Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—¿Cómo se manchó de arcilla roja los zapatos? —volvió a la carga el detective.
—¿Eh?
—Jack —dijo Littlemore—, llévese al señor Chong al calabozo de la Cuarenta y siete. Dígale al capitán que es un traficante de opio.
Cuando el agente Reardon agarró a Chong por el brazo, éste habló al fin:
—Esperen. Se lo contaré. Yo sólo vivo aquí durante el día. No sé nada del opio. Nunca he visto opio aquí dentro.
—Seguro que no —dijo Littlemore—. Lléveselo de aquí, Jack.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Chong—. Les diré quién vende opio, ¿de acuerdo?
—Lléveselo de aquí, Jack —dijo el detective Littlemore. A la vista de las esposas de Reardon, Chong exclamó:—¡Espere! Les diré algo más. Les enseñaré algo. Síganme por el pasillo. Les enseñaré lo que están buscando.
La voz de Chong había cambiado: ahora parecía asustada de verdad. Littlemore le hizo una seña a Reardon para que dejara que el chino les precediera por el oscuro y estrecho corredor. Seguía llegando el estrépito del restaurante, dos tramos de escaleras más abajo, y al avanzar por el pasillo detrás de Chong y pasar por delante del hueco de la escalera, Littlemore empezó a oír los acordes disonantes de la música de cuerda china. El olor de la carne se hizo más y más penetrante. Las puertas de las casas estaban abiertas para que sus moradores pudieran observar a placer lo que acontecía en el exterior. Todas las puertas salvo una. La única puerta cerrada era la del apartamento del fondo del pasillo. Chong se detuvo.
—Ahí dentro —dijo—. Ahí dentro.
—¿Quién vive ahí? —preguntó Littlemore.
—Mi primo —dijo Chong—. Leon. Vivía aquí antes. Ahora no hay nadie.
La puerta estaba cerrada. Littlemore llamó, pero no obtuvo respuesta. Pero en el momento en que se acercó lo suficiente para golpear con los nudillos supo que el insoportable olor a carne no venía del restaurante precisamente. Sacó del bolsillo dos finas varillas de metal. Littlemore era un experto en abrir puertas cerradas con llave. Y abrió ésta en un periquete.
La habitación, aunque de tamaño idéntico a la de Chong Sing, contrastaba vivamente con ella. Estaba llena de adornos rojos y chillones. Por todas partes había jarrones grandes y pequeños, la mayoría con relieves de dragones y demonios. En el alféizar de la ventana había una caja lacada de colorete, con un espejo de cara redondo apoyado verticalmente detrás, y encima de un tocador una estatuilla de la Virgen con el Niño. Casi todo centímetro cuadrado de pared estaba cubierto por fotografías enmarcadas, y en todas ellas se veía a un chino de acusadas diferencias físicas con Chong Sing. El hombre de las fotografías era alto y extremadamente guapo, con nariz aguileña y tez suave y sin tacha. Llevaba una chaqueta norteamericana, camisa y corbata. Casi todas las fotografías mostraban a este hombre chino con jóvenes mujeres, mujeres jóvenes y diferentes.
Lo que más llamaba la atención, sin embargo, era un objeto imponente plantado en medio de la habitación: un enorme baúl cerrado. Era del tipo de baúl utilizado por los viajeros acomodados, con costados de cuero y herrajes de latón. Y de las dimensiones siguientes: sesenta centímetros de alto, sesenta de ancho y un metro de largo. Varias vueltas de una sólida cuerda lo mantenían bien atado e impedían que Littlemore pudiera levantar la tapa.
El aire era fétido. Littlemore apenas podía respirar. Una música china les llegaba de la habitación de justo encima de sus cabezas. Al detective le resultaba difícil pensar. Por imposible que parezca, el baúl parecía mecerse en el aire espeso. Littlemore abrió su navaja. El agente Reardon también llevaba una navaja. Juntos, sin decir una palabra, se acercaron al baúl y empezaron a cortar las macizas cuerdas. Un gran grupo de chinos, muchos protegiéndose la boca con pañuelos, les observaban desde el umbral.
—Guarda tu navaja, Jack —dijo Littlemore—. Encárgate de vigilar a Chong.
El detective seguía con las cuerdas. Cuando hubo cortado la última atadura, la tapa se abrió de pronto hacia arriba. Reardon se echó hacia atrás, tambaleante, bien por la sorpresa, bien por la explosión de gas pestilente que salió en oleadas del interior del baúl. Littlemore se tapó la boca con la manga, pero siguió donde estaba sin moverse. Dentro del baúl había tres cosas: un sombrero de mujer coronado por un ave disecada, un grueso manojo de cartas y sobres atados con un cordel, y el cuerpo doblado y apretado de una joven, en avanzado estado de descomposición, en ropa interior y con un colgante de plata en el pecho y una corbata de seda blanca ceñida con fuerza alrededor del cuello.
El agente Reardon ya no vigilaba en absoluto a Chong Sing. En lugar de eso, se hallaba al borde del desvanecimiento. Al percatarse de ello, Chong fue reculando despacio por entre el susurrante grupo de chinos y se escabulló por el pasillo.
Subimos pesadamente y en silencio los cuatro tramos de escaleras hacia el apartamento de Brill, todos preguntándonos, supongo, cómo reaccionar ante las dificultades surgidas en Worcester. Disponíamos de varias horas antes de la cena a la que Smith Jelliffe, el editor de Brill, nos había invitado. En el descansillo del quinto piso, Ferenczi hizo un comentario sobre el peculiar olor ambiental a hojas o papel quemado.
—¿Estarán quemando a un muerto en la cocina? —aventuró, servicial.
Brill abrió la puerta de su casa. Lo que vimos dentro fue inesperado de verdad.
En el interior del apartamento de Brill estaba nevando, o lo parecía. Un fino polvo flotaba por la pieza, formando remolinos en la corriente de aire creada por nuestra entrada; el suelo estaba cubierto de aquella sustancia; todos los libros de Brill, todas las mesas, los alféizares, la sillas…, todo lo cubría aquella especie de polvo. El olor a fuego anegaba el apartamento. Rose Brill, de pie en medio de la habitación, blanquecina de pies a cabeza, con una escoba y un recogedor, barría como podía aquella especie de escarcha.
—Acabo de llegar —exclamó con desmayo—. Cerrad la puerta, por el amor de Dios. ¿Qué es esto?
Me agaché y cogí un poco con la mano.
—Ceniza —dije.
—¿Dejó algo cocinándose? —le preguntó Ferenczi.
—No —respondió ella, quitándose de los ojos el polvo blanco.
—Alguien lo habrá traído —dijo Brill. Se paseaba por la pieza como en trance, con las manos extendidas delante de él, cogiendo ceniza y apartándola hacia todos lados. De pronto se volvió hacia Rose:
—Mírenla. Mírenla…
—¿Qué pasa? —preguntó Ferenczi.
—¡Es una estatua de sal!
Cuando el capitán Post llegó con refuerzos de la comisaría de la calle Cuarenta y siete oeste, ordenó —por encima de las objeciones del detective Littlemore— la detención de media docena de chinos del 782 de la Octava Avenida, incluido el director del restaurante y dos clientes que tuvieron la mala fortuna de subir al piso de arriba a ver qué era todo aquel alboroto. El cuerpo fue retirado y enviado al depósito de cadáveres, y se dio comienzo a una doble caza del hombre.
El primer pensamiento de Littlemore fue que había encontrado el cuerpo desaparecido de Elizabeth Riverford, pero la descomposición estaba demasiado avanzada. No era médico forense, pero dudaba de que el cadáver de la señorita Riverford, asesinada el domingo por la noche, se hubiera descompuesto tanto hasta el miércoles. El señor Hugel, se dijo Littlemore, lo sabría con toda seguridad.
Entretanto, el detective examinaba las cartas que había encontrado en el baúl. Eran cartas de amor, más de treinta. Todas empezaban por
Mi queridísimo Leon
; todas las firmaba
Elsie
. Los vecinos diferían en cuanto al nombre del morador del apartamento. Algunos lo llamaban Leon Ling. Otros, William Leon. Dirigía un restaurante de Chinatown, pero nadie lo había visto desde hacía un mes. Hablaba un inglés excelente y vestía trajes de corte norteamericano.
Littlemore examinó las fotografías de las paredes. Los ocupantes del edificio le confirmaron que el hombre que salía en ellas era Leon, pero no sabían, o no querían decir, quiénes eran las mujeres que aparecían a su lado. Littlemore reparó en que todas ellas eran blancas. Y luego reparó en algo más.
Descolgó una de las fotografías. En ella se veía a Leon de pie, sonriente, entre dos jóvenes muy atractivas. Al principio el detective pensó que se estaba equivocando. Cuando se convenció de que no, se metió la fotografía en el bolsillo del chaleco, concertó una cita para el día siguiente con el capitán Post y se fue del edificio.
El aire de última hora de la tarde seguía siendo bochornoso, pero comparado con el apartamento del que acababa de salir era como el mismísimo paraíso terrenal. Cuando llegó a casa de Betty eran ya las nueve y media. Betty no estaba en casa. Su madre trató por todos los medios de hacerle comprender a Littlemore dónde estaba su hija, pero la mujer le hablaba en italiano, y además muy rápido, así que Littlemore no pudo captar nada de nada. Al final, uno de los hermanitos de Betty salió a la puerta y tradujo lo que decía su madre: Betty estaba en la cárcel.
Todo lo que sabía la señora Longobardi —una amable chica judía había venido a su casa a contárselo— era que había habido un problema en la fábrica donde Betty había empezado a trabajar esa misma mañana. Y se habían llevado a Betty, entre otras chicas.
—¿Llevado? —preguntó Littlemore—. ¿Adónde?
La madre no lo sabía.
Littlemore corrió a la estación de metro de la calle Cincuenta y nueve. Viajó de pie todo el trayecto hasta el centro: estaba demasiado inquieto para sentarse. En la jefatura de policía le dijeron que los huelguistas se habían despachado a gusto en una gran fábrica de ropa de Greenwich Village, donde los piquetes habían empezado a romper los cristales de las ventanas y la policía había detenido a dos docenas de los más alborotadores a fin de sanear un poco las calles. Ahora estaban todos en la cárcel. Los hombres en las Tumbas
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y las mujeres en Jefferson Market.
En la década de 1870, se alzó una caprichosa profusión de alto gótico victoriano en el solar triangular de la esquina de la calle Diez con la Sexta Avenida, que contrastaba de forma poderosa y discordante con el barrio proletario y de reputación dudosa que lo circundaba. El nuevo y polícromo juzgado era toda una urdimbre de tejados de empinada pendiente, con gabletes y pináculos que se alzaban en cualquier altura y emplazamiento. Su atalaya se hallaba coronada por una torrecilla de cincuenta metros de altura. En un edificio anexo se alzaba una prisión de cinco plantas y del mismo estilo, y anexo a la prisión había otro gran edificio que albergaba un mercado. La gente lo conocía como Jefferson Market; la idea era que una institución de la ley y el orden no tenía por qué estar aislada de las demás de la vida diaria.
Durante el día, los casos criminales de gran trascendencia se dirimían en el juzgado de Jefferson Market. Horas después, el mismo tribunal se convertía en el Tribunal Nocturno de la ciudad, donde se juzgaban casos de vicio y costumbres. En consecuencia, la cárcel de Jefferson Market la ocupaban normalmente prostitutas a la espera de fallo y castigo. Fue allí, en aquella cárcel, donde Littlemore encontró a una exhausta aunque ilesa Betty el miércoles por la noche.
Estaba en una celda grande y atestada de la tercera planta. Separada del pasillo por unos barrotes. Las ventanas daban a la calle Diez. Había unas veinticinco o treinta mujeres encerradas, de pie en pequeños grupos o sentadas en largos y estrechos bancos adosados a las paredes.
La celda se dividía en dos partes, que correspondían a dos clases de detenidas. Unas quince jóvenes, vestidas como Betty con traje de faena: sencillas y oscuras faldas de un único tono, y hasta los tobillos, por supuesto, y blusas blancas de manga larga. Estas mujeres eran las obreras de la fábrica de camisas donde Betty llevaba empleada menos de una jornada. Entre ellas había algunas muy jóvenes, incluso alguna chiquilla de trece años.
Sus otras compañeras de celda eran como una docena de mujeres, de edades diversas y más llenas de colorido en atuendo y afeites. La mayoría se sentía notoriamente a sus anchas, en un entorno más que familiar. Una, sin embargo, era más vocinglera que las demás: se quejaba a los guardias y quería saber cómo podían tener en un calabozo a una mujer en sus circunstancias. Littlemore la reconoció al instante: la señora Susan Merrill. Era la única que tenía una silla, una deferencia de las demás para con ella. Sobre los hombros llevaba un chal color burdeos, y en los brazos un bebé que dormía plácidamente pese al fragor de la celda.
La placa del detective Littlemore le abrió las puertas de los calabozos, pero no le permitió sacar a Betty. Estuvieron a un par de palmos el uno del otro, separados por barrotes de hierro que iban del suelo al techo, charlando en voz baja.
—Tu primer día de trabajo, Betty —le dijo Littlemore— ¿y te pones en huelga?
No había ido a la huelga. Cuando Betty llegó a la fábrica aquella mañana, fue directamente a la planta novena y se incorporó al grupo de un centenar de chicas que cosían. Pero el caso es que había unos cincuenta taburetes vacíos frente a otras tantas máquinas de coser ociosas. Lo que había sucedido era lo siguiente: el día anterior, unas ciento cincuenta costureras habían sido despedidas por «ser partidarias de los sindicatos». Aquella noche, en respuesta, el Sindicato de Trabajadoras de la Confección convocó una huelga contra la fábrica de Betty. En el curso de la mañana siguiente, un pequeño grupo de trabajadores y sindicalistas se fue congregando en la calle de la fábrica, gritando hacia las obreras de las plantas superiores.
—Nos llamaban esquiroles —le explicó Betty—. Ahora entiendo por qué me contrataron tan rápido: estábamos reemplazando a las sindicalistas despedidas. No he sido una esquirol, ¿verdad, Jimmy? ¿Verdad que no?
—Supongo que no —dijo Littlemore—. Pero ¿por qué han ido a la huelga, de todas formas?
—Oh, no vas a creértelo. Lo primero de todo es el calor que hace: es como un horno. Luego te cobran por todo: por las taquillas, por las máquinas de coser, por las agujas, por los taburetes… Así que no cobras ni la mitad del salario que te prometen. Jimmy, una chica que la semana pasada trabajó setenta y dos horas, cobró tres dólares, ¿qué te parece? ¡Tres dólares! Es…, es…, ¿a cuánto sale la hora?
—Cuatro centavos la hora —dijo Littlemore—. Horrible.
—Y eso no es lo peor. Cierran todas las puertas para que las chicas no paren de trabajar ni un momento; no te dejan ni ir al cuarto de baño.