La interpretación del asesinato (12 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—¿Un hindú? —preguntó Ferenczi.

—Un árabe —sugerí.

Pero lo más extraño de todo era que la página siguiente era casi igual: una hoja sin otra escritura que el pasaje bíblico en el centro, aunque sin ningún rostro con turbante y ojos muy abiertos. Fui pasando las hojas de principio a fin. Todas eran iguales: en blanco a excepción del pasaje bíblico y sin el rostro del sabio oriental.

—¿Es una broma, Brill? —preguntó Freud.

Pero, a juzgar por la expresión de la cara de Brill, no lo era.

El detective Littlemore estaba dolido y decepcionado por el rechazo de sus descubrimientos por parte del
coroner
, pero permitió que Hugel cambiara de tema y volviera a la doncella de la señorita Riverford, que también le había proporcionado cierta información interesante.

—Está realmente mal, señor Hugel. Me gustaría poder hacer algo por ella —dijo el detective. Y algo había hecho, en realidad: al ver que Betty era reacia a hablar con él al principio, la había llevado a una heladería. Cuando le dijo que sabía que la habían despedido, ella de desahogó diciendo cuán injustos habían sido con ella. ¿Por qué la habían despedido? No había hecho nada. Algunas de las otras chicas robaban cosas en los apartamentos, ¿por qué no las despedían a ellas? ¿Qué iba a hacer ella ahora? Resultó que el padre de Betty había muerto el año anterior. Y durante los dos últimos meses Betty había tenido que mantener a toda su familia —madre y tres hermanos pequeños— con su sueldo del Balmoral.

—¿Qué es lo que le contó, detective? —preguntó el
coroner
, mordiéndose los labios.

—Betty dice que no le gustaba ir al apartamento de la señorita Riverford. Dice que estaba encantado. Dice que está segura de que oyó el llanto de un bebé en dos ocasiones. Pero que allí no había ningún bebé. El apartamento solía estar vado. Dice que la señorita Riverford era muy extraña. Apareció allí un día, hará unas cuatro semanas. No recibía a nadie; no había movimiento alguno. El apartamento estaba ya amueblado antes de que ella llegara. Era una persona muy callada, muy reservada. Jamás se permitía el menor desorden. Se hacía siempre la cama y tenía sus cosas como es debido; uno de sus armarios estaba siempre cerrado con llave. Una vez quiso regalarle a Betty unos pendientes. Betty le preguntó si eran buenos —si eran brillantes de verdad—, y cuando ella le dijo que sí Betty no quiso aceptarlos. Pero casi nunca veía a la señorita Riverford. Cuando le tocó el turno de noche durante un tiempo la vio un par de veces. Pero los días normales, cuando llegaba Betty a las siete ella ya se había marchado del apartamento. Uno de los porteros me dijo que la señorita Riverford salió del edificio un par de veces antes de las seis de la mañana. ¿Qué significa eso, señor Hugel?

—Significa —respondió el
coroner
— que va a enviar usted un hombre a Chicago.

—¿A hablar con la familia?

—Exacto. ¿Qué le dijo la doncella sobre el dormitorio cuando descubrió el cadáver?

—El caso es que Betty no recuerda muy bien esa parte. Lo único que es capaz de recordar es la cara de la señorita Riverford.

—¿Vio algo cerca del cuerpo de la joven muerta o directamente encima de ella?

—Se lo pregunté, señor Hugel. Pero no se acuerda.

—¿De nada?

—De lo único que se acuerda es de los ojos de la señorita Riverford, abiertos y de mirada fija.

—Pequeña idiota blandengue.

—No diría eso si hablara con ella —dijo Littlemore, desconcertado—. De todas formas, ¿por qué se imagina que algo cambió en el dormitorio?

—¿Cómo?

—Dice que algo había cambiado en el dormitorio en el tiempo transcurrido desde que Betty entró por primera vez hasta que llegó usted. Pero yo pensaba que habían cerrado la puerta con llave y puesto a aquel mayordomo de guardia en el pasillo para que nadie entrara hasta su llegada.

—También yo lo pensaba —dijo el
coroner
, recorriendo la breve distancia libre de su atestado despacho—. Eso nos dijeron.

—Entonces ¿por qué piensa que alguien entró en el Cuarto?

—¿Por qué? —repitió Hugel, frunciendo el ceño—. ¿Quiere saber por qué? Muy bien, Littlemore. Sígame.

El
coroner
salió del despacho. El detective lo siguió: bajaron tres tramos de las viejas escaleras y atravesaron un laberinto de pasillos de paredes desconchadas y llegaron al depósito de cadáveres. El
coroner
abrió la puerta abovedada con una llave. Cuando se abrió por completo, Littlemore sintió en la cara la ráfaga de aire viciado, gélido, y luego vio las hileras de cadáveres en sus tableros de madera, algunos de ellos desnudos y extendidos y expuestos a la vista, otros cubiertos con sábanas. No pudo evitar mirar sus partes pudendas, que le repugnaron.

—Nadie más que yo —dijo el
coroner
— habría reparado en esta pista. Nadie. —Avanzó a grandes zancadas hacia el fondo de la cámara, donde un cuerpo descansaba en el anaquel más alejado. Una sábana blanca lo cubría, y en ella se leía
Riverford, E.: 29-08-09—
. Ahora mírela con atención, detective, y dígame exactamente lo que ve.

El
coroner
retiró la sábana con un movimiento de floreo. Littlemore se quedó boquiabierto ante el cuerpo que había debajo. El propio Hugel se volvió para mirarlo. El asombro del detective lo motivaba lo siguiente: bajo la sábana no yacía el cuerpo de Elizabeth Riverford sino el de un anciano de dientes negros y piel fláccida.

Subía en el ascensor a la planta de la señorita Acton, y entonces recordé que antes debía pasar por la mía para coger papel y plumas. El extraño pasaje bíblico de su manuscrito había afectado profundamente a Brill. Parecía incluso asustado. Dijo que iba a buscar enseguida a Jelliffe, su editor, para pedirle una explicación. Yo, por mi parte, pensaba que quizá nos ocultara algo.

Había confiado en que Freud pudiera estar presente en mis primeras sesiones con la señorita Acton. Pero él me dio instrucciones para que las llevara a cabo solo y que luego le informara al respecto. Su presencia, me explicó, entorpecería la transferencia.

La transferencia es un fenómeno psicoanalítico. Freud la descubrió por casualidad, y para gran sorpresa suya. Sus pacientes, uno tras otro, reaccionaban ante el psicoanálisis venerándole, o, de cuando en cuando, odiándole. Al principio trató de hacer caso omiso de tales sentimientos, y de considerarlos indeseadas e incontrolables intrusiones en la relación terapéutica. Con el paso del tiempo, sin embargo, descubrió cuán cruciales resultaban para el trastorno y la cura del paciente. El paciente revivía, dentro de la consulta del psicoanalista, los mismos conflictos generadores de los síntomas, y
transfería
al médico los deseos reprimidos que alentaban en el corazón de su dolencia. Y ello no era fortuito: la histeria, había descubierto Freud, consistía en la transferencia que un individuo hace a otras personas, o incluso objetos, de una serie de deseos y emociones soterradas gestadas en la infancia y nunca liberadas. Diseccionando este fenómeno con el paciente —sacando a la luz y llevando hasta sus últimas consecuencias dicha transferencia—, el psicoanálisis hacía consciente lo inconsciente y eliminaba la causa del mal.

Así, la transferencia se convertía en uno de los mayores descubrimientos de Freud. ¿Llegaría yo algún día a tener una idea de importancia comparable? Diez años atrás creí que la había tenido. El 31 de diciembre de 1899 se la anuncié con entusiasmo a mi padre, tras irrumpir en su estudio apenas horas antes de que llegaran los invitados al banquete de Nochevieja que daba siempre mi madre. Mi padre se sorprendió mucho, e irritó también, supongo, por haber interrumpido su trabajo. Aunque por supuesto no dijo nada. Le dije que había hecho un descubrimiento susceptible de entrañar una enorme trascendencia, y le pedía permiso para exponérselo. Mi padre ladeó la cabeza.

—Adelante —dijo.

Desde los albores de la edad moderna, expliqué, se daba un hecho innegable en el campo de los más altos logros revolucionarios del genio humano, tanto en el arte como en la ciencia. Todos ellos habían tenido lugar en los cambios de siglo, y, aún más concretamente, en la primera década del nuevo.

En pintura, poesía, escultura, ciencias naturales, teatro, literatura, música, física… —en todas y cada una de estas disciplinas— ¿qué hombre o qué obra, por encima de las demás, podía atribuirse con justicia al aliento genial que cambia el curso de la historia? En pintura, los entendidos apuntan unánimemente a la Capilla de Scrvegni, donde Giotto introduce la figuración tridimensional en el mundo moderno. Es autor de esos célebres frescos pintados entre 1303 y 1305. En poesía, la palma se la lleva sin duda el
Infierno
de Dante, la primera gran obra escrita en italiano, comenzado poco después de su expatriación de Florencia en 1302. En escultura no cabe mayor cima que el
David
que Miguel Ángel esculpió de un solo bloque de mármol el 1501. Ese mismo año se operó la revolución crucial en la ciencia moderna, pues fue entonces cual un tal Nicolás de Torún viajó a Padua, oficialmente para estudiar medicina pero secretamente para seguir sus observaciones astronómicas, en las que había vislumbrado una verdad prohibida. Hoy lo conocemos como Copérnico. En literatura, habremos de coronar al gran precursor de la novela,
El Quijote
, que arremetió contra los molinos de viento en 1ó04. En música, nadie disputará el carácter de genio sinfónico innovador a Beethoven: compuso su Primera sinfonía en 1800, la desafiante Heroica en 1803, la Quinta en 1807.

Y eso es lo que le revelé a mi padre. Era bastante infantil, lo sé, pero tenía diecisiete años. Pensaba que era algo grande estar vivo justo en el cambio de siglo, y predije que iba a tener lugar una gran oleada de obras e ideas innovadoras en los próximos años. ¡Y lo que daría uno por seguir vivo cien años después, en el comienzo del milenio siguiente!

—Te veo ciertamente… entusiasta —fue la respuesta flemática de mi padre. La única respuesta. Había cometido el error de mostrarme entusiasmado.
Entusiasta
, para mi padre, era la palabra con mayor carga de desprecio de su vocabulario.

Pero mi entusiasmo obtuvo su premio. En 1905, un desconocido agente de patentes suizo y de extracción germano-judía formuló una teoría que él llamó «de la relatividad». En el curso de los doce meses siguientes mis profesores de Harvard decían ya que aquel tal Einstein había cambiado para siempre nuestras ideas del espacio y del tiempo. En el arte, lo admito, no había nada especial que reseñar. En 1903, una multitud armó un gran revuelo en Saint Botolph's en torno a los nenúfares de un francés, pero luego se supo que eran obra de un artista que estaba simplemente perdiendo la vista. Pero en el campo del conocimiento del hombre de sí mismo, mis predicciones volvieron a cumplirse cabalmente. Sigmund Freud publicó
La interpretación de los sueños
en 1900. Mi padre se habría mofado de lo que digo, pero yo estoy convencido de que también Freud habrá de cambiar para siempre nuestro pensamiento. Después de Freud, ya nunca nos miraríamos de la misma forma a nosotros mismos.

Mi madre siempre nos estaba «protegiendo» de mi padre. Cosa que a mí me resultaba irritante. No lo necesitaba. Mi hermano mayor sí, pero la protección que le brindaba mi madre era bastante poco efectiva. Qué gran ventaja es ser segundón: pude verlo todo. No es que fuera el preferido ni nada parecido, pero cuando mi padre llegó a ocuparse de mí yo ya había aprendido a ser impenetrable, y no podía hacerme demasiado daño. Tenía un talón de Aquiles, sin embargo. Y él acabó descubriéndolo: Shakespeare.

Mi padre nunca dijo en voz alta que mi fascinación por Shakespeare fuera excesiva, pero dejó bien clara su opinión: había algo malsano en el hecho de que yo prestara más atención a la ficción, en especial a
Hamlet
, que a la realidad misma, y también algo de arrogancia. Sólo en una ocasión articuló verbalmente este sentimiento. Una vez, teniendo yo trece años y pensando que no había nadie en casa, declamé
¿Qué es Hécuba para él, o él para Hécuba, para que llore por ella?
Posiblemente rasgué con demasiada fuerza el aire en
sanguinario, lascivo, villano
. Probablemente estuve demasiado estridente en
¡Oh, venganza!
, o en
¡Ah, qué vergüenza!
Mi padre, invisible para mí, lo presenció todo. Cuando terminé, se aclaró la garganta y me preguntó qué significaba
Hamlet
para mí, o yo para
Hamlet
, para que llorase por él…

Huelga decir que no había llorado. Nunca he llorado por nada, en mi memoria consciente. Lo que quería mi padre, si no únicamente abochornarme, era decirme que mi devoción por
Hamlet
no era nada en la vastedad de las cosas: nada en el mundo. Quería hacerme comprender pronto esta verdad. Y lo consiguió; y, lo que es más, yo sabía que tenía razón.

Pero aquel conocimiento no empañaba en absoluto mi devoción por Shakespeare. Habrá podido advertirse que he dejado al poeta de Stratford-on-Avon fuera de mi lista de genios que han cambiado el mundo. También lo dejé fuera cuando en 1899 le expuse a mi padre, mi descubrimiento. Tal omisión era estratégica. Quería ver si mi padre mordía el anzuelo. Le habría venido de perlas para utilizar a mi «amado Shakespeare», como él solía llamarlo, en mi contra. Era demasiado sutil para citarme a Dickens o a Tolstói: habría comprendido al instante que yo los consideraría gigantes clásicos de mitad de siglo, maestros de las formas existentes más que inventores de otras nuevas. Pero sabía muy bien que yo jamás podría haberle negado el título de genio revolucionario a Shakespeare, que en aquel punto podía haber sido esgrimido como una instantánea y devastadora refutación de mi teoría.

Quizá mi padre se olió la trampa. Quizá conocía la biografía del poeta mejor de lo que yo imaginaba. Sea como fuere, no lo preguntó, y yo no pude decirle que Shakespeare escribió
Hamlet
en 1ó00.

Ni tuve ocasión de recordarle que yo no era el único que sentía auténtica pasión por Shakespeare. La gente estuvo dispuesta un día a morir por
Hamlet
. Mi padre no lo sabía; lo cierto es que ya no quedaba casi quien lo recordara, pero en una ocasión hubo una revuelta a propósito de
Hamlet
aquí en la inculta Norteamérica. Apenas sesenta años atrás, el conocido actor norteamericano Edwin Forrest hizo una gira por Inglaterra, donde vio al célebre William Macready, el aristocrático actor dramático británico, interpretar el papel del príncipe de Dinamarca. Forrest expresó abiertamente su desagrado. Según Forrest, que era un hombre musculoso criado en un medio pobre y democrático, el
Hamlet
de Macready se pavoneaba por el escenario con pasitos amanerados y absolutamente absurdos que degradaban al noble príncipe.

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