Authors: Anne Rice
El amo no hizo ademán alguno de responder.
—Y ha tenido que llegar esta criatura —prosiguió, acercándose a mí con una horrible mueca cómica en el rostro, igual a la que había visto en Magnus—, este alocado caballero, para demostrároslo de una vez por todas.
Emitió un siseo, hizo una profunda respiración y se quedó inmóvil, muy erguida. Y en aquel momento de absoluta quietud, se transfiguró en una hermosa mujer. Deseé peinarle el cabello, lavárselo con mis manos, vestirla con ropas modernas y verla en el espejo de mi época. De hecho, mi mente enloqueció por un momento ante la idea de restituirle su belleza y de borrar todo rastro de su nefasto disfraz.
Creo que, por un instante, la noción de eternidad ardió dentro de mí, y supe qué era la inmortalidad. Todo era posible en la eternidad, o, al menos, así me lo pareció en aquel momento.
Ella me observó y captó mis visiones y el encanto de su rostro se hizo aún más intenso, pero el frenesí volvió a crecer y oí gritar al muchacho:
—¡Castiguémosles! ¡Apliquémosles el juicio de Satán! ¡Encendamos la hoguera!
Sin embargo, nadie se movió en la inmensa cámara.
La mujer emitió, con los labios cerrados, una salmodia misteriosa con la cadencia de unos versos. El amo continuó impasible. El muchacho harapiento, en cambio, avanzó hacia nosotros, dejó los colmillos al descubierto y alzó la mano como una zarpa.
Le quité la antorcha de la mano y, con gesto de indiferencia, le di un empujón en el pecho que le envió más allá del círculo de andrajosos, resbalando hasta la leña menuda apilada junto a la hoguera. Apagué la antorcha pisándola contra el suelo.
La reina vampiro soltó una carcajada estridente que pareció llenar de terror a los demás, pero la expresión del amo no varió un ápice.
—¡No pienso quedarme a esperar ningún juicio de Satán! —declaré, pasando la mirada por el círculo de criaturas—. ¡A menos que me traigáis aquí al propio Satán!
—¡Sí, hijo, díselo! ¡Oblígales a responder! —intervino la mujer con voz triunfal.
El muchacho se había incorporado nuevamente.
—Ya conocéis sus faltas —rugió mientras se adelantaba otra vez al círculo. Se le veía furioso y rezumaba poder, y me di cuenta de que era imposible juzgar a ninguno de aquellos andrajosos por la forma mortal que conservaban. El muchacho, bien podía ser un anciano; la mujeruca, una joven inexperta; y el aniñado líder, el más viejo de todos ellos.
—¡Ved aquí! —continuó, acercándose aún más con un intenso brillo en los ojos al notar la atención de los demás—. Este maldito no ha sido novicio aquí ni en ninguna parte; no ha suplicado ser acogido ni ha hecho votos a Satán. No ha entregado su alma en el lecho de muerte. ¡En realidad, no ha muerto nunca! —Su voz se hizo más sonora y aguda—. ¡No ha sido enterrado ni se ha levantado de la tumba como un Hijo de la Oscuridad! ¡Al contrario, se atreve a deambular por el mundo bajo la apariencia de un ser viviente! ¡Y hace negocios en el propio centro de París como un mortal más!
Unos chillidos respondieron desde las paredes. Los vampiros del círculo, en cambio, permanecieron callados mientras el muchacho les miraba; su mandíbula temblaba.
Alzó los brazos y emitió un alarido. Un par de criaturas le secundó. El rostro se le desfiguró de rabia.
La vieja reina vampiro estalló en otra carcajada, y me miró, mientras su sonrisa aparecía aún más desquiciada.
El muchacho, no obstante, no se dio por vencido. Me señaló y dijo:
—Busca el calor del fuego: ¡rigurosamente prohibido! —me acusó a gritos, pateando el suelo y tirándose de la ropa—. ¡Acude a los mismísimos emporios del placer carnal y se relaciona allí con mortales al ritmo de la música! ¡Incluso baila con ellos!
—¡Basta ya de desvaríos! —le interrumpí. Aunque, en realidad, deseaba seguir escuchándole.
El muchacho se precipitó hacia mí, apuntándome con el dedo muy cerca de mi rostro.
—¡Ningún ritual puede purificarle! Ya es demasiado tarde para los Juramentos Oscuros, para las Bendiciones Oscuras...
—¿Juramentos Oscuros? ¿Bendiciones Oscuras? —Me volví hacia la vieja reina—. ¿Qué dices tú a todo esto? Tú eres tan vieja como Magnus cuando se arrojó a la hoguera... ¿Por qué padeces y toleras que esto continúe?
Los ojos se movieron de pronto en su cabeza como si únicamente ellos tuvieran vida, y, de nuevo, empezó a surgir de su garganta aquella risa loca.
—Nunca te causaré daño, joven mío —respondió al fin—. A ninguno de los dos —añadió, a la vez que lanzaba una dulce mirada a Gabrielle—. Has tomado la Senda del Diablo hacia una gran aventura. ¿Qué derecho tengo yo a intervenir en lo que te tienen reservado los siglos futuros?
La Senda del Diablo. Era la primera frase de alguno de aquellos seres que sonaba como un clarín en lo más profundo de mi ser. Se adueñó de mí una rara euforia con sólo contemplar a la mujer. A su modo, parecía la hermana melliza de Magnus.
—¡Oh, sí, soy de la misma edad que tu progenitor! —Al sonreír, sus blancos colmillos rozaron apenas el labio inferior para desaparecer a continuación. Dirigió una mirada al amo, que la observó sin el menor interés ni emoción—. Ya estaba aquí —prosiguió—, en este aquelarre, cuando Magnus, el alquimista, el astuto Magnus, nos robó nuestros secretos..., cuando bebió la sangre que le daría la vida eterna de un modo como el Mundo de las Tinieblas no había conocido jamás. Y ahora han transcurrido tres siglos, y Magnus te ha concedido a ti, bello joven, su Don Oscuro, puro y concentrado.
Su rostro se convirtió de nuevo en aquella máscara cómica, sonriente y burlona, tan parecida a la de Magnus.
—Muéstramelo, hijo —añadió—, muéstrame la fuerza que él te dio. ¿Sabes qué significa ser convertido en vampiro por alguien tan poderoso y que nunca había otorgado a nadie el Don Oscuro hasta ese instante? ¡Aquí está prohibido, hijo, que alguien de su edad trasmita su poder! Pues, de hacerlo, el neófito nacido de él podría vencer fácilmente a este hermoso amo y a todo su grupo.
—¡Basta ya de desvaríos mal concebidos! —interrumpió el muchacho.
Sin embargo, todo el mundo estaba atento a las palabras de la vieja reina vampiro. La mujer de ojos oscuros se nos había aproximado para ver mejor a la anciana, olvidando por completo cualquier temor o resentimiento hacia nosotros.
—Hace cien años, ya habrías dicho suficiente —rugió el muchacho a la vieja reina, levantando la mano para exigirle silencio—. Estás loca como todos los viejos. Ésa es la muerte que sufres. Os repito que este proscrito debe ser castigado. Cuando él y la mujer que ha creado sean destruidos delante de todos nosotros, el orden quedará restaurado.
Con furia renovada, se volvió hacia las otras criaturas.
—Yo os digo que vagáis por esta Tierra como todos los engendros malignos, por la voluntad de Dios, para hacer sufrir a los mortales por su Divina Gloria. Y la voluntad de Dios puede destruiros si blasfemáis, y puede arrojaros a las calderas del infierno en este mismo instante, pues sois almas condenadas y vuestra inmortalidad sólo os es concedida al precio del sufrimiento y el tormento.
Un coro de gemidos se alzó entre el grupo, sin mucha convicción.
—Aquí está por fin —intervine entonces—. Aquí tenemos toda vuestra filosofía... ¡y toda ella está fundada en una mentira! ¿Así que os acobardáis como campesinos, sumidos ya en el infierno por vuestra propia voluntad, atados con cadenas más fuertes que las de cualquier mortal, y ahora queréis castigarnos porque no obramos igual? ¡Precisamente por eso, seguid nuestro ejemplo!
Parte de los vampiros nos contemplaba en silencio, mientras otros se volcaban en nerviosas conversaciones que surgían a nuestro alrededor. Una y otra vez, miraban a su amo y a la vieja reina.
Pero su amo no decía nada.
El muchacho pidió orden a gritos:
—Y no le basta con profanar lugares sagrados o con vivir como un mortal. Esta misma noche, en un pueblo de las afueras, ha aterrorizado a todos los fíeles de una iglesia. París entero comenta este horror, habla de fantasmas que salen de las tumbas de debajo del altar. ¡Son él y esa mujer vampiro en la que ha obrado el Rito Oscuro sin consentimiento ni ceremonia, del mismo modo en que él fue creado!
Se oyeron jadeos y nuevos murmullos, pero la vieja reina lanzó un grito de placer.
—¡Son faltas muy graves! —continuó el muchacho—. Insisto en que no pueden quedar sin castigo. ¿Y quién de vosotros no ha oído hablar de sus burlas en el escenario de ese teatro del bulevar, del cual es propietario como lo sería un mortal? ¡Allí mismo ha hecho ostentación de sus poderes como Hijo de las Tinieblas ante un millar de parisinos! ¡Así es como el secreto que hemos protegido durante siglos ha sido violado para diversión suya y de una masa de gente vulgar!
La vieja reina se frotó las manos y ladeó la cabeza mientras me miraba.
—¿Es verdad todo eso, hijo? ¿Has ocupado un palco de la Opera? ¿Has estado ante las luces del proscenio del Théàtre Francaise? ¿Has bailado con los reyes en el palacio de las Tullerías, llevando por pareja a esta hermosura que has creado con tanta perfección? ¿Es cierto que has recorrido los bulevares en una carroza dorada?
Continuó riéndose sin cesar mientras sus ojos observaban de vez en cuando a las otras criaturas, dominándolas y subyugándolas como si emitiera un rayo de luz cálida.
—¡Ah, qué clase y qué dignidad! —continuó—. ¿Qué sucedió en la gran catedral cuando entraste? ¡Cuéntamelo!
—¡Absolutamente nada, señora! —declaré.
—¡Faltas gravísimas! —rugió el muchacho vampiro, ultrajado—. Alarmas como éstas bastan para levantar contra nosotros a toda una ciudad, e incluso un reino. Durante siglos hemos cazado víctimas con todo sigilo en esta metrópolis, sin dar lugar más que a vaguísimos rumores sobre nuestro gran poder. ¡Somos fantasmas, criaturas de la noche destinadas a alimentar los temores de los hombres, y no demonios delirantes!
—¡Ah, esto es realmente sublime! —entonó la vieja reina mientras alzaba los ojos al techo abovedado—. Desde mi lecho de piedra, he tenido sueños sobre el mundo mortal de ahí arriba. He oído sus voces, sus nuevas músicas como canciones de cuna acompañándome en mi tumba. He imaginado sus fantásticos descubrimientos y he conocido su valentía en lo más recóndito de mi mente. Y, aunque ese mundo me excluye con sus formas deslumbrantes, añoro la existencia de alguien con la fuerza suficiente como para deambular por él sin miedo, para recorrer la Senda del Diablo en su propio seno.
El muchacho de ojos grises estaba ya a mi lado.
—Prescindamos del juicio —propuso, lanzando una agria mirada a su amo—. Encendamos la hoguera ahora.
La reina se apartó de mi camino con un gesto exagerado, al tiempo que el muchacho alargaba el brazo para tomar la antorcha más próxima; salté sobre él, le arranqué la tea de la mano y le levanté del suelo como un guiñapo, mandándole de un empujón hasta una de las paredes de la cámara. Luego, apagué la antorcha a pisotones.
Sólo quedaba, pues, una tea encendida. La asamblea fue presa de un absoluto desorden: varias criaturas corrieron a ayudar al muchacho, mientras otros hacían comentarios en voz baja, pero su amo permaneció absolutamente inmóvil, como sumido en un sueño.
Y, mientras duraba la confusión, me lancé hacia adelante, escalé la pira y abrí la puerta de la jaula de madera.
Nicolás tenía el aspecto de un cadáver viviente, con los ojos soñolientos y la boca retorcida como si me sonriera, lleno de odio, desde el otro lado de la tumba. Le saqué a rastras de la jaula y le bajé al suelo de tierra. Se hallaba en un estado febril y, aunque no lo tuve en cuenta y lo habría ocultado de haber podido, me apartó de un empujón mientras mascullaba unas maldiciones por lo bajo.
La vieja reina presenció con fascinación la escena. Miré a Gabrielle, que lo observaba todo sin un ápice de temor. Saqué el rosario de perlas del chaleco y, dejando colgar el crucifijo, coloqué el rosario en torno al cuello de Nicolás. Este miró con estupor la crucecita y luego rompió a reír. En su carcajada, grave y metálica, eran patentes el desprecio y la malevolencia. Era un sonido totalmente opuesto al que emitían los vampiros. Se apreciaba en él la sangre humana, la consistencia humana, rebotando con el eco en las paredes. De pronto, Nicolás, el único mortal entre los presentes, parecía rubicundo, caliente y extrañamente impoluto, como un niño arrojado entre muñecas de porcelana.
La asamblea estaba más revuelta que nunca. Las dos antorchas, apagadas, seguían en el suelo.
—Ahora, según vuestras leyes, no le podéis hacer daño —proclamé—. Y, sin embargo, ha sido un vampiro quien le ha colocado esa protección sobrenatural. Decidme, ¿cómo se entiende eso?
Ayudé a Nicolás a avanzar y Gabrielle extendió enseguida los brazos para sostenerle entre ellos.
Nicolás aceptó el gesto, aunque miró a Gabrielle como si no la reconociera. Incluso alzó los dedos para tocarle el rostro. Ella le apartó la mano como habría hecho con la manita de un bebé, y mantuvo la vista fija en el líder y en mí.
—Si vuestro amo no tiene nada que deciros, yo sí —continué entonces—. Id a lavaros en las aguas del Sena y a vestiros como humanos si aún recordáis cómo se hace, y haced presas entre los hombres como es vuestro evidente destino.
El derrotado muchacho vampiro volvió al círculo dando trompicones y apartando con aspereza a los que le habían ayudado a incorporarse.
—¡Armand! —imploró al silencioso amo de cabellos castaño rojizos—. ¡Pon orden en la asamblea! ¡Armand, sálvanos!
Mi exclamación silenció las suyas:
—¿Para qué, por todos los infiernos, os concedió el diablo belleza, agilidad, ojos que ven visiones, mentes que pueden hacer hechizos?
Los ojos de las criaturas, de todas ellas, estaban fijos en mí. El muchacho gritó de nuevo el nombre de Armand, pero fue en vano.
—¡Desperdiciáis vuestros dones! —insistí—. ¡Pero aún, desperdiciáis vuestra inmortalidad! No existe en el mundo nada más contradictorio y carente de sentido, salvo los propios mortales que viven dominados por las supersticiones del pasado.
Se hizo un absoluto silencio. Pude oír la lenta respiración de Nicolás. Noté su calor. Aprecié su aturdida fascinación, luchando con la propia muerte.
—¿No tenéis astucia? —pregunté a los presentes, con voz atronadora en el silencio—. ¿No tenéis habilidad? ¿Cómo he podido yo, un huérfano, tropezar con tantas posibilidades cuando vosotros, nutridos como estáis por esos maléficos padres —hice una breve pausa para mirar al amo y al furioso muchacho—, vais a tientas como seres ciegos, recluidos bajo tierra?