Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tanis entre dificultosos jadeos, agotado tras la penosa marcha montaña arriba.
—Al fin lo atrapé —respondió Caramon meneando la cabeza— y presentó batalla. Es muy fuerte para su avanzada edad, Tanis, de modo que tuve que golpearle. Temo haberme excedido —añadió a la vez que contemplaba lleno de remordimientos la comatosa figura.
—¡Fantástico! —exclamó el semielfo, demasiado cansado para reprenderle.
—Me ocuparé de él —declaró Tika mientras revolvía en una bolsa de cuero.
—Los draconianos acaban de salvar el peñasco más próximo —informó Flint, que se había rezagado del grupo. El enano caminaba a trompicones, al parecer en el límite de su resistencia. Se desplomó junto a una roca y procedió a enjugarse el sudor con el extremo de su luenga barba.
—Tika —empezó a decir Tanis.
—¡Lo encontré! —le atajó la muchacha con aire triunfante, exhibiendo en su mano un pequeño vial. Tras arrodillarse al lado de Berem, destapó el frasquito y lo agitó bajo su nariz. La inconsciente criatura respiró hondo y, al instante, le sobrevino un acceso de tos.
Tika lo abofeteó entonces sin violencia en ambas mejillas, al mismo tiempo que le ordenaba con el tono de voz que solía utilizar entre los parroquianos de «El Ultimo Hogar»:
—¡Levántate! A menos, claro, que quieras caer en poder de los draconianos.
Berem abrió alarmado los ojos. Se sentó aún aturdido sujetándose la cabeza, con ayuda del guerrero.
—¡Espléndida idea, Tika! —la felicitó Tas muy excitado—. Deja que pruebe yo... —Sin que la muchacha acertara a detenerle, el kender le arrebató el vial y se lo llevó a la nariz para inhalar sus efluvios.
—¡Agh! —balbuceó medio asfixiado retrocediendo hacia Fizban, que aparecía en aquel momento por el sendero después de demorarse en la escalada—. ¡Tika, qué olor tan espantoso! —Apenas podía hablar—. ¿Qué es?
—Una de las pócimas de Otik —respondió ella sonriente—. Todas las mozas de la posada teníamos uno de estos frasquitos. Resultaba útil en multitud de ocasiones, supongo que sabes a qué me refiero. —Su mueca festiva se desvaneció al recordar—.¡Pobre Otik! —susurró—. Me pregunto que habrá sido de él y de su local.
—No es momento para cavilaciones, Tika —la amonestó Tanis nervioso—. Tenemos que seguir. ¡lncorpórate, anciano! —ordenó a Fizban, que acababa de acomodarse en el suelo.
—Conozco un hechizo —insinuó el mago mientras Tas tiraba de él—, que aniquilaría a esos bribones en un abrir y cerrar los ojos. ¡Se desvanecerían en el aire!
—¡No! —prohibió el semielfo—. De ninguna manera. Con la suerte que tenemos últimamente seguro que se convertirían en trolls.
—Quizá podría... —el rostro de Fizban se iluminó.
El sol crepuscular comenzaba a zambullirse en el lejano horizonte cuando el camino que habían seguido en su precipitada excursión alcanzó un punto muerto para ramificarse en dos direcciones opuestas. Una de las sendas conducía a los picos, la otra parecía serpentear por la ladera. Tanis pensó que quizá existía un paso entre las cumbres, un paso que podrían defender si fuera necesario.
Antes de que pudiera pronunciar una palabra, Fizban se adentró en el sendero que discurría por la ladera. .
—Este es el buen camino —anunció el viejo mago sin interrumpir la marcha, apoyado en su bastón.
—Pero... —intentó replicar Tanis.
—¡Vamos, seguidme! —insistió el anciano, volviéndose para lanzarles una fulgurante mirada bajo su cano entrecejo—. Ese otro es un callejón sin salida, y en más de un aspecto. Lo conozco bien, no es la primera vez que visito estos parajes. La senda que he tomado rodea una de las montañas hasta una honda cañada. Hay un puente sobre el precipicio; podemos cruzarlo y luchar contra los draconianos cuando pretendan alcanzarnos.
Tanis rezongó, remiso a confiar en aquel viejo demente.
—Es un buen plan —razonó Caramon—. Antes o después tendremos que encararnos con ellos. —Señaló a los draconianos que trepaban por los caminos montañosos.
Tanis examinó a sus compañeros, todos más cansados de lo que admitían. Tika estaba pálida, apenas brillaban sus ojos habitualmente alegres. Se apoyó en Caramon, quien incluso había abandonado sus lanzas a fin de aligerar la carga.
Tasslehoff dedicó a Tanis una sonrisa jovial, pero jadeaba como un perro sediento e incluso cojeaba de un pie.
Berem presentaba su semblante acostumbrado, mezcla de hosquedad y temor. De todos modos no era él quien más preocupaba al semielfo, sino Flint. El enano no había despegado los labios durante su fuga y, aunque mantuvo el ritmo sin desfallecer, exhibía un tinte amoratado en el rostro además de respirar en cortas boqueadas. En ocasiones, cuando se creía libre de miradas indiscretas, cerraba la mano sobre su pecho o se frotaba el brazo izquierdo como si le causara un punzante dolor.
—De acuerdo, Fizban —accedió el semielfo—. Dejaré que guíes la comitiva, aunque lo más probable es que no tarde en lamentarlo —concluyó en un susurro mientras los restantes compañeros se apresuraban a seguir al mago.
Al anochecer, el grupo se detuvo en un pequeño saliente rocoso que se extendía en la parte superior de la ladera. Ante ellos se dibujaba un hondo desfiladero en cuyo centro, al pie de las verticales paredes, reptaba un río abriéndose paso como una sinuosa serpiente.
Tanis calculó que el precipicio superaba los cuatrocientos pies. El camino que ahora seguían jalonaba el cerro, con la piedra desnuda a un lado y el vacío al otro. Sólo existía un medio para cruzar la garganta.
—Ese puente —dijo Flint tras varias horas de silencio— es más viejo que yo... y está más desvencijado
—Ese puente ha perdurado durante años, sobreviviendo incluso al Cataclismo —replicó Fizban indignado.
—Lo creo —apostilló Caramon.
—Al menos no es demasiado largo. —Era Tika quien hablaba, en un intento de infundir ánimos pero con voz entrecortada.
El puente que unía las dos vertientes estaba construido según un diseño único. Ambos extremos, incrustados en las montañas, eran sostenidos por unos enormes troncos de vallenwood que formaban una letra X donde se apoyaba la plataforma de listones de madera. En un tiempo remoto aquella estructura debió constituir una maravilla arquitectónica, mas ahora las tablas aparecían podridas y astilladas. Si en su día existió una barandilla, había caído sin dejar rastro en el angosto precipicio. Los troncos de su base crujían y se balanceaban en la fría brisa de la noche.
De pronto los compañeros oyeron a escasa distancia ecos de voces guturales, acompañadas por repiqueteos metálicos.
—No podemos retroceder —constató Caramon—. Propongo que crucemos el puente de uno en uno.
—No hay tiempo —repuso Tanis levantándose—. Sólo nos cabe esperar que los dioses nos acompañen. Y, aunque detesto admitirlo, Fizban tiene razón; una vez al otro lado no nos resultará difícil vencer a los draconianos que, apiñados en la plataforma, se convertirán en excelentes dianas. Iré delante y los demás me seguiréis en fila. Caramon, mantente en la retaguardia y tú, Berem, colócate detrás de mí.
Avanzando con toda la premura que permitía la situación, Tanis pisó el puente en un tanteo inicial. Bajo sus pies los listones se estremecían de un modo ominoso mientras que, en lontananza, el río fluía en sucesivos rápidos entre los muros del cañón con irregulares rocas proyectadas sobre su blanca y espumosa superficie. El semielfo contuvo el aliento y desvió los ojos de las profundidades.
—No miréis hacia abajo —recomendó a los otros, sintiendo un doloroso vacío donde debía hallarse su estómago.
Durante unos momentos el semielfo no pudo moverse, pero al fin logró contenerse y emprender la travesía. Berem andaba pegado a sus talones, atenazado por un pánico que borraba cuantas sensaciones de temor había experimentado en su prolongada vida. .
Tras el Hombre Eterno, Tasslehoff, con la ligereza y agilidad que caracteriza a los kenders, abría camino al aterrorizado Flint, sostenido por Fizban. Al fin, Tika y Caramon acometieron la pasarela sin cesar de vigilar la ineludible aparición de sus enemigos.
Tanis se encontraba casi a medio camino cuando una parte de la plataforma cedió bajo sus pies, quebrándose la añeja madera de varias tablas.
En una reacción instintiva, motivada por el paroxismo del momento, el semielfo se aferró a los listones del borde. Pero éstos se desmenuzaban en su mano, hasta que sus dedos empezaron a deslizarse y... alguien lo agarró por la muñeca.
—¡Berem, aguanta! —jadeó Tanis a la vez que intentaba mantenerse en suspenso, a sabiendas de que cualquier movimiento por su parte no haría sino dificultar la ayuda que le brindaba el Hombre de la Joya Verde.
—¡Tira de él! —vociferó Caramon—. No os mováis los demás, la estructura podría ceder y nos precipitaríamos en la cañada.
Desfigurado por la tensión, en un baño de sudor frío, Berem obedeció la orden del guerrero. Tanis vio cómo se hinchaban los músculos de sus brazos, con las venas a punto de estallar. Tras unos segundos, que el semielfo se le antojaron siglos, el insondable humano izó su cuerpo por el borde del puente para depositarlo sobre las tablas aún enteras donde, aturdido se desmoronó. Permaneció en el inseguro suelo tembloroso, agarrado a la madera.
Tika lanzó un repentino grito y, al levantar la cabeza, Tanis comprendió con una mueca irónica que había salvado la vida para perderla de nuevo. En efecto, una treintena de draconianos acababan de aparecer en el sendero que dejaran atrás. El semielfo miró el trecho que se extendía al otro lado de la brecha, comprobando que la plataforma seguía encajada en su estructura y que tanto él como Berem y Caramon podían alcanzarla de un salto, pero no así Tas, Flint, Tika ni el viejo mago.
—Antes hablaste de «excelentes dianas» —murmuró Caramon, a la vez que desenvainaba su espada.
—¡Formula un hechizo, anciano! —exclamó, de pronto, Tasslehoff.
—¿Cómo? —Fizban no daba crédito a sus oídos.
—¡Un hechizo! —repitió el kender señalando hacia los draconianos que, al ver a los compañeros atrapados en el puente, se disponían a aniquilarles.
—Tas, ya tenemos bastantes problemas —le recordó Tanis con la madera resquebrajándose bajo sus pies. Caramon se plantó entonces de espaldas al grupo, resuelto a defenderles de los soldados.
Imitando al valiente guerrero, Tanis insertó una flecha en su arco y disparó. Uno de los reptiles se sujetó el pecho con las manos antes de precipitarse entre desgarradas voces seguido por otro, víctima también de un certero dardo del semielfo. Los draconianos que se hallaban apostados en el entro de la línea titubearon, escudriñando su entorno en una gran confusión: no había ningún parapeto seguro, ningún escondrijo donde cobijarse de la mortífera arremetida del barbudo adversario. Los de primera fila, no obstante, se lanzaron en pos del puente.
En aquel instante Fizban empezó a invocar su encantamiento.
Al oír el cántico del mago Tanis se sintió desfallecer, pero enseguida rectificó pues lo cierto era que nada en el mundo podía agravar todavía más su situación. Berem, erguido junto a él, contemplaba a los draconianos en una postura estoica que parecía incomprensible de no saber que aquel hombre no temía a la muerte debido a su seguridad de renacer poco después. El semielfo arrojó una tercera flecha, que provocó el grito agónico de otro enemigo. Tan concentrado estaba en su blanco, que olvidó por completo a Fizban hasta que Berem emitió una exclamación de asombro. Al alzar los ojos vio que el humano miraba perplejo al cielo, le modo que trató de localizar el objeto de su asombro... y casi dejó caer el arco cuando lo descubrió.
Descendía entre las nubes, refulgiendo bajo los últimos rayos del sol, un tramo de puente de tonos dorados. Guiada por la mano de Fizban, la aparición se desprendió de sus invisibles sujeciones para cerrar la brecha.
Tanis se recobró de su estupor y, al mirar a sus oponentes, advirtió que ellos contemplaban también el tramo dorado con sus ojos de reptil, totalmente transfigurados.
—¡Rápido! —ordenó. Asiendo a Berem por el brazo, el semielfo lo arrastró en su carrera y saltó sobre el tramo cuando se hallaba suspendido a escasa distancia del vacío que debía cubrir. Aún soportando el peso de ambos el fantasmal objeto se mantuvo firme en su descenso, aunque ahora un poco más lento fiel a las instrucciones de Fizban.
En el momento en que la dorada pasarela se hallaba a escasas pulgadas de su ajuste, Tasslehoff, con un salvaje grito, se encaramó a ella seguido por el aturdido enano. Los draconianos, comprendiendo, de pronto, que sus presas escapaban, aullaron enfurecidos y corrieron en tropel hacia la plataforma. Tanis se había detenido en el extremo del mágico trozo de puente, desde donde disparaba flechas a la avanzadilla mientras que Caramon contenía su arremetida con la espada.
—¡Adelante! —instó Tanis a Tika quien, tras alcanzar de un brinco la tabla salvadora, se situó junto a él—. Permanece al lado de Berem y vigílale. Acompáñala, Flint. ¡Deprisa!
—Yo me quedaré contigo, Tanis —se ofreció Tasslehoff.
Aunque a regañadientes, dirigiendo a Caramon una mirada de soslayo, Tika obedeció al semielfo y se alejó con Berem, que no necesitaba de sus empellones dada la proximidad de los draconianos. Atravesaron raudos el tramo hacia la mitad restante del desvencijado puente, cuyos listones crujían de manera alarmante bajo su peso. Tanis esperaba que resistiera, pero no podía permitirse el lujo de observar la travesía; sólo las pisadas de las recias botas de Flint le anunciaban el éxito de la intentona.
—¡Lo conseguimos! —gritó Tika desde el otro lado del cañón.
—¡Caramon! —llamó Tanis al guerrero a la vez que disparaba otra flecha, esforzándose para mantener el equilibrio en la plataforma. En tan insegura posición no acertó a concluir su frase.
—Cruza de una vez —espetó Fizban al guerrero en lugar del semielfo—. Debo concentrarme para depositar el tramo en su lugar correcto, creo que he de desviarlo unas pulgadas a la izquierda.
—¡Tasslehoff, no te quedes aquí! —ordenó Tanis.
—No pienso abandonar a Fizban —se obstinó el kender al ver que Caramon se izaba sobre la tabla y que los draconianos, libres de su acoso, se apiñaban en el puente. Tanis lanzaba flechas con toda la velocidad posible, derribando a los draconianos entre charcos de sangre verdosa o precipitándoles al vacío, pero empezaba a sentirse agotado y, lo que era aún peor, apenas le quedaban proyectiles. Los enemigos no cesaban de avanzar pese a sus denodados intentos de frenarles.