La interpretación del asesinato (15 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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No me gustaba el color de la cara de Jung. Al principio lo había juzgado una mejora: ahora me parecía demasiado congestionado. El modo discursivo de su mente me preocupaba también, por varias y diversas razones. Su conversación era deshilvanada, su lógica deficiente, sus insinuaciones inquietantes. Y, por encima de todo esto, me daba la sensación de que Jung se consideraba increíblemente bien informado sobre Norteamérica —alguien que apenas llevaba dos días en el país—, sobre todo en el terreno de las mujeres norteamericanas. Cambié de tema, y le informé de que acababa de terminar mi primera sesión con la señorita Acton.

La voz de Jung se volvió fría.

—¿Qué?

—Está alojada en unas habitaciones de este hotel.

—¿Está usted psicoanalizando a la chica…? ¿Aquí, en el hotel?

—Sí, doctor Jung.

—Ya, entiendo.

Me deseó suerte, no muy convencido, y se levantó para irse. Le pedí que le presentase mis respetos al doctor Onuf. Por un instante me miró como si le hubiera hablado en sánscrito. Y al cabo dijo que lo haría con mucho gusto.

VIII

En la orilla oriental del río Hudson, unos noventa kilómetros al norte de la ciudad de Nueva York, se alza un edificio victoriano de ladrillo rojo construido a finales del siglo XIX, de seis alas, ventanas pequeñas y una torrecilla central: el Matteawan State Hospital, una institución penitenciaria para enfermos mentales.

En Matteawan las medidas de seguridad eran más bien exiguas. Los quinientos cincuenta internos no eran criminales, después de todo. No eran más que enfermos mentales que habían cometido hechos delictivos. A muchos ni siquiera se les había acusado de delito alguno, y quienes sí habían sido juzgados habían sido declarados no culpables.

El conocimiento médico de la insania, en 1909, no era una ciencia muy desarrollada. En Matteawan, a un diez por ciento de los internos se les había diagnosticado locura debida exclusivamente a la masturbación. La mayoría de los demás, se afirmaba, la había heredado. Pero quedaba un número considerable de pacientes sobre los que los médicos del hospital se veían forzados a precisar qué les había vuelto locos, o incluso decidir si realmente lo estaban.

Los violentos y los dementes extremos eran confinados en celdas atestadas de paredes acolchadas y ventanas con barrotes. A los demás apenas se les vigilaba. No se les medicaba en absoluto, ni se les trataba con «charlas de terapia». La idea médica rectora era la higiene mental. De ahí que el tratamiento consistiera en un toque de diana temprano, seguido de un trabajo ligero pero continuado (sobre todo el cultivo y cuidado de plantas en el terreno de cerca de quinientas hectáreas que rodeaba el hospital), los servicios religiosos los domingos, una puntual e insípida cena en el refectorio a las cinco, las damas u otra sana diversión cualquiera a continuación, y la retirada temprana a la cama.

El paciente de la habitación 3121 pasaba los días de forma diferente. Este paciente también tenía las habitaciones 3122, 3123 y 3124. No dormía en un catre, como el resto de los internos, sino en una cama de matrimonio. y se acostaba tarde. Como no era lector de libros, recibía por correo los diarios y semanarios de Nueva York, que leía mientras comía huevos escalfados y los demás internos eran conducidos en masa hacia sus ocupaciones matutinas en la granja. Se reunía con sus abogados varias veces por semana. Y, lo mejor de todo, un chef de Delmonico's llegaba en tren desde Nueva York los viernes por la tarde para prepararle la cena, que él tomaba en su comedor privado. El champán y los licores los compartía con liberalidad con la pequeña camarilla de guardias de Matteawan, con quienes al anochecer también jugaba al póquer. Cuando perdía al póquer, solía romper cosas: botellas, ventanas, y a veces hasta una silla. Así que los guardias procuraban que no perdiera mucho. Las escasas monedas que sacrificaban en las cartas eran más que compensadas por los pagos que él les hacía para asegurarse la exención de las normas del hospital. Y cuando le llevaban chicas para su esparcimiento se embolsaban lo que para ellos era una auténtica fortuna.

Lo cual, sin embargo, no era tan fácil. El problema no era meter a las chicas. El paciente de la habitación 3121 tenía gustos muy definidos. Le gustaban las chicas guapas y jovencitas. Sólo estos requisitos ya hacían arduo el trabajo de los guardias. Era peor cuando, después de haber encontrado a una chica satisfactoria, ésta no duraba más que un par de visitas, pese a la pródiga remuneración que recibía. Al cabo de doce meses, los guardias casi habían agotado sus fuentes de suministro.

Los dos caballeros que salían de la habitación 3121 a la una de la madrugada del martes último día de agosto de 1909 habían reflexionado mucho sobre esta dificultad, y la habían resuelto, al menos en lo que a ellos concernía. No eran guardias. Uno era un hombre corpulento que exhibía una abierta expresión de suficiencia bajo el bombín. El otro era un elegante caballero de más edad con un reloj de leontina en el bolsillo del chaleco, rostro enjuto y manos de pianista.

El relato que le hizo el alcalde McClellan de los hechos de la residencia de los Acton dejó al
coroner
farfullando de indignación.

—¿Qué le pasa, Hugel? —le preguntó el alcalde.

—No se me informó. ¿Por qué no se me informó?

—Porque usted es el
coroner —dijo
McClellan—. Y no había ningún muerto.

—Pero los crímenes son prácticamente idénticos —gritó Hugel.

—No lo sabía —dijo el alcalde.

—¡Si hubiera leído mi informe, lo habría sabido!

—¡Por el amor de Dios, cálmese, Hugel! —McClellan ordenó al
coroner
que tomara asiento. Después de repasar con detenimiento los detalles de ambos crímenes, Hugel declaró que no había la menor duda: el asesino de Elizabeth Riverford y el agresor de Nora Acton eran la misma persona.— Santo Dios —dijo el alcalde con voz suave—. ¿Tendré que sacar un bando de aviso?

Hugel rió con desdén.

—¿Diciendo que un asesino de jóvenes de la alta sociedad ronda nuestras calles?

McClellan se quedó perplejo ante el tono del
coroner
.

—Bueno, pues sí. Supongo. O algo parecido.

—Los hombres no atacan a las jovencitas arbitrariamente —declaró Hugel—. Los crímenes tienen móviles. Scotland Yard no atrapó a Jack el Destripador porque jamás encontraron el nexo entre las víctimas. Nunca lo buscaron. En cuanto decidieron que estaba viéndoselas con un loco, el caso estaba perdido.

—Santo Dios, Hugel, ¿no estará sugiriendo que el Destripador está aquí?

—No, no —replicó el
coroner
, alzando las manos con exasperación—. Estoy diciendo que las dos agresiones no se han debido al azar. Existe un nexo entre ellas. Cuando encontremos el nexo, tendremos a nuestro hombre. No necesita sacar un bando; lo que necesita es proteger a esa chica. Él quería mataría, y ahora es la única persona que puede identificarle ante un tribunal. No lo olvide: él no sabe que la chica ha perdido la memoria. Y va a tratar por todos los medios de terminar lo que ha empezado.

—Gracias a Dios que he hecho que se aloje en un hotel —dijo el alcalde McClellan.

—¿Sabe alguien más dónde está?

—Los médicos, por supuesto.

—¿Se lo ha dicho a alguno de los amigos de la familia? —preguntó Huge…

—No, claro que no —dijo McClellan.

—Muy bien. De momento está a salvo, entonces. ¿Ha conseguido recordar algo hoy?

—No lo sé —dijo McClellan en tono grave—. No he podido contactar con el doctor Younger.

El alcalde reflexionó sobre sus opciones. Desearía haber podido llamar al viejo general Bingham, el jefe de policía de toda la vida, pero le había forzado a jubilarse el mes anterior. Bingham se había negado a reformar la policía, pero él era incorruptible y habría sabido qué hacer. También desearía que Baker, el nuevo jefe de policía, no hubiera demostrado ya ser tan inepto. El único tema de conversación de Baker era el béisbol y el montón de dinero que se podía hacer en él. Hugel, reflexionó el alcalde, era uno de los hombres con más experiencia de que podía disponer. No: en homicidios era
el que más
experiencia tenía. Si él pensaba que no hacía falta un bando de advertencia, probablemente tenía razón. Los periódicos aprovecharían al máximo tal bando, y sembrarían toda la histeria posible entre sus lectores, y pondrían en ridículo al alcalde en cuanto supieran, porque llegarían a saberlo, que se había perdido el cuerpo de la primera víctima. Además, McClellan había asegurado a Banwell que la policía trataba de resolver el caso sin publicidad alguna. George Banwell era uno de los pocos amigos que le quedaban al alcalde. Así que McClellan decidió seguir el consejo de Hugel.

—Muy bien —dijo McClellan—. De momento, nada de bandos de advertencia. Más vale que tenga usted razón, señor Hugel. Encuéntreme al hombre. Vaya inmediatamente a casa de los Acton. Y supervise la investigación allí. Y, por favor, dígale a Littlemore que quiero verle ahora mismo.

Hugel protestó. Mientras se limpiaba las gafas, recordó al alcalde que no entraba en las obligaciones del
coroner
andar pateando la ciudad como un detective de a pie. McClellan se tragó la irritación. Le aseguró al
coroner
que un caso tan delicado e importante no podía confiársele más que a él, ya que la sagacidad de su mirada era famosa en todos los cuerpos policiales. Hugel, parpadeando de un modo que parecía expresar un total acuerdo con tales afirmaciones, accedió a ir a casa de los Acton.

En cuanto Hugel dejó su despacho, McClellan llamó a su secretaria.

—Llame a George Banwell —le dijo.

La secretaria le informó de que el señor Banwell había estado llamando durante toda la mañana.

—¿Qué quería? —preguntó el alcalde.

—Ha estado bastante rudo, señor alcalde —respondió ella.

—Está bien, señora Neville. ¿Qué quería?

La señora Neville leyó en sus notas de taquigrafía.

—Saber quién diablos mató a la Riverford; por qué tardaba tanto en terminar la autopsia el condenado
coroner
; y dónde estaba su dinero.

El alcalde suspiró profundamente.

—Quién, por qué, dónde. Sólo le falta cuándo.

McClellan miró su reloj. El
cuándo
se le estaba quedando corto a él también. Dentro de dos semanas, como máximo, debían hacerse públicos los nombres de los candidatos a la alcaldía. Él ya no podía esperar de ningún modo que Tammany lo designara candidato. Lo único que podía hacer era presentarse como independiente, o postularse como candidato de coalición, pero para ese tipo de campaña se necesitaba dinero. Y también buena prensa, no noticias de una especie de orgía de agresiones a jóvenes de la alta sociedad sin resolver.

—Llame a Banwell —le dijo a la señora Neville—. Dígale que se reúna conmigo dentro de una hora y media en el Hotel Manhattan. No pondrá ninguna objeción; de todas formas, hay un asunto cerca de allí del que le gustaría ocuparse. Y consígame a Littlemore.

Media hora después, el detective asomó la cabeza en el despacho del alcalde.

—¿Quería verme, señor alcalde?

—Señor Littlemore —dijo el alcalde—, ¿sabe que se ha producido otra agresión?

—Sí, señor. Me ha informado de ello el señor Hugel.

—Estupendo. Este caso es para mí de especial importancia, detective. Conozco a Acton, y George Banwell es un viejo amigo mío. Quiero que se me mantenga al corriente del desarrollo del asunto. Y quiero la máxima discreción. Vaya ahora mismo al Hotel Manhattan. Encuentre al doctor Younger y averigüe si se ha producido algún progreso. En caso de haber alguna nueva información, llámeme aquí inmediatamente. Y, detective, no se haga usted notar. No debe trascender ni una palabra de que se aloja en el hotel una testigo potencial. La vida de la chica puede depender de ello. ¿Comprende?

—Sí, señor alcalde —respondió Littlemore—. ¿Le informo a usted, señor, o al capitán Carey de homicidios?

—Informe al señor Hugel —dijo el alcalde—. Y a mí. Necesito que se resuelva este caso, Littlemore. A cualquier precio. ¿Tiene usted la descripción del asesino que nos ha dado el
coroner
?

—Sí, señor. —Littlemore vaciló—. Una pregunta, señor. ¿Y si la descripción del asesino es errónea?

—¿Tiene alguna razón para pensar que pueda serlo?

—Creo… —dijo Littlemore—. Creo que hay un chino que pudiera estar implicado.

—¿Un chino? —repitió el alcalde—. ¿Se lo ha dicho al señor Hugel?

—No está de acuerdo, señor.

—Entiendo. Bien, le aconsejo que confíe en el señor Hugel. Sé que es… muy susceptible en algunos aspectos, pero deben tener en cuenta lo duro que es para un hombre honrado hacer este trabajo en un relativo anonimato, mientras otros granujas consiguen riqueza y renombre. Por eso la corrupción es tan perniciosa. Quiebra la voluntad de los hombres honrados. Hugel es enormemente capaz. Y tiene muy buena opinión de usted, detective. Me pidió muy especialmente que le asignara el caso.

—¿De veras, señor?

—Sí. Ahora váyase, señor Littlemore.

Salía del hotel cuando me topé con la joven y su ama de llaves, la señora Biggs. Iban de compras. Un coche se acercaba en ese momento a recogerlas. La calzada, surcada de tierra y barro seco, estaba impracticable, por lo que ayudé a la señorita Acton a subir al carruaje. Al hacerlo reparé con incomodidad en que mis manos casi abarcaban por entero su fino talle. Traté también de ayudar a la señora Biggs, pero la buena mujer declinó rotundamente mi ofrecimiento.

Le dije a la señorita Acton que estaba deseando volver a verla al día siguiente por la mañana. Ella me preguntó a qué me refería. Me refería, le expliqué, a su siguiente sesión de psicoanálisis. Mi mano seguía descansando en la puerta abierta del coche. Ella tiró de ella y la cerró, apartándome.

—No sé qué les pasa a todos ustedes —dijo—. No quiero ninguna sesión más. Lo recordaré todo yo misma, sin ayuda de nadie. Así que déjeme en paz.

El coche partió. Me resulta difícil describir mis sentimientos al ver cómo se alejaba traqueteando calle abajo. Decepción no sería un término adecuado. Deseé que mi cuerpo demasiado compacto se partiera en trozos y se dispersara por el barro de la calzada. Se debería haber encargado Brill de aquella paciente. Un buen profesional médico, un médico de medicina general de la ciudad lo habría hecho mejor, tan desastrosamente mal había imitado yo a un verdadero psicoanalista.

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