Y esta vez Rex venía a por él, dispuesto a hacer con él lo mismo o algo peor. La inmensa cabeza se estiró para fijarse mejor en Ron, con las fauces abiertas, y éste advirtió los estragos que el fuego le había causado. Entusiasmado por la destrucción, la bestia se había descuidado, y el fuego le había alcanzado el rostro y la parte superior del torso. Tenía el vello corporal chamuscado, la melena consumida y la carne de la parte izquierda de la cara negra y cubierta de ampollas. Las llamas le habían quemado los globos de los ojos, que nadaban en una costra de moco y lágrimas. Por eso había seguido la voz de Declan sin advertir a Ron; estaba casi ciego.
Pero ahora tenía que ver. Tenía que hacerlo.
—Aquí… aquí…—dijo Ron—. ¡Aquí estoy! —Rex le oyó. Miró hacia él sin verlo, con los ojos entornados.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí!
Rex gruñó sordamente. La cara quemada le dolía, quería alejarse de ese lugar, refugiarse en la espesura de un bosquecillo de abedules bañado por la luna.
Sus turbios ojos distinguieron la piedra; el
homo sapiens
la mecía como a un bebé. Le costaba trabajo ver con claridad, pero comprendió la situación. Esa imagen le lastimaba el cerebro. Le daba comezón, le importunaba.
No era más que un símbolo, naturalmente, una muestra de poder, y no el poder en sí mismo, pero no podía comprender la diferencia. Para él la piedra era el objeto que más temía: la mujer sangrante con el agujero abierto para devorar la simiente y escupir niños. Ese agujero representaba la vida; esa mujer, la fecundidad sin fin. Le aterrorizaba.
Dio un paso atrás y sus excrementos le rodaron por la pierna. El miedo que tenía grabado en la cara dio fuerzas a Ron. Sacó partido de su ventaja, acercándose aún más a la bestia que se batía en retirada, vagamente consciente de que Ivanhoe estaba reuniendo a sus hombres, que no eran más que figuras con armas en el rabillo de su ojo, ansiosas por acabar con el incendiario.
Las fuerzas le empezaban a flaquear. La piedra, levantada por encima de la cabeza para que Rex la viera con nitidez, se hacía cada vez más pesada.
—Adelante —dijo en voz baja a los habitantes de Zeal—. Adelante, a por él. A por él…
Empezaron a estrechar el círculo antes de que hubiera acabado de hablar.
Más que verlos, Rex los olía: tenía los doloridos ojos fijos en la mujer.
Enseñó los dientes, preparándose para el combate. La peste a humanidad se cernía en torno a él mirara a donde mirara.
El pánico se impuso momentáneamente a sus supersticiones y pegó un zarpazo en dirección a Ron, haciéndose mentalmente invulnerable a la piedra. La agresión cogió a Ron por sorpresa. Las uñas se le clavaron en el cuero cabelludo, la sangre le corrió por la cara.
Pero en ese instante la muchedumbre se abalanzó sobre él. Manos humanas, débiles y pálidas, se posaron sobre el cuerpo de Rex. Los puños golpearon su espina dorsal, las uñas le rasgaron la piel.
Alguien le cortó el tendón de la corva con un cuchillo y soltó a Ron. El dolor le hizo proferir un aullido que resonó en todo el cielo, o eso les pareció. Las estrellas se pusieron a dar vueltas en los ojos quemados de Rex, que cayó de espaldas sobre la carretera, partiéndose la espina dorsal. Todos aprovecharon al punto la situación, reduciéndolo por su mera ventaja numérica. Consiguió romper un dedo acá, partir una cabeza allá, pero ahora ya nada podía detenerlos. Aunque no lo supieran, su odio era antiguo, lo llevaban en la sangre.
Se revolvió bajo sus asaltos tanto tiempo como pudo, pero sabía que la muerte era inevitable. Esta vez no habría resurrección, no esperaría siglos bajo tierra a que los descendientes de estos hombres lo hubieran olvidado. Habían acabado con él para siempre; se iba a enfrentar a la nada.
La idea le tranquilizó. Miró como pudo hacia donde se encontraba el padre. Sus ojos se encontraron como lo habían hecho en la carretera, cuando había raptado a su hijo. Pero la mirada de Rex ya había perdido su capacidad de paralizar. Su cara estaba tan vacía y era tan estéril como la luna. Mucho antes de que Ron le incrustara la piedra entre los ojos ya estaba derrotado. Tenía el cráneo frágil: se combó hacia dentro y un poco de materia gris salpicó la carretera.
El Rey murió. Ocurrió de repente, sin ceremonias ni júbilo. Se acabó de una vez por todas. Sin grito alguno.
Ron dejó la piedra donde estaba, medio enterrada en la cara de la bestia. Se levantó tambaleando y se palpó la cabeza. Le había arrancado el cuero cabelludo; con los dedos se tocó el hueso del cráneo. La sangre brotaba sin parar. Pero había brazos prestos a sujetarlo y le esperaba un sueño reparador.
Nadie se dio cuenta, pero después de la muerte de Rex se le estaba vaciando la vejiga. La orina salía intermitentemente, formando un riachuelo que corrió carretera abajo, humeando por el frío que empezaba a levantarse, y su nariz espumosa parecía buscar el mejor camino olfateando de un lado a otro. Encontró la alcantarilla a pocos pasos y se dirigió hacia ella por una grieta del asfalto. Por ella se escurrió hasta desaparecer y empapar la tierra agradecida.
Antaño fue carne. Carne, hueso y ambición. Pero eso había ocurrido hacía siglos, o eso parecía, y el recuerdo de ese estado dichoso se desvanecía rápidamente.
Aún perduraban vestigios de su vida anterior: el tiempo y el agotamiento no se lo podían arrebatar todo. Se representaba con una nitidez dolorosa los rostros de todas las personas que había amado y odiado. Le contemplaban, claros y luminosos, desde el pasado. Todavía podía ver la expresión dulce, desamparada, de los ojos de sus hijos. Y la misma mirada, menos dulce pero igual de desamparada, en los ojos de los brutos que había asesinado.
Algunos de esos recuerdos le producían ganas de llorar, pero a sus ojos resecos ya no les quedaban lágrimas. Además, ya era demasiado tarde para lamentarse. El arrepentimiento era un lujo reservado para los vivos, que todavía disponían de tiempo, coraje y energía para actuar.
Él ya estaba al margen de todo eso. Él, el «pequeño Ronnie» para su madre (si pudiera verlo ahora), llevaba muerto casi tres semanas. Demasiado tarde para lamentos, sin duda alguna.
Había hecho cuanto pudo para corregir los errores que cometió. Dio todo lo que pudo de sí y más, quitándose un tiempo precioso para atar los cabos sueltos de su fracasada existencia. El pequeño Ronnie de mamá siempre había sido ordenado: el paradigma de la pulcritud. Ésa fue una de las razones de que disfrutara con la contabilidad. La búsqueda de unos peniques perdidos entre centenares de números era un juego que le apasionaba, tanto como hacer el balance al final de la jornada. Lástima que la vida no fuera tan perfectible como le parecía ahora, demasiado tarde. Con todo, hizo lo que pudo y, como solía decir su madre, nadie está obligado a más. Sólo le faltaba confesarse y, después de eso, presentarse contrito y con las manos vacías el día del Juicio Final. Embutido en el asiento, brillante por el uso, del confesonario de la iglesia de Santa María Magdalena, le atormentaba la idea de que su cuerpo usurpado no resistiera el tiempo suficiente para que se liberara de todos los pecados que languidecían en su turbio corazón. Se concentró en mantener unidos cuerpo y alma durante esos minutos postreros y vitales.
Pronto llegaría el padre Rooney. Se sentaría detrás de la reja del confesonario y le colmaría de palabras de consuelo, comprensión y perdón; luego, en los últimos minutos de su vida de fracaso, Ronnie Glass contaría su historia.
Empezaría por negar el peor defecto de su carácter: la acusación de pornógrafo.
Pornógrafo.
Una idea absurda. En su cuerpo no había un solo hueso de pornógrafo. Cualquiera que lo hubiera conocido durante los treinta y dos años que vivió lo habría atestiguado. Por Dios, si ni siquiera le gustaba demasiado el sexo. Qué ironía. De toda la gente a la que se podía acusar de divulgar guarrerías, él era probablemente el más inocente. Mientras parecía que todo el mundo alardeara de sus adulterios como si de virtudes se tratara, él había llevado una vida intachable. La vida prohibida del sexo, como los accidentes de coche, les estaba reservada a los demás. El sexo no era más que una bajada en montaña rusa que uno podía perdonarse una vez al año más o menos. Dos veces, como mucho; tres ya sería asqueroso. ¿Cómo podía sorprenderle a nadie, por tanto, que, en nueve años de matrimonio con una buena chica católica, este buen católico sólo hubiera engendrado dos hijos?
Pero fue un hombre cariñoso a pesar de su escaso ardor sexual, y como su mujer Bernadette sentía la misma indiferencia por el sexo, su miembro poco entusiasta no fue nunca motivo de riña entre los dos. Y los niños eran un encanto. Samantha se estaba convirtiendo en un modelo de educación y de orden. Imogen (aunque acababa de cumplir dos años) tenía la misma sonrisa que su madre.
A fin de cuentas, había tenido una vida agradable. Fue casi propietario de un chalet en el barrio más frondoso del sur de Londres. Tuvo un pequeño jardín para los domingos y un alma tranquila. A su juicio, su vida fue modélica, modesta y sin tacha.
Y así habría continuado, de no ser por el gusanillo de la codicia, que le roía las entrañas. La codicia le arruinó. Sin duda.
Si no hubiera sido codicioso, no se habría pensado dos veces el trabajo que le ofreció Maguire. Habría confiado en su instinto, habría echado un vistazo a la oficina cochambrosa y llena de humo que había encima de la pastelería húngara del Sobo, y se habría ido para no volver. Pero sus sueños de riqueza le hicieron olvidar la verdad lisa y llana: que usaba todos sus conocimientos de contabilidad para darle una pátina de respetabilidad a una operación que apestaba a corrupción. En el fondo siempre lo había sabido, por supuesto. Siempre lo había sabido pese a las constantes charlas de Maguire sobre el rearme moral, sobre el cariño que tenía a sus niños, su obsesión por la caballerosidad del arte
bonsai.
Ese tipo era un canalla. El peor de los canallas. Pero consiguió hacer como si no lo supiera y limitarse a la tarea que le habían asignado: hacer los balances. Maguire era generoso, y eso le hizo más sencillo olvidar lo que sabía. Hasta empezaron a caerle bien el tipo y sus socios. Se había acostumbrado a ver la mole de Dennis «Dork» Luzzati arrastrar los pies, con un pastel colgándole permanentemente de la boca, a los trucos con las cartas y la charlatanería, cada día diferente, del pequeño Henry B. Henry, el de los tres dedos. No eran los conversadores más refinados del mundo y seguro que no se les habría recibido bien en el club de tenis, pero parecían bastante inofensivos.
Fue una auténtica conmoción correr el telón sin querer y descubrir que Dork, Henry y Maguire eran unos sinvergüenzas.
Fue una revelación accidental.
Una noche, como había acabado tarde un trabajo sobre impuestos, Ronnie fue en taxi al almacén con la intención de entregar el informe en propia mano a Maguire. Nunca había estado en el almacén, aunque les había oído hablar a menudo de él. Maguire guardaba unos meses sus provisiones de libros en ese sitio. Fundamentalmente libros de cocina, procedentes de Europa, o eso le habían dicho. Esa noche, la ultima noche de inocencia, se tropezó con la verdad en toda su gloria multicolor.
Ahí estaba Maguire, sentado en una silla rodeada de paquetes y cajas en un cuarto de ladrillos vistos. Una bombilla desnuda le daba un halo a su cráneo de pelo escaso, que brillaba, rosado. También estaba Dork, abstraído con un pastel. Henry B. hacía solitarios. El trío estaba rodeado de montañas de revistas, millares de revistas, cuyas portadas relucían con un brillo virginal y, de alguna manera, carnal.
Maguire levantó la vista, dejando de lado sus cálculos.
—Vidrioso
[4]
—dijo. Siempre usaba el mismo mote.
Ronnie contempló la habitación, tratando de adivinar desde lejos qué serían esos tesoros amontonados.
—Entra —dijo Henry B.—. ¿Una partida?
—No te quedes tan serio —le tranquilizó Maguire—, no es más que mercancía.
Una especie de horror sordo le impelió a acercarse a una de las pilas de revistas y abrir el ejemplar superior.
Clímax erótico,
decía la portada,
Pornografía a todo color para el adulto que sabe lo que quiere. Texto en inglés, alemán y francés.
Sin poder reprimir su impulso, se puso a ojearla, con la cara roja de vergüenza y oyendo a medias la andanada de bromas y amenazas que Maguire le chillaba.
En cada página aparecían multitud de imágenes obscenas. Nunca había visto nada parecido en su vida. Todos los actos sexuales posibles entre adultos que consentían en ello (y quienes lo hacían no podían ser más que acróbatas drogados) estaban descritos hasta el más mínimo detalle. Los actores de esos vergonzosos espectáculos le sonreían, con los ojos vidriosos, mientras se quitaban de encima los jugos sexuales, sin rastro de vergüenza o de culpabilidad en la cara, que tenían arrebolada de lujuria. Exhibían todas las rajas, ranuras, arrugas y granos de su cuerpo, desnudos más allá de la desnudez. Aquellas escenas tan crudas le revolvieron el estómago.
Cerró la revista y echó un vistazo a otra pila. Caras distintas, pero apareamientos igual de furiosos. Había para todos los gustos. Los títulos indicaban los deleites que podían encontrarse al abrir las revistas.
Extrañas mujeres encadenadas,
decía una.
Esclavo del condón,
prometía otra.
Amante labrador,
con el retrato en portada, enfocando perfectamente hasta el más mínimo pelo húmedo.
Poco a poco la voz gastada por el tabaco de Michael Maguire se fue filtrando en el aturdido cerebro de Ronnie. Intentaba engatusarle; o, peor aún, se mofaba de él, de una manera sutil, por su ingenuidad.
—Tarde o temprano tenías que descubrirlo —dijo—. Supongo que cuanto antes mejor, ¿no? No hay nada de malo en ello. Sólo un poco de diversión.
Ronnie agitó la cabeza violentamente, tratando de borrar las imágenes que se le habían grabado en la retina. Ya empezaban a multiplicarse, invadiendo un territorio que no sospechaba siquiera esas posibilidades. Imaginaba a perros labradores paseándose por la calle vestidos de cuero, bebiendo de los cuerpos de putas atadas. Le asustaba la manera en que esas imágenes le acudían a la mente, una nueva abominación en cada página. Creyó que lo enloquecerían si no entraba en acción.
—Horrible —fue todo lo que pudo decir—. Horrible. Horrible. Horrible.