Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—¿Clara?
—Sí.
—¿Por qué no has venido antes?
—Chsss… —le respondió Clara, refrescándole la frente— Ya estoy aquí…
Luego, vacía ya la bañera, Nora siguió en ella un rato con el torso cubierto por una toalla blanca y los ojos cerrados.
—¿Qué me estás haciendo, Clara? —preguntó.
—Rasurándote. Tenemos que hacerlo, para poder limpiar esa horrible quemadura. Además estará mucho más bonito así. —Clara le cogió la mano y se la llevó sobre los centímetros más íntimos—. Aquí —dijo—. Apriétate aquí, cariño. —Clara colocó su mano fuerte encima de la de su joven amiga, y la mantuvo así, con firmeza, haciendo presión hacia abajo y cambiando de posición de cuando en cuando para permitirle seguir haciendo su trabajo—. Nora, George ha estado conmigo toda la noche. La policía me ha preguntado, y he tenido que decírselo. Ahora debes decírselo tú también. Porque si no van a encerrarte. Ya están haciendo gestiones para internarte en un sanatorio.
—No me importaría ir a un sanatorio —dijo Nora.
—No seas boba. ¿No te gustaría más venir conmigo al campo? Eso es lo que vamos a hacer, cariño. Tú y yo, las dos, solas, como nos gusta. Allí podremos hablar con libertad de todo eso.
Clara terminó de dar los últimos toques al rasurado. Y le aplicó a Nora en la quemadura la pomada que había dejado el doctor Higginson.
—Pero debes decirles eso.
—¿Qué debo decirles?
—Bueno, que te lo hiciste todo tú misma. Que estabas furiosa contra todos nosotros: George, tu madre y tu padre. Incluso contra mí. Intentabas desquitarte de todos nosotros.
—No, yo nunca podría estar furiosa contra ti.
—Oh, cariño, ni yo contra ti. —Clara fijó su atención en las dos heridas que tenía en los muslos. Les aplicó la pomada del doctor Higginson moviendo con suavidad los dedos en círculos—. Pero debes decírselo ahora mismo. Diles lo mucho que sientes todo este lío. Te sentirás mucho mejor. Y luego puedes venirte conmigo todo el tiempo que quieras.
Ni siquiera el
coroner
, hombre de temperamento voluble, pasaba casi nunca de la exaltación al abatimiento con tanta rapidez como cuando escuchó de labios del detective Littlemore el informe de los hechos de horas antes en el domicilio de los Acton.
Littlemore había tratado de que el
coroner
se interesase por Elsie Sigel, pero Hugel desechó el tema de forma concluyente. El
coroner
Hugel había oído lo del revuelo en casa de los Acton por casualidad, a través de los recaderos del alcalde que fueron a buscar a Littlemore. Y de ahí su ira: ¿por qué no se le había informado a él de todo aquello y sí a Littlemore? Luego, al oír el relato de Nora, Hugel dejó escapar varios «jajá!» y «¡ya lo tenemos!» y «ya se lo dije, ¿o no?». Finalmente, al enterarse del descubrimiento de la barra de labios, los cigarrillos y el látigo, volvió a dejarse caer en la silla.
—Se acabó —dijo, con voz queda. La cara se le empezaba a oscurecer—. Hay que internar a esa joven.
—No, espere un momento, señor Hugel. Escuche esto.
Littlemore le contó el descubrimiento del alfiler de corbata.
Hugel apenas acusó la nueva.
—Demasiado poco. Demasiado tarde —dijo con amargura. Soltó un gruñido de disgusto—. Había creído todo lo que había contado antes. Esa joven debe ser internada, ¿me ha oído?
—Cree que está loca…
El
coroner
aspiró profundamente.
—Le felicito, detective, por su lógica afilada como una hoja. El caso Riverford-Acton está cerrado. Informe al alcalde. Yo no voy a hablar con él.
El detective parpadeó, sin comprender.
—No puede cerrar el caso, señor Hugel.
—No existe tal caso —dijo el
coroner—
. No puedo llevar adelante una investigación de asesinato sin cuerpo del delito. ¿Comprende? No hay asesinato sin cadáver. Y no puedo llevar adelante una investigación por agresión sin agresión. ¿O tendremos que procesar a la señorita Acton por agresión contra su propia persona?
—Un momento, señor Hugel. No se lo he contado. ¿Se acuerda del hombre de pelo negro? Descubrí adónde fue. Primero fue al Hotel Manhattan, ¿qué le parece? Y luego a un burdel de la calle Cuarenta. Así que voy yo mismo a ese burdel, y la madama me da un soplo que me conduce a Harry Thaw, que…
—¿De qué diablos me está usted hablando, detective?
—De Harry Thaw, el tipo que mató a Stanford White.
—Sé quién es Harry Thaw —dijo el
coroner
, con considerable dominio de sí mismo.
—No va a creerme, señor Hugel, pero si el chino no es el asesino, creo que nuestro hombre puede ser Harry Thaw.
—Harry Thaw…
—¿Se libró, recuerda? Se fue de rositas —dijo Littlemore— Bien, pues en su juicio hubo un affidávit de su mujer, y…
—¿Va usted a meter a Harry Houdini también en esto?
—¿Houdini? Houdini es ese artista del escapismo, señor Hugel.
—Sé quién es Houdini —dijo el
coroner
Hugel en voz muy baja.
—¿Por qué dice que estoy metiendo a Houdini en esto? —preguntó Littlemore.
—Porque Harry Thaw está en una celda con mil candados, detective. No se fue de rositas. Está encerrado en el manicomio penitenciario Matteawan.
—¿De veras? Pensaba que estaba libre. Pero entonces… Entonces no puede ser él…
—No.
—No lo entiendo. Esa mujer del burdel adonde fue el hombre del pelo negro…
—
¡Olvídese del hombre del pelo negro!
—estalló el
coroner—
. Nadie escucha nada de lo que digo. Escribo un informe, y nadie lo lee. Decido una detención, y se hace caso omiso. Doy por cerrado el caso.
—Pero los hilos… —respondió Littlemore—. Los pelos. Las heridas. Usted lo dijo, señor Hugel. Lo dijo usted mismo.
—¿Qué es lo que dije?
—Dijo que el tipo que mató a la señorita Riverford agredió también a la señorita Acton. Dijo que había pruebas. Eso significa que la señorita Acton no se lo ha inventado todo. Que hubo una agresión, señor Hugel. Que tenemos un caso.
Alguien
agredió a esa chica el lunes.
—Lo que dije, detective, es que todos los indicios físicos apuntaban a que el agresor era la misma persona en los dos casos, no que hubiera pruebas. Lea mi informe.
—¿No pensará que la señorita Acton…? ¿No creerá que se ha dado ella misma esos latigazos?
El
coroner
miraba hacia el frente con sus ojos taciturnos, faltos de sueño.
—Repugnante —dijo.
—¿Y qué me dice del alfiler de corbata? Dijo que el alfiler de corbata tenía las iniciales del señor Banwell. Es exactamente lo que usted andaba buscando, señor Hugel.
—Littlemore, ¿es usted sordo? Ya oyó a Riviere. La marca en el cuello de Elizabeth Riverford no era
GB
. Me equivoqué —rió entre dientes Hugel, furioso—. No he hecho más que equivocarme.
—¿Qué hacía eso allí, entonces? El alfiler de corbata en el árbol, quiero decir.
—¿Cómo voy a saberlo? —aulló Hugel—. ¿Por qué no se lo pregunta a ella? No tenemos nada. Nada. Sólo a esa chica del demonio. Ningún jurado del país la creería ahora. Seguramente puso ella misma ese alfiler en el árbol. Es…, es una psicópata. Hay que encerrarla.
Sándor Ferenczi retrocedió hacia la puerta de la habitación de Jung deshaciéndose en sonrisas y asentimientos de cabeza, como se retiraría de la presencia real un cortesano. Acababa de comunicarle, con cierto temor, que Freud quería verle a solas.
—Dígale que pasaré a verle dentro de diez minutos —le había respondido Jung—. Con sumo placer.
Ferenczi esperaba encontrarse al implacable suizo gravemente ofendido, y no al Jung en calma que le había recibido. Ferenczi tendría que informar a Freud de que el cambio de talante de Jung le había parecido inquietante. Más aún, tendría que contarle lo que Jung estaba haciendo.
En el suelo de la habitación de Jung había centenares de guijarros Y piedrecitas, así como gran cantidad de ramitas y hierbas. Ferenczi no tenía la menor idea de dónde procedía todo aquello; seguramente de algún solar en obras, algo que podía encontrarse por doquiera, en Nueva York. El propio Jung estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, jugando con guijarros y ramitas. Había empujado todos los muebles —sillones, lámparas, mesa, hacia un lado para despejar la habitación y habilitar un amplio espacio en el centro. En tal espacio había levantado un pueblo de piedras, con docenas de diminutas casas que rodeaban un castillo. Cada casa tenía su propio terreno de hierba detrás de ella: quizá una huerta o un jardín trasero. En el centro del castillo, Jung estaba tratando de plantar una ramita en horquilla con dos largos tallos de hierba atados a ambos extremos, pero no conseguía que las hierbas se mantuvieran derechas hacia lo alto. Por eso, adivinaba Ferenczi, necesitaba otros diez minutos. Y suponiendo, añadió para sus adentros, que el retraso anunciado no tuviera nada que ver con el revólver que había visto en la mesilla de noche de Jung.
Sin duda es imposible que una casa exhiba una expresión en su fachada, pero al acercarme a la casa de piedra caliza de los Acton, en Gramercy Park, a última hora de la mañana del jueves, habría jurado que eso era exactamente lo que aquella casa estaba haciendo. Antes de que nadie me abriera la puerta yo ya sabía que algo había pasado en su interior.
La señora Biggs me hizo pasar. Su locuacidad habitual se había esfumado. La mujer, literalmente, se retorcía las manos. En un angustiado susurro, me dijo que todo era culpa suya. Estaba arreglando la casa, dijo. Y añadió que de haberlo sabido jamás se lo habría enseñado a nadie.
Poco a poco fue calmándose, y me enteré de los terribles sucesos de la noche pasada, incluido el descubrimiento del cigarrillo revelador. Menos mal, dijo luego la señora Biggs con alivio, que la señora Banwell estaba ahora arriba. Era obvio que la anciana sirviente consideraba a Clara Banwell más capaz de controlar las cosas que los propios padres de la joven. La señora Biggs me dejó en el salón. Un cuarto de hora después, entró en él Clara Banwell.
Estaba vestida para irse. La señora Banwell llevaba un sombrero sencillo con un velo transparente, y un parasol cerrado que a juzgar por su mango iridiscente debía de ser muy caro.
—Disculpe, doctor Younger —dijo—, no quiero retrasar su entrevista con Nora, pero ¿podría hablar un momento con usted antes de irme?
—Por supuesto, señora Banwell.
Mientras se quitaba el sombrero y el velo, no pude evitar advertir la largura y espesor de sus pestañas, tras las que centelleaban unos ojos llenos de inteligencia. No era una de esas dríadas que nos cuenta Edith Wharton, «sometidas a las convenciones de los salones». Antes bien, las convenciones la hacían brillar. Era como si todas nuestras modas las hubiéramos escogido para que pudiera lucirse aquel cuerpo, aquella piel de marfil, aquellos ojos verdes. No logré leer nada en su expresión; se las arreglaba para parecer a un tiempo orgullosa y vulnerable.
—Ahora sé lo que le ha contado Nora —continuó—. Sobre mí. Anoche no lo sabía.
—Lo siento —respondí—. Son los gajes nada envidiables de ser médico.
—¿Da por sentado que lo que sus pacientes le cuentan es verdad?
No dije nada.
—Bien, en este caso
es
verdad —dijo—. Nora me vio con su padre, como le ha contado. Pero, puesto que ya sabe todo eso, quiero que sepa el resto. No lo hice sin el conocimiento de mi marido.
—Le aseguro, señora Banwell…
—Por favor, no. Usted cree que estoy tratando de justificarme. —Cogió una fotografía de la repisa de la chimenea: era de Nora, con trece o catorce años—. Yo ya estoy más allá de justificaciones y demás, doctor. Lo que quiero contarle es por el bien de Nora, no por el mío. Recuerdo cuando se mudaron a esta casa. George la reconstruyó para ellos. Nora era increíblemente atractiva, ya entonces. Con sólo catorce años. Al verla sentías que por una vez las diosas habían dejado a un lado sus diferencias y la habían creado entre todas como un presente para Zeus. Yo no tengo hijos, doctor.
—Entiendo.
—¿De veras? No tengo hijos porque mi marido no me permitiría quedarme embarazada. Dice que estropearía mi figura. Nosotros nunca hemos tenido…, bueno, relaciones sexuales normales, mi marido y yo. Ni una sola vez. Él no se lo permitiría.
—Tal vez sea impotente.
—¿George? —El solo pensamiento pareció divertirla.
—Es difícil de creer que un hombre se reprima voluntariamente, dadas las circunstancias.
—Debo entender que es un cumplido, doctor. Bien, George no se reprime. Me hace gratificarle de…, de otro modo. Para el coito normal, recurre a otras mujeres. Mi marido desea a muchas de las mujeres jóvenes que conoce y las consigue. Deseaba a Nora. Y resultó que el padre de Nora me deseaba a mí. George vio la oportunidad, por tanto, de conseguir lo que deseaba. Me obligó a seducir a Harcourt Acton. Por supuesto no me estaba permitido hacer con Harcourt lo que tenía prohibido con mi propio marido. De ahí lo que vio Nora.
—Su marido creía que podía hacer que Acton prostituyera a su hija.
—A Harcourt no se le pedía que entregara él mismo a Nora. Lo único que necesitaba mi marido era que Harcourt sintiera que su felicidad dependía tanto de mí que sería reacio, profundamente reacio, a cualquier roce entre las dos familias. Así que, cuando llegó el momento, lo que hizo fue mirar para otro lado.
Entendí. En cuanto la señora Banwell inició su relación con el señor Acton, George Banwell hizo su primer acercamiento a Nora. Su estrategia, parece obvio, funcionó. Cuando Nora se quejó a su padre y le rogó que rompiera con Banwell, el señor Acton hizo que no la creía y la reprendió, como si su hija, según me contó Nora, hubiera hecho algo malo. Y lo había hecho, en efecto: había puesto en peligro su precioso arreglo con la señora Banwell.
—Hágase una idea de lo que tiene que ser —añadió Clara Banwell— para un hombre como Harcourt Acton que se le ofreciera aquello que tan sólo había acariciado en sueños…, o más bien lo que jamás se había atrevido ni a soñar. Tengo casi la certeza de que Acton habría hecho cualquier cosa que yo le hubiera pedido.
Sentí una presión peculiar justo debajo del esternón.
—¿Obtuvo su marido lo que perseguía?
—¿Lo pregunta por razones profesionales, doctor?
—Por supuesto.
—Por supuesto. La respuesta, creo, es no. Aún no, al menos. —Dejó la fotografía de Nora en la repisa de la chimenea, junto a una fotografía de sus padres—. En cualquier caso, doctor, Nora es consciente de que soy… infeliz en mi matrimonio. y creo que ahora está tratando de rescatarme.