Authors: Anne Rice
—¿Les Innocents destruido? —susurró—. ¡Estás mintiendo...!
—Jamás miento —respondí sin pensarlo mucho—. Al menos, no le miento a la gente que no quiero. Los parisinos no desean seguir soportando el hedor de los camposantos en sus proximidades. Los símbolos de los muertos no les importan tanto como a vosotros. En unos cuantos años, mercados, calles y viviendas ocuparán este terreno. Comercio. Sentido práctico. Así es el mundo del siglo XVIII.
—¡Basta! —susurró él—. ¡Les Innocents lleva existiendo tanto tiempo como yo!
En sus facciones juveniles se reflejaba la tensión. La vieja reina parecía inalterada.
—¿No te das cuenta? —dije con voz tranquila—. Estamos en una nueva era que requiere una nueva maldad. Y yo soy esa nueva maldad. —Hice una pausa observándole—. Yo soy el vampiro adecuado a esta época.
Armand no había previsto un argumento semejante y, por primera vez, vi en él un destello de terrible comprensión. Era el primer asomo de verdadero miedo.
Efectué un leve gesto de aceptación y continué mi exposición, midiendo muy bien las palabras.
—Comparto tu opinión de que el incidente de anoche en la iglesia del pueblo fue más bien vulgar. Y peores aun fueron mis acciones en el escenario. Pero todo eso fueron desatinos causados por la ignorancia, y sabes muy bien que no son el origen de tu rencor. Olvídalos por un momento y trata de hacerte una idea de mi belleza y de mi poder. Intenta verme como el ser maléfico que soy. Recorro el mundo al acecho con mi disfraz de mortal y soy el peor de los enemigos, el monstruo que tiene el mismo aspecto que cualquier hombre corriente.
La mujer emitió una larga risotada y percibí una cálida emanación de amor procedente de ella. De Armand sólo me llegó una sensación de dolor.
—Piensa en eso, Armand —insistí con cautela—. ¿Por qué debería la Muerte acechar siempre en las sombras? ¿Por qué debería la Muerte aguardar al otro lado de la verja? No existe alcoba o salón de baile en los que no pueda entrar. Soy la Muerte junto al fuego del hogar, la Muerte de puntillas por el corredor, eso es lo que soy. Háblame de los Dones Oscuros, pues los estoy utilizando. Soy el Caballero de la Muerte vestido con sedas y encajes, llegado para apagar las velas. Soy el cancro en el seno de la rosa.
Nicolás emitió un leve gemido.
Creo que oí suspirar a Armand.
—No hay rincón donde puedan ocultarse de mí —afirmé— esos hombres descreídos e ineptos que se proponen destruir les Innocents. No existe ninguna cerradura que pueda impedirme el paso.
Armand me miró en silencio, con aspecto triste y calmado. Sus ojos se habían oscurecido un poco, pero no estaban nublados por la rabia o la malevolencia. Permaneció un instante sin hablar, y al fin murmuró:
—Una espléndida misión, esa de acosarles sin piedad mientras vives entre ellos. Pero sigues siendo tú quien no lo entiende.
—¿A qué te refieres? —quise saber.
—No podrás soportar el mundo, la vida entre los hombres mortales. No conseguirás sobrevivir mucho tiempo.
—Claro que sí —repliqué—. Los viejos misterios han dado paso a un nuevo estilo. ¿Quién sabe qué vendrá a continuación? No existe ningún romanticismo en lo que tú eres. ¡En cambio, cuánto hay de romántico en mi modo de vida!
—Es imposible que seas tan fuerte —dijo él—. No sabes lo que estás diciendo. Acabas de nacer a esta nueva existencia y eres aún muy joven.
—A pesar de ello —terció la vieja reina—, este hijo nuestro es muy fuerte, como también lo es su hermosa acompañante recién renacida. Son dos seres diabólicos con grandes aspiraciones y posibilidades.
—¡Pero no pueden vivir entre los mortales! —insistió Armand.
Su rostro enrojeció por un instante. Sin embargo, ahora no era mi oponente, sino más bien un anciano dubitativo y curioso que pugnaba por comunicarme alguna verdad fundamental. Y, al mismo tiempo, parecía un niño que me implorara. Y en esa lucha radicaba su esencia, padre e hijo, suplicándome que atendiera a lo que tenía que decirme.
—¿Por qué no? Repito que mi lugar está entre los hombres. Es su sangre lo que me hace inmortal.
—¡Ah, sí, inmortal! Lo eres, pero todavía no has empezado a comprender qué significa eso —comentó—. No es más que una palabra. Estudia el destino de tu creador. ¿Por qué se arrojó Magnus a las llamas? Se trata de una verdad ancestral entre nosotros, y tú ni siquiera la has intuido. Vive entre los hombres, y el transcurso de los años te conducirá a la locura. Ver a los demás envejecer y morir, ver el ascenso y la decadencia de los reinos, perder todo lo que uno entiende y aprecia..., ¿quién puede soportar todo eso? El tiempo te conducirá a una desquiciada desesperación, a una furia sin sentido. ¿No lo entiendes? Tu protección, tu salvación, está entre tu propia raza inmortal, en el comportamiento de siempre, que permanece inmutable.
Hizo un alto, sorprendido de haber utilizado aquella palabra, «salvación», que reverberó en la estancia, modulada de nuevo por sus labios.
—Armand —intervino la vieja reina con su suave cantinela—, la locura puede afectar a los ancianos que conocemos, tanto si siguen las viejas costumbres como si las abandonan. —Hizo un gesto como si fuera a atacarle con sus blancas zarpas y emitió una risotada chillona mientras él la contemplaba fríamente—. Yo me he regido por las viejas costumbres el mismo tiempo que tú y estoy loca, ¿no es así? ¡Tal vez sea por eso por lo que las he observado tan escrupulosamente!
Armand sacudió la cabeza en un airado gesto de protesta. ¿No era él la prueba viviente de que las cosas no tenían que terminar necesariamente como ella decía?
Pero la vieja reina se acercó a mí y me asió por el brazo, haciéndome volver el rostro para mirarla.
—¿Magnus no te contó nada, hijo? —me preguntó. Noté que surgía de ella un inmenso poder.
—Mientras los demás merodeaban por este lugar sagrado —continuó—, yo crucé sola los campos nevados en busca de Magnus. Ahora poseo una fuerza tan extraordinaria que es como si tuviera alas. Subí hasta su ventana para encontrarle en su cámara y paseamos juntos por las almenas, invisibles a todos salvo a las lejanas estrellas.
Se acercó aún más a mí y aumentó la presión de su mano.
—Magnus conocía muchas cosas. Y eso de que la locura es tu enemiga no es cierto, si eres realmente fuerte. El vampiro que abandona su grupo para habitar entre humanos, tiene que hacer frente a un infierno horrible mucho antes de que llegue la locura: ¡Poco a poco, inevitablemente, desarrolla un irresistible amor por los seres humanos! ¡Llega a comprenderlo todo por el amor!
—Suéltame —repliqué en un susurro. Su mirada me sujetaba con la misma firmeza que su mano.
—Con el paso del tiempo, llega a conocer a los mortales más de lo que éstos puedan conocerse entre ellos —prosiguió ella, impávida, levantando las cejas—, hasta que al fin llega el momento en que no puede soportar seguir quitando vidas, seguir causando sufrimientos, y únicamente la locura o la muerte pueden calmar su dolor. Éste fue el destino de los antiguos de quienes me habló Magnus. ¡Magnus, que padeció todas las aflicciones imaginables en sus últimos tiempos!
Me soltó por fin y se apartó, retrocediendo como si fuera una imagen vista por un catalejo invertido.
—No puedo creer lo que dices —susurré, pero el sonido se pareció más a un siseo—. ¿Magmas? ¿Amor por los mortales?
—Claro que no lo entiendes —dijo ella con su sonrisa esculpida de bufón.
También Armand la observaba como si no la comprendiera.
—Mis palabras no tienen senado para ti en este momento —añadió—, ¡pero tienes
todo el tiempo del mundo
para descubrírselo!
La risa, una risa aulladora, arañó el techo de la cripta. Del interior de los muros surgieron nuevos gritos. La vieja reina echó la cabeza hacia atrás sin detener sus risotadas.
Armand la miraba con expresión horrorizada. Era como si viera surgir de ella aquellas risas como un chorro de luz deslumbradora.
—¡No! ¡Todo eso es mentira, es una repugnante simplificación! —repliqué. De pronto, la cabeza había empezado a latirme—. ¡Quiero decir que esa idea de amar es una noción nacida de una moralidad idiota!
Me llevé las manos a las sienes. Dentro de mí estaba creciendo un dolor letal que nublaba mi visión y aguzaba mis recuerdos de la mazmorra de Magnus, de los prisioneros mortales que habían muerto entre los cuerpos putrefactos de los condenados que les habían precedido en la hedionda cripta.
Me dio la impresión de estar torturando a Armand igual que lo hacía la vieja reina con su risa. Una risa que continuó sin pausas, alzándose y descendiendo de volumen. Armand levantó las manos hacia mí, como si quisiera tocarme pero no se atreviera.
Todo el éxtasis y todo el dolor que había conocido en los últimos meses se juntaron dentro de mí. De pronto me sentí a punto de estallar en rugidos como hiciera aquella noche en el escenario del teatro de Renaud. Aquellas sensaciones me llenaron de espanto y me encontré de nuevo murmurando en voz alta balbuceos sin sentido.
—¡Lestat! —me susurró Gabrielle.
—¿Amar a los mortales? —repetí. Miré fijamente el rostro inhumano de la vieja reina, lleno de súbito horror al observar sus negras pestañas, como púas en torno a sus ojos brillantes, y su carne como mármol animado—. ¿Amar a los mortales? ¿Y tú has tardado trescientos años en llegar a ello? —Dirigí una mirada iracunda a Gabrielle y añadí—: Yo les he amado desde la primera noche que pasé cerca de ellos. Mientras bebo su vida, su muerte, siento amor por ellos. Dios santo, ¿no es ésta la esencia misma del Don Oscuro?
Mi voz iba aumentando de volumen como la noche de mi actuación en el teatro.
—¡Ah!, ¿qué sois vosotros para no sentir lo mismo? ¿Qué seres abominables sois para que el compendio de vuestro saber sea la mera capacidad de sentir?
Retrocedí unos pasos apartándome de ellos y contemplé la tumba gigante en que nos hallábamos, la tierra húmeda que formaba la bóveda sobre nuestras cabezas. La cámara estaba transformándose de un lugar material en una alucinación.
—¡Dios! —añadí—, ¿perdéis la razón con el Rito Oscuro, con vuestras ceremonias y con la manía de encerrar a los novicios en sus tumbas, o ya erais monstruos cuando estabais vivos? ¿Cómo es posible que uno sólo de nosotros no quiera a los mortales cada vez que respira?
No hubo respuesta, salvo los gritos inconexos de los hambrientos seres enterrados. Ninguna respuesta. Salvo el mortecino latido del corazón de Nicolás.
—Bien, sea lo que sea, escuchadme —dije, señalando con el dedo a Armand primero, y luego a la vieja reina.
—¡Yo no le he prometido mi alma al diablo para que me hiciera lo que soy! Y cuando creé a ésta, fue para salvarla de los gusanos que devoran los cadáveres en lugares como éste. Si amar a los mortales es el infierno de que hablas, ya estoy en él. He encontrado mi destino. Me he abandonado a él y todas las cuentas están saldadas.
La voz se me había quebrado. Estaba jadeando. Me pasé las manos por los cabellos. Armand pareció brillar tenuemente al acercarse a mí. Su rostro era un milagro de aparente pureza y asombro.
—Seres muertos, cosas muertas... —dije—. No os acerquéis más. ¡Hablar de locura y de amor en este lugar hediondo! Y ese viejo monstruo, Magnus, encerrándoles en la mazmorra. ¿Cómo podía amar a sus cautivos? ¡Igual que quiere un niño a las mariposas mientras les arranca las alas!
—No, hijo, crees que lo entiendes, pero no es así —dijo la vieja reina con su imperturbable cantinela—. Apenas acabas de iniciar ese amor. Sientes lástima por ellos, eso es todo —añadió con una leve risa cadenciosa—. Y también por ti, por no poder ser a la vez humano e inhumano, ¿no es eso?
—¡Es mentira! —repliqué. Me acerqué más a Gabrielle y le pasé el brazo por la cintura.
—Ya lo entenderás todo del amor —continuó la vieja reina— cuando seas un ser depravado y repulsivo. Esto es tu inmortalidad, hijo. Una comprensión cada vez más profunda de su naturaleza.
Y, alzando los brazos hacia el techo, emitió un nuevo aullido.
—¡Malditos seáis! —exclamé. Agarré a Gabrielle y a Nicolás y les conduje hacia la puerta del fondo—. Los dos estáis ya en el infierno y ahora me propongo dejaros en él.
Tomé a Nicolás de brazos de Gabrielle y corrimos por las catacumbas hacia las escaleras.
La vieja reina lanzaba agudas y frenéticas carcajadas a nuestra espalda.
Y, humano como Orfeo tal vez, me detuve y volví la cabeza.
—¡Apresúrate, Lestat! —me cuchicheó Nicolás al oído, mientras Gabrielle gesticulaba desesperadamente para que la siguiera.
Armand no se había movido y la vieja seguía a su lado, sin dejar de reír.
—¡Adiós, hijo valiente! —exclamó—. ¡Recorre con audacia la Senda del Mal! ¡Cabalga por ella todo el tiempo que puedas!
El aquelarre de pálidas criaturas se dispersó como fantasmas asustados bajo la lluvia fría cuando aparecimos de improviso, surgiendo del sepulcro. Y, desconcertados, nos vieron pasar a toda prisa hasta dejar atrás les Innocents y perdernos por las calles de París.
Al cabo de unos minutos, en un carruaje robado, abandonábamos la ciudad y nos internábamos en el campo.
Conduje el carruaje sin dar un respiro a los caballos, pero me sentía tan mortalmente agotado que mis fuerzas sobrenaturales parecían una mera entelequia. Tras cada arboleda y cada recodo del nuevo camino esperaba encontrar a los repulsivos demonios rodeándonos de nuevo.
De algún modo, conseguí en una posada la comida y la bebida que Nicolás necesitaría, y unas mantas para que no se enfriara.
Nicolás cayó inconsciente mucho antes de que llegáramos a la torre y le conduje escaleras arriba a la celda de alto techo donde Magnus me había tenido primero.
Vi su garganta hinchada y amoratada todavía tras el festín que se habían dado con él. Y, aunque dormía profundamente cuando le dejé en el lecho de paja, noté en él la sed, la terrible ansia que me había embargado después de que Magnus bebiera de mí.
En fin, tenía vino en abundancia para él cuando despertara, y comida en abundancia. Y supe, aunque no podría explicar cómo, que Nicolás no moriría.
Apenas pude imaginar cómo pasaría las horas diurnas, pero estaría a salvo una vez mi mano diera la vuelta a la llave en la cerradura. Y, pese a lo mucho que Nicolás había representado para mí en el pasado o lo que pudiera significar en el futuro, no podía permitir que ningún mortal deambulara libremente en mi guarida mientras dormía.