Joselito era hombre de tan pocas palabras, que no había modo de que el doctor pusiese nada en claro por más que le interrogaba.
Una noche, por último, estando en una casería, que debía de ser de algún señor rico, pues había cuartos de dormir bastante cómodos y bien amueblados, Joselito dijo al doctor que deseaba hablarle a solas. Subieron juntos al cuarto del doctor, que era el más elegante y lujoso, y allí tuvieron la siguiente conferencia.
—Sr. D. Faustino —dijo Joselito el Seco—, no era mi intención secuestrar a su merced. Yo iba en busca de mi hija; hallé a su merced por casualidad; le reconocí, y dé su merced gracias al cielo de mi buena memoria y de lo mucho que se parece a su padre, porque si no le reconozco, su merced sería ya pasto de los grajos; le reconocí, digo, y le he detenido entre los míos. Hoy quiero y debo decirle mis propósitos y muchas cosas que me importan y que le importan.
—Hable Vd., Joselito —interrumpió el doctor—; la curiosidad me consume hace días.
Ambos interlocutores se sentaron entonces, frente a frente, en sillas que había junto a una mesa, sobre la cual estaban dos candeleros de cristal, con sendas velas ardiendo.
La traza de Joselito era de lo menos patibularia que puede imaginarse. Alto y esbelto de cuerpo, la tez blanca, aunque tostada del sol, y el pelo negro, si bien con algunas canas. Parecía ser hombre de cuarenta años, pero bien conservado y robusto. Los ojos eran entre garzos y verdes, rasgados y dulces. Gastaba Joselito patillas, y llevaba afeitado el bigote, luciendo, en una boca pequeña, dientes blancos, iguales y bien formados. En suma, Joselito era un majo muy guapo, y se conocía que en su no lejana mocedad habría sido lo que se llama un real mozo.
—Aquí donde Vd. me ve —dijo a D. Faustino—, yo estaba destinado a hacer otra vida harto distinta de la que estoy haciendo; pero el hombre pone y Dios o el diablo dispone. Cuando yo tenía diez y ocho años estaba de novicio en el convento de Villabermeja. Bien se acordará de aquellos tiempos el Padre Piñón, que me quería en extremo por el fervor y excelente voz con que yo cantaba las cosas de iglesia, y porque me suponía tan humilde y sencillo, que siempre andaba diciendo que yo iba a ser un santo. Tal vez lo hubiera sido, si no llego a ver a Juanita. Antes hubiera cegado. Juanita frecuentaba mucho la iglesia en compañía de su madre doña Petra la viuda. Esta buena señora era muy presumida y entonada. Se jactaba de hidalga, y no sin razón. Su madre, la abuela de Juanita, había sido una hermana de su abuelo de Vd., Sr. D. Faustino. El pobre novicio tuvo, pues, la audacia de poner los ojos en una parienta de los Mendoza.
—¿De quién era viuda doña Petra? —preguntó el doctor.
—De un arriero enriquecido —contestó Joselito—. Eso importa poco. El caso fue que yo me enamoré perdidamente de Juanita. Mis ardientes miradas lograron excitar en su alma un amor igual al mío. En la misma iglesia nos hablamos con tal recato y disimulo, que doña Petra no sospechó nada. Juanita y yo nos pusimos de acuerdo. Yo me escapaba por la noche del convento e iba a verla a su casa, saltando por las tapias del corral. Así seguían nuestros misteriosos y felices amores, cuando la belleza de Juanita despertó, en una feria, gran cariño en el corazón de cierto mayorazgo de la ciudad de…, no distante de Villabermeja. Doña Petra concertó el casamiento de Juanita, la cual no se atrevió a oponerse; pero me informó de todo al momento. Ambos nos decidimos entonces a huir. La noche en que estaba todo dispuesto ya para la fuga, que iba a ser en un mulo que había en el convento, llevando yo a las ancas a Juanita, fui a buscarla y a sacarla de su casa. Por desgracia el novio mayorazgo, que rondaba por allí con un criado suyo, me vio cuando yo saltaba la tapia del corral, y antes de que cayese yo del otro lado, me asió de una pierna y, tirando de mí con violencia, logró derribarme en el suelo. Me levanté al punto algo magullado, y antes de que me rehiciese, me aplicó el mayorazgo tres o cuatro furiosos puntapiés, llamándome ladrón. Casi me derribó en el suelo otra vez, pues era hombre forzudo de veras. A pesar de mi turbación y malas andanzas, tuve tiempo de ver y de reconocer en quien me maltrataba a mi rival aborrecido. Los celos, entonces, y la ira y la vergüenza de verme afrentado de un modo tan cruel, me hicieron olvidar toda mi humildad de novicio, que tanto el Padre Piñón celebraba. Mi antigua mansedumbre se trocó de repente en ferocidad y en encono. Las llamas del infierno abrasaron mi corazón en deseos de pronta y terrible venganza. El diablo, a quien sin duda hube de llamar en mi socorro, me oyó y me proporcionó los medios en el acto. Junto al sitio, hasta donde el último puntapié me había echado, había un montón de gruesas piedras. Agarré una, y con la velocidad del rayo, volví contra mi enemigo, y, antes de que tratase de parar el golpe, se le dí con tal tino y brío sobre la cabeza, de la cual al pegarme había dejado caer el sombrero, que le hundí y rompí los huesos de un modo horroroso, haciéndole caer muerto a mis plantas. Fue todo esto tan instantáneo, que el criado no había tenido tiempo para favorecer a su amo. Cuando le vio caer, sintió miedo de mí y empezó a gritar: «¡Al asesino, al asesino!». Lleno yo de terror, todo confuso y aturdido, pues era al cabo la primera muerte que hacía, no tuve serenidad para huir. Salieron hombres de varias casas: me prendieron; me entregaron a la justicia, y, por último, me condenaron a presidio. Con los años y las desgracias deseché en presidio los escrúpulos que en el convento me habían inspirado; conocí a fondo lo que es la vida; y vi que era mala mi estrella y que sólo a fuerza de valor podía yo dominar su influjo funesto. Un día, mientras trabajábamos en un camino, concerté tan hábilmente las cosas con cuatro compañeros, que logré recobrar mi libertad en su compañía, no sin que perdiese la vida uno de los capataces que quiso detenernos. Desde entonces ando en este oficio, en que ahora me ve su merced, y no es posible que ande en otro. Juanita murió miserable y deshonrada, mientras estaba yo con la cadena. Dejó una hija, que es María. Yo adoro a mi hija, Sr. D. Faustino. La quiero por ella y porque es un recuerdo vivo de Juanita; pero María se avergüenza de mí: me huye; no quiere verme. Los que la han educado, le habrán inspirado quizás algunas buenas ideas: pero se han olvidado de inspirarle amor y hasta respeto a su padre. Sea yo quien sea, ¿dejaré de ser su padre? ¿No es un mandamiento de la ley de Dios el que ella me ame y me respete?
Mucho había que contestar a esto: pero al doctor no le pareció prudente ni oportuno ponerse a disputar con Joselito, y permaneció callado.
Sunt lacrimae rerum
Viendo Joselito que el doctor nada contestaba, prosiguió hablando de esta manera:
—Usted no me contesta, Sr. D. Faustino, porque cree que mi hija hace bien en huir de mi lado; en aborrecerme; en despreciarme quizás: pero yo me examino, me juzgo, y no me hallo ni despreciable, ni aborrecible. Quiero conceder que hubo un momento de mi vida, en el cual fui completamente libre y del cual dependió toda mi conducta ulterior. ¿Cuál fue ese momento? ¿Fue cuando recibí los puntapiés y demás afrentas del mayorazgo? ¿Debí aguantarme y sufrirlos con resignación? ¿Es así como no hubiera sido despreciable? ¿Estuvo quizá mi culpa en no medir ni calcular bien ni el sitio en que di con la piedra ni la violencia que la piedra llevaba? ¿Dependió de mí entonces tener serenidad y acierto para no matar al mayorazgo y magullarle y vengarme, quedando bien puesto mi honor, o, si los novicios no deben hablar de su honor, mi dignidad de hombre? ¿Para evitar aquel trance, debí acaso renunciar al amor de Juana, aconsejándole que engañase al mayorazgo y se casase con él, dando gusto a su madre, y siguiendo yo de novicio, como si tal cosa? Esto hubiera sido muy cómodo para todos, pero hubiera sido muy ruin. Lo mejor, dirá Vd., hubiera sido no enamorarse de Juana; no seducirla. Pero ni yo seduje a Juana, ni ella me sedujo. Fuimos el uno hacia el otro, atraídos por un impulso irresistible, como van el río a la mar y el humo a las nubes. Nada… Estaba escrito… Era mi sino. No lo dude Vd.; yo hubiera sido un santo, si no llego a ver a Juana. El diablo se valió de ella para perderme y de mí para perderla, sin que ni ella ni yo pudiésemos evitarlo.
El doctor sintió el prurito de contestar a todos aquellos sofismas con los cuales el bandido trataba de justificarse: pero calculó que era inútil. Además no se hallaba el doctor con autoridad suficiente. Su moral era clara y severa en la teoría, pero en la práctica dejaba mucho que desear. Concediéndose los mismos bríos de Joselito, el doctor se ponía en su lugar, y aceptaba la muerte del mayorazgo como obra suya. No hay que decir que los amores con Juana, el saltar por las tapias del corral y el proyecto de rapto, no parecían al doctor impropios de su carácter: él hubiera obrado del mismo modo en iguales circunstancias, mas sin considerarse por eso exento de culpa. Donde ya veía el doctor una culpa, con la que jamás se hubiera manchado, era con la fuga de presidio y con haber adoptado después la vida de bandolero. De esto no se absolvía el doctor. ¿Había, sin embargo, razones para absolver a Joselito? Tampoco. Los principios de la moral, la ley de la conciencia, la intuición viva de los justo y de lo bueno no resultan de largos y prolijos estudios: lo mismo están grabados en el alma del hombre de ciencia que en la del campesino más rudo. El que borra, tuerce o desfigura esos principios, esas leyes, esas nociones, es siempre responsable; es culpado. El error de su entendimiento implica una falta de la voluntad, que se empeña en sofisticar las cosas para acallar la voz de la conciencia. No se puede negar que en ciertos pueblos, entre gentes selváticas o bárbaras, esa degradación, ese obscurecimiento de la moral, es obra de la sociedad entera: el individuo puede, por lo tanto, no ser responsable de todo; pero en el seno de la sociedad europea no es dable suponer ignorancia o perversión invencibles. Por más que se ahonde, por más que se descienda hasta las últimas capas sociales, no se hallará el abismo oscuro, donde vive un ser humano, sin que la luz penetre en su alma y grabe allí las reglas de lo bueno y de lo justo.
Así pensaba el doctor, en nuestro sentir muy atinadamente; por lo cual distaba mucho de justificar a Joselito el Seco y de ver en él una víctima de la fatalidad: del sino, según él decía.
Joselito, permaneciendo siempre mudo el doctor, trató de justificar y hasta de glorificar su oficio.
Todo cuanto se ha dicho en libros y periódicos sobre lo mal organizada que está la sociedad, sobre el modo que tienen muchos de adquirir la riqueza explotando a sus semejantes, sobre el mal uso que de esta misma riqueza se hace después, tiranizando y humillando a los pobres, todo se lo sabía y lo explicaba Joselito: todo lo ha sabido y explicado, con menos método y orden, pero con más viveza y primor de estilo, cuanto ladrón ha habido en Andalucía, desde hace años. El Tempranillo, el Cojo de Encinas Reales, el Chato de Benamejí, los Niños de Écija, y tantos otros, sabían poco menos en esta censura de la economía social que Proudhon
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, Fourier o Cabet pueden haber sabido. Joselito el Seco no se quedaba a la zaga.
Tales declamaciones contra la sociedad parecían en aquellos tiempos, y aun años después, tan sin malicia, que las novelas de Eugenio Sue,
El judío errante
,
Martín el expósito
y
Los misterios de París
, llenas del espíritu del socialismo, se publicaron en periódicos moderados, como
El Heraldo
.
Dejando aparte la cuestión de si es o no justa y de hasta qué punto lo es la censura, no se ha de negar que, aun suponiendo parte de la propiedad fundada en el robo, ora por violencia, ora por astucia, no es modo de remediarlo robando también por medio de la astucia o por medio de la violencia, ya con la fuerza colectiva y grande de un estado revolucionario, ya con la fuerza menos potente de una cuadrilla de bandoleros. Joselito el Seco, no obstante, entendía o quería dar a entender que sí, apoyado en un antiguo refrán, cuya importancia es inmensa. El refrán dice:
Quien roba al ladrón tiene cien años de perdón
; y en este refrán se apoyaba para afirmar, no ya que no cometía ningún delito, sino que ejercía todas las obras de misericordia, cifradas y compendiadas en una. En efecto, Joselito no robaba jamás sino a los ricos, a quienes despojaba sólo de lo que le parecía superfluo, dejándoles lo necesario. Hacía muchas limosnas, socorría no pocas necesidades, y enviaba dinero a varios puntos para misas y funciones de iglesia, porque era muy buen cristiano. Sostenía Joselito que casi todo lo que había robado se lo había robado a ladrones: y los de su cuadrilla jamás se echaban sobre la presa, sin exclamar: «ríndete, ladrón, y suelta la bolsa». La excesiva abundancia de dinero induce además a los hombres a que se entreguen a la ociosidad, madre de todos los vicios, a que se traten con sibarítico regalo, y a que ofendan a Dios, en suma, por no pocos caminos. Por donde Joselito afirmaba que, despojando a muchos de lo superfluo, había contribuido poderosamente a la mejora de sus costumbres y les había abierto y allanado el sendero de la virtud.
Después de esta apología, Joselito dio nuevo giro a su discurso y habló de la hacienda y casa de los Mendozas, cuyo estado conocía; lo pintó todo como perdido sin remedio; y por último dio al doctor las noticias recientes, que por sus espías y amigos él había recibido de Villabermeja, sobre la venganza de Rosita y la amenaza de ejecución.
El dolor y la rabia de D. Faustino fueron muy grandes al saber tan tristes nuevas. Al pensar en el apuro y desconsuelo en que estaría su madre, no acertó a contener las lágrimas que brotaron de sus ojos.
—¡Por vida del diablo! —dijo Joselito—, ¿qué lágrimas son esas? Un hombre recio no llora nunca. ¿Quiere Vd. vengarse? Yo le doy mi auxilio. Nada tiene Vd. ya que esperar de la gente. Rompa usted con toda. Declárele la guerra con valor. ¿Sería Vd. acaso el primer mayorazgo arruinado que se ha hecho de los nuestros? Una palabra resuelta de Vd. y Vd. es aquí el amo. En tres o cuatro días nos ponemos en la Nava, y hacemos si usted quiere, una atrocidad. El escribano usurero nos soñará toda la vida. Le quebraremos las tinajas vertiendo el vino y el aceite; le mataremos las reses; y si esto no basta, le incendiaremos la casería.
D. Faustino no pudo menos de romper entonces el silencio que hasta allí se había impuesto.
—Joselito —dijo—, cada hombre tiene su natural y su modo de proceder. Yo no quiero probarle a usted que Vd. obra mal, pero no puedo menos de decirle que yo pienso de muy diversa manera y no puedo hacer nada de lo que Vd. hace. El escribano usurero, por sí o en nombre de otros, pide lo que le pertenece de derecho. Ninguna injuria me infiere. Nada tengo que vengar. Aunque mi madre muriese de pena, no pensaría yo que el escribano usurero fuera el causante de su muerte. La culpa sería mía que con mi imprevisión no he sabido evitar tanto bochorno.