La interpretación del asesinato (55 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—Si tuviera que adivinarlo —dijo Freud— diría que Nora era para la señora Banwell un espejo en el cual se veía como era ella hace diez años, y en el que veía también, como contrapunto, en qué se había convertido. Ello explicaría sin duda su deseo de corromper a Nora, y de hacerle daño. No debe olvidar los años de castigo que había tenido que soportar como objeto de deseo de un sádico.

—Pero seguía con él. —No podía ser sólo el dinero lo que hizo que Clara siguiera con Banwell—. ¿Era masoquista?

—No existe tal cosa, Younger, en forma pura. Todo masoquista es también un sádico. En cualquier caso, el masoquismo en los hombres nunca es lo primordial: es sadismo vuelto contra uno mismo. Y la señora Banwell tenía sin duda un marcado lado masculino. Seguramente llevaba ya un tiempo planeando la destrucción de su marido.

Aún tenía otra pregunta que hacerle. Dudaba si hacérsela o no, sin embargo. Parecía tan básica, tan propia de un ignaro. Pero decidí hacérsela de todas formas.

—¿La homosexualidad es una enfermedad, doctor Freud?

—Se está preguntando si Nora es homosexual —me respondió.

—¿Tan transparente soy?

—No hay nadie capaz de mantener un secreto —dijo Freud—. Si sus labios se mantienen cerrados, hablará con las puntas de los dedos.

Reprimí el impulso de mirarme las puntas de los dedos.

—No tiene por qué mirarse las puntas de los dedos —prosiguió Freud—. No es transparente. Con usted, muchacho, lo único que hago es preguntarme lo que sentiría yo en su lugar. Pero responderé a su pregunta. La homosexualidad no es ciertamente una ventaja, pero no puede considerarse una enfermedad. No es en absoluto una vergüenza, ni un vicio, ni una degradación. En las mujeres, especialmente, puede haber detrás un narcisismo primario, un amor a sí mismas que dirige su deseo hacia otros seres de su mismo sexo. Pero yo no consideraría a Nora homosexual. Yo diría más bien que fue seducida. Pero debería haber visto al instante su amor por la señora Banwell. Era claramente la corriente inconsciente más fuerte de su vida mental. Usted me dijo el primer día el cariño con el que le había hablado de Clara Banwell, cuando lo lógico habría sido que hubiera mostrado el más feroz de los celos de una mujer a quien había sorprendido con su padre en mitad de un acto sexual, un acto sexual que ella misma quería realizar con su progenitor. Sólo el más intenso de los deseos por la señora Banwell le habría permitido no sentir celos de ella.

Como es natural, no estaba del todo de acuerdo con tal observación. Y me limité a asentir en silencio.

—¿No está de acuerdo? —me preguntó.

—No creo que Nora estuviera celosa de Clara —dije—. De esa forma.

Freud levantó las cejas.

—No puede no estar de acuerdo con ello a menos que rechace la teoría del Edipo.

Seguí sin decir nada.

—Ah, ya —dijo Freud al fin. Y lo repitió—: Ah, ya. —As piró el aire profundamente, suspiró y me observó con detenimiento—. Por eso no viene a Clark con nosotros.

Pensé en mencionarle a Freud mi reinterpretación del complejo de Edipo. Me habría gustado hacerlo. Me habría gustado aún más discutir con él
Hamlet
. Pero vi que no podía. Sabía lo que había sufrido por la defección —al parecer— de Jung. Habría otras ocasiones. Llegaría a Worcester el martes por la mañana. A tiempo para su primera conferencia.

—En tal caso —prosiguió Freud—, déjeme plantearle una posibilidad antes de irme. Usted no es el primero en rechazar el complejo de Edipo. Y tampoco será el último. Pero usted quizá tenga un motivo especial para hacerlo, un motivo relacionado con mi persona. Usted me admiraba de lejos, mi querido amigo. Siempre hay una especie de amor por el padre en tales relaciones. Ahora, después de haberme conocido en carne y hueso, y después de haber tenido la oportunidad de completar esta catexis, tiene miedo de que sea así. Teme que me aparte de usted, como hizo su padre real. Así que se protege de ese apartamiento que presiente negando el complejo de Edipo.

Seguía lloviendo a mares. Freud me miró con ojos bondadosos.

—Alguien le ha contado —dije— que mi padre se suicidó.

—Sí.

—Pero no lo hizo.

—¿No?

—Lo maté yo.

—¿Qué?

—Fue la única forma —dije— de superar mi complejo de Edipo.

Freud me miró. Por un instante temí que pudiera haber tomado en serio mis palabras. Luego se echó a reír a carcajadas y me estrechó la mano. Me dio las gracias por ayudarle en su semana en Nueva York, y en especial por haber salvado sus conferencias en la Universidad de Clark. Lo acompañé hasta cubierta. Su cara me pareció mucho más llena de arrugas de lo que me había parecido una semana atrás. Y su espalda ligeramente encorvada, y sus ojos una década más viejos. Cuando empecé a bajar del barco oí que me llamaba por mi nombre. Estaba apoyado sobre la borda; yo ya había descendido varios metros por la escalerilla.

—Seré honrado con usted, muchacho —dijo, desde debajo del paraguas batido por la lluvia—. Respecto de este país suyo: recelo de él. Tenga cuidado. Saca lo peor de la gente: tosquedad, ambición, fiereza. Hay demasiado dinero. Veo la célebre mojigatería de su país, pero es muy frágil. Saltará en mil pedazos en el torbellino de gratificación de los sentidos que está generándose en su seno. Norteamérica, me temo, es un error. Un error de dimensiones gigantescas, sin duda. Pero un error al fin y al cabo.

Fue la última vez que vi a Freud en los Estados Unidos. Aquella misma noche llevé a Nora a la última planta del edificio Gillender, en la esquina de Nassau, Broad y Wall Street, un lugar donde todos los días se ganaban y se perdían grandes fortunas. Los sábados por la mañana en Wall Street no había ni un alma.

Había ido a casa de los Acton en cuanto me despedí de Freud en el muelle. La señora Biggs me acogió como a un viejo amigo. Harcourt y Mildred Acton no estaban a la vista por ninguna parte; no recibían, era evidente. Pregunté cómo se encontraba Nora. La señora Biggs se retiró sin dejar de hablar, y al cabo de unos minutos bajó Nora.

Ninguno de los dos sabía qué decir. Al final le pregunté si le gustaría dar un paseo. Le dije que, desde el punto de vista médico, sería harto aconsejable. De pronto estuve seguro de que Nora iba a declinar mi invitación y de que no la volvería a ver jamás.

—De acuerdo —dijo.

La lluvia había cesado. El olor del pavimento mojado, que en la ciudad significa frescura, se alzaba gratamente al aire. En la zona centro el pavimento se convirtió en adoquinado, y el ruido distante de los cascos de los caballos, sin el menor rastro de automóviles o de autobuses, me recordó el Nueva York que conocí de chico. Hablamos poco.

El portero del Gillender, al oír que queríamos contemplar la famosa vista, nos dejó pasar. En la estancia de la cúpula, de la planta diecinueve, cuatro ventanas ojivales se abrían a la ciudad, cada una hacia un punto cardinal. Ciudad arriba, veíamos kilómetro tras kilómetro de la propagación hacia el norte de las luces de Manhattan; y hacia el sur la punta de la isla, el agua, y la antorcha encendida de la Estatua de la Libertad.

—Van a demolerlo en cualquier momento —dije.

El edificio Gillender, cuando se construyó en 1897, era uno de los rascacielos más altos de Manhattan. De silueta fina y esbelta y proporciones clásicas, era asimismo uno de los más admirados.

—Será el edificio más alto que se derribe en la historia del mundo —dije.

—¿Ha sido feliz alguna vez? —me preguntó Nora de pronto.

Me quedé pensativo.

—El doctor Freud dice que la infelicidad nos la causa el no poder liberarnos de nuestros recuerdos.

—¿Y dice cómo se supone que tenemos que liberarnos de nuestros recuerdos?

—Recordándolos.

Ninguno de los dos habló.

—Eso no suena del todo lógico, doctor —dijo Nora.

—No.

Nora señaló hacia un tejado situado a una manzana al norte.

—Mire. Ése es el edificio Hanover, donde el señor Banwell se propasó conmigo hace tres años.

Callé.

—¿Lo sabía? —me preguntó—. ¿Sabía que desde aquí lo veríamos?

Tampoco dije nada.

—Sigue tratándome, ¿verdad? —dijo ella.

—Nunca la he tratado.

Miró hacia otra parte.

—Fui tan estúpida.

—Ni de lejos tan estúpido como yo.

—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Nora.

—Volver a Worcester —dije—. Ejercer la medicina. Los estudiantes estarán de vuelta dentro de unas semanas.

—Mis clases empiezan el veinticuatro —dijo ella.

—¿Va a ir a Barnard, entonces?

—Sí. Ya he comprado los libros. Me voy de casa de mis padres. Viviré en una residencia de la zona norte que se llama Brooks Hall.

—¿Y qué va a estudiar en Barnard, señorita Acton? —le pregunté—, ¿las mujeres de Shakespeare?

—En realidad —me respondió, como sin darle importancia—, estoy pensando en especializarme en drama isabelino y psicología. Ah, y en investigación criminal…

—Absurda combinación de intereses —dije—. Nadie va a tomarla en serio.

Hubo otro silencio.

—Supongo —dije— que tendremos que decimos adiós.

—Yo he sido feliz una vez —respondió ella.

—¿Una vez?

—Anoche —dijo ella—. Adiós, doctor. Gracias.

No respondí. E hice bien. Si no le hubiera dado unos instantes de más, tal vez no habría pronunciado las palabras que yo más anhelaba escuchar.

—¿Va a darme un beso de despedida, al menos? —dijo.

—¿Besarla? —repliqué yo—. Aún es menor de edad, señorita Acton. No osaría ni en sueños.

—Soy como Cenicienta —dijo Nora—. Sólo que al revés. A medianoche cumpliré dieciocho años.

Llegó la medianoche. Y resultó que no me decidí a abandonar la ciudad de Nueva York ni una sola vez durante el resto de aquel mes tan joven.

Epílogo

En julio de 1910, George Banwell fue declarado no culpable del asesinato de Seamus Malley. El juez desestimó la acusación por falta de pruebas. Banwell fue condenado, sin embargo, por tentativa de asesinato en la persona de Nora Acton. Y pasó en prisión el resto de su vida.

Charles Hugel cumplió dieciocho meses de prisión por aceptar un soborno y falsificar pruebas. Durmió muy mal en la cárcel; a veces no pegó ojo en toda la noche, y contrajo una enfermedad nerviosa de la que no se recuperó jamás.

Una hermosa mañana de verano de 1913, Harry Thaw salió por la puerta principal del Matteawan State Hospital, montó en un coche que le esperaba y huyó a Canadá, donde más tarde fue detenido y extraditado a Nueva York y juzgado por fugarse de una institución penitenciaria para enfermos mentales. La acusación no hizo bien su trabajo. Para lograr la condena de Thaw, el fiscal tenía que convencer al jurado de que el acusado era un hombre cuerdo en el momento de la fuga, pero si el jurado lo declaraba cuerdo, a éste le asistía el derecho legal de fugarse, ya que un hombre cuerdo no puede estar legalmente confinado en un manicomio. Al final del proceso, Thaw ya había conseguido que lo dejaran libre sin cargos. Nueve años después, dio de latigazos a un joven varón y fue encarcelado de nuevo.

A Chong Sing lo soltaron el 9 de septiembre de 1909, una vez se hubo dictaminado que su anterior confesión se había obtenido mediante coacción. No se formularon cargos en su contra. Pese a la orden de búsqueda internacional que se lanzó contra él, jamás dieron con William Leon.

George McClellan no se presentó a alcalde en las elecciones municipales de 1909, y nunca más volvió a presentarse a cargo político alguno. Pero cumplió su promesa de terminar la construcción del Puente de Manhattan aunque fuera la última cosa que hiciera en la alcaldía. En aquellos días, el mandato del alcalde finalizaba el último día del año del calendario. El 31 de diciembre de 1909, McClellan cortó la cinta que inauguraba el Puente de Manhattan, y lo abrió con este acto al tráfico rodado.

Jimmy Littlemore fue oficialmente ascendido a teniente de la policía el 15 de septiembre de 1909. Él y Betty se casaron justo antes de navidades. Greta, acompañada de su bebé, fue una de las invitadas.

Ernest Jones nunca supo nada de la intervención de Freud en la investigación de los crímenes de George y Clara Banwell. Freud no quiso que su papel en ella fuera revelado a la opinión pública, y no confiaba en la discreción de Jones. Éste, sin embargo, lo supo todo de la sociedad secreta Charaka. Sintió un entusiasmo muy especial por el anillo de sello utilizado en ella. Y mandó hacer uno idéntico para cada uno de los seguidores genuinos de Freud, a fin de que pudieran identificarse entre ellos dondequiera que se hallaran. Jung, huelga decido, no recibió ninguno.

En las décadas que siguieron a las conferencias de Freud en Clark hubo un consenso general sobre el hecho de que 1909 supuso un hito en la psiquiatría y la cultura norteamericanas. La presencia de Freud en esa universidad constituyó un rotundo éxito. La traducción de Brill de los trabajos de Freud sobre la histeria se publicó, con cierto retraso, después de finalizado el proceso del que se acaba de dar cuenta. El psicoanálisis arraigó en suelo norteamericano, y pronto alcanzó una formidable relevancia. Las teorías sexuales de Freud triunfaron, y la cultura del psicoanálisis fue expandiendo sus raíces.

Las conferencias de Jung en Fordham, en las que rompió abiertamente con Freud, tuvieron lugar al fin en 1912. Ese mismo año, el
Times
publicó a toda página su admirativo artículo sobre Jung y las acusaciones de Moses Allen Starr sobre la «peculiar» vida de Freud en Viena. Pero ya era demasiado tarde. La estrella de Jung jamás alcanzó ni remotamente la altura de la de su ex maestro. Su ruptura con Freud lo sumió en una depresión profunda, marcada por varios episodios psicóticos o cuasipsicóticos. Más tarde dio en mofarse de las ideas de Freud, tachándolas de «psicología judía».

El psicoanálisis dio al traste con el nexo forzoso entre neurología y enfermedad nerviosa. De hecho, hizo obsoleto el término mismo de
enfermedad nerviosa
, y lo sustituyó por todo un nuevo vocabulario en el que figuraban deseo reprimido, fantasía subconsciente, ello, ego, superego y, por supuesto, sexualidad. Reverdeció la psicología, y el tratamiento somático neurológico de la enfermedad mental empezó a considerarse anticuado y retrógrado, y cayó en la más absoluta obsolescencia por espacio de casi un siglo.

Freud, no obstante, no llegó a experimentar el disfrute que habría cabido esperar del éxito del psicoanálisis en los Estados Unidos. Sumió en la perplejidad a sus colegas al llamar criminal a Smith Ely Jelliffe. Sus ideas podían ser célebres en Norteamérica, decía, pero jamás llegaron a entenderse.

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