Authors: Anne Rice
Eso era, y me lo estaba haciendo saber de un modo casi cortés.
Le devolví la cortesía: dejé que me viera en la estancia de la torre junto a Magnus y recordé las palabras de éste antes de arrojarse al fuego. Le permití conocer cuanto había sucedido allí.
Él asintió, y, cuando dije las palabras que Magnus había pronunciado, aprecié un ligero cambio en su rostro, como si su frente se alisara o toda su piel se estirase. Pero no me ofreció un conocimiento similar de sí mismo, en correspondencia.
Al contrario, para gran sorpresa mía, apartó la mirada de nosotros y la dirigió al altar mayor de la catedral. Pasó por delante de nuestra posición, ofreciéndonos la espalda como si no tuviera nada que temer de nosotros y nos hubiera olvidado por el momento.
Avanzó hacia el gran pasillo central y lo recorrió lentamente. No obstante, su modo de andar no parecía humano; se movía de una sombra a la siguiente con tal rapidez que parecía desvanecerse y reaparecer. En ningún momento quedaba visible a la luz. Y aquella multitud de almas congregada en la iglesia sólo tenía que verle fugazmente para que, al instante, se esfumara de nuevo.
Me maravilló su habilidad, pues de eso se trataba. Sentí curiosidad por comprobar si podía moverme como él y le seguí al coro. Gabrielle avanzó detrás de mí sin hacer el menor ruido.
Creo que a ambos nos resultó más sencillo de lo que habíamos imaginado. El joven, en cambio, quedó visiblemente sobresaltado cuando nos vio a su lado.
Y su propio desconcierto me permitió entrever por un momento su gran debilidad: su orgullo. Se sentía humillado por el hecho de que nos hubiéramos acercado a él con aquella rapidez y de que fuéramos capaces, al propio tiempo, de ocultarle nuestros pensamientos.
Pero lo peor estaba aún por llegar. Cuando se dio cuenta de que yo había captado aquello..., cuando vio que lo había revelado durante una fracción de segundo..., se sintió doblemente furioso. Un calor fulminante, que no era en absoluto calor, emanó de él.
Gabrielle emitió un pequeño chasquido de desdén. Sus ojos centellearon en los de él por un instante, en un destello de comunicación entre ellos que me excluía. El inhumano joven pareció de nuevo desconcertado.
Sin embargo, por dentro estaba librando una batalla aún mayor, que yo trataba de entender. Contempló a los fieles que le rodeaban, el altar y los símbolos del Todopoderoso y de la Virgen María que encontraba donde ponía la vista. Era un perfecto dios pagano sacado de Caravaggio. La luz jugaba en la dura palidez de sus facciones inocentes.
Luego me pasó el brazo por la cintura, deslizándolo bajo mi capa. Su contacto era muy extraño, muy dulce y seductor, y la belleza de su rostro era tan hipnotizadora que no me moví. Con el otro brazo, tornó por el talle a Gabrielle, y la visión de los dos juntos, ángel con ángel, me distrajo.
«Debéis venir»
dijo.
—¿Por qué? ¿Adonde? —quiso saber Gabrielle. Noté una inmensa presión. El joven trataba de obligarme a caminar contra mi voluntad, pero no podía. Me planté en el suelo de losas y vi cómo se endurecía la expresión de Gabrielle al volverse hacia él. De nuevo, se hizo patente el asombro del extraño desconocido. Se puso hecho una furia y no pudo ocultárnoslo.
Así que había subestimado nuestra fuerza física igual que nuestra fuerza mental... Muy interesante.
—Debéis venir ahora —insistió, dirigiéndome toda la gran fuerza de su voluntad, que identifiqué con demasiada claridad como para dejarme engañar por ella—. Salid y mis seguidores no os harán daño.
—Nos estás mintiendo —repliqué—. Has enviado lejos a tus seguidores con la intención de hacernos salir antes de que vuelvan, porque no quieres que te vean abandonando la iglesia. ¡No quieres que sepan que puedes entrar en ella!
Gabrielle volvió a lanzar una de sus risas burlonas y despectivas.
Planté la mano en el pecho del extraño joven e intenté apartarle a un lado, pero descubrí que era tan fuerte como Magnus. Sin embargo, me negué a sentir temor.
—¿Por qué no quieres que te vean? —susurré, mirándole fijamente.
El cambio que experimentó resultó tan inesperado y espantoso que me descubrí conteniendo la respiración. Su rostro angelical pareció marchitarse, sus ojos se abrieron y en sus labios se formó una mueca de consternación. Todo su cuerpo se puso totalmente deformado como si intentara no rechinar los dientes ni apretar los puños.
Gabrielle se apartó de él y me eché a reír. No era mi intención hacerlo, pero no pude evitarlo. El aspecto del joven era aterrador, pero también resultaba muy divertido.
Con asombrosa rapidez, aquel horroroso espejismo —si de tal cosa se trataba— se desvaneció, y nuestro interlocutor recuperó su plácido aspecto anterior. Incluso volvió a mostrar la misma expresión sublime. Mediante un sostenido flujo de pensamientos, me hizo saber que me consideraba infinitamente más fuerte de lo que había supuesto en un principio, pero que las demás criaturas se asustarían al verle salir de la iglesia y que, por tanto, debíamos abandonar ésta enseguida.
—Mientes otra vez —susurró Gabrielle.
Y me di cuenta de que aquel ser tan orgulloso no nos perdonaría nada. ¡Qué Dios amparara a Nicolás si no conseguíamos engañarle!
Di media vuelta, así de la mano a Gabrielle y echamos a andar por el pasillo hacia las puertas principales. Gabrielle miró al extraño ser y luego volvió los ojos hacia mí con aire inquisitivo y el rostro tenso y pálido.
—Paciencia —susurré. Al mirar atrás vi al joven lejos de nosotros, de espaldas al altar principal, contemplándonos con unos ojos tan enormes que su aspecto me pareció horrible, repulsivo y fantasmal.
Cuando llegué al vestíbulo de la catedral, emplacé a las otras criaturas con toda la fuerza de mi mente y, al tiempo que lo hacía, murmuré las palabras entre dientes para que Gabrielle supiera qué estaba haciendo yo. Invité a las criaturas a regresar y entrar en el recinto sagrado si lo deseaban, les dije que nadie ni nada les haría daño y que su líder estaba ya en el interior, junto al altar mayor, absolutamente ileso.
Repetí las palabras en voz más alta, insistiendo en la invitación con mis pensamientos, y Gabrielle se sumó a mis esfuerzos repitiendo las frases al unísono conmigo.
Noté que el joven se acercaba a nosotros desde el altar mayor, hasta que, de pronto, le perdí la pista. No me di cuenta del momento en que reaparecía detrás de nosotros.
De improviso, se materializó a mi lado y, al tiempo que arrojaba al suelo a Gabrielle, me agarró e intentó levantarme del suelo para lanzarme fuera de la iglesia.
Me resistí a ello, y, repasando desesperadamente cuanto podía recordar de Magnus —su rara manera de andar y los extraños movimientos de la fantasmal figura—, logré lanzarle, no al suelo como sucedería con un sólido y pesado mortal, sino directamente por los aires.
Como ya sospechaba, el extraño ser salió despedido en un salto mortal, estrellándose contra la pared.
Los humanos mortales se agitaron en los bancos. Vieron un movimiento y escucharon unos ruidos, pero el causante ya había desaparecido una vez más. En cuanto a Gabrielle y a mí, en la penumbra no nos distinguíamos de otros jóvenes caballeros.
Hice un gesto a Gabrielle para que se apartara de donde estaba. El joven reapareció entonces, embistiendo directamente hacia mí, pero me di cuenta de lo que iba a suceder y salté a un lado.
A unos cinco metros de mí, caído en el suelo, le vi mirarme con auténtico temor reverencial, como si yo fuera un dios. Sus largos cabellos castaños rojizos estaban revueltos y me contemplaba con sus enormes ojos pardos abiertos como platos. Y, pese a la dulce inocencia de sus facciones, sus pensamientos volvían a volcar sobre mí un ardiente chorro de órdenes, diciéndome que yo era débil, imperfecto y estúpido, y que sus seguidores me arrancarían los miembros uno a uno tan pronto reaparecieran. Capté imágenes de Nicolás y amenazas de que asarían a mi joven amante a fuego lento hasta la muerte.
Solté una carcajada en silencio. Aquello era tan ridículo como las peleas en la vieja
Commedia dell'arte.
Gabrielle pasaba la mirada alternativamente de uno a otro.
Envié nuevas invitaciones a los demás, y esta vez, cuando lo hice, les oí responder, curiosos e inquisitivos.
—Entrad en la iglesia —repetí una y otra vez, incluso cuando su líder se levantó y volvió a cargar contra mí con una rabia ciega y torpe. Gabrielle le sujetó al mismo tiempo que yo, y, entre los dos, le redujimos hasta inmovilizarle.
En un momento de absoluto terror para mí, trató de clavarme los colmillos en el cuello. Vi sus ojos redondos y vacíos mientras los afilados colmillos quedaban al descubierto al retirar los labios. Le repelí de un empujón y volvió a desvanecerse.
Advertí que las demás criaturas se estaban acercando.
—¡Vuestro líder está aquí dentro! ¡Comprobadlo! —les grité—. Y cualquiera de vosotros puede penetrar también en la iglesia. No sufriréis daño alguno.
Oí un grito de advertencia de Gabrielle. Demasiado tarde. Se alzó ante mí como si surgiera del propio suelo y me golpeó en la mandíbula, llevando mi cabeza hacia atrás de modo que mis ojos miraron el techo de la iglesia. Y, antes de que pudiera recuperarme, descargó un golpe preciso en mitad de mi espalda que me envió por los aires a través de la puerta abierta hasta las piedras de la plaza.
No pude ver otra cosa que la lluvia, pero capté las voces de las criaturas a mi alrededor. Y a su líder dando la orden. —Esos dos no tienen ningún gran poder —les decía con unos pensamientos que resultaban de una curiosa simplicidad, como si fueran dirigidos a niños vagabundos—. Cogedles prisioneros.
—Lestat —dijo Gabrielle—, no te resistas. Es inútil tratar de prolongar esto.
Comprendí que tenía razón, pero yo jamás me había rendido a nadie y, arrastrándola conmigo frente al Hótel-Dieu, me dirigí al puente.
Nos abrimos paso entre la multitud de capas húmedas y carruajes salpicados de barro, pero las criaturas ganaban terreno detrás de nosotros. Corrían tan deprisa que resultaban casi invisibles para los mortales y apenas mostraban ahora el menor temor a nuestra presencia.
La cacería terminó en las calles oscuras de la Rive Gauche.
Los blancos rostros aparecieron delante y detrás de nosotros como diabólicos querubines, y, cuando traté de desenvainar la espada, noté sus manos en mis brazos.
—Acabemos ya —escuché decir a Gabrielle.
Conseguí agarrar con fuerza la espada, pero no pude impedir que las criaturas me levantaran del suelo. Lo mismo hicieron con Gabrielle.
Y, en un torbellino ardiente de imágenes espantosas, supe adonde nos conducían. A les Innocents, distante muy poco de allí. Ya podía distinguir el resplandor de las hogueras que ardían cada noche entre las hediondas fosas comunes, de las llamas de las que se creía que dispersaban los efluvios.
Cerré el brazo en torno al cuello de Gabrielle y grité que no podía soportar aquel hedor, pero las criaturas nos condujeron rápidamente a través de la oscuridad, cruzando las verjas y pasando ante las blancas criptas de mármol.
—Seguro que vosotros tampoco podéis soportarlo —dije, pugnando por desasirme—. ¿Por qué, pues, vivís entre los muertos cuando estáis hechos para alimentaros de los vivos?
Me entró tal repulsión, que no pude continuar mis esfuerzos por hablar ni por liberarme. A nuestro alrededor había cuerpos en diversos estados de putrefacción, e incluso de los sepulcros más ricos surgía aquel hedor.
Y, al internarnos en la parte más oscura del cementerio y penetrar en un enorme sepulcro, me di cuenta de que también a las criaturas les repugnaba el olor tanto como a mí. Percibí su desagrado, y, pese a ello, vi que abrían la boca y ensanchaban los pulmones como si lo quisieran devorar. Gabrielle, a mi lado, estaba temblando con los dedos hundidos en mi cuello.
Atravesamos otra puerta, y luego, a la mortecina luz de una antorcha, descendimos por unos peldaños de tierra.
El hedor creció en intensidad, Parecía rezumar de las paredes de barro. Incliné la cabeza hacia adelante y vomité un hilillo de sangre reluciente en los escalones excavados a mis pies. La sangre desapareció mientras continuábamos adelante con rapidez.
—¡Vivís entre las tumbas! —exclamé, furioso—. Decidme, ¿por qué sufrís ya el infierno por propia voluntad?
—¡Silencio! —cuchicheó muy cerca de mí una de las criaturas, una hembra de ojos oscuros con pelos de bruja—. ¡Blasfemo! ¡Profanador maldito!
—No muestres tanto aprecio por el demonio, querida —repliqué en tono burlón. Estábamos frente a frente—. ¡A menos que te ofrezca una visión más digna de contemplar que la del Altísimo!
La criatura se echó a reír. O más bien empezó a hacerlo, pero se detuvo como si la risa no le estuviera permitida. ¡Qué reunión más alegre e interesante iba a ser aquélla!
Continuamos bajando y bajando a las entrañas de la tierra.
La luz vacilante, el ruido de los pies desnudos sobre el suelo, los sucios harapos rozándome la cara. Por un instante vi una calavera sonriente, luego otra, y, tras ésta, un montón de cráneos que llenaban un nicho en la pared.
Intenté desasirme y mi pie golpeó otro montón de huesos, que cayeron con estruendo escaleras abajo. Los vampiros me sujetaron con más fuerza y trataron de sostenernos a los dos más en alto. Pasamos ante el repugnante espectáculo de unos cadáveres putrefactos sujetos a las paredes como estatuas, con los huesos cubiertos de telas también podridas.
—¡Esto es demasiado repulsivo! —mascullé con los dientes apretados.
Habíamos llegado al pie de las escaleras y nos conducían por una gran catacumba. Llegó a mis oídos el grave y rápido batir de unos timbales.
Delante de nosotros ardían unas teas, y, por encima del coro de lastimeros gemidos, me llegaron otros gritos, lejanos pero llenos de dolor. Y entonces, algo ajeno a aquellos lamentos misteriosos atrajo mi atención.
Entre toda aquella fetidez, aprecié la proximidad de un mortal. Era Nicolás y estaba vivo, y pude percibir la vulnerable corriente de sus pensamientos mezclada con su olor. Y en sus pensamientos había algo terriblemente extraño. Era un caos.
No tuve modo de saber si Gabrielle lo había captado.
De pronto, las criaturas nos arrojaron juntos al suelo y se apartaron de nosotros.