de Ray con Cristo», pensé, volviendo los ojos a la playa. Era imposible adivinar el tamaño de la isla, a cien metros la niebla borraba el paisaje. Quizás habitase algún ser humano en alguna parte de aquel muro gris.
Ray, habiendo localizado en el mapa el lugar donde se suponía que estábamos varados, bajó a la playa y echó una mirada crítica a la proa. Más por no toparme con Angela que por otra cosa, bajé junto a él. Los guijarros de la playa estaban fríos y resbaladizos bajo mis pies descalzos. Ray recorrió con la palma un costado del
Emmanuelle,
casi como en una caricia, y se agachó para evaluar los daños sufridos por la proa.
—No creo que haya ningún boquete —dijo—, pero no puedo estar seguro.
—Nos haremos a la mar cuando suba la marca —dijo Jonathan, haciendo una pose, las manos sobre las caderas, contra la proa—. Tú tranquila —me hizo un guiño—, puedes estar tranquila.
—¡Y una mierda nos haremos a la mar! —estalló Ray—. Juzga por ti mismo.
—Pues conseguiremos que nos ayuden a remolcar el barco. —Nada podía hacer mella en la confianza de Jonathan.
—Pues ya estás yendo a buscar a alguien, gilipollas.
—Claro, ¿por qué no? Espera una hora o así a que se disipe la niebla y me iré a dar una vuelta en busca de ayuda.