Authors: Anne Rice
Creo que estaba profundamente sumido en estos pensamientos cuando nos acercamos a un espeso bosque que se extendía a lo largo de las orillas de un riachuelo poco profundo y, en el momento más inesperado, la yegua se encabritó y se desvió hacia un lado.
Lo hizo tan de improviso que casi me arrojó de la silla. Gabrielle se sujetó con fuerza de mi brazo derecho.
Yo atravesaba cada noche aquella arboleda, salvando el estrecho puente de madera que cruzaba la corriente. Me encantaba el sonido de las herraduras de mi montura sobre la madera y la subida por la inclinada ribera. Y la yegua conocía perfectamente el camino. Esta vez, sin embargo, el animal no quería seguirlo de ninguna manera.
Relinchando y amenazando con encabritarse de nuevo, la yegua dio media vuelta por su propia iniciativa y emprendió el galope en la dirección contraria a la que llevábamos, volviendo hacia París hasta que, haciendo uso de toda la fuerza de mi voluntad, logré dominarla y obligarla a detenerse por fin.
Gabrielle tenía la cabeza vuelta hacia el pequeño bosque, hacia la masa de ramas oscuras mecidas por el viento que ocultaba a la vista el riachuelo. Y en ese instante, tras el leve aullido del viento y el suave rumor de las hojas susurrantes, se dejó sentir una vez más el nítido latir de la
presencia
entre los árboles.
Los dos la captamos a la vez, sin duda, pues mis brazos rodearon a Gabrielle con más fuerza y ella asintió, asiéndome la mano.
—¡No sigas avanzando hacia eso! —me gritó.
—¡Cómo que no! —respondí, tratando de dominar nuestra montura—. Quedan menos de dos horas para el amanecer. ¡Desenvaina la espada!
Ella intentó volverse para decirme algo, pero yo espoleaba ya al animal para que siguiera avanzando y Gabrielle sacó la espada como acababa de decirle, con su delicada mano cerrada en torno a la empuñadura con la misma firmeza que un hombre.
Naturalmente, la
presencia
huiría tan pronto como alcanzáramos la arboleda, de eso estaba seguro.
Me refiero a que aquel ser infernal no había hecho jamás otra cosa que volver la espalda y escapar. Y a mí me enfureció que hubiera espantado a mi yegua y que estuviera asustando a Gabrielle.
Con un seco picar de espuelas y toda mi fuerza de convicción mental, azucé a la montura a todo galope hacia el puente.
Apreté el arma en mi mano. Me incliné hacia adelante cubriendo a Gabrielle. Vomitaba rabia como si fuera un dragón y, cuando las pezuñas de la yegua golpearon la madera hueca sobre el agua, ¡vi por primera vez aquellos demonios!
Unos rostros blancos y unos brazos lechosos encima de nosotros, entrevistos apenas un segundo, de cuyas bocas surgían los chillidos más espantosos mientras sacudían las ramas mandándonos una lluvia de hojas.
—¡Malditas seáis, jauría de arpías! —grité cuando alcanzamos la inclinada ladera del otro lado. Gabrielle, sin embargo, lanzó un alarido.
Algo había caído sobre la yegua detrás de mí, y el animal estaba resbalando en la tierra húmeda, y el ser me había cogido del hombro y del brazo con el que pretendía utilizar la espada.
Volteando ésta por encima de la cabeza de Gabrielle y descargándola por mi costado izquierdo, herí con furia a la criatura y la vi salir volando, una confusa mancha blanquecina en la oscuridad, mientras otro de aquellos seres saltaba hacia nosotros con manos como garras. La hoja de Gabrielle cortó de un tajo el brazo extendido y vi cómo éste saltaba en el aire. La sangre manaba de él como de una fuente. Los gritos se convirtieron en un gemido lacerante. Deseé hacerlos pedazos a todos con mi espada y obligué a la yegua a dar la vuelta con demasiada brusquedad. El animal se encabritó y estuvo a punto de caer, pero Gabrielle se había sujetado de su crin y la condujo de nuevo hacia el camino despejado.
Mientras galopábamos a toda prisa hacia la torre, pudimos oír los gritos de las criaturas aproximándose y, cuando la yegua quedó exhausta, la abandonamos y continuamos corriendo, cogidos de la mano, hacia las verjas.
Me di cuenta de que debíamos cruzar el pasadizo secreto hasta la cámara interior antes de que las criaturas pudieran escalar el muro exterior. Era preciso que no nos vieran sacar la piedra de su sitio.
Cerrando las verjas y las puertas a nuestro paso lo más deprisa que pude, conduje a Gabrielle escaleras arriba.
Cuando llegamos a la estancia secreta y hubimos colocado la losa de nuevo en su sitio, escuché sus aullidos y chillidos y los primeros sonidos de sus zarpas al pie de la torre.
Tomé un haz de leña y lo coloqué bajo la ventana.
—Deprisa, la leña menuda —dije.
Pero ya había media docena de rostros blancos en los barrotes. Sus chillidos resonaban con un eco monstruoso en la pequeña estancia. Por un instante sólo pude contemplarlos mientras retrocedía.
Se agarraban de la reja de hierro como murciélagos, pero no lo eran. Eran vampiros, y vampiros como nosotros, con forma humana.
Unos ojos oscuros que nos miraban bajo unas greñas de cabello hirsuto. Unos aullidos cada vez más potentes y feroces. Unos dedos con costras de suciedad adhiriéndose a la reja. Las ropas, hasta donde podía ver, no eran más que harapos descoloridos. Y el hedor que despedían era el de las tumbas.
Gabrielle arrojó la leña menuda junto a la pared y se apartó de un salto mientras las manos intentaban agarrarla. Las criaturas descubrieron sus colmillos y emitieron terribles chillidos. Las manos pugnaron por asir la leña y lanzarla contra nosotros. Todas juntas tiraron de los barrotes como si pudieran arrancarlos de la piedra.
—¡El mechero! —grité. Agarré uno de los pedazos de madera más recios y lancé con él una estocada al rostro más cercano, arrancando a la criatura de la pared con facilidad. Eran seres débiles. Oí su grito mientras caía, pero las demás habían cerrado sus manos en la madera y luchaban conmigo ahora mientras yo desalojaba a otro de aquellos pequeños y sucios demonios. Para entonces, sin embargo, Gabrielle había encendido ya la leña.
Las llamas se alzaron y los aullidos cesaron en un frenesí de lenguaje inteligible:
—¡Es fuego! ¡Atrás, abajo, alejaos, idiotas! Abajo, abajo. ¡Los barrotes están calientes! ¡Apartaos enseguida!
¡Era francés, correcto y normal! En realidad, era una sarta cada vez mayor de maldiciones peculiares de alguna región.
Estallé en carcajadas, adelantando el pie y señalando a las criaturas mientras miraba a Gabrielle.
—¡Caiga sobre ti una maldición, blasfemo! —gritó una de ellas. El fuego lamió sus manos en ese instante y el ser aulló, cayendo hacia atrás.
—¡Caiga una maldición sobre los profanadores, sobre los proscritos! —escuché gritar desde abajo. Los aullidos aumentaron rápidamente de intensidad hasta convertirse en un verdadero coro—. ¡Malditos sean los proscritos que osan entrar en la Casa de Dios!
Pero todos aquellos seres se retiraban de la ventana, descendiendo hacia el suelo. Los troncos más gruesos estaban ya encendidos y las llamas, con un rugido, se alzaban hasta el techo.
—¡Volved a la tumba de donde habéis salido, fantasmas de pacotilla! —exclamé, dispuesto a arrojarles encima la leña encendida si volvían a acercarse a la ventana.
Gabrielle permaneció inmóvil con los ojos entrecerrados, visiblemente concentrada.
Los gritos y aullidos continuaron elevándose desde el pie de la torre, en un renovado coro de maldiciones contra quienes quebrantaban las leyes sagradas y, con sus blasfemias, provocaban la ira de Dios y de Satán. Las criaturas trataban de forzar las puertas y ventanas de la planta inferior, o malgastaban inútilmente sus fuerzas arrojando piedras contra el muro.
—No pueden entrar —comentó Gabrielle con voz grave y monocorde y con la cabeza ladeada en gesto de atención—. No pueden forzar la verja.
Yo no estaba tan seguro de ello. La verja estaba oxidada y era muy vieja. No quedaba otro remedio que esperar.
Me dejé caer al suelo, apoyado en el costado del sarcófago con los brazos en torno al pecho y la espalda doblada hacia adelante. Ya no me sentía con tantas ganas de reír.
Ella también se sentó con la espalda contra la pared y las piernas extendidas hacia adelante. Tenía la respiración algo acelerada y se le estaba soltando la trenza. Era como el capuchón de una cobra en torno a su rostro, con unos mechones sueltos que le caían en las blancas mejillas. Sus ropas estaban llenándose de hollín.
El calor del fuego era insoportable. El humo despedía un leve resplandor en la estancia sin ventilación y las llamas se alzaban hasta hacer desaparecer la noche. No obstante, Gabrielle y yo no teníamos dificultades para respirar el escaso aire disponible y nuestros únicos padecimientos fueron el miedo y el agotamiento.
Y entonces, poco a poco, me di cuenta de que ella tenía razón acerca de la verja. Las criaturas no habían conseguido derribarla y las oí retirándose.
—¡Que la cólera de Dios castigue a los profanadores!
Cerca de los establos se produjo una leve conmoción, y vi mentalmente cómo mi pobre caballerizo, aquel muchachito mortal de cortas luces, era arrancado de su escondite presa del terror. La rabia que sentía se redobló. Las criaturas me enviaron imágenes de sus propios pensamientos mientras daban muerte al desgraciado. ¡Malditos fueran!
—Quédate quieto —me dijo Gabrielle—. Es demasiado tarde.
Sus ojos se abrieron primero mucho, y volvieron a entrecerrarse. Enseguida, recuperó su aire pensativo. El muchacho, aquel pobre mortal miserable, estaba muerto.
Percibí su muerte como si, de pronto, hubiera visto elevarse de los establos un pajarillo oscuro. Gabrielle irguió la cabeza como si también ella lo estuviera viendo y volvió a dejarla caer como si hubiera perdido la conciencia, aunque no era así. Escapó de su boca un murmullo que me sonó a algo así como «terciopelo rojo», pero pronunció las palabras entre dientes y no capté bien las palabras.
—¡Os daré vuestro merecido por esto, pandilla de rufianes! —exclamé en voz alta, dirigiendo la amenaza a las criaturas—. Estáis perturbando mi casa y pagaréis por ello.
Pero sentía mis brazos cada vez más pesados. El calor del fuego era casi narcotizante. Los numerosos y extraños sucesos de la larga noche estaban cobrándose su tributo.
Entre el agotamiento y el resplandor del fuego, me fue imposible calcular la hora. Creo que caí dormido por un instante y me desperté con un escalofrío, sin saber cuánto tiempo había transcurrido.
Alcé la vista y distinguí la figura de un joven no terrenal, de un muchacho exquisito, dando pasos por la cámara.
Naturalmente, sólo se trataba de Gabrielle.
Mientras deambulaba arriba y abajo por la estancia, Gabrielle daba la impresión de una energía casi desenfrenada. Sin embargo, toda esta energía quedaba contenida en una hermosura inalterada. Se dedicó a pisotear los maderos y a contemplar los restos ennegrecidos de la pequeña pira durante unos momentos, antes de recuperar el control de sí misma. Eché un vistazo al cielo. Nos quedaba una hora tal vez.
—Pero, ¿quiénes son? —preguntó, plantada ante mí con las piernas separadas y las manos en dos claros gestos de impaciencia—. ¿Por qué nos llaman proscritos y blasfemos? —exigió saber.
—Te he contado todo lo que sé —repliqué—. Hasta esta noche no creía que poseyeran caras, manos ni voces de verdad.
Me puse en pie y me sacudí el polvo de la ropa.
—¡Nos maldecían por entrar en las iglesias! —insistió ella—. ¿No lo has captado en las imágenes que surgían de ellos? Y no saben cómo es posible que entremos. Ninguna de esas criaturas se atrevería a hacerlo.
Por primera vez, observé que estaba temblando. Había en ella otros pequeños signos de alarma: los tics nerviosos de la piel en torno a sus ojos, el gesto con el que volvía a apartar de su frente los mechones sueltos de su cabellera.
—Gabrielle —le dije, tratando de poner una voz autoritaria y tranquilizadora—, lo importante ahora es salir de aquí enseguida. No sabemos cuándo se levantan esas criaturas, ni cuánto tiempo pasará desde el ocaso hasta que se presenten de nuevo. Tenemos que encontrar otro escondite.
—La cripta de la mazmorra —propuso ella.
—Es una trampa peor aún que ésta, si consiguen pasar la puerta. —Miré de nuevo al cielo y saqué la piedra que ocultaba el pasadizo—. Vamos —le dije.
—Pero, ¿adonde? —Era la primera vez que parecía casi frágil en toda la noche.
—A un pueblo al este de la torre. Es absolutamente obvio que el lugar más seguro para nosotros es la propia iglesia del pueblo.
—¿Serías capaz? ¿En la iglesia?
—Naturalmente. ¡Como bien has dicho, esas pequeñas bestias jamás se atreverían a entrar! Y las criptas bajo el altar serán profundas y oscuras como cualquier tumba.
—¡Pero, Lestat: descansar bajo el altar!
—Madre, me asombras —repliqué—. ¡Si hasta he dado cuenta de mis presas bajo el techo de la mismísima Notre Dame!
Pero me vino a la cabeza otra idea más. Fui al baúl de Magnus y rebusqué en el tesoro. Saqué dos rosarios, uno de perlas y otro de esmeraldas, ambos con el crucifijo de costumbre.
Gabrielle me observó con la cara pálida, contraída.
—Mira, tú coge éste —le dije entregándole el de esmeraldas—. Llévalo encima. Y, si volvemos a encontrarnos con esas criaturas, muéstrales el crucifijo. Si estoy en lo cierto, saldrán huyendo al verlo.
—Pero, ¿encontraremos un lugar seguro en la iglesia?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? ¡Volveremos aquí!
Noté que el miedo se concentraba en su interior e irradiaba de ella, mientras, titubeante, observaba las estrellas apagándose en el cielo. Había traspasado el velo que la conducía a la promesa de ser eterna y ya volvía a estar en peligro.
Rápidamente, le quité el rosario de la mano, la besé y deslicé el objeto en el bolsillo de su levita.
—Las esmeraldas representan la vida eterna, madre —murmuré.
Volvía a parecerme el muchacho de antes, allí plantada con el último resplandor del fuego dibujando apenas el perfil de la mejilla y de los labios.
—Tenía razón en lo que he dicho antes —susurró—. No le tienes miedo a nada, ¿verdad?
—¿Qué importa eso? —respondí, encogiéndome de hombros. La tomé del brazo y la llevé hacia el pasadizo—. Nosotros somos aquellos a quienes temen los demás, recuérdalo.
Cuando llegamos a los establos, vi que el muchacho había recibido una muerte horrible. Su cuerpo descoyuntado yacía retorcido en el suelo sucio de heno como si un titán lo hubiera arrojado allí. Tenía una fractura en la nuca, y, para burlarse de él, al parecer, o tal vez para burlarse de mí, le habían vestido con una elegante levita de terciopelo rojo propia de un caballero.
Terciopelo rojo.
Éstas eran las palabras que ella había murmurado mientras las criaturas cometían el crimen. Yo sólo había visto la muerte. Aparté la vista del muchacho. Todos los caballos habían desaparecido.