La interpretación del asesinato (52 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—Está muy equivocado —replicó Clara—. Colgarán a Nora, no a mí. Les diré que le ha matado Nora, y me creerán. ¿Lo ha olvidado? La psicópata es ella. Y ella es la que se hizo las quemaduras con un cigarrillo. Hasta sus padres piensan eso.

—Señora Banwell, usted no odia a Nora. Usted odia a su marido. Usted ha sido su víctima durante siete años. Nora también lo ha sido. No sea ahora su instrumento.

Clara se quedó mirándome. Di un paso hacia ella.

—Quédese donde está —dijo Clara, cortante—. Me asombra que siendo psicólogo juzgue tan mal el carácter humano. Que sea tan crédulo. Se creyó todo lo que le dije. ¿Se cree siempre lo que le dicen las mujeres? ¿O sólo las cree cuando quiere acostarse con ellas?

—No quiero acostarme con usted, señora Banwell.

—Todos los hombres quieren acostarse conmigo.

—Por favor, baje el revólver —dije—. Está muy alterada. Tiene mil razones para estarlo, pero dirige su rabia en una dirección equivocada. Su marido la pega, señora Banwell. y nunca ha consumado su matrimonio. Y la ha obligado a…, a realizar actos que…

Clara se echó a reír.

—Oh, cállese. Es usted muy gracioso. Va a conseguir que me entren náuseas.

No fue la risa en sí misma, sino el timbre de condescendencia en ella, lo que me dejó sin habla.

—Mi marido nunca me ha hecho nada de eso —dijo Clara—. Yo no soy víctima de nadie. En nuestra noche de bodas le dije que jamás me poseería. Yo se lo dije, no él. Fue sumamente fácil. Le dije que era el hombre más fuerte que había conocido en mi vida. Le dije que haría cosas que le gustarían quizá más que poseerme. Y es lo que hice. Le dije que le traería a otras mujeres, a chicas jóvenes, con quienes podría hacer lo que le viniera en gana. Y es lo que hice. Le dije que me podía hacer daño, y que yo le haría feliz mientras él me estaba hiriendo. Y es lo que hice.

Nora y yo mirábamos a Clara en silencio.

—Y a él le gustaba —añadió Clara, sonriendo.

Volvió a hacerse un silencio. Que al final rompí yo preguntando:

—¿Por qué?

—Porque
conocía
a mi marido —dijo Clara—. Sus apetitos son insaciables. Me deseaba a mí, por supuesto, pero no sólo a mí. Habría otras. Muchas, muchas otras. ¿Y usted cree, doctor, que yo iba a resignarme a ser una de tantas? Lo odié desde el momento en que puse los ojos en su persona.

—No es Nora —dije— la culpable de todo esto.

—Sí lo es —me cortó Clara—. Lo destruyó todo.

—¿Cómo? —le preguntó Nora.


Existiendo
—respondió Clara, con indisimulada malevolencia, sin dignarse siquiera mirar hacia donde Nora estaba—. Se enamoró de ella. Se enamoró. Como un perro. No un perro inteligente. Un perro estúpido. Y ella era un ser tan mimado y sin embargo tan poco echada a perder… Una adorable contradicción. Se convirtió en una obsesión. Así que tuve que conseguirle el hueso al perro, ¿no? Una no puede vivir con un hombre que se pasa el día babeando de ese modo.

—¿Por eso accediste a tener un lío con mi padre? —le preguntó Nora.

—No
accedí
—dijo Clara con desprecio, dirigiéndose a mí, no a Nora—. Fue idea mía. Es el hombre más débil, más aburrido que he conocido en toda mi vida. Si hay un cielo para las mujeres desinteresadas, yo… Pero hasta esto tuvo ella que estropearlo. Rechazó a George. Lo rechazó, sin más. —Clara respiró hondo; y al fin su semblante volvió a iluminarse—. Probé muchas cosas para curarle de su obsesión. Cosas muy diferentes. Lo intenté de verdad.

—Elsie Sigel —dije.

El fugaz estremecimiento de la comisura de uno de sus labios reveló la sorpresa de Clara, pero no flaqueó.

—Usted tiene talento de detective, doctor. ¿No ha pensado nunca en cambiar de carrera?

—Le consiguió a su marido una joven de buena familia —continué—. Pensó que así conseguiría olvidar a Nora.


Muy
agudo. No creo que ninguna mujer en el mundo se hubiera prestado a ello; ninguna más que yo. Pero cuando descubrí lo de su chino, la tuve en mis manos. Le había escrito cartas de amor ¡a un chino! El chino me las vendió, y le dije a la pobre chica que era mi deber entregárselas a su padre, a menos que me ayudara. Pero al perro de mi marido la chica no le interesó en absoluto. Tendría que haberle visto, viviendo por mera inercia… Tenía la mente… —Clara echó una ojeada a Nora, que seguía postrada— en la verga.

—La mató —dije—. Con cloroformo. El mismo cloroformo que le dio a su marido para que lo usara con Nora.

Clara sonrió.

—Ya he dicho que debería ser detective. Elsie no podía mantener la boca cerrada. Y qué voz más desagradable tenía la criatura… No me dejó elección. Lo habría contado todo. Lo veía en sus ojos.

—¿Por qué no te limitaste a matarme a mí? —le espetó Nora.

—Oh, se me ocurrió la idea, querida, pero no habría servido de nada. No tienes ni idea de lo que era para mí ver la cara de mi marido cuando comprendió que tú, el amor de su vida, harías cualquier cosa que estuviera en tu poco poderosa mano para hundirle, para destruirle. Era mejor que todo su dinero. Bueno, casi mejor, y en cualquier caso voy a tener todo su dinero. Doctor Younger, creo que ya he hablado suficiente…

—No puede matarnos, señora Banwell —dije—. Si nos encuentran a los dos muertos, por disparos de su revólver, jamás creerán que es inocente. La colgarán. Baje ese revólver.

Adelanté un paso más.

—¡Quieto! —gritó Clara, volviendo el revólver hacia Nora—. Usted es audaz con su propia vida. Pero no lo será tanto con la de Nora. Ahora salga al balcón.

Volví a avanzar un paso, no hacia el balcón sino hacia Clara.

—¡Quieto! —repitió Clara—. ¿Está loco? Voy a disparar a Nora.

—Disparará contra ella, señora Banwell —respondí yo—. Y fallará. ¿Qué revólver es? ¿Un veintidós corto, que se ha de montar para cada disparo? No podría dar a ningún blanco a menos que estuviera a medio metro de él. Yo estoy a medio metro de usted, señora Banwell. Dispáreme.

—Muy bien —dijo Clara, y me disparó.

Tuve la nítida aunque indescriptible impresión de ver la bala saliendo del tambor del revólver de Clara, surcar el aire hacia mí y atravesar mi camisa blanca. Sentí una punzada debajo de la costilla izquierda más baja. Y fue entonces cuando oí la detonación.

El revólver reculó ligeramente. Agarré las muñecas de Clara. Ella se debatió para liberarse, pero no pudo. La obligué a dirigirse hacia el balcón; yo iba delante, el revólver por encima de nuestras cabezas, apuntando al techo. Nora se levantó, pero yo le hice un gesto indicándole que no lo hiciera. Clara volcó de una patada una enorme lámpara de mesa, en dirección a Nora: la lámpara se rompió a sus pies, y le lanzó una lluvia de cristales contra las piernas. Seguí arrastrándola hacia el balcón. Cruzamos el umbral. La empujé con brusquedad contra el antepecho, mientras el revólver seguía en lo alto, sobre nuestras cabezas.

—Hay un largo camino hasta la calle, señora Banwell. —le susurré en la oscuridad, haciendo un gesto de dolor al sentir cómo la bala se abría paso en mis entrañas—. Suelte el revólver.

—No puede hacerlo —dijo ella—. No puede matarme.

—¿No?

—No. Ésa es la diferencia entre nosotros.

De pronto sentí como si me hubieran metido un hierro al rojo en el estómago. Hasta ese instante había estado convencido de que lograría impedir que Clara se hiciera con el dominio del revólver que seguía encima de nuestras cabezas. Pero ahora ya no podía estar seguro. Me daba cuenta de que la fuerza podía abandonarme en cualquier momento. La quemazón en el interior de mis costillas volvió a herirme intensamente. Levanté a Clara en vilo —a unos treinta centímetros del suelo—, sin soltarle las muñecas, y la lancé con fuerza contra un muro lateral del balcón. Nos quedamos paralizados, frente a frente, pecho a pecho, con los brazos y manos enredados entre ambos torsos. Clara tenía la espalda pegada contra el muro, y entre sus ojos y su boca y los míos apenas había una separación vertical de una decena de centímetros. La miré, desde arriba, y ella me devolvió la mirada, desde abajo. La rabia afea a algunas mujeres; a otras las hace más hermosas. Y Clara era de estas últimas.

Aún tenía el revólver en la mano, y el dedo en el gatillo, en algún punto intermedio entre nuestros cuerpos.

—No sabe a quién de los dos está apuntando el revólver, ¿no es cierto? —dije, apretándola aún más contra el muro, lo que le hizo expulsar con violencia el aire de los pulmones—. ¿Quiere saberlo? Le está apuntando a usted. Al corazón.

La sangre se me deslizaba copiosamente por la camisa. Clara no dijo nada. Sus
ojos
me sostenían la mirada. Vacilaba.

Haciendo acopio de las fuerzas que me quedaban, añadí:

—Tiene razón. Puede que vaya de farol. ¿Por qué no aprieta el gatillo y lo averigua? No tiene más que esa posibilidad. Dentro de unos segundos voy a poder con usted. Venga, adelante. Apriete el gatillo. Apriételo, Clara.

Apretó el gatillo. Se oyó un estampido ahogado. Sus ojos se abrieron como platos.

—No —dijo. Su cuerpo se puso rígido. Me miró, sin parpadear—. No —repitió. Y luego susurró—: No es posible…

No cerró los
ojos
en ningún momento. Su cuerpo se aflojó. Y cayó muerta.

Ahora era yo quien tenía el revólver en la mano. Volví al interior de la habitación. Traté de llegar hasta Nora, pero no lo conseguí. Me desplomé sobre el sofá. Me doblé sobre mí mismo, asiéndome el abdomen, mientras la sangre me corría entre los dedos, y una gran mancha se iba extendiendo por mi camisa. Nora corrió hacia mí.

—Los tacones —dije—. Me gustan esos tacones.

—No se muera —me susurró.

No dije nada.

—Por favor, no se muera —me suplicó—. ¿Se va a morir?

—Me temo que sí, señorita Acton. —Volví la mirada hacia el cadáver de Clara, y luego hacia el antepecho del balcón, y, más allá, hacia el puñado de estrellas en la noche lejana. Desde que la luz eléctrica iluminó Broadway, el titilar de las estrellas se había convertido en algo del pasado en el centro de la ciudad. Al cabo miré una vez más los ojos azules de Nora—. Enséñemelo —dije.

—¿Enseñarle qué?

—No quiero morirme sin saberlo.

Nora entendió. Volvió el torso hacia mí y me ofreció la espalda, como había hecho el día de nuestra primera sesión, que había tenido lugar en aquella misma habitación. Echado en el sofá, alargué la mano —la mano limpia, porque con la otra, llena de sangre, me asía el vientre— y le solté los botones del vestido. Cuando éste se abrió ante mí, le aflojé las cintas del corsé y separé los ojetes hacia ambos lados. Tras las cintas entrelazadas, entre sus gráciles omóplatos y debajo de ellos, vi varias laceraciones en proceso de cicatrización. Toqué una. Nora soltó un grito, que sofocó enseguida.

—Bien —dije, incorporándome en el sofá—. Todo aclarado, pues. Ahora llamemos a la policía y pidamos asistencia médica, ¿le parece?

—Pero —respondió Nora, alzando la mirada hacia mí, estupefacta—. Me ha dicho que iba a morir.

—Y voy a morir —respondí yo—. Algún día. Pero no de esta picadura de pulga.

XXVI

Cuando desperté el sábado por la mañana, muy tarde, una enfermera hizo pasar a dos visitantes: Abraham Brill y Sándor Ferenczi.

Brill y Ferenczi esbozaban ambos unas desvaídas sonrisas. Trataban de afrontar la situación lo mejor que podían, preguntando en voz alta cómo iba «nuestro héroe», y porfiando para que les contara toda la historia, pero al final no pudieron ocultar por más tiempo su tristeza. Les pregunté qué pasaba.

—Se acabó todo —dijo Brill—. Otra carta de Hall.

—Para usted, de hecho —añadió Ferenczi.

—Que Brill ha leído, naturalmente —concluí.

—Por el amor de Dios, Younger —exclamó Brill—. Que nosotros supiéramos, podía estar usted muerto.

—Lo que abriría la veda para leer mi correspondencia. La carta de Hall contenía tanto buenas como malas noticias. Había rechazado la donación a la Universidad de Clark. No podía aceptar fondos, explicaba, condicionados a que la Universidad de Clark renunciase a su libertad académica. Pero había tomado una decisión sobre las conferencias de Freud. A menos que le garantizáramos antes de las cuatro de la tarde de aquel mismo día que el
Times
no publicaría el artículo que había leído, suspendería las conferencias de Freud. Lo lamentaba de veras. Freud, por supuesto, recibiría sus honorarios íntegros pactados para las conferencias. Hall ofrecería un comunicado anunciando que la salud de Freud le había impedido hacer frente a su compromiso. Además, como sustituto, Hall designaría a la persona que a su juicio Freud desearía que pronunciase en su lugar las más importantes conferencias: Carl Jung.

Era la última frase, creo, la que más irritaba a Brill:

—Si al menos supiéramos quién está detrás de todo esto —dijo.

Casi podía oír cómo le rechinaban los dientes.

Llamaron a la puerta. Littlemore asomó la cabeza.

Después de hacer las presentaciones, urgí a Brill a que le explicara nuestra situación al detective. Lo cual Brill hizo con minucioso detalle. Lo peor de todo, concluyó Brill, era que no sabíamos contra quién nos enfrentábamos. ¿Quién podía albergar tal determinación de suprimir el libro de Freud y de impedir sus conferencias en Worcester?

—Si quieren mi consejo —dijo Littlemore—, deberíamos tener una pequeña charla con su amigo el doctor Smith Jelliffe.

—¿Jelliffe? —dijo Brill—. Eso es ridículo. Es mi editor. Él no puede sino ganar si las conferencias de Freud salen bien. Lleva meses metiéndome prisa para que termine la traducción.

—Un enfoque erróneo del asunto —le respondió Littlemore—. No trate de entenderlo todo al instante. El tal Jelliffe le pide su original, y cuando se lo devuelve está lleno de cosas extrañas. Y él dice que lo habrá puesto un pastor que le ha tomado prestada la prensa. Es la mayor patraña que he oído en la vida. Jelliffe es el tipo con quien tienen que hablar en primer lugar.

Trataron de impedírmelo, pero me vestí para irme con ellos. Si no fuera tan necio, habría pedido ayuda para atarme los cordones de los zapatos. Casi me desgarro los puntos. Antes de ir a visitar a Jelliffe hicimos una parada en el apartamento de Brill, para recoger una prueba que Littlemore quería llevar a nuestra entrevista con Jelliffe.

Littlemore le hizo una seña al agente de guardia en el vestíbulo del Balmoral. La policía había estado peinando el apartamento ahora vacío de Banwell durante toda la mañana. Siempre había sido muy popular entre los policías de uniforme, pero de pronto su prestigio había crecido hasta extremos insospechados. La nueva de que había detenido a Banwell y a Hugel se había propalado ya por todo el cuerpo.

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