La Hermandad de las Espadas (38 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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Ella se detuvo a la puerta del castillo de proa para mirarle una vez más e inquirir en voz aguda y vivaz:

—¿Es acaso el respeto lo que te ha hecho mear sobre nuestro barco?

Dicho esto, se subió la cola de la camisa y desapareció en el interior.

Fafhrd emitió unos ruidos guturales que expresaban su irritación, aunque nadie podía oírle salvo las gaviotas, y tuvo la audacia de intentar nadar hacia abajo hasta el topo del mástil, colocándose con la cabeza hacia abajo, el cuerpo al revés, aunque necesitó un enorme esfuerzo de voluntad para realizar el esfuerzo que parecía a propósito para despegarle de las alturas y lanzarle a una caída desastrosa. Se mantuvo apuntando al aparejo de modo que éste le interceptara si ocurría lo peor.

Respiraba laboriosamente y le pareció que había descendido una cuarta parte de la distancia hasta la cubierta cuando la insolente muchacha salió del castillo de proa, seguida, ¡finalmente!, por Frix, ataviada como una vistosa capitana de infantas de marina amazonas, con un uniforme tropical de encaje blanco bordado de plata que realzaba asombrosamente su esbelta figura, el cabello oscuro y el cutis cobrizo, botas blancas de piel de ciervo, un sombrero de ala ancha del mismo material, con plumas de avestruz, y un cinto de piel de serpiente blanca con tachones de plata del que pendía un largo y estrecho sable con guarniciones de plata.

Alzó la vista hacia el desgreñado, velludo y desnudo Fafhrd que descendía hacia ella haciendo un esfuerzo prodigioso y dijo algo a la doncella de las nubes vestida con su sucinta camisa de encaje, la cual se llevó la trompeta de plata a los labios y lanzó un vibrante toque de llamada.

Al instante salieron del castillo de popa seis mujeres altas y cimbreñas de figura similar a la de Frix y uniformadas como soldados en una compañía de semejante capitana, excepto que de sus cintos sin tachones no pendían espadas sino, en cada una de ellas, tres objetos que Fafhrd identificó primero como una pequeña daga envainada, un minúsculo morral y una cantimplora también de pequeño tamaño. Se cubrían la cabeza, de pelo muy corto, con gorras de colores melocotón, lima, limón, bermellón, lavanda y huevo de petirrojo, contando desde la primera a la última en su línea de formación. Las siguió una mujer de estatura más baja, que podría haber sido la hermana gemela de la descarada corneta, pero el instrumento de plata que llevaba era una ballesta de la que pendía un rollo de delgada cuerda de plata. Frix le dijo algo, señalando hacia arriba. La mujer se arrodilló y, doblando la espalda mientras dejaba que el rollo cayera a la cubierta junto a ella, apuntó su arma hacia Fafhrd.

Afortunadamente para su serenidad, adivinó la intención de la mujer y el propósito de la querida Frix en el mismo momento en que la primera disparaba.

El reluciente proyectil ascendió con rapidez y seguridad. La cuerda que transportaba hacia arriba se desenrolló desde la cubierta con ondulante suavidad y sin enmarañarse lo más mínimo. El plateado dardo de punta cuadrada llegó al ápice de su vuelo a un pie de distancia del rostro de Fafhrd. Éste cerró la mano derecha sobre él confiadamente, como si capturase una avispa luminosa sin aguijón. Las seis altas y cimbreñas infantas de marina cogieron el otro extremo de la cuerda de plata y empezaron a tirar. Fafhrd notó que la cuerda se tensaba y que el mismo empezaba a descender perceptiblemente, y en ese mismo instante empezó a experimentar un dulce alivio, como el que siente quien se sabe seguro en las manos del amor auténtico.

Su respiración se normalizó, sus músculos en relajación parecieron alargarse individualmente, tuvo la sensación de que se volvía tan cimbreño (en un sentido totalmente masculino, se aseguró a sí mismo) como las seis deliciosas criaturas que tiraban de él rescatándole de su flotabilidad natural (¡antinatural, más bien!). Tras uno o dos aleteos finales de sus miembros inferiores y un recorrido de su brazo libre terminado en un gancho, abandonó en manos de las mujeres aquella labor mínima y casi retozona. Incluso podría haber cerrado los ojos, tan descansada era ahora su situación, pero la inspección de su destino estaba empezando a gustarle. La chalupa nubosa era un bello barco, y cuanto más contemplaba su aparejo y sus velas, tanto más reales se hacían.

De vez en cuando, mientras se dejaba arrastrar, como un pez aéreo que consintiera de buen grado su captura, le asaltaban insistentes recuerdos de sus amigos en la superficie de la isla, del Ratonero, que se hallaba todavía a más profundidad, y de los apuros más penosos en que se encontraban. Pero se dijo más de una vez que él no se había marchado por largo tiempo, en realidad no podía decirse que se hubiera marchado, sino que sólo estaba recibiendo allí arriba el alivio que tan agudamente necesitaba.

Cuando estuvo al nivel del extremo del palo mayor, pensó un poco en el aspecto que presentaba a sus rescatadoras. Descartó la idea de pasar al aparejo, pues nadie parecía esperar que lo hiciera y probablemente parecería ridículo, como si intentara decidir si debía bajar por el aparejo con la cabeza o los pies por delante. Así pues, se limitó a evitar enmarañarse en él. Con respecto a su desnudez, poco era lo que podía hacer, excepto dejar que le bajaran agarrado al dardo con elegancia y dignidad, sin contorsiones, las piernas juntas como una cola de pez. Bosquejó uno o dos saludos con el gancho a los cormoranes (¡no, gaviotas!) que le miraban furibundos cuando pasó por su lado.

Al inicio del descenso, sus rescatadoras no habían sido más que seis mujeres altas y esbeltas vestidas de la misma manera que tiraban al mismo tiempo de la cuerda con garbo y desenvoltura, pero ahora empezó a percibir sus individualidades. La primera de la hilera, la de la gorra de color melocotón, era una rubia larguirucha y esbelta con la estructura de un leopardo de caza (el cuadrúpedo más rápido de Nehwon) de las estepas desérticas de Evamarensee, con unos senos pequeños como mitades de granadas empotradas firmemente, mientras que a través del blanco encaje tropical de su uniforme se veía una tonalidad rosa anaranjada, indicativa de que llevaba una camisa interior del mismo tono que la gorra. Tenía el semblante altivo, la frente sobresaliente, ojos de un azul glacial y mejillas ahuecadas, con un lunar en la izquierda, cerca de la nariz. ¡Por Kos, era Floy! Durante su penúltima cita con Frix y sus damas en un encumbrado palacio del placer ariliano sobre un altísimo pico de la cordillera que bordea la costa norte del continente meridional de Nehwon, frente al océano ecuatorial que circunda al planeta, Fafhrd, debido a una apuesta, se había dejado atar desnudo y con tal seguridad que no podía mover ni un dedo, y entonces contempló a Frix y Floy mientras se satisfacían eróticamente, primero cada una consigo misma y luego, ejerciendo una infinita y lenta inventiva, las dos juntas, al tiempo que, alternativamente, Floy recitaba «Las violaciones de santa Hisvet y Skeldir» y Frix efectuaba una árida exposición clínica, de cada una de las acciones que realizaban ella y Floy y sus respuestas a las mismas... hasta que él se corrió, cosa que había apostado que no haría.

Pero ahora su continuo descenso hizo que Fafhrd dirigiera su atención a la cubierta cada vez más próxima. Extendió el brazo izquierdo, aferró con el gancho un flechaste e, impulsándose con ambos brazos, dio un salto de carpa sin doblar las rodillas y aterrizó sobre las plantas de ambos pies a la vez.

Entonces, manteniendo el impulso hacia abajo sólo con el gancho, se enderezó ante la sonriente muchacha de la ballesta. Era de la clase menuda, delgada pero fuerte y acrobática que prefería el Ratonero, de tez clara, y a través del encaje de su camisa no se veía ningún color extraño. Fafhrd hizo un gesto de aprobación y depositó en la palma de la muchacha el dardo de plata con el que le habían hecho descender.

Ella lo recibió sin vacilar ni variar su sonrisa y, como si se lo diera a cambio, le entregó un brazalete de oro en forma de rosquilla, lo bastante grande para que cupiera en él su gruesa muñeca. Él juzgó que era de metal blando y consistente, lo bastante macizo para equilibrar su misteriosa flotabilidad.

—Gracias, arquero —le dijo.

Ella asintió y empezó a enrollar la cuerda que las infantas de marina con gorras de diversas tonalidades (¿debería considerarlas como la guardia cromática de Frix?) habían dejado caer.

Puesto que su reconocimiento de Floy había intensificado su conciencia general y evocado recuerdos pertinentes, Fafhrd pudo saludar a las dos siguientes infantas de marina, las que llevaban gorras verde claro y amarillo y prendas interiores reveladas a través del encaje, diciéndoles:

—Os saludo, querida Bree y dulce Elowee.

Pero aunque ambas sonrieron cautelosamente, ninguna de las dos se aventuró a replicar una sola palabra. Bree sacudió la cabeza ligera pero firmemente, con el ceño fruncido, mientras la recatada Elowee movió los ojos hacia el extremo de la cuerda, donde estaba
Fría, e
hizo una mueca como para decir: «Está de mal talante. Ten cuidado».

Fafhrd recordó la primera vez que vio a aquellas muchachas sin que ellas lo supieran, cuando Frix y él, con sendas copas de vino en la mano, se dedicaban a una expedición de espionaje secreto para reavivar sus apetitos venéreos. La Reina del Aire le hizo entrar en una estancia oscura, en cuyo suelo unos cojines negros estaban dispuestos en círculo alrededor de una claraboya que daba a un cuarto pequeño, brillantemente iluminado por hileras de velas. A través de una gasa pintada, observaron a aquellas criaturas de largas piernas que se satisfacían eróticamente entre sí. Bree, entusiasta y dominante, a veces ciaba instrucciones explícitas, mientras Elowee se mostraba gazmoña, algo acalorada (¡aquellas velas!) e incluso indignada, y protestaba. Los miembros de la pareja amartelada se habían arrodillado una al lado de la otra y se besaban, se acariciaban mutuamente los pequeños senos, se lamían los pezones y de vez en cuando una mano descendía para hacer una caricia más excitante e intrusiva. Al cabo de un rato Frix empezó a susurrar al oído de Fafhrd cómo las amantes arrodilladas podrían variar sus caricias si él fuese el otro miembro de la pareja. Fafhrd le advirtió que las actrices inconscientes de que eran observadas podrían oírla, pero ella le aseguró que les habían restregado las orejas con un ungüento que reducía la audición. Mucho más tarde él descubrió que las cosas no habían sido tan secretas ni las actrices tan desconocedoras de lo que sucedía como había parecido.

(«En aquel pequeño rincón hacía tanto calor como en el infierno», le confesó Bree en una orgía posterior, «pero Frix insistió en que encendiéramos las velas para que pudieras vernos sin dificultad a través de la gasa pintada. Es una maníaca de los detalles. Oh, las cosas que hemos soportado para estimular tu lujuria y satisfacer a una dueña que pretende ser novedosa... y a Elowee le salpicó la cera caliente. Fue un milagro que no quemásemos el palacio del placer».)

Pero ahora, las silenciosas advertencias de Bree y Elowee acerca de Frix habían movido a Fafhrd a pensar en su aspecto y la impresión que estaba creando. Decidió que era conveniente un poco más de dignidad y comedimiento. Se enderezó más, aminoró sus zancadas y dejó que el brazalete dorado colgara de su mano con aparente desenvoltura pero colocado de tal manera que sirviera en cierto modo como una hoja de parra dorada.

No obstante, le resultó difícil su seriedad antinatural y no echarse a reír cuando vio que las últimas tres infantas de marina eran sus más antiguas amigas eróticas entre las damas de Frix: la exuberante pelirroja Chimo, la morena Nixi de mirada malévola y Bibi, con su aspecto de santa y que siempre encontraba nuevas maneras de hacerse pasar por simplona e inocente.

Cruzó por su mente el recuerdo de una idílica tarde de fiesta en Arilia, cuando él yacía boca arriba con la cabeza apoyada en la parte interior del muslo de Chimo, la cual estaba sentada con las piernas extendidas mientras Nixi estaba arrodillada a un lado y Bibi acuclillada en el triángulo equilátero que formaban las piernas también extendidas de Fafhrd. Y de vez en cuando él volvía la cabeza al lado más próximo y estampaba un beso largo y mordisqueante en los labios carmín de Chimo y luego volvía la cabeza al otro lado para succionar y lamer los pezones ligeramente rugosos de los pequeños senos erguidos de Nixi, ahora colgantes, mientras Chimo los acariciaba con la mano derecha. Bibi estaba diversamente ocupada con su propio equipamiento erótico (y Chimo manipulaba el suyo, dando empleo así a la mano izquierda) hasta que él se sintió recorrido por olas de placer y el tiempo casi pareció detenerse.

Y ahora, se dijo Fafhrd, todo apuntaba a que existía la oportunidad de otro de tales momentos de éxtasis sobrenatural prolongado indefinidamente, o de uno incluso mayor, si no lo echaba a perder por culpa de algún rechazo no intencionado o una conducta grosera.

Sí, en efecto, se aseguró a sí mismo rápidamente, las cosas parecían encaminarse hacia una espléndida recompensa en el gran juego de trocar hazañas heroicas por íntimos favores femeninos por el que todos los héroes vivían, o por lo menos confiaban en ello, por muy desordenada e irregular que fuese la contabilidad.

Y ahora, tras haber saludado e inspeccionado, por así decirlo, a las seis esbeltas infantas de marina de la guardia cromática de Frix, se encontró ante la vistosa capitana, junto a la cual estaba su guapa corneta, en pie delante de la invitadora escotilla del castillo de popa, de la que surgía un aire cálido y dulcemente perfumado. Durante el corto paseo por la cubierta, Fafhrd había recuperado la sensación de su propio peso, la sed y los apetitos, sólo levemente importunado por la conciencia de su rudeza velluda y sin lavar.

Frix alzó una mano enfundada en un guantelete de encaje.

—Saludos, viejo amigo —le dijo—. Bienvenido a bordo de la
Aires Suaves,

—Muchas gracias, querida señora —replicó él, guardando las formas—, por tu deseada hospitalidad que necesito en gran medida.

—Entonces nos acompañarás abajo, donde hay mejores amenidades —respondió ella—. Mis damas se encargarán de refrescarte y arreglarte, mientras nos regalas, si lo deseas, con el relato de tus aventuras, hazañas e incursiones más recientes.

Fafhrd inclinó la cabeza. Se le ocurrió que aquél era el grupo de damas más nutrido con el que Frix le había agasajado jamás. ¿Se había convertido realmente en un héroe de siete doncellas? ¿O, contando las dos niñas, de nueve?

Con una sonrisa amable, Frix se volvió y cruzó la puerta de la escotilla. La muchacha descarada hizo una mueca cómica.

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