Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—¿Cómo?
—Nora tiene mucha imaginación. No debe olvidarlo: aunque a sus ojos de hombre Nora parezca cabalmente una mujer, una presa lista para ser poseída, sigue siendo una niña. Una niña a quien sus padres jamás han entendido lo más mínimo. Como hija única, Nora ha vivido casi toda su vida en un universo propio.
—Ha dicho que estaba tratando de rescatarla a usted, ¿cómo?
—Tal vez crea que puede causarle la ruina a George diciéndole a la policía que la ha agredido. Tal vez crea que es cierto que lo ha hecho. Posiblemente hemos abrumado a la pobre criatura, y esté teniendo ese delirio.
—Tal vez su marido la haya agredido de verdad.
—No diré que George sea incapaz de hacer eso. Muy al contrario. Mi marido es capaz de casi todo. Pero en este caso, da la casualidad de que George vino a casa anoche justo después de que yo volviera de la cena. A las once y media. Nora dice que no se fue a su habitación hasta las doce menos cuarto.
—Su marido pudo haber salido de casa durante la noche, señora Banwell.
—Sí, lo sé. Podría haberlo hecho cualquier otra noche, pero no anoche. Estuvo demasiado ocupado, ya ve, haciendo sexo a su manera conmigo. Durante toda la noche. —Sonrió: una sonrisa pequeña, irónica, perfecta, y se frotó inconscientemente una de las muñecas. Sus largas mangas le tapaban las muñecas, pero vio que yo las estaba mirando. Aspiró hondo y dijo—: Será mejor que lo vea.
Se acercó a mí, tanto que vi de muy cerca los brillantes que centelleaban en los lóbulos de sus orejas, y me envolvió la fragancia de su pelo. Se remangó un poco y dejó al descubierto una excoriación reciente en cada muñeca. Yo había oído que había hombres que maniataban a mujeres por placer. No estaba seguro de que George Banwell le hubiera hecho precisamente eso a su mujer la noche pasada, pero sin duda fue ésa la imagen que me vino a la cabeza.
Clara rió sin ruido. Un tenue sonido irónico, no amargo.
—Soy una perdida, doctor, y al mismo tiempo una mujer virgen. ¿Ha oído semejante cosa alguna vez?
—Señora Banwell, no soy abogado, pero creo que tiene usted más que sobradas razones para pedir el divorcio de su marido. Incluso puede que no esté siquiera casada con él, ya que el matrimonio no ha llegado a consumarse.
—¿Divorciarme? No conoce a George. Antes me mata que dejar que me vaya. —Volvió a sonreír. No pude evitar imaginar qué se sentiría al besarla—. ¿Y quién iba a quererme a mí, doctor, en caso de que lograra ser libre? ¿Qué hombre iba a tocarme, sabiendo lo que he hecho?
—Cualquier hombre —dije.
—Es muy amable al decir eso, pero está mintiendo. —Me miró a la cara—. Está mintiendo cruelmente. Si quisiera podría tocarme ahora mismo. Pero jamás lo haría.
Miré aquellas facciones sin tacha, fatalmente adorables.
—No, señora Banwell, jamás lo haría. Pero no por las razones que usted dice —dije.
Y en ese preciso instante apareció Nora en la puerta de la sala.
La zancada del detective Littlemore, al salir de su entrevista con el
coroner
Hugel, había perdido su vivacidad acostumbrada. La nueva de que Harry Thaw seguía internado en un hospital penitenciario para enfermos mentales había sido un verdadero jarro de agua fría. Desde que leyó la transcripción sobre Thaw, Littlemore había pensado que el caso podía alcanzar dimensiones mayores de lo que nadie imaginaba, Y que quizá él se encontrara en el umbral de su resolución. y ahora ni siquiera sabía si existía tal caso.
El detective se había formado una opinión muy alta del
coroner
Hugel, pese a sus estallidos y sus rarezas. Littlemore estaba seguro de que Hugel era capaz de resolver el caso. La policía, pensaba, no debía abandonar tan fácilmente. Y menos el
coroner
Hugel. Era demasiado inteligente.
Littlemore creía en la eficacia de la policía. Llevaba ocho años en el cuerpo, desde el día en que mintió para entrar como agente de ronda subalterno. Era el primer trabajo de verdad que había tenido en la vida, y se aferró a él con todas sus fuerzas. En los primeros tiempos, le encantaba vivir en las barracas policiales. Le encantaba comer con los otros policías, escuchar las historias que contaban. Sabía que había algunas manzanas podridas, pero pensaba que eran la excepción. Si alguien le dijera, por ejemplo, que su héroe el sargento Becker extorsionaba a los burdeles y casinos de Tenderloin a cambio de protección, pensaría que le estaba tomando el pelo. Si alguien le dijera que el nuevo jefe de policía estaba también en el ajo, le respondería que estaba loco. En suma, el detective Littlemore admiraba a sus superiores en el cuerpo, y Hugel le había dejado tirado.
Pero Littlemore nunca se revolvía contra quien le hubiera decepcionado. Su reacción era precisamente la contraria. Lo que quería era que el
coroner
volviera al redil. Necesitaba encontrar algo que lo convenciera de que el caso debía seguir abierto. Hugel había tenido desde el principio la convicción de que Banwell era el culpable, y quizá tuviera razón.
Y sin duda Littlemore creía en el alcalde McClellan aún más que en el
coroner
Hugel, y el alcalde había proporcionado a Banwell una sólida coartada para la noche del asesinato de Elizabeth Riverford. Pero Banwell tal vez tenía un cómplice, tal vez un cómplice chino. ¿No había contratado el propio Banwell a Chong Sing para que trabajara en la lavandería del Balmoral? Y ahora resultaba que el asesino de la señorita Riverford podía no ser el agresor de la señorita Acton: eso es lo que el
coroner
Hugel acababa de decirle. Así que quizá el cómplice de Banwell había matado a Elizabeth Riverford y Banwell había agredido a la señorita Acton. Basándose en esta teoría, Littlemore pensó que Hugel seguía equivocándose. Pero el detective, por alta que fuera la estima que le merecieran las facultades del señor Hugel, no lo consideraba infalible. E imaginaba que, si tenía razón en lo fundamental, al
coroner
no le importaría equivocarse en el detalle.
Así pues, Littlemore recuperó el brío en la zancada, y se aprestó al trabajo que tenía que hacer. Primero fue calle arriba hacia la jefatura de policía, donde encontró a Louis Riviere en el cuarto oscuro del sótano. Littlemore le preguntó si le podía hacer un negativo de la fotografía de la marca en el cuello de Elizabeth Riverford. El francés le respondió que volviera a recogerla al final de la jornada.
—¿Y podría ampliármela también, Louie? —le preguntó Littlemore.
—¿Por qué no? —le respondió Riviere—. La luz es buena. Luego el detective se dirigió hacia el norte: tomó el metro hasta la calle Cuarenta y dos, y de allí caminó hasta la casa de Susie Merrill. Llamó, y nadie respondió, así que se apostó en una esquina de la manzana, en la otra acera. Una hora después vio salir de la casa a la robusta Susie, con otro de sus enormes sombreros, éste coronado por un abigarrado conjunto floral. Littlemore la siguió hasta un Child's Lunch Room de Broadway, donde la mujer tomó asiento sola en uno de los reservados. Littlemore esperó a que la sirvieran, para ver si alguien se reunía con ella. Cuando la señora Merrill atacaba su plato de carne con verduras, Littlemore se deslizó hasta el asiento de enfrente.
—Hola, Susie —dijo—. Lo encontré. Lo que quería que encontrara.
—¿Qué está haciendo aquí? Váyase. Le dije que me mantuviera fuera del asunto.
—No, no me lo dijo.
—Bien, se lo digo ahora —dijo Susie—. ¿Quiere que nos maten a los dos?
—¿Quién, Susie? Thaw está encerrado en un manicomio del norte del estado.
¿Ah, sí?
—Sí.
—Supongo que no podrá ser él quien le mate, entonces —dijo Susie.
—Supongo que no.
—Entonces no hay nada más que hablar, ¿no?
—No me oculte información, Susie.
—Si quiere que le maten, allá usted; pero a mí déjeme al margen. —La señora Merrill se levantó, dejó treinta centavos en la mesa: cinco centavos por el café, veinte por la carne con verduras y cinco de propina para la camarera— Tengo un bebé en casa —añadió para termina…
Littlemore le agarró un brazo.
—Piénselo bien, Susie. Quiero respuestas, y voy a volver por ellas.
A diferencia de mí, Clara Banwell no parecía sentir ninguna incomodidad ante la mirada glacial de Nora Acton. Llenando el aire con un torrente fácil de palabras, le dijo adiós, comportándose ante el mundo como si Nora no nos acabara de sorprender a escasos centímetros el uno del otro. Me tendió la mano, besó a Nora en la mejilla, y añadió atentamente que no hacía falta que la acompañáramos a la puerta, porque no quería demorar ni un segundo la sesión de terapia de Nora. Instantes después, oí cómo la puerta principal se cerraba a su espalda.
Nora estaba en el mismo punto que había ocupado Clara Banwell minutos antes. No era lo más apropiado por mi parte quedarme admirando su belleza, dados los terribles acontecimientos de la noche pasada, pero no pude evitarlo. Era absurdo. Uno podía caminar kilómetros por la ciudad de Nueva York —como acababa de hacer yo aquella mañana—, o pasarse un mes en la estación Grand Central, sin toparse en ningún momento con una mujer de belleza física semejante. Y, sin embargo, en el espacio de cinco minutos yo había tenido ante mí a dos en el salón de la casa de los Acton. Pero qué contraste entre ambas…
Nora no llevaba adorno alguno en su persona: ni joyas, ni ropas bordadas. No llevaba parasol. No llevaba velo. Sólo una sencilla blusa blanca, con mangas hasta los codos, metida por el talle, un talle increíblemente fino, en una falda plisada azul celeste. La parte superior de la blusa, abierta, dejaba al descubierto la delicada estructura de sus clavículas y su largo, adorable cuello. Las magulladuras habían desaparecido de él, y ahora su piel era casi inmaculada. Llevaba el pelo rubio como de costumbre, hacia atrás y peinado en una larga trenza que le llegaba casi hasta la cintura. Como había dicho la señora Banwell, no era más que una chiquilla. Su cuerpo gritaba su juventud desde cada plano y curva de su anatomía, y en especial en el subido color de sus mejillas y sus ojos, que irradiaban con esperanza de criatura nueva su frescura y, añadiría yo, su furia.
—Lo odio a usted más que a nadie que haya conocido nunca —me dijo.
Es decir: volvía a ocupar, más que nunca, el lugar de su padre. Como empujada por un sino inexorable, se había topado con Clara Banwell y conmigo encerrados en un salón del mismo modo en que había sorprendido a su padre y a Clara teniendo trato carnal en el salón de otra casa, tres años atrás. Pero la diferencia capital —que entre la señora Banwell y yo no había nada— parecía escapársele. Y no era extraño. No era a mí a quien estaba mirando airadamente ahora. Era a su padre, que vestía mis ropas. Si yo hubiera deseado consolidar la transferencia psicoanalítica, no podría haber urdido una estratagema mejor. De haber deseado llevar el psicoanálisis de Nora a su clímax, no podía haber esperado una confabulación de acontecimientos más afortunada. Ahora tenía la oportunidad, y el deber, de tratar de mostrarle a la señorita Acton lo erróneo de la transposición que estaba teniendo lugar en su mente, para que acabara reconociendo que la rabia que imaginaba sentir por mí era en realidad la ira que sentía contra su padre.
En otras palabras, me sentía obligado a sepultar mi propia emoción. Tenía que ocultar hasta el más mínimo rastro de lo que sentía por ella. Por genuino que fuera. Por irresistible que fuera.
—Entonces estoy en desventaja, señorita Acton —repliqué—. Porque yo la amo más que a nadie que haya conocido nunca.
Un silencio perfecto nos envolvió durante varios latidos.
—¿De veras? —preguntó.
—Sí.
—Pero usted y Clara estaban…
—No, no estábamos. Lo juro.
—¿No estaban?
—No.
Nora empezó a respirar pesadamente. Demasiado pesadamente. La ropas que vestía no le quedaban prietas, pero debajo debía de llevar alguna otra prenda. Su respiración se circunscribía a la parte alta de su torso. Preocupado por si se desmayaba, la conduje hasta la puerta principal, y la abrí. Necesitaba aire. Al otro lado de la calle se extendía la arboleda variegada de Gramercy Park. Nora avanzó hacia el descansillo de la entrada. Le indiqué que si salía debía decírselo a sus padres.
—¿Por qué? —dijo—. Podemos ir sólo al parque.
Cruzamos la calle y, en una de las puertas de hierro forjado del parque, Nora sacó del bolso una llave dorada y negra. Se produjo un momento violento cuando la ayudé a franquear la puerta: debía decidir si le ofrecía o no el brazo para empezar a caminar. Me las arreglé para no hacerlo.
Desde el punto de vista terapéutico, me encontraba ante una situación harto delicada. No temía por mí a pesar de que a mis sentimientos por aquella joven parecía no afectarles el hecho de que pudiera ser emocionalmente inestable o incluso estar mentalmente enferma. Si Nora se había hecho ella misma aquella quemadura, cabían dos posibilidades. O bien había actuado con plena conciencia, y mentía a todo el mundo, o bien lo había hecho en un estado de disociación, en una suerte de hipnosis o sonambulismo, que había quedado aislado del resto de su conciencia. Creo que, considerada la situación en su conjunto, yo prefería la primera opción, aunque ninguna de las dos era demasiado halagüeña.
No lamentaba haberle confesado mis sentimientos. Me había visto forzado por las circunstancias. Pero si mi declaración de amor había sido tal vez honorable, el haber seguido actuando en consecuencia no lo habría sido en absoluto. Ni el bellaco de más baja estofa se habría aprovechado de una chiquilla en su estado. Tenía que encontrar un modo de hacérselo saber. Tenía que despojarme del papel de amante que acababa de arrogarme y tratar de volver a ser su médico.
—Señorita Acton —dije.
—¿No va a llamarme Nora, doctor?
—No.
—¿Por qué?
—Porque sigo siendo su médico. Y para mí no puede ser Nora. Es mi paciente. —No estaba seguro de cómo iba a tomarse ella esto, pero proseguí—: Cuénteme lo que le pasó anoche. No, espere: ayer, en el hotel, me dijo que había recuperado la memoria de la agresión del lunes. Cuénteme primero todo lo que recuerde de ella.
—¿Debo hacerlo?
—Sí.
Me preguntó si podíamos sentarnos, y encontramos banco en un rincón apartado. Seguía sin saber, me explicó, cómo había empezado todo, o cómo había llegado allí. Aquella parte de su memoria seguía soterrada. Lo que recordaba era que la estaban atando en la oscuridad del dormitorio de sus padres. Estaba de pie, maniatada por las muñecas Y fuertemente sujeta a algún saliente del techo.