Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—¡Apresúrate, Fizban! —le suplicó Tasslehoff retorciéndose las manos.
—¡Ya está! —declaró satisfecho el mago, ajeno a la cruenta batalla—. Un encaje perfecto y los gnomos afirmaban que era un pésimo ingeniero.
En efecto, la parte que sostenía a Tanis, Caramon, Fizban y Tas se había instalado firmemente entre las dos secciones del quebrado puente. Pero en aquel mismo momento la mitad que conducía a la salvación, al otro lado de la garganta, se partió y cayó al precipicio.
—¡En nombre de los dioses! —exclamó Caramon aterrorizado, a la vez que sujetaba a Tanis y lo atraía hacia él para evitar que pisara el vacío en lugar de las planchas de madera que ya no podían recibirle.
—¡Estamos atrapados! —se lamentó el semielfo mientras contemplaba como los troncos se hundían en el desfiladero y sentía que su alma caía con ellos. Al otro lado oía gritar a Tika, confundiéndose sus voces con las exultantes exclamaciones de los draconianos.
Inesperadamente, algo se quebró con estrépito en el lugar donde se hallaban congregados los reptiles, que mudaron su júbilo por un incontenible terror.
—¡Mira, Tanis! —le apremió Tasslehoff muy excitado.
El semielfo giró el rostro, justo a tiempo para ver que aquella parte del puente se desmoronaba también en el cañón arrastrando a numerosos draconianos. El tramo dorado se tambaleó de un modo alarmante y, al notarlo, Caramon no pudo reprimir un aullido de miedo:
—!Vamos a despeñamos, no hay nada que nos sostenga ahora!
Sin embargo, su lengua se paralizó al escudriñar ambos flancos de la vieja estructura. Con un ahogado susurro, añadió:
—No puedo creerlo.
—No me preguntes por qué, pero yo sí —repuso Tanis en un tembloroso jadeo.
En el centro del cañón, suspendida en el aire, la mágica tabla permanecía inmutable, brillando bajo la luz del sol poniente mientras los últimos listones de la plataforma desaparecían en pos de las verticales paredes. Cuatro figuras se erguían sobre su refulgente superficie, sin cesar de observar las ruinas que les rodeaban y las insalvables brechas que se abrían en ambos extremos del ya inexistente paso.
Durante unos segundos reinó un silencio sepulcral, que rompió Fizban para dirigirse triunfante a Tanis:
—Un espléndido hechizo —declaró orgulloso—. ¿Alguien tiene una cuerda?
Era noche cerrada cuando los compañeros lograron abandonar el tramo dorado. Entonces lanzaron a Tika una gruesa cuerda, obtenida también gracias a la magia de Fizban. Esperaron hasta que la muchacha, ayudada por Flint, la hubo afianzado a un recio peñasco. Uno por uno Tanis, Caramon, Tas y Fizban iniciaron la acrobática travesía para ser izados en el borde del risco merced a las fuertes manos de Berem.
Concluida la peligrosa hazaña, todos se abandonaron a su invencible fatiga. Tan exhaustos estaban que ni siquiera tomaron la precaución de buscar un refugio, ni tomaron ningún alimento. Extendieron sus mantas en una cercana pineda de árboles enanos y acto seguido establecieron turnos de vigilancia. Quienes pudieron cayeron en un profundo sueño mientras los otros los custodiaban.
A la mañana siguiente Tanis se despertó rígido y dolorido. Lo primero que captaron sus ojos fue el reflejo del sol sobre la plataforma, que permanecía suspendida en el vacío.
—Supongo que no puedes desembarazarte de este objeto —comentó el semielfo al viejo mago, que ayudaba a Tas a preparar el exiguo desayuno de campaña.
—Me temo que no —afirmó Fizban a la vez que lanzaba una ansiosa mirada al resplandeciente tramo.
—Esta mañana ha ensayado varios hechizos —explicó Tas inclinando la cabeza en dirección a un pino que, totalmente cubierto de telarañas, se alzaba junto a otro del que sólo quedaba un tocón chamuscado—. Me ha parecido preferible hacerle desistir antes de que nos convirtiera en grillos o algo peor.
—Has hecho lo que debías —farfulló Tanis sin poder , substraerse a los deslumbrantes centelleos de la tabla—. Si pintáramos una flecha en el risco no dejaríamos un rastro más visible. —Y, apesadumbrado, fue a sentarse al lado de Caramon y Tika.
—No hay duda de que nos perseguirán —añadió el guerrero mientras masticaba con dificultad un correoso bocado de fruta desecada—. Los dragones les ayudarán a salvar la brecha —concluyó, guardando el alimento sobrante en su bolsa.
—Caramon, apenas has comido —se asombró Tika.
—No tengo hambre —respondió él, y se puso en pie—. Voy a reconocer el terreno.
Sin pronunciar otra palabra, el guerrero se cargó al hombro armas y enseres para alejarse por el angosto camino. Tika, con el rostro ladeado en un intento de evitar la mirada de Tanis, comenzó a recoger su hatillo.
—¿Raistlin? —indagó el semielfo, a quien no se le había escapado la actitud de la pareja.
Tika interrumpió su febril actividad y descansó ambas manos en el regazo.
—¿Cuándo se liberará de esa obsesión, Tanis? —preguntó contemplando impotente la silueta del amado—. No lo comprendo.
—Tampoco yo —admitió el semielfo en el instante en que el guerrero desaparecía en la espesura—. De todos modos, nunca tuve hermanos.
—¡Yo sí le comprendo! —exclamó, de pronto, Berem. Su voz tembló con una pasión que no pasó desapercibida al cabecilla del grupo.
—¿Qué quieres decir?
Al oír su pregunta, se desvaneció del semblante del Hombre Eterno todo rastro de vehemencia.
—Nada —titubeó, convertido de nuevo su rostro en una máscara insondable.
—No voy a conformarme con esa respuesta. ¿Por qué comprendes a Caramon? —Se había levantado y oprimía entre sus dedos el brazo de Berem.
—¡Déjame en paz! —protestó el hombre enfurecido, desprendiéndose de Tanis.
—Escucha, Berem —le llamó Tas con una alegre sonrisa, como si no hubiera oído la conversación—. Estoy examinando mis mapas y he encontrado uno que encierra una historia de lo más interesante...
Berem se encaminó, tras dedicar a Tanis una misteriosa mirada, hacia el lugar donde el kender se había instalado entre sus joyas cartográficas y procedía a estudiarlas. Acuclillándose junto a los documentos extendidos, el Hombre Eterno se perdió en sus vacilaciones mientras escuchaba el relato de Tas.
—Olvídalo, Tanis —le aconsejó Flint—. En mi opinión si entiende a Caramon es porque está tan loco como Raistlin.
—No pensaba preguntarte, pero tienes razón —admitió Tanis sentándose junto al enano para ingerir su desayuno—. No tardaremos en irnos, eso es lo que importa ahora. Con un poco de suerte Tas encontrará un mapa de estos contornos.
—No creo que nos convenga —dijo Flint entre estornudos—. La última vez que seguimos la ruta de uno de sus mapas terminamos en un puerto sin mar.
—Quizá en esta ocasión sea distinto. —El semielfo no pudo ocultar su sonrisa—. Siempre será mejor que obedecer las instrucciones de Fizban.
—Estoy de acuerdo —rezongó el enano, lanzando al mago una mirada de soslayo. Estiró el cuerpo hacia Tanis para susurrarle al oído—: ¿Nunca te has preguntado cómo logró salvarse en Pax Tharkas?
—¡Son tantos los enigmas sin respuesta a los que no ceso de dar vueltas! —exclamó Tanis sin alzar la voz—. Por cierto, ¿cómo te encuentras?
El enano pestañeó asombrado ante las inesperadas palabras del semielfo. ¿Qué tenía aquello que ver con lo que estaban discutiendo?
—Bien —le espetó con un intenso rubor en las mejillas.
—Veras, he observado que te frotas el brazo izquierdo cuando hacemos una larga caminata —intentó explicar.
—Es el dichoso reuma —gruñó el interpelado—. Como sabes siempre se recrudece en primavera, y dormir al raso no contribuye a aliviarlo. Creo que quieres partir cuando antes —añadió para desviar el tema, y se concentró en embalar sus pertenencias.
—En efecto..—Tanis se volvió, después de exhalar un hondo suspiro—. ¿Has encontrado algo, Tas?
—Me parece que sí —contestó el kender pletórico. Enrollando de nuevo sus mapas, los introdujo en su estuche y se apresuró a embutir éste en el hatillo, no sin espiar fugazmente a su dragón dorado mientras lo hacía. Aunque de metal, la figurilla cambiaba de forma del modo más extraño imaginable. Ahora se hallaba envuelta en sí misma como un anillo. Tan absorto estaba en la contemplación del mutante objeto que olvidó que esperaban sus noticias.
—¡Oh! —exclamó cuando la impaciente tos del semielfo lo sacó de su ensimismamiento—.Debo mostraros un mapa y contaros su historia. Siendo niño viajé con mis padres por las Montañas Khalkist, que es donde nos hallamos ahora. Normalmente realizábamos esta excursión por el norte, la ruta más larga, pues cada año se celebraba un feria en Taman Busuk. Se vendían allí objetos maravillosos, y mi padre nunca se la perdía. Pero en una ocasión, si no recuerdo mal después de que lo arrestaran y lo ataran a un poste a causa de un malentendido en una transacción con un orfebre, decidimos atravesar los cerros. Mi madre siempre había deseado visitar Godshome, La Morada de los Dioses, así que...
—¿Y ese mapa? —le interrumpió Tanis.
—¡Ah, sí, el mapa! —Tas reaccionó—. Aquí está. Creo que perteneció a mi padre. Nos encontramos aquí, si mis cálculos y los de Fizban son correctos. Y este otro punto es Godshome.
—¿Godshome?
—Sí, una antigua ciudad. Fue abandonada durante el Cataclismo, no quedan sino sus ruinas...
—Y probablemente se ha convertido en un hervidero de draconianos —aventuró Tanis.
—No, no me refiero a ese Godshome —le corrigió el kender mientras recorría con el dedo el trazado del mapa hasta el lugar que representaba la ciudad—. El Godshome, la Morada de los Dioses, que nos interesa, ya se llamaba así antes de que se construyera la urbe, o así lo afirma Fizban.
Tanis alzó la vista hacia el viejo mago, quien asintió con la cabeza.
—Hace muchas décadas se creía que las divinidades vivían allí. Se trata de un paraje sagrado.
—Y también resguardado —añadió Tas—, oculto en un valle en el corazón de las montañas. Nadie lo visita, según Fizban, y él es el único que conoce el camino. En mi mapa figura una ruta, al menos hasta los cerros circundantes...
—¿Dices que nadie lo visita? —repitió Tanis. Se dirigía a Fizban.
—No —respondió el mago con un ribete de indignación en sus ojos.
—Nadie salvo tú —insistió el cabecilla.
—He conocido innumerables lugares, semielfo —le espetó el hechicero—. Si dispones de un año creo que tendré tiempo para enumerártelo. ¡No me infravalores, jovencito! Estás cargado de recelos, y creo que es injusto después de lo que he hecho por vosotros...
—Será mejor no recordárselo —le interrumpió Tas al ver la sombría mueca de Tanis—. Vamos, anciano.
Se adentraron juntos en el sendero, Fizban a trompicones y con la barba erizada.
—¿Es cierto que los dioses habitaron en el paraje al que nos llevas? —inquirió Tas para impedir que el mago irritara al semielfo con algún comentario desabrido.
—¿Cómo voy a saberlo? —protestó Fizban disgustado—. ¿Acaso tengo yo aspecto de divinidad?
—Pero...
—¿Alguien te ha dicho que hablas demasiado?
—Casi todo el mundo —repuso Tas con su habitual jovialidad—. ¿Te he contado ya que una vez me tropecé con un mamut lanudo?
Tanis oyó gemir a Fizban. Tika pasó junto a él, ansiosa por alcanzar a Caramon.
—¿Todo va bien, Flint? —preguntó Tanis.
—Sí —anunció el enano, que se había sentado en una roca—. Se me ha caído una bolsa y quiero afianzarla al cinto. Seguid, no tardaré en reunirme con vosotros.
Ocupado en inspeccionar el mapa de Tas mientras andaba, el semielfo no advirtió que Flint mentía. Ni siquiera captó la nota de angustia que teñía su voz ni el espasmo de dolor que contrajo su rostro.
—De acuerdo, pero apresúrate —le recomendó con aire ausente—. No debes quedar rezagado.
—De acuerdo, amigo —balbuceó Flint sin moverse de la roca, esperando que cediera el ahogo como siempre hacía.
Flint observó al compañero que se alejaba por la senda. «No debes quedar rezagado», repitió.
—Adelante —se alentó a sí mismo y, frotándose los ojos con su rugosa mano, se puso en pie para seguir al grupo.
La morada de los Dioses.
Fue aquélla una jornada larga y fatigosa, en la que los compañeros deambularon sin rumbo por las montañas. Al menos, así se le antojó al impaciente semielfo.
Lo único que le impedía estrangular a Fizban, tras entrar en el segundo cañón en menos de cuatro horas, era el conocimiento de que el anciano les guiaba en la dirección correcta. Por muchos rodeos que trazasen hasta sentirse perdidos, por mucho que Tanis afirmase haber pasado tres veces junto al mismo peñasco, en cuanto lograba atisbar el sol comprendía que viajaban hacia el nordeste sin desviarse un ápice.
A medida que avanzaba el día, no obstante, el astro que les orientaba parecía más y más remiso a dejarse ver, el gélido aire invernal había desaparecido para dar paso a una brisa preñada de aromas de brotes tiernos, si bien el cielo no tardó en ensombrecerse con plomizos nubarrones que se descargaron en una lluvia monótona, fina y persistente cuyas gotas tamborileaban sobre sus cabezas y empapaban las capas.
A media tarde el grupo estaba desalentado. Incluso Tasslehoff, que había discutido acaloradamente con Fizban la ruta a seguir, perdió el ánimo. Las reyertas entre ambos resultaban frustrantes para Tanis pues ponían de manifiesto que ninguno de ellos conocía su situación y, además, el semielfo había sorprendido al mago consultando el mapa al revés. Tras uno de estos altercados el kender incluso embutió sus dudosos documentos en la bolsa y rehusó volver a sacarlos pese a las amenazas de Fizban, quien se declaró dispuesto a convertir su copete en una cola de caballo.
Hastiado de ambos, Tanis envió a Tas a la retaguardia para que se calmara y apaciguó al mago. Tras su fingida amabilidad alimentaba el secreto deseo de emparedarles a ambos en una cueva.
El sosiego que invadiera al semielfo en Kalaman desaparecía de manera progresiva en tan extenuante viaje. Aquella paz, ahora se percataba, provenía de la actividad, de la perenne búsqueda de decisiones útiles y en definitiva de la convicción de hacer algo para ayudar a Laurana. Aquellas ideas reconfortantes lo mantenían a flote en las turbulentas aguas que lo rodeaban, como hicieron los elfos marinos al socorrerle en el Mar Sangriento de Istar. Pero ahora una negra oleada se cerraba de nuevo sobre su cabeza.
Tanis no cesaba de pensar en Laurana. Evocaba una y otra vez las palabras acusadoras de Gilthanas: «!Lo hizo por ti!», y aunque sin duda el Príncipe elfo lo había perdonado, él no era tan condescendiente a la hora de enjuiciar sus propias acciones. ¿Qué había sido de la muchacha en el Templo de la Reina de la Oscuridad? ¿Vivía aún? Se reprendió por planteárselo siquiera, ¡por supuesto que vivía! La perversa soberana no pretendía matarla, al menos mientras ignorase el paradero de Berem.