Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—¿Sabía que Goethe era bisabuelo de Jung? —le pregunté.
—Bobadas —dijo Brill, que había vivido un año en Zurich trabajando con Jung—. Leyendas de autoglorificación de la familia. ¿Llegó a lo de Von Humboldt?
—Sí, lo mencionó —dije.
—Se supone que a un hombre tendría que bastarle casarse con una mujer muy rica sin tener que inventarse ninguna alcurnia.
—A menos que ésa sea precisamente la razón por la que se lo inventa —dije.
Brill lanzó un gruñido evasivo. Luego, con una extraña ligereza, se apartó hacia atrás un mechón y dejó al descubierto una fea marca que tenía en la frente.
—¿Ve esto? Me lo hizo Rose la noche pasada, cuando se marcharon todos ustedes. Me tiró una sartén a la cabeza.
—Dios santo —dije—. ¿Por qué?
—Por Jung.
—¿Por Jung?
—Le conté a Rose lo que le comenté a Freud sobre Jung —dijo Brill—. Y se puso hecha una furia. Dijo que estaba celoso de Jung, que Freud lo valoraba mucho y que yo era un estúpido, porque Freud vería las causas de mi envidia y eso le haría tener una opinión peor de mí. Yo le respondí que con razón me sentía celoso de Jung, habida cuenta de la forma en la que ella le había estado mirando durante toda la velada. Si lo pienso ahora, esto último no era muy justo, la verdad, porque era Jung el que se había pasado toda la noche mirándola a ella. ¿Sabe que ella tiene la misma titulación médica que yo? Pero no consigue un empleo de médico, y yo no puedo mantenerla con los cuatro pacientes que tengo.
—¿Le tiró una sartén a la cabeza?
—Oh, no me mire con esa especie de ojo clínico. Las mujeres tiran cosas. Todas lo hacen tarde o temprano. Ya lo comprobará usted mismo. Todas excepto Emma, la mujer de Jung. Emma no hace más que ofrecerle su fortuna a Carl, dar a luz a sus hijos y sonreírle cuando él la engaña. Agasajan la mesa a sus amantes cuando él las lleva a casa a cenar. Ese hombre es un brujo. No, no, si vuelvo a oír una palabra sobre Goethe y Von Humboldt, creo que mato a Jung.
Antes de que nos fuéramos del museo casi se produjo una crisis. Freud necesitó de pronto un urinario, como lo había necesitado en Coney Island, y el guía nos condujo hasta el sótano. En el trayecto, Freud comentó:
—No me lo diga. Tendré que recorrer interminables pasillos, y al final habrá un palacio de mármol.
Tenía razón en ambos puntos. Y llegamos a ese palacio justo a tiempo.
El
coroner
Hugel no volvió a su despacho hasta el martes por la noche. Había pasado la tarde en la casa de los Acton, en Gramercy Park. Sabía lo que escribiría en el informe: que las pruebas materiales —pelos, hilos de seda, hebras de cuerda— probaban inequívocamente que el asesino de Elizabeth Riverford y el agresor de Nora Acton eran la misma persona. Pero el
coroner
se maldecía a sí mismo por lo que
no
había encontrado. Había registrado a fondo el dormitorio. Había inspeccionado palmo a palmo, e incluso recorrido a gatas, el jardín trasero. Como sabía que sucedería, había encontrado ramas rotas, flores pisoteadas y muchas otras señales de huida, pero no la prueba que buscaba, la prueba definitiva que desenmascararía al agresor.
Al llegar a su despacho estaba exhausto. Pese a la orden del alcalde, Hugel no había comunicado al personal de su departamento que el alcalde ofrecía una recompensa a quien encontrara el cuerpo de Elizabeth Riverford. Pero no se le podía culpar por ello, se dijo Hugel a sí mismo. El propio alcalde le había ordenado que fuera directamente a la casa de los Acton en lugar de volver al depósito de cadáveres.
En el vestíbulo se encontró con el detective Littlemore, que le estaba esperando. Littlemore le informó de que uno de los muchachos del departamento, Gidow, iba en un tren camino de Chicago, adonde llegaría al día siguiente por la noche. Con su acostumbrado espíritu alegre, Littlemore le contó también el extraño episodio del señor Banwell y la yegua de su carruaje. Hugel le escuchó atentamente, y luego exclamó:
—¡Banwell! Debió de ver a la joven Acton a la entrada del hotel. ¡Y eso es lo que lo asustó!
—A la señorita Acton no la calificaría yo de terrorífica, señor Hugel —dijo Littlemore.
—¡No sea necio! —le respondió el
coroner—
. Por supuesto que no. ¡Él pensaba que estaba muerta!
—¿Por qué iba él a pensar que estaba muerta?
—Piense un poco, detective.
—Si Banwell es nuestro hombre, señor Hugel, sabe que la chica está viva.
—¿Cómo?
—Usted está diciendo que Banwell es nuestro hombre, ¿no es eso? Pero el agresor de la señorita Acton, sea quien sea, sabe que está viva. Por lo tanto, si Banwell es nuestro hombre, no pensaba que estaba viva.
—¿Qué? Tonterías. Pudo creer que la había matado. O… o tenía miedo de que lo reconociese. En cualquiera de los dos casos, cuando la vio le entró el pánico.
—¿Por qué piensa que fue él?
—Littlemore, el señor Banwell mide más de un metro ochenta. Es de mediana edad. Es rico. Tenía el pelo oscuro, pero ahora está canoso. Es diestro. Estaba viviendo en el mismo edificio que la primera víctima, y le ha entrado el pánico al ver a la segunda.
—¿Cómo lo sabe?
—Por usted. Usted me ha contado que el cochero dice que su patrón estaba muy asustado. ¿Qué otra explicación puede haber?
—No, me refería a ¿cómo sabe que Banwell es diestro?
—Porque lo conocí ayer, detective. Y porque hago uso de mis ojos.
—Vaya, qué grande es usted, señor Hugel. ¿Qué soy yo, diestro o zurdo?
El detective se escondió las manos en la espalda.
—¡Déjese de tonterías, Littlemore!
—No sé, señor Hugel. Tendría que haberle visto después de que pasara todo. Estaba frío como un témpano: dando órdenes, haciendo que lo limpiaran todo…
—Bobadas. Un buen actor, además de asesino. Tenemos a nuestro hombre, detective.
—No es que lo tengamos exactamente.
—Tienen razón —dijo el
coroner
, pensativo—. Seguimos sin una prueba concluyente. Necesitamos algo más.
Al salir del Metropolitan Museum, tomamos un carruaje que nos llevó a través del parque hacia el nuevo campus de la Universidad de Columbia, poseedora de una soberbia biblioteca. No había estado allí desde 1897, cuando tenía quince años y mi madre nos arrastró a todos a la inauguración del edificio Schermerhorn. Brill, por fortuna, no conocía mi vinculación marginal con ese clan, porque de otro modo se lo habría mencionado a Freud.
Visitamos la clínica psiquiátrica, donde Brill tenía un despacho. Después, Freud anunció que quería oír cómo había sido mi sesión con la señorita Acton. Así pues, mientras Brill y Ferenczi quedaban un poco rezagados, debatiendo sobre técnica terapéutica, Freud y yo caminamos por Riverside Drive, cuyo ancho paseo ofrecía una hermosa atalaya desde donde contemplar los Palisades, los acantilados agrestes y cortados de Nueva Jersey, en la orilla del río Hudson.
No omití nada: le relaté a Freud tanto mi primera sesión con la señorita Acton, que acabó en fracaso, como la segunda, que acabó en sus revelaciones relativas al amigo de su padre, el señor Banwell. Él me interrogó exhaustivamente, deseoso de cada detalle, con independencia de lo que pudiera parecer, e insistió en que no debía recrear sus palabras sino citarlas de forma literal. Cuando terminé, Freud apago su cigarro en a acera y me preguntó si pensaba que el episodio de la azotea de hacía tres años había sido la causa de que la señorita Acton perdiera la voz aquella noche.
—Eso parece —le respondí—. Lo que le había sucedido estaba relacionado con la boca, y con la orden de que no contara nada. Aquella chiquilla sentía que se le había hecho algo que no podía expresarse con palabras; por lo tanto, se incapacitó a sí misma para hablar.
—Muy bien. De modo que aquel beso vergonzoso en la azotea volvió histérica a la chiquilla de catorce años, ¿no? —dijo Freud para calibrar mi reacción.
Comprendí: quería decir lo contrario de lo que estaba diciendo. El episodio de la azotea, a ojos de Freud, no podía ser la causa de la histeria de la señorita Acton. Aquel episodio no le había acontecido en la niñez, ni era edípico. Sólo los traumas de la niñez conducen a la neurosis, aunque por lo general sea un incidente posterior el que despierta el recuerdo del conflicto largamente reprimido, dando lugar a los síntomas histéricos.
—Doctor Freud —pregunté—. ¿No es posible que en este caso sea el trauma adolescente el causante de la histeria?
—Es posible, amigo mío, con una salvedad: el comportamiento de aquella chiquilla en la azotea era ya enteramente histérico. —Freud sacó otro cigarro del bolsillo, pero lo pensó mejor y volvió a guardárselo—. Déjeme brindarle una definición de la mujer histérica: una mujer en quien una ocasión de placer sexual desencadena sentimientos que de antiguo no han sido en absoluto placenteros.
—Sólo tenía catorce año…
—¿Y cuántos años tenía Julieta en su noche de bodas?
—Trece —admití.
—Un hombre robusto, en plena madurez (de quien sólo sabemos que es fuerte, alto, triunfador, bien formado), besa a una chiquilla en los labios —dijo Freud—. El hombre está excitado sexualmente, como es natural. Creo que es lícito suponer que Nora sintió física y directamente esta excitación. Cuando dice que aún puede sentir cómo Banwell la aprieta contra él, no me cabe duda de cuál es la parte del cuerpo del hombre cuyo contacto siente. Todo esto, en una chica sana de catorce años, sin duda habría producido una estimulación genital placentera. En lugar de ello, a Nora la invade esa sensación de displacer que se localiza en un punto muy concreto de la garganta: es decir, el asco. En otras palabras: estaba ya histérica mucho antes de ese beso.
—Pero las proposiciones de Banwell, ¿no podrían haberle… desagradado de verdad?
—Lo dudo mucho. Pero usted no está de acuerdo conmigo, Younger.
Era cierto: estaba en rotundo desacuerdo, pero había intentado que él no lo notara.
Freud continuó:
—Usted imagina al señor Banwell frotándose contra una víctima inocente que se resiste. Pero quizá fue esa chiquilla la que lo sedujo a él, un hombre atractivo, el mejor amigo de su padre. Esa conquista le habría agradado mucho a una chica de su edad; y seguramente habría despertado los celos de su padre.
—Ella lo rechazó —dije.
—¿Lo hizo? —preguntó Freud—. Después del beso, ella guardó el secreto, incluso después de recuperar la voz. ¿No es cierto?
—Sí.
—¿Cuadra más eso con el miedo a que el episodio se repita…, o con el deseo de que se repita?
Vi la lógica de Freud, pero, a mi juicio, la explicación inocente del comportamiento de la chica aún no se había refutado.
—Se negó a quedarse sola con él a partir de entonces —rebatí.
—Todo lo contrario —replicó Freud—. Dos años después, paseó con él a solas por la orilla del lago. Paraje romántico donde los haya.
—Pero volvió a rechazarle.
—Lo abofeteó —dijo Freud—. Eso no es necesariamente un rechazo. Una chica, lo mismo que un paciente psicoanalítico, necesita decir no antes de decir sí.
—Se lo contó a su padre para que hiciera algo.
—¿Cuándo?
—Inmediatamente —dije, un poco demasiado deprisa. Luego reflexioné—. La verdad es que no lo sé. No se lo pregunté.
—Puede que estuviese esperando a que el señor Banwell lo intentase de nuevo, y, al ver que no lo hacía, se lo contó a su padre por despecho. —No dije nada, pero Freud vio que yo no estaba convencido del todo. Añadió—: Aquí, amigo mío, no debe olvidar que su postura no es totalmente desinteresada.
—No le entiendo, señor —dije.
—Sí, sí me entiende.
Pensé unos instantes.
—¿Quiere decir que yo
deseo
que a la señorita Acton se le antojaran indeseables las proposiciones del señor Banwell?
—Está defendiendo el honor de Nora.
Yo era consciente de que seguía llamándola «señorita Acton», mientras que Freud la llamaba por su nombre de pila. Y era también consciente de que me había ruborizado.
—Y lo hago porque estoy enamorado de ella —dije. Freud no dijo nada—. Debe usted hacerse cargo de su psicoanálisis, doctor Freud. O Brill. Tendría que haberse encargado Brill desde el principio.
—Tonterías. Es toda suya, Younger. Lo está haciendo muy bien. Pero lo que tiene que hacer es no tomarse tan en serio esos sentimientos. Son inevitables en el psicoanálisis. Son parte del tratamiento. Nora seguramente está sucumbiendo al influjo de la transferencia, lo mismo que usted está sucumbiendo a la contratransferencia. Usted debe tratar estos sentimientos como datos; debe hacer uso de ellos. Son ficticios. No son más reales que los sentimientos de un actor en escena. Un buen Hamlet sentirá encono contra su tío, pero jamás supondrá erróneamente que está de veras furioso contra el colega que interpreta ese papel. Sucede lo mismo con el psicoanálisis.
Por unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Y al final le pregunté:
—¿Ha tenido usted… sentimientos hacia alguna paciente, doctor Freud?
—Ha habido veces —respondió Freud— en las que he sucumbido ante tales sentimientos; y ello me sirvió para recordarme que no estaba más allá de los deseos. Sí, ha habido cosas de las que he escapado por los pelos. Pero no debe olvidar que yo llegué al psicoanálisis cuando ya era mucho más mayor que usted, lo cual me lo hizo todo más fácil. Además, yo estoy casado. Al conocimiento de que tales sentimientos son facticios, se sumaba en mi caso una obligación moral que no podía quebrantar.
Podrá parecer ridículo, pero en lo único que pensé una vez que Freud hubo terminado este parlamento fue en lo siguiente: ¿en qué medida
facticio
es sinónimo de
ficticio
?
Freud prosiguió:
—Bien. De momento la tarea más importante es descubrir el trauma preexistente que causó la reacción histérica de Nora en la azotea. Dígame una cosa: ¿por qué no le dijo Nora a la policía dónde estaban sus padres?
Yo me había preguntado lo mismo con anterioridad. La señorita Acton me había dicho que sus padres estaban en la casa de campo de George Banwell, pero por alguna razón aún no había mencionado tal hecho a la policía, que había estado enviando mensaje tras mensaje a la residencia de verano de los Acton, donde obviamente no había nadie. A mí, sin embargo, tal reticencia no me resultaba demasiado misteriosa. Siempre he envidiado a las personas capaces de recibir consuelo genuino de sus padres en momentos de crisis; debe de ser un consuelo sin igual. Pero nunca fue mi caso.