Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—Por eso lo pregunto.
—Bien, pues no voy a contárselo —respondió ella, y se levantó del sofá—. Esto no es medicina, ¿verdad? Es…, es
husmear
en las cosas. —Alzó la voz—: ¿Señora Biggs? ¿Señora Biggs, está usted ahí? —La puerta se abrió al instante, y la señora Biggs entró en el cuarto. Debía de haber estado en el pasillo todo el tiempo, sin duda con la oreja pegada al agujero de la cerradura—. Doctor Younger —dijo la señorita Acton dirigiéndose a mí—, voy a salir a comprar unas cosas, ya que nadie parece saber cuánto tiempo me voy a quedar en este hotel. Estoy segura de que sabrá encontrar el camino hasta su habitación.
El alcalde hizo esperar una hora en la antesala al
coroner
Hugel. Éste, ya impaciente en circunstancias normales, parecía ahora enfurecido.
—Esto es obstrucción en primer grado —dijo con cajas destempladas cuando por fin se le hizo pasar al despacho del alcalde McClellan—. Exijo una investigación.
George Brinton McClellan, Jr., hijo del famoso general de la guerra civil, era el alcalde más intelectualmente capaz y abierto de mente de cuantos ha tenido la ciudad de Nueva York. En 1909 sólo a un puñado de norteamericanos se les reconocía la condición de autoridades en historia italiana, y McClellan era uno de ellos. A los cuarenta y cinc años, había sido director de periódico, abogado, autor, congresista, profesor de historia europea en la Universidad de Princeton, miembro honorario de la Sociedad Norteamericana de Arquitectos, y alcalde de la ciudad más grande de la nación. Cuando en 1908 los concejales de Nueva York aprobaron una medida que prohibía a las mujeres fumar en público, él votó en contra.
Su posición en la alcaldía, sin embargo, era bastante frágil. Iba a haber elecciones en menos de nueve semanas, y aunque todavía no se había designado a los candidatos, McClellan aún no había recibido ninguna oferta de nominación por parte de ningún partido o sindicato importante. Tal vez había cometido dos errores políticos potencialmente fatales. El primero, haber derrotado por escaso margen en 1905 a William Randolph Hearst, que desde entonces había llenado los periódicos con informaciones sensacionalistas sobre la impúdica corrupción de McClellan. El segundo, haber roto con Tammany Hall, que lo odiaba por su incorruptibilidad. Tammany Hall estaba al frente del Partido Demócrata en Nueva York, y los demócratas gobernaban la ciudad. Era un arreglo de recompensa de servicios: con los años del liderazgo de Tammany había logrado liberar al ayuntamiento de una deuda de al menos quinientos millones de dólares. McClellan, al principio, había sido un candidato de Tammany, pero en cuanto ganó las elecciones se negó a hacer los nombramientos que se le exigía y que no eran sino descarados pagos políticos. Despidió a los funcionarios más notoriamente corruptos, y llevó ante los tribunales a muchos otros. Confiaba en arrebatarle a Tammany el control del partido, pero aún no lo había conseguido.
Sobre el escritorio de nogal del alcalde, además de un ejemplar de cada uno de los quince periódicos más importantes de Nueva York, podía verse una serie de planos de proyectos, que mostraban un puente suspendido en el aire sostenido por dos torres gigantescas aunque maravillosamente delgadas. Había tranvías circulando por el nivel superior, y en los seis carriles del inferior tráfico de caballos, automóviles y trenes.
—¿Sabe, Hugel? —dijo el alcalde—. Es usted la quinta persona que exige hoy una investigación sobre este o aquel asunto.
—¿Adónde se han llevado el cuerpo? —replicó Hugel—. ¿Se ha levantado y ha salido por su propio pie del depósito de cadáveres?
—Mire esto —dijo el alcalde, dirigiendo la mirada hacia los planos que tenía encima de la mesa—. Éste es el Puente de Manhattan. Ha costado treinta millones de dólares. Se abrirá este año, aunque sea la última cosa que haga como alcalde. El arco de la parte de Nueva York es una réplica perfecta del portal de Saint Denis de París, sólo que el doble de grande. De aquí a un siglo, este puente…
—Alcalde McClellan, la joven Riverford…
—Sé lo de la joven Riverford —dijo McClellan con súbita autoridad. Miró a Hugel a la cara—: ¿Qué se supone que tengo que decirle a Banwell? ¿Qué va a decirle Banwell a la desconsolada familia? Respóndame a eso. Por supuesto que debería abrirse una investigación; usted debería haberla llevado a cabo hace ya tiempo.
—¿Yo? —preguntó el
coroner—
. ¿Hace ya tiempo?
—¿Cuántos cuerpos hemos perdido en los últimos seis meses, Hugel? ¿Incluidos los dos que desaparecieron después del arreglo de la gotera? ¿Veinte? Sabe tan bien como yo adónde van a parar.
—¿No estará sugiriendo que yo…?
—Por supuesto que no —dijo el alcalde—. Pero alguien de su personal está vendiendo nuestros cadáveres a las facultades de medicina. Me dicen que se pagan a cinco dólares por cabeza.
—¿Se me puede culpar a mí? —respondió Hugel—. Con las condiciones en las que tengo que trabajar… Sin protección, sin vigilancia, los cadáveres amontonándose casi sin sitio donde ponerlos, a veces pudriéndose antes de que podamos deshacernos de ellos… Todos los meses tengo que informar de las humillantes condiciones de la morgue. Pero usted me sigue dejando en esa conejera.
—Siento mucho el estado en que está el depósito de cadáveres —dijo McClellan—. Nadie se las podría haber arreglado ni la mitad de bien que usted con esos recursos. Pero ha hecho un poco la vista gorda ante el robo de cadáveres, y ahora yo estoy a punto de pagarlo. Va usted a interrogar a cada uno de los miembros de su personal. Va a contactar con todas las facultades de medicina de la ciudad. Quiero que ese cuerpo aparezca.
—Ese cuerpo no está en ninguna facultad de medicina —discrepó el
coroner—
. Le había hecho ya la autopsia. Por el amor de Dios, le tuve que abrir los pulmones para confirmar la asfixia.
—¿Y qué?
—Ninguna facultad de medicina querría un cadáver al que se le ha hecho la autopsia. Quieren los cuerpos intactos.
—Los ladrones se equivocaron, entonces.
—No, no hubo ninguna equivocación —dijo el
coroner
con vehemencia—. El hombre que la asesinó se llevó también su cadáver.
—Contrólese, Hugel —dijo el alcalde—. Está desvariando.
—Me controlo perfectamente.
—No entiendo qué quiere decirme. ¿Que el asesino de la señorita Riverford entró en la morgue anoche y se fue con el cuerpo de su víctima?
—Exactamente —dijo Hugel.
—¿Por qué?
—Porque hay pruebas en la joven, en su cuerpo; pruebas que él no quiere que tengamos.
—¿Qué pruebas?
Las mandíbulas del
coroner
trabajaban con tanta fuerza que sus sienes habían adquirido una tonalidad ciruela.
—Las pruebas son…, es… Aún no estoy seguro. ¡Por eso debemos recuperar ese cuerpo!
—Hugel —dijo el alcalde—. Usted tiene cerraduras en el depósito, ¿no es cierto?
—Muy cierto.
—Perfecto. ¿Han encontrado rota la cerradura esta mañana? ¿Había alguna señal de robo con fuerza?
—No —admitió Hugel a regañadientes—. Pero cualquiera con una buena llave maestra…
—Señor
coroner
—dijo McClellan—. Va a hacer lo siguiente: comunique a su gente de inmediato que habrá una recompensa de quince dólares para quien «encuentre» el cuerpo de la señorita Riverford en una de las facultades de medicina. Veinticinco si la encuentran hoy mismo. Eso nos la devolverá. Ahora, si me disculpa… Estoy muy ocupado. Buenos días. —Cuando Hugel se volvía de mal grado para irse, el alcalde, de pronto, levantó la vista del escritorio y dijo—: Un momento. Espere un momento. ¿Ha dicho que la joven fue asfixiada?
—Sí —dijo el
coroner—
. ¿Por qué?
—¿Cómo?
—Por ligadura.
—¿La estrangularon? —preguntó el alcalde McClellan.
—Sí. ¿Por qué?
El alcalde hizo caso omiso de la pregunta del
coroner
por segunda vez.
—¿Tenía alguna herida más en el cuerpo?
—Estaba todo en mi informe —respondió Hugel, dolido: el descubrimiento de que el alcalde ni siquiera había leído su informe suponía un nuevo agravio—. La joven fue azotada con un látigo o algo parecido. Tenía marcas en las nalgas, en la espalda, en el pecho. Además, le dieron dos cortes con una hoja extremadamente afilada, en la intersección de los dermatomas S2 y L2.
—¿Dónde? En cristiano, Hugel.
—En la parte alta e interior de ambos muslos.
—Por Dios santo —exclamó el alcalde.
Bajé para tomar un tardío desayuno mientras trataba de ver lo que había sacado en limpio de mi entrevista con la señorita Acton. Jung estaba a la mesa, leyendo un periódico norteamericano. Me senté con él. Los demás se habían ido al Metropolitan Museum. Jung se había quedado porque, me explicó, aquella mañana iba a visitar al doctor Onuf, que trabajaba como neuropsiquiatra en Ellis Island.
Era la primera vez que me quedaba a solas con Jung. Parecía estar en una de sus fases animadas y comunicativas. Había dormido toda la tarde del día anterior, me dijo, y el largo sueño le había hecho mucho bien. En efecto, la palidez que me había preocupado el día anterior había mejorado visiblemente. Su opinión de los Estados Unidos, aseguró, también estaba mejorando.
—A los norteamericanos no les falta más que literatura —dijo—. No toda la cultura.
Jung dijo esto, creo, como un cumplido. Sin embargo, quise demostrarle que los norteamericanos no eran del todo analfabetos, y le conté la historia de la revuelta shakespeariana en el Astor Place.
—Así que sus compatriotas querían un Hamlet norteamericano, con más nervio —dijo Jung pensativamente, sacudiendo la cabeza—. Su historia confirma mi opinión. Un Hamlet masculino es una contradicción en los términos. Como mi bisabuelo solía decir, Hamlet representa el lado femenino del hombre: el alma intelectual, el alma interna, lo bastante sensible como para ver el mundo espiritual pero no lo bastante fuerte como para llevar el peso que él impone. El reto consiste en hacer ambas cosas: oír las voces del otro mundo pero vivir en éste: ser un hombre de acción.
Me desconcertaban las voces a las que hacía referencia Jung —¿el inconsciente, quizá?—, pero me deleitaba descubrir que tenía una opinión sobre Hamlet.
—Está usted describiendo a Hamlet exactamente como lo hizo Goethe —dije—. Ésa era su explicación de la incapacidad para actuar de Hamlet.
—Creo que he dicho que era la opinión de mi bisabuelo —replicó Jung, sorbiendo su café.
Me llevó un momento pensar en esto.
—¿Goethe era su bisabuelo?
—Freud estima a Goethe por encima de todos los poetas —fue la respuesta de Jung—. Jones, en contraposición, lo llama
ditirambista
. ¿Se imagina? Sólo un inglés… No puedo entender lo que Freud ve en él. —El Jones a quien se refería Jung era probablemente Ernest Jones, seguidor británico de Freud, que ahora vivía en Canadá y esperaba reunirse con nosotros al día siguiente. Deduje que Jung quería eludir mi pregunta, pero entonces añadió—: Sí, soy el tercer Carl Gustav Jung: el primero, mi abuelo, era hijo de Goethe. Es de todos conocido. Las acusaciones de asesinato fueron, por supuesto, ridículas.
—No sabía que Goethe hubiera sido acusado de asesinato.
—Goethe no, en absoluto —respondió Jung, en tono indignado—. Mi abuelo. Es obvio que me parezco a él en todos los aspectos. Lo detuvieron por asesinato, pero fue un pretexto. Escribió una novela sobre un asesinato, sin embargo,
El sospechoso
. Bastante buena, por cierto. Sobre un hombre inocente acusado de asesinato. Fue antes de que Von Humboldt lo tomara bajo su protección. ¿Sabe, Younger?, casi desearía que su universidad no hubiera dispensado los mismos honores a Freud y a mí. Él es muy sensible a ese tipo de cosas.
No supe muy bien cómo responder a aquel brusco giro de Jung en la conversación. Clark no estaba dispensando iguales honores a Freud y a Jung. Como todo el mundo sabía, Freud era el eje de la celebración de Clark, el conferenciante principal —iba a dar cinco conferencias completas—, mientras que Jung era sustituto de última hora de un participante que no había podido asistir. Pero Jung no esperó a que respondiera.
—Tengo entendido que usted le preguntó ayer a Freud si era creyente. Una pregunta muy sagaz, Younger. —Otra novedad: hasta entonces Jung no había mostrado ninguna reacción favorable ante nada de lo que yo había dicho sobre cualquier tema—. Sin duda le dijo que no. Es un genio, pero su capacidad de percepción lo ha puesto también en peligro. Alguien que se pasa la vida entera examinando lo patológico, lo atrofiado, lo bajo, puede perder de vista lo puro, lo elevado, el espíritu. Yo, sin ir más lejos, no creo que el alma sea esencialmente carnal. ¿Y usted?
—No estoy seguro, doctor Jung —dije.
—Pero no le atrae la idea. Para usted no es inherentemente atractiva. Para ellos, sí.
Le pregunté a quiénes se estaba refiriendo ahora.
—A todos ellos —respondió Jung—. A Brill, a Ferenczi, a Adler, a Abraham, a Stekel… A todo el grupo. Freud se rodea de este…, de este tipo de personas. Todos ellos quieren rebajar todo aquello que es elevado, reducirlo todo a genitales y excrementos. El alma no es reductible al cuerpo. Ni siquiera Einstein, que es de esa índole, cree que Dios pueda eliminarse.
—¿Albert Einstein?
—Es un invitado asiduo a mi mesa —dijo Jung—. Pero también tiene esa inclinación a reducir. Reduciría el universo entero a leyes matemáticas. Se trata de un claro rasgo característico de la mente judía. Los judíos varones, quiero decir. La mujer judía es sencillamente agresiva. La mujer de Brill es típica de la raza. Inteligente, no exenta de atractivo, pero muy, muy agresiva.
—Creo que Rose no es judía, doctor Jung —dije.
—¿Rose Brill? —Jung se echó a reír—. Una mujer con ese apellido no puede ser más que de una religión.
No respondí. Era obvio que Jung olvidaba que el apellido de Rose no siempre había sido Brill.
—El ario —siguió Jung— es místico por naturaleza. No trata de rebajar nada al nivel humano. Aquí en los Estados Unidos hay una tendencia similar a la reducción, pero diferente. Aquí todo se hace para los niños. Todo se hace muy sencillo para que lo comprendan los niños: las señales, los anuncios, todo. Hasta los andares de las gentes son andares infantiles: andan balanceando los brazos. Sospecho que es el resultado de su mezcla con los negros. La negra es una raza bondadosa y muy religiosa, pero tan simple… Y ejerce una influencia enorme sobre ustedes. De hecho, he observado que los sureños hablan con acento negro. Eso también explicaría el matriarcado de su país. La mujer es sin duda la figura dominante de Norteamérica. Ustedes los varones norteamericanos son ovejas, y sus mujeres desempeñan el papel de lobos voraces.