Se alejó paseando.
—Voy a hacer un poco de café —se ofreció Angela.
Conociéndola, tardaría una hora en prepararlo. Había tiempo para darse una vuelta.
Empecé a pasear por la playa.
—No te alejes demasiado, querida —gritó Ray.
—No.
Había dicho «querida». Una palabra fácil de pronunciar; para él no significaba nada.
El sol calentaba algo más y me tuve que quitar el jersey. Mis pechos desnudos ya estaban morenos como dos nueces y se me ocurrió que igual de grandes. Pero no se puede tener todo. Por lo menos yo tenía dos neuronas con que funcionar, más de lo que podía decirse de Angela, que tenía unas tetas como melones y un cerebro que habría avergonzado a una mula.
El sol no acababa de decidirse a atravesar la niebla. Se filtraba perezosamente sobre la isla y su luz producía un efecto plano, eliminando del paisaje todo color y relieve, velando mar, rocas y los escombros de la playa hacia un gris decolorado, el color de la carne demasiado cocida.
A cien metros escasos, algo en el ambiente empezó a deprimirme, y me di la vuelta. Unas olas pequeñas, inquietas, se deslizaban a mi derecha y rompían con un chapoteo cansino sobre las rocas. No tenían nada de majestuosas las olas aquí: sólo el rítmico e interminable chapoteo de una marea exhausta.
Yo ya odiaba aquel lugar.
Cuando llegué al barco, Ray estaba probando la radio, pero por alguna razón sólo se oían zumbidos en todas las frecuencias. La maldijo un rato, y luego renunció. Después de media hora, el desayuno estaba servido, aunque tuvimos que apañarnos con sardinas, champiñones de lata y restos de torrijas. Angela sirvió este banquete con su aplomo habitual, con el aspecto de quien está realizando un segundo milagro de los panes y los peces. En cualquier caso resultaba casi imposible disfrutar de la comida; el aire parecía quitarle el sabor a todo.
—Qué curioso, ¿no? —empezó Jonathan.
—Hilarante —dijo Ray.
—No hay sirenas de niebla. Una neblina sin sirenas. Ni siquiera el sonido de un motor; ¡qué extraño! —Estaba en lo cierto. Nos envolvía el silencio más absoluto, una húmeda y asfixiante quietud. De no ser por el chapoteo culpable de las olas y el sonido de nuestras voces podría ser perfectamente que estuviéramos sordos.
Me senté en la popa y miré al mar. Todavía estaba gris, pero el sol ya empezaba a colorearlo: verde oscuro y, más profundamente, una pizca de azul purpúreo. Debajo del barco distinguí hilachos de alga marina y culantrillos, juguetes de la marea, meciéndose. Resultaba incitante: y además cualquier cosa era mejor que la atmósfera enrarecida del
Emmanuelle.
—Me voy a dar un baño —dije.
—Yo no lo haría, querida —replicó Ray.
—¿Por qué no?
—La corriente que nos ha lanzado hasta aquí debe ser considerablemente fuerte, no querrás quedar atrapada en ella…
—Pero todavía es marea alta, ¡me arrastraría a la orilla!
—Tú no sabes qué contracorrientes puede haber fuera de aquí. Hasta remolinos: son frecuentes. ¡Te tragará en un instante!
Miré al mar de nuevo. Parecía bastante inofensivo, pero recordé que ésas eran aguas traicioneras y me lo pensé mejor.
Angela había iniciado una pequeña demostración de enfurruñamiento porque nadie se había acabado su desayuno impecablemente preparado. Ray le siguió el juego. Le gustaba tratarla como a una niña, dejándola jugar a estúpidos juegos. Eso me ponía enferma.
Bajé a fregar los platos, echando las sobras al mar por la portilla. No se hundieron inmediatamente. Flotaron en una mancha aceitosa, las setas y los trozos de sardinas medio comidas se movían en la superficie de un lado para otro, como si alguien hubiera vomitado en el mar. Comida para los cangrejos, si es que un cangrejo con amor propio podía dignarse vivir aquí.
Jonathan se reunió conmigo en la cocina, sintiéndose un poco tonto todavía a pesar de la bravata. Permaneció de pie en la puerta, intentando captar mi atención, mientras yo aclaraba sin ningún entusiasmo los grasientos platos de plástico. Tan sólo quería oírme decir que no lo consideraba culpable. Era el perfecto Adonis, sin lugar a dudas. No dije nada.
—¿Te importa que te eche una mano? —dijo.
—En realidad no hay espacio para dos —le dije, intentando que no sonara demasiado cortante. No obstante le afectó: todo el episodio había menoscabado su autoestima más de lo que yo había imaginado, a pesar de todos sus pavoneos.
—Mira —le dije con amabilidad—, ¿por qué no regresas a cubierta a tomar el sol antes de que haga demasiado calor?
—Me siento una mierda —dijo.
—Fue un accidente.
—Una absoluta mierda.
—Como has dicho tú, nos haremos a la mar cuando suba la marea.
Se apartó de la puerta y bajó a la cocina; su proximidad me producía claustrofobia. Tenía el cuerpo demasiado grande para el espacio disponible: demasiado curtido, demasiado carnal.
—¡Ya te he dicho que no hay sitio, Jonathan!
Me puso una mano sobre la nuca y, en lugar de rechazarlo encogiendo los hombros, lo dejé hacer, y se puso a masajearme suavemente los músculos. Quería decirle que me dejara sola, pero la lasitud de la atmósfera parecía haberse apoderado de mi cuerpo. Tenía la palma de la otra mano sobre mi vientre, subiéndola hacia mi pecho. Yo permanecía indiferente a su tratamiento. Si era eso lo que buscaba, lo obtendría.
Sobre la cubierta, Angela hipaba en pleno ataque de risa tonta, casi asfixiada de histeria. Podía imaginarme cómo echaba la cabeza atrás y sacudía sus cabellos sueltos. Jonathan se desabrochó los pantalones cortos y los dejó caer. La ofrenda a Dios de su prepucio debió ser toda una obra de arte; su erección era tan higiénica en su entusiasmo que parecía incapaz de causar el más mínimo dolor. Dejé que su boca se pegara a la mía, dejé que su lengua explorase mis encías con tanta insistencia como el dedo de un dentista. Me bajó el bikini lo suficiente para tener el acceso libre, hurgó hasta encontrar el camino y me penetró.
Detrás de él, crujió la escalera y miré por encima de su hombro justo a tiempo para vislumbrar a Ray asomado por la escotilla, contemplando las nalgas de Jonathan y la maraña que formaban nuestros brazos. Me pregunté si habría comprendido que yo no sentía nada; si habría comprendido que lo hacía desapasionadamente, y que sólo hubiera podido sentir un arrebato de deseo si hubiera sustituido la cabeza, la espalda y la polla de Jonathan por las suyas. Se apartó silenciosamente de la escalera; pasó un momento en el que Jonathan me dijo que me amaba, y luego oí a Angela echarse otra vez a reír cuando Ray le describió lo que acababa de presenciar. Que aquella zorra pensara lo que quisiera: no me importaba.
Jonathan seguía trabajándome con caricias llenas de intención pero faltas de inspiración, con el entrecejo fruncido como el de un escolar tratando de resolver una ecuación imposible. La descarga vino sin previo aviso, sólo reconocible porque se estrechó su abrazo sobre mis hombros y frunció todavía más el entrecejo. Sus arremetidas fueron amainando hasta que cesaron; sus ojos se encontraron con los míos. Fue un momento tenso. Quise besarle, pero él había perdido todo el interés. Se apartó todavía empalmado, con una mueca de dolor.
—Siempre me vuelvo hipersensible después de eyacular —murmuró, subiéndose los pantalones—. ¿Te ha gustado?
Asentí. Había sido ridículo; toda la historia lo era. Quedarme encallada en medio de ninguna parte con este chiquillo de veintiséis años, Angela y un hombre al que no le importaba si estaba viva o muerta. Pero es que, a lo mejor, a mí tampoco me preocupaba. Pensé sin motivo en los chapoteos del mar, en las continuas reverencias de las olas hasta que venía otra a deshacerlas.
Jonathan ya había subido la escalera. Preparé un poco de café y me quedé mirando por la escotilla, sintiendo cómo su semen se resecaba cual perlas estriadas en el interior de mis muslos.
Cuando el café estuvo listo, Ray y Angela ya se habían ido a dar una vuelta por la isla en busca de ayuda.
Jonathan estaba sentado en mi puesto de popa, contemplando la niebla. Más por romper el silencio que por otra cosa, dije:
—Creo que se ha levantado un poco.
—¿Sí?
Le dejé un tazón de café al lado.
—Gracias.
—¿Y los demás?
—De exploración.
Se dio la vuelta para mirarme, con una expresión confusa.
—Yo todavía me siento una mierda.
Reparé en la botella de ginebra que tenía al lado, sobre cubierta.
—Un poco pronto para beber, ¿no te parece?
—¿Quieres?
—Ni siquiera son las once.
—¿Qué más da?
Señaló al mar.
—Sigue mi dedo —dijo.
Me apoyé sobre su hombro e hice lo que me pedía.
—No, ahí no. Sigue mi dedo… ¿lo ves?
—Nada.
—En el borde de la niebla. Aparece y desaparece. ¡Allí! ¡Otra vez!
Vi algo en el agua a veinte o treinta metros de la popa del
Emmanuelle
de color marrón, arrugado, dándose la vuelta.
—Es una foca —dije.
—No creo.
—El sol está calentando el mar. Probablemente vienen a tomar el sol a los bajos.
—No parece una foca. Tiene una manera curiosa de desplazarse.
—Quizá sean los restos de un naufragio.
—¡Podría ser!
Echó un trago largo.
—Deja algo para la noche.
—Sí, mamá.
Nos quedamos sentados un rato en silencio. Sólo se oían las olas en la playa. Slop, slop, slop.
De vez en cuando la foca, o lo que fuera, salía a la superficie, giraba, y desaparecía de nuevo.
«Una hora más», pensé, «y la marca empezará a subir.» Nos sacará de este absurdo capricho de la creación.
—¡Eh! —Era la voz de Angela a lo lejos—. ¡Eh, colegas!
Nos llamaba «colegas».
Jonathan se levantó, protegiéndose los ojos con la mano para que no le deslumbrara la reverberación del sol sobre las rocas. Ahora había mucha más claridad y cada vez hacia más calor.
—Nos está haciendo señas —dijo, indiferente.
—Déjala que haga señas.
—¡Colegas! —gritaba, agitando los brazos. Jonathan hizo una bocina con las manos y aulló a modo de réplica:
—¿Qué-quie-res?
—Venid a ver —replicó ella.
—Quiere que vayamos a ver.
—¡Ya lo he oído!
—Vamos —dijo él—, no hay nada que perder.
Yo no quería moverme, pero él me tiraba del brazo. No merecía la pena discutir. Tenía un temperamento colérico.
Nos costó abrirnos camino por la playa. Las piedras no estaban mojadas, sino cubiertas de una película resbaladiza de algas gris verdosas, como el sudor de una calavera.
A Jonathan le estaba costando más que a mí atravesar la playa. Perdió el equilibrio un par de veces y se cayó pesadamente sobre el trasero, soltando tacos. La culera de sus pantalones se tiñó en seguida de un mugriento color aceituna, y por un desgarrón le asomaron las nalgas.
No es que yo fuera una bailarina, pero lo conseguí, pasito a pasito, intentando evitar las rocas grandes para que si resbalaba no fuera a caer muy lejos.
Cada pocos metros teníamos que salvar una hilera de algas hediondas. Yo lograba saltarlas con cierta elegancia, pero Jonathan, avergonzado y torpe, se abría camino con bastante dificultad. Sus pies descalzos se hundían hasta el fondo en aquella porquería. No eran sólo algas marinas, sino los detritos que suele depositar la marea sobre la playa: botellas rotas, latas oxidadas de Coca-Cola, corchos manchados de verdín, bolas de alquitrán, fragmentos de cangrejos, preservativos de un amarillo pálido. Y, hurgando entre esos fétidos montones de escoria, moscas azules de ojos protuberantes y de tres centímetros de largo. Cientos de moscas, trepando sobre la mierda y subiéndose unas encima de otras, zumbando para vivir y viviendo para zumbar.
Era el primer indicio de vida que veíamos.
Hacía cuanto podía para no caerme al franquear cada una de las hileras de algas, cuando se desencadenó a mi izquierda una pequeña avalancha de guijarros. Tres, cuatro, cinco piedras rebotaban una contra otra al bajar hacia el mar, poniendo en movimiento a docenas de piedras más al caer.
No había causa visible para tal efecto.
Jonathan no se molestaba siquiera en levantar la vista. Bastantes problemas tenía con mantener el equilibrio.
La avalancha cesó: se había quedado sin energía. Y entonces se desencadenó otra: esta vez entre nosotros y el mar. Piedras rebotando: ésta era más grande que la anterior y alcanzaba más altura a cada salto.
La cascada se prolongó más tiempo que la vez anterior: las piedras chocaban entre sí. Unos cuantos guijarros alcanzaron finalmente el mar. Fue el final de la danza.
Plop.
Un ruido apagado.
Plop. Plop.
Ray apareció por detrás de uno de los grandes cantos que había en la playa, sonriendo como un cretino.
—Hay vida en Marte —vociferó, antes de volverse por donde había venido.
Después de pasar unos pocos apuros más, llegamos, con el pelo sudoroso pegado a la frente como un gorro, hasta aquel canto.
Jonathan parecía algo enfermo.
—¿Qué es eso tan importante? —preguntó.
—Mira lo que hemos encontrado —dijo Ray, y nos llevó por detrás de los cantos.
Primer susto.
En cuanto llegamos a la altura de la playa, divisamos el otro lado de la isla. La playa gris se prolongaba uniformemente y luego venía el mar. Ningún habitante, ningún barco, ningún indicio de vida humana. La isla no debía tener ni un kilómetro de diámetro: apenas el lomo de una ballena. Pero había algo vivo en ella; ése fue el segundo susto.
En el murete hecho de cantos rodados, pelados y grandes que coronaba la isla, había un recinto cercado. Los postes se estaban pudriendo por la salinidad del aire, pero tenían entretejida una maraña de alambres oxidados que formaban un tosco redil. Dentro de éste había una mancha de hierba reseca y, en ese lamentable jardín, tres ovejas. Y Angela.
Estaba de pie en aquel penal, acariciando a uno de sus presidiarios y arrullando su cara inexpresiva.
—Ovejas —dijo triunfalmente.
Jonathan reaccionó antes que yo y le espetó:
—¿Y qué?
—Bueno, es extraño, ¿no? —dijo Ray—, tres ovejas en medio de un lugar tan pequeño como éste.
—No parece que tengan buen aspecto —dijo Angela.
Tenía razón. Los animales estaban en un estado deplorable debido a una exposición demasiado prolongada a los elementos. Tenían los ojos hinchados de pus, y la lana les colgaba del pellejo en apelmazadas matas, con los flancos palpitantes al descubierto. Una de ellas se había desplomado contra la alambrada y parecía incapaz de incorporarse por sí sola, demasiado agotada o demasiado enferma.