Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Aunque, debido a las garras que formaban sus pies, aquellas criaturas reptilianas no eran tan veloces en su marcha como Tas y la muchacha, poseían una resistencia a toda prueba. Los compañeros les habían tomado la delantera, pero su ventaja no había de durar. Tika apenas podía respirar y sentía una punzada en el costado que la impulsaba a encovar el cuerpo para aliviar el dolor.
«Cada segundo que aguanto da a Caramon un poco más de tiempo. Atraigo a los draconianos y así los alejo de él», se dijo a sí misma.
—Escucha, Tika —la lengua de Tas colgaba de su boca mientras que su rostro, jovial como de costumbre, había palidecido por la fatiga—: ¿Sabes dónde nos dirigimos?
La muchacha meneó la cabeza en un gesto negativo, no le quedaba aliento para hablar. Notaba cómo aminoraba la marcha y las piernas le pesaban de un modo invencible. Un nuevo examen de la situación le reveló que los draconianos acortaban la distancia, así que espió los muros en busca de un pasillo que partiera del principal, o un nicho, una puerta, un lugar, en suma, que pudiera servirles de escondrijo. No había nada: el corredor se prolongaba frente a ellos silencioso y vacío, desprovisto incluso de celdas. Se hallaban en un monótono, estrecho y al parecer interminable túnel de roca que trazaba una cuesta gradual.
Al darse cuenta de esta circunstancia, Tika se detuvo de forma brusca. Inhaló una bocanada de aire y echó de nuevo a andar mirando a Tas, que era apenas visible bajo la luz de las humeantes antorchas.
—El túnel se eleva —declaró en pleno acceso de tos. El kender parpadeó sin comprender, pero pronto se iluminó su semblante.
—¡Debe conducir al exterior! —gritó lleno de júbilo—. ¡Lo conseguiremos, Tika!
—Quizá —respondió ella, no del todo convencida.
—Vamos, anímate —la apremió el kender exultante de alegría. Recobradas las energías, agarró a la joven por la mano para tirar de ella—. ¡Estoy seguro de que has acertado! ¡Huele, respira el aire fresco! Escaparemos, encontraremos a Tanis y volveremos juntos en busca de Caramon.
Sólo un miembro de su raza podía hablar y correr al mismo tiempo por un pasillo atestado de amenazadores draconianos que los hostigaban sin tregua. Tika lo sabía, y también que lo que la mantenía en pie a ella era el pánico en su más pura esencia. Pronto la abandonaría este sentimiento, no obstante, y entonces de desmoronaría en el túnel tan exhausta y dolorida que poco había de importarle lo que los draconianos...
—¡Es verdad, ha entrado una ráfaga de aire fresco! —se percató en medio de tan negras cavilaciones.
Había creído que Tas le mentía para evitar que decayeran sus fuerzas, pero ahora una susurrante brisa acababa de acariciar su mejilla. La esperanza aligeró sus plomizas piernas, incluso imaginó que los draconianos se rezagaban. « una vez han comprendido que nunca nos atraparán!», pensó, invadida por un gozo incontenible.
—¡Rápido, Tas! —le azuzó. Juntos, estimulados por aquella suave brisa que crecía en intensidad, se deslizaron entre los angostos muros a la velocidad del rayo.
Tras doblar un recodo como si quisieran arremeter contra él se detuvieron, tan bruscamente que Tasslehoff resbaló sobre la grava y se incrustó en una pared.
—Por eso corrían más despacio en el último trecho —constató Tika.
El pasillo se terminaba en dos puertas de madera que sellaban la salida, mientras que unos ventanucos en ellas empotrados y provistos de rejas permitían el paso del aire fresco para la ventilación de los calabozos. Tika y Tas veían la calle, la libertad, pero no podían alcanzarla.
—¡No abandones ahora! —la reprendió el kender tras una breve pausa. Repuesto tanto del susto como del golpe, corrió en pos de las puertas a fin de tantearlas. Estaban cerradas y atrancadas.
—¡Maldita sea! —renegó al reconocer el obstáculo con sus ojos de experto.
Caramon podría haberlas derribado o reventado su cerrojo valiéndose de la espada. Pero no así el kender, ni tampoco Tika.
Cuando Tas se inclinó para examinar la cerradura, la muchacha se apoyó en uno de los muros y cerró los ojos. La sangre latía en su cabeza, los músculos de sus piernas se agarrotaban en lacerantes espasmos. Extenuada, lamió las saladas lágrimas que fluían hasta sus labios y supo que lloraba de pesar, de ira, de frustración.
—¡No, Tika! —le suplicó el kender a la vez que corría junto a ella y le daba unas palmadas en la mano—. Es una cerradura sencilla, saldremos de aquí en cuestión de segundos. Por favor, enjuga tu llanto. Sólo necesito unos momentos, pero debes estar preparada para refrenar a esos draconianos si se les ocurre venir. Bastará con que los mantengas ocupados mientras yo trabajo.
—De acuerdo —dijo la muchacha, ya más serena. Se secó ojos y nariz con el dorso de su mano y, enarbolando la espada, se apostó en el corredor resuelta a cubrir a su amigo.
Tas vio satisfecho que, tal como suponía, se enfrentaba a una cerradura muy simple. La reforzaba una trampa tan elemental que se preguntó por qué se habían molestado en ponerla.
Se preguntó por qué se habían molestado... cerradura sencilla.., trampa simple... Estas palabras bailaban en su mente, le resultaban familiares como si las hubiera pensado antes. Al levantar la vista, desconcertado, para estudiar de nuevo las puertas, comprendió que ya había visitado este lugar. Pero no, era imposible.
Tras agitar la cabeza a fin de rechazar aquel contrasentido que bullía en su interior, Tasslehoff revolvió sus bolsas en busca de sus herramientas. De pronto se paralizó, asaltado por un pánico que lo atenazaba como los colmillos del lobo a su presa. ¡El sueño!
Eran éstas las puertas que había visualizado en el sueño de Silvanesti. También la cerradura era la misma, el simple ojo armado con una trampa de aspecto inofensivo. Y Tika se le había aparecido a su espalda luchando, muriendo.
—¡Aquí vienen, Tas! —vociferó la muchacha a la vez que blandía la espada con manos entresudadas. Le dirigió una fugaz mirada por encima del hombro—. ¿Qué haces? ¿A qué esperas?
El kender no pudo contestar. Oía con toda claridad a los draconianos, convulsionados en estentóreas carcajadas y sin apresurarse en su persecución pues sabían que sus cautivos no tenían escapatoria. Doblaron el recodo y sus risas se intensificaron al ver a Tika presta a la batalla.
—Creo q-que no podré hacerlo, Tika —balbuceó Tas sin apartar la vista de la odiosa cerradura.
—¡No podemos permitir que nos atrapen! —le urgió la muchacha, retrocediendo hacia él pero fija su atención en los enemigos—. Han descubierto a Berem y nos obligarán a contarles todo cuanto sabemos acerca de él. No repararán en medios para sonsacarnos información, nos torturarán.
—Tienes razón —concedió el kender—. Lo intentaré.
«Poseo el valor suficiente para recorrer la senda oscura», se dijo Tas, evocando una vez más las palabras de Fizban. Respiró hondo, extrajo un alambre de su saquillo y se puso manos a la obra. Después de todo, ¿qué era la muerte para un kender sino la mayor aventura que puede concebirse? Además le aguardaba Flint en el mundo de ultratumba, sin duda necesitado de su presencia para salir de mil embrollos.
El recuerdo del enano confirió una inusitada firmeza a sus manos, que manipulaban el alambre con acierto. De pronto, le alertó un grito de furia, seguido por el estrépito que producían los aceros al entrechocarse.
Se interrumpió un instante, ansioso por contemplar la escena. Tika no había aprendido el arte de la esgrima, pero era una experta en manejar los altercados cotidianos de las tabernas. Dibujaba su espada sesgos y reveses en el aire, apoyados por un salvaje torbellino de puntapiés, puñetazos sin tiento e incluso mordiscos que forzaron a los draconianos a retroceder unos pasos frente a la inesperada ferocidad de sus arremetidas. Todos ellos presentaban sanguinolentos surcos en sus cuerpos, y uno se desplomó con el brazo cercenado en un charco formado por su verde savia.
No podría contenerles durante mucho tiempo, así que Tas reanudó su trabajo aunque con mano insegura después de presenciar tan encarnizada lucha. La clave estaba en hacer saltar la cerradura sin activar la trampa, constituida por una aguja sujeta a un fuelle.
La fina herramienta se deslizó de su laxa mano, y se reprendió por tan absurda torpeza. ¡Era indigno de un kender comportarse como un cobarde! Recogiendo el alambre lo insertó otra vez con sumo celo mas, cuando casi había conseguido su propósito, alguien lo empujó.
—¡ Pon un poco más de cuidado! —riñó a Tika con la cabeza vuelta hacia ella. ¡El sueño! Así era cómo la había amonestado y también, al igual que en la premonitoria pesadilla, vio a la muchacha a sus pies, bañados de sangre sus pelirrojos bucles.
¡No! —se rebeló en un paroxismo de excitación. En aquel momento el alambre resbaló y se golpeó la mano contra la cerradura.
Cedió el cerrojo con un ruido sordo, provocando al hacer lo un leve chirrido apenas audible, un eco sibilante que anunciaba que la trampa se había liberado.
Vislumbró Tas, con los ojos desorbitados, una gota de sangre en la punta del dedo más próximo a la dorada aguja que sobresalía del fuelle. Los draconianos lo sujetaban por el hombro, pero los ignoró. Poco importaba que lo aprehendieran. El agudo dolor de su miembro no tardaría en extenderse a todo su cuerpo.
«Cuando llegue al corazón dejaré de sufrir. Para entonces ya no sentiré nada», se dijo en una nebulosa.
Oyó un clamor de trompetas, de metálicos clarines que hendían la fresca atmósfera. ¿Dónde habían sonado antes? «En Tarsis, antes de que aparecieran los dragones, recordó.
Los centinelas lo soltaron y se alejaron a toda carrera por el pasillo.
«Debe ser una alarma general», adivinó el kender, comprobando con interés que las piernas no lo sostenían. Se deslizó hasta el suelo, junto a Tika, y estiró la mano a fin de acariciar los bonitos rizos de la muchacha, ahora teñidos de púrpura. Tenía el rostro lívido, los ojos cerrados.
—Lo lamento, Tika —se disculpó Tas con un nudo en la garganta. El dolor se propagaba rápidamente, se habían entumecido sus dedos y pies hasta quedar inertes. Lo siento Caramon, te aseguro que lo he intentado.
Sollozando en silencio, Tasslehoff apoyó la espalda en la puerta y esperó el fin.
Tanis no podía moverse si bien, tras oír el desgarrado grito de Laurana, tampoco deseaba hacerlo. Suplicó para sus adentros que un dios condescendiente le asestara un golpe mortal mientras permanecía arrodillado a los pies de la Reina Oscura, pero las divinidades no le otorgaron su gracia. La sombra se desplazó cuando la soberana centró su atención en otro punto, lejos de él, y el semielfo se esforzó por incorporarse con el rostro enrojecido de vergüenza. No osaba mirar a Laurana, ni siquiera enfrentarse a los ojos de Kitiara pues temía el desdén que sin duda se reflejaban en ellos.
No obstante, la Señora del Dragón tenía asuntos más importantes en que pensar. Aquél era su momento de gloria, la culminación de todos sus planes. Estirando la mano, inmovilizó a Tanis en su poderosa garra al ver que disponía a ofrecerse como escolta de Laurana y lo empujó hacia atrás para situarse delante de él.
—Por último, deseo recompensar al siervo que me ayudó a capturar a la mujer elfa—declaró con arrogancia. El caballero Soth os ruega que le concedáis el alma de Lauralanthalasa, a fin de vengarse de la esposa que lo envolvió en su maleficio hace ya muchos años. Si está condenado a vivir en una eterna negrura, pide que al menos la Princesa comparta sus penalidades en la muerte.
—¡No! —Laurana alzó la cabeza, el terror había despertado sus embotados sentidos. —¡No!—repitió con voz ahogada.
Retrocedió unos pasos y examinó desesperada el recinto, ansiosa por hallar una vía de escape; no existía ninguna. El suelo era un hervidero de draconianos que la contemplaban divertidos y, en cuanto a Tanis, tenía el contraído rostro vuelto hacia la humana. La expresión del semielfo era impenetrable, pero Laurana advirtió una llama en sus ojos que no supo interpretar. Arrepintiéndose de su súbito estallido, decidió que prefería morir antes que exhibir una nueva flaqueza en presencia de aquella hostil asamblea. Enderezó la espalda en orgulloso ademán a la vez que levantaba el rostro, ahora bajo control.
Tanis ni siquiera la vio, las palabras de la Princesa tamborileaban en su cerebro nublando sus ojos y sus pensamientos. Se acercó enfurecido a Kitiara y le espetó:
—¡Me has traicionado! ¡Esto no formaba parte del plan!
—¡Calla! —le ordenó ella en su susurro—. ¡Si te oyen lo habrás destruido todo!
—¡Qué intentas...?
—¡Silencio! —fue la tajante respuesta.
—Tu obsequio me ha causado un inmenso placer, Kitiara —declaró la oscura voz penetrando la ira de Tanis—. Te concedo las peticiones que has formulado: el alma de la mujer será entregada a Soth, y aceptamos en nuestras filas al semielfo. Para sellar nuestro pacto, el llamado Tanis depositará su espada a los pies de Ariakas.
—Vamos, obedece —instó la dignataria a su nuevo oficial. Todas las miradas confluían en la plataforma.
—¿Cómo? —inquirió el interpelado sin ocultar su perplejidad—. No me habías hablado de tan absurda ceremonia. ¿Qué debo hacer?
—Asciende hasta la tarima de Ariakas y ofrécele tu acero, tal como te han indicado —le explicó Kitiara mientras lo escoltaba hasta la escalinata—. El lo recogerá y procederá a devolvértelo, confirmando así tu ingreso en los ejércitos de los Dragones. Es tan sólo un ritual, pero me ayudará a ganar tiempo.
—¡Tiempo para qué? ¿Qué ha concebido tu diabólica mente? —indagó Tanis con sequedad, apoyado ya su pie en el primer peldaño—. Deberías haberme informado...
—Cuanto menos sepas, mejor para ti. —La comandante exhibió una encantadora sonrisa, dirigida en realidad a la concurrencia que los observaba. Se produjeron unas risas nerviosas, algunas bromas de dudoso gusto frente a lo que parecía la despedida de un enamorado. Pero los ojos de Kitiara no guardaban consonancia con sus labios— .Recuerda quién queda junto a mí en esta plataforma —advirtió al semielfo y, acariciando la empuñadura de su espada, lanzó a Laurana una significativa mirada—. No hagas ninguna tontería.
La Señora del Dragón dio la espalda a su oficial y fue a situarse al lado de la Princesa elfa mientras Tanis, temblando de miedo y de rabia, bajaba torpemente la escalera que jalonaba la escultura en forma de ofidio con un torbellino en la cabeza. El tumulto de la asamblea se le antojó el embate de un embravecido océano, agravado por los destellos que emitían las lanzas y las llamas de las antorchas. Pisó al fin, cegado y confuso, el suelo y comenzó a andar en dirección a la plataforma de Ariakas sin saber dónde estaba ni qué hacía. Llevado por un simple reflejo, atravesó la fastuosa estancia.