Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—Exacto. Cuando usted la está psicoanalizando, asume el papel del padre. Es la predecible reacción de transferencia. En consecuencia, Nora desea ahora inconscientemente satisfacer a Younger con la boca y la garganta. Esa fantasía la estaba perturbando cuando Younger se acercó a ella para tocarle la frente. Según nos ha contado, en ese momento Nora empezó a soltarse el pañuelo del cuello. Ese gesto es una invitación a que Younger se aproveche de ella. Aquí, he de añadir, viene también la explicación de por qué tuvo éxito el hecho de tocarle la garganta, mientras que no lo tuvo el tacto de la frente. Pero Younger declinó la invitación y le dijo que no necesitaba quitarse el pañuelo. Y Nora se sintió rechazada.
—No parecía ofendida —dije yo—. Yo no entendía por qué.
—No olvide —prosiguió Freud— que ella se comporta como una joven presumida en relación con las magulladuras del cuello. De lo contrario, no se habría puesto el pañuelo. Así que se sentía muy sensible sobre cómo reaccionaría usted al verle el cuello y la espalda. Cuando usted le dijo que no se quitara el pañuelo, hirió sus sentimientos. Y cuando, poco después, sacó usted a relucir el asunto de la espalda de Clara Banwell, fue como si le hubiese dicho: «Es por Clara por quien me siento interesado, no por usted. Es la espalda de Clara la que quiero ver, no la suya». Así, sin buscarlo, le hizo usted revivir el acto de la traición de su padre, provocando en ella esa furia súbita, de otro modo inexplicable. De ahí su violenta arremetida contra usted, seguido de un deseo de ofrecerle la garganta y la boca.
—Irrefutable —dijo Ferenczi, sacudiendo la cabeza con admiración.
Al entrar en el salón de su casa de Gramercy Park, Nora Acton informó a su madre de que no dormiría en su alcoba esa noche; lo haría en la salita de la planta baja. Desde allí podría ver a los policías apostados en el exterior. De otra manera, dijo, no se sentiría segura.
Éstas fueron las primeras palabras que Nora dirigía a sus padres desde su salida del hotel. Cuando llegaron a casa, se había ido directamente a su habitación. Habían llamado al doctor Higginson, pero Nora no había querido verle. También se negó a bajar a cenar, alegando que no tenía hambre. Lo cual era falso, pues no había comido nada desde la mañana, cuando la señora Biggs le había preparado el desayuno.
Mildred Acton, recostada en el sofá del salón, anunció que estaba exhausta y le dijo a su hija que no estaba siendo nada razonable. Con sendos policías haciendo guardia tanto en la puerta principal como en la trasera, ¿cómo podía existir algún peligro? Así que de ningún modo iba a permitir que Nora durmiera en la salita de la planta baja. Los vecinos podrían verla, y ¿qué iban a pensar? La familia debía esforzarse al máximo para comportarse como si no hubiera caído sobre ella la desgracia.
—Madre —dijo Nora— ¿cómo puedes decir que he sido deshonrada?
—Yo no he dicho tal cosa. Harcourt ¿he dicho yo tal cosa?
—No querida —dijo Harcourt Acton, de pie ante la mesa de centro. Estaba examinando detenidamente la correspondencia acumulada de las últimas semanas—. Por supuesto que no.
—Lo que he querido decir exactamente es que debemos comportarnos como si no hubieras sido deshonrada.
—Pero es que no he sido deshonrada —dijo la joven.
—No seas obtusa, Nora —le reconvino su madre.
Nora suspiró.
—¿Qué tienes en el ojo, padre?
—Oh, un accidente de polo —explicó Harcourt Acton—. Me di yo mismo con el astil, tonto de mí. ¿Te acuerdas del desprendimiento de retina que tuve? Pues es el mismo ojo. No veo nada de nada con él. ¿Cómo se llama esa mala suerte que siempre tiene uno?
Nadie contestó a su pregunta.
—Bueno —añadió enseguida—, no es nada comparado con lo tuyo, Nora, por supuesto. No he querido decir que…
—¡No te sientes ahí! —le gritó la señora Acton a su marido, cuando éste se hallaba a punto de dejarse caer en un sillón—. No, tampoco ahí. Mandé tapizar esos sillones justo antes de marcharnos.
—Pero ¿dónde voy a sentarme, entonces, querida? —preguntó Acton.
Nora cerró los ojos. Se dio la vuelta para irse.
—Nora —dijo su madre—, ¿cuál es el nombre de esa facultad a la que vas a ir?
La joven se detuvo en medio del salón, con todos los músculos tensos.
—Barnard —dijo.
—Harcourt, tendremos que contactar con ellos mañana a primera hora.
—¿Para qué tenéis que contactar con ellos? —preguntó Nora.
—Para decirles que no vas a ir, naturalmente —dijo Mildred Acton—. No puedes hacerlo en las actuales circunstancias. El doctor Higginson dice que tienes que descansar. Yo nunca he aprobado que fueras, además. ¡Una facultad para señoritas! En mis tiempos jamás se oyó nada parecido.
Nora enrojeció.
—No puedes.
—¿Cómo dices? —dijo la señora Acton.
—Voy a recibir una educación.
—¿Has oído eso, Harcourt? Me ha llamado inculta —le dijo a su marido Mildred Acton—. Esas copas no, Harcourt; usa las que están encima.
—¿Padre? —dijo Nora.
—Bien, Nora —dijo su padre—, tenemos que pensar qué es lo mejor para ti.
Nora miró a sus padres con indisimulada furia. Salió corriendo del salón y subió las escaleras sin detenerse en la primera planta, donde estaba su dormitorio, ni en la segunda, y llegó a la tercera, de techos bajos y pequeños cuartos. Fue directamente a la alcoba de la señora Biggs, entró y se echó en la cama de la anciana criada, hundiendo la cara en la áspera almohada. Si su padre no le permitía ir a Barnard, le dijo a la señora Biggs, se escaparía de casa.
La señora Biggs hizo cuanto pudo por consolar a Nora. Unas buenas horas de sueño, le dijo, le harían mucho bien. Era ya medianoche cuando Nora accedió al fin a irse a la cama. Para cerciorarse de que se sentía segura, la señora Biggs hizo que el señor Biggs se sentara en el pasillo en una silla pegada a la puerta de la alcoba de su joven señora, y se quedara allí sentado toda la noche.
El viejo sirviente no se despegó ni un segundo de su puesto aquella noche, aunque se quedó dormido al cabo de un raro. Los agentes de policía hicieron asimismo su guardia en el exterior de la casa. Resultó, pues, enormemente sorprendente que, en mitad de la noche, Nora Acton sintiera de pronto que alguien le apretaba con fuerza un pañuelo contra la boca, mientras le ponía en el cuello la fría y afilada hoja de una navaja.
Nunca había estado en casa de Jelliffe, y no me esperaba tal lujo ostentoso. El vocablo
apartamento
no era el apropiado en este caso, a menos que uno tuviera en mente los
apartamentos reales
, como los de Versalles, que era claramente la morada que Jelliffe pretendía evocar. Podía verse por doquier porcelana china azul, estatuas blancas de mármol, multitud de patas exquisitamente torneadas: patas de cómodas altas, patas de sofás Davenport, patas de aparadores Credenza… Si lo que quería Jelliffe era transmitir a sus invitados una impresión de riqueza personal, lo conseguía con creces.
Conocía a Freud lo bastante para saber que todo aquello le repelía, y el bostoniano que había en mí sentía lo mismo. Ferenczi, por el contrario, se mostraba cándidamente abrumado por todo aquel esplendor. Le entreoí intercambiando chanzas antes de la cena con dos damas de edad en el salón, donde los sirvientes nos ofrecieron entremeses en bandejas de oro, no de plata. Ferenczi, con traje blanco, era el único varón que no vestía de negro. Algo que no parecía incomodarle en absoluto.
—Tanto oro —les decía admirativamente a las damas; en el alto techo podían contemplarse escenas celestiales de yeso ribeteadas de pan de oro—. Me recuerda a nuestra Ópera de Budapest, obra de Ybl. ¿Han estado allí alguna vez?
Ninguna de las dos damas había estado nunca en la Ópera de Budapest. Y se mostraron confusas. ¿No les acababa de decir Ferenczi que venía de Hungría?
—Sí, sí —dijo Ferenczi—. Oh, miren ese pequeño querubín de la esquina, con las diminutas uvas colgándole de la boca. ¿No es adorable?
Freud estaba enfrascado en su conversación con James Hyslop, profesor retirado de lógica de la Universidad de Columbia, que llevaba una trompetilla del tamaño de la campana de un gramófono. Jelliffe se había adherido como un apéndice a Charles Loomis Dana, el eminente neurólogo que, a diferencia de él, era un asiduo de los mismos círculos sociales que la tía Mamie. En Boston, los Dana eran la realeza: Hijos de la Libertad, íntimos de los Adams, etcétera. Yo conocía a una de las primas lejanas de los Dana, una tal señorita Draper, de Newport, donde más de una vez había hecho que el teatro casi se viniera abajo con su interpretación de un viejo sastre judío. Jelliffe me recordaba a un senador
estrechador
de manos. Exhibía una expresión de una muy alta valía propia, y movía su impresionante circunferencia corporal como si ésta fuera sinónimo de masculinidad.
Jelliffe me atrajo hacia su grupo, al que regalaba con historias de su famoso cliente Harry Thaw, que al parecer vivía como un rey en el hospital donde estaba confinado. Jelliffe llegó hasta el punto de decir que se cambiaría por él sin pensarlo dos veces. Lo que saqué en claro de sus comentarios al respecto fue que Jelliffe disfrutaba enormemente del hecho de ser su psiquiatra.
—¿Se imaginan ustedes? —añadió—. Hace un año nos tenía a todos atestiguando sobre su insania, para librarlo de la acusación de asesinato. iHoy quiere que atestigüemos que está cuerdo, para librarlo del manicomio! ¡Y lo conseguiremos!
Jelliffe rió de forma atronadora, con el brazo sobre el hombro de Dana. Varios de sus oyentes se unieron a sus carcajadas. No Dana, ciertamente. Había como una docena de invitados diseminados por el salón, pero comprendí que se esperaba muy especialmente a uno más. Y, en efecto, poco después el mayordomo abrió las puertas y precedió a una dama hasta el interior de la sala.
—La señora Clara Banwell —anunció.
— ¿Puede usted psicoanalizar a cualquiera, doctor Freud? —preguntó la señora Banwell, al entrar en el comedor de Jelliffe con los demás comensales—. ¿Podría psicoanalizarme a mí?
En 1909, los invitados a una mesa norteamericana de moda, cuando se les convocaba finalmente a ésta, hacían su entrada en el comedor por parejas, cada una de las damas del brazo de uno de los caballeros. La señora Banwell no iba del brazo de Freud, sin embargo. En el último momento había dejado caer los dedos en la muñeca de Younger, pero aun así se las arregló para dirigirse a Freud, y al hacerlo atrajo la atención de todo el grupo.
Clara Banwell había vuelto del campo justo aquella mañana, en el mismo automóvil que el señor y la señora Acton. Jelliffe se había encontrado con ella por casualidad en el vestíbulo del edificio, y al saber que su marido, el señor George Banwell, tenía otro compromiso, le había rogado que asistiera a su cena aquella noche. Le había asegurado que compartiría la velada con invitados de lo más interesante. A Jelliffe Clara Banwell le parecía absolutamente irresistible, y su marido insoportable.
En determinadas ocasiones sociales, hombres por lo general dignos y graves se comportan como actores en escenario, y actúan mientras hablan, y mientras actúan gesticulan. Y el motivo siempre es una mujer. Clara Banwell producía ese efecto en los invitados varones de Jelliffe. Tenía veintiséis años, y una piel blanca de princesa japonesa empolvada. Todo en ella era perfecto. Su figura, exquisita. Su pelo, negro oscuro. Sus ojos, verde mar, y con el brillo de una inteligencia provocadora. De cada oreja pendía una iridiscente perla oriental, y del cuello, de una finísima cadena de plata, una única perla concha rosa, engastada en un cestillo de platino y brillantes. En cuanto esbozaba una sonrisa —y jamás hacía más que esbozarla—, los hombres caían a sus pies.
—Lo que las mujeres quieren —respondió Freud a su pregunta, mientras los invitados iban tomando asiento a la mesa, una mesa rutilante de cristal— es un misterio, tanto para el psicoanalista como para el poeta. Si al menos pudiera usted decírnoslo, señora Banwell… Pero no puede. Ustedes son el problema, pero son tan incapaces de resolverlo como nosotros los pobres varones. Ahora bien, lo que los
hombres
quieren es casi siempre obvio. Nuestro anfitrión, por ejemplo, en lugar de la cuchara, acaba de coger el cuchillo.
Todas las miradas se volvieron hacia la voluminosa y sonriente figura de Jelliffe, que presidía la mesa, y era cierto: en la mano derecha tenía el cuchillo, pero no el cuchillo del pan, sino el del segundo plato.
—Y ello significa que la señora Banwell ha despertado los instintos agresivos de nuestro anfitrión —dijo Freud—. Esta agresividad, que surge en circunstancias de competencia sexual fácilmente comprensibles para todo el mundo, guía su mano hacia el cubierto equivocado, y revela así deseos inconscientes ocultos incluso para él mismo.
Se levantó un murmullo entre los comensales.
—Un poco, un poco, he de confesar —exclamó Jelliffe, con desenfadado buen humor, agitando el cuchillo en dirección a Clara Banwell—. Salvo, claro está, en lo referente a que los deseos en cuestión sean inconscientes.
Su civilizada y escandalosa respuesta hizo que estallara una carcajada general.
—Como contraste —prosiguió Freud—, mi buen amigo Ferenczi aquí presente se está prendiendo puntillosamente la servilleta al cuello de la camisa, de modo idéntico a como se le mete el babero a un infante. Está apelando a su instinto maternal, señora Banwell.
Ferenczi miró a un lado y otro de la mesa con perplejidad afable; sólo entonces repararon los demás comensales en que Ferenczi era el único que se había colocado de tal guisa la servilleta.
—Usted ha charlado largo y tendido con mi marido hace un rato, doctor Freud —dijo la señora Hyslop, una dama con aspecto de abuela que se sentaba junto a Jelliffe—. ¿Qué ha podido saber acerca de él?
—Profesor Hyslop —respondió Freud—, ¿me confirmará usted algo que voy a decirle? ¿Me ha mencionado en algún momento el nombre de pila de su madre?
—¿Cómo? —dijo Hyslop, alzando la trompetilla hacia Freud.
—No hemos hablado en absoluto de su madre, ¿verdad, profesor Hyslop? —preguntó Freud.
—¿De mi madre? —dijo Hyslop—. No, en absoluto.
—Su madre se llamaba Mary —dijo Freud.
—¿Cómo lo ha sabido? —exclamó Hyslop. Paseó una mirada acusadora en torno a la mesa—. ¿Cómo lo ha averiguado? No le he dicho en ningún momento el nombre de mi madre.
—Sí lo ha hecho —dijo Freud—, pero no se ha dado cuenta. Lo que me intriga de veras es el nombre de su esposa. Jelliffe me dice que es Alva. Confieso que yo había dado por supuesto que era alguna variante de Mary. Estaba casi seguro. A este respecto, tengo una pregunta que hacerle, señora Hyslop, si no le importa. ¿Tiene su marido algún apodo cariñoso que emplea con usted?