La granja de cuerpos (32 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: La granja de cuerpos
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—Y tú, ¿qué has decidido?

La oscuridad me envolvía como una sábana suave y acogedora, y me fijé en el timbre de la voz con que Wesley me hablaba. Era modulado y vigoroso. Igual que su mente, tenía una belleza y una energía muy sutiles.

—Ese tipo, Creed, no encaja, y todavía le doy vueltas a lo de Ferguson. Por cierto, tenemos los resultados del ADN y la piel es de la chica.

—No me sorprende.

—En lo de Ferguson hay algo que no concuerda.

—¿Sabes algo más de él?

—Estoy investigando ciertas cosas.

—¿Y de Gault?

—Todavía tenemos que considerarlo. Que sea sospechoso —Hizo una pausa—. Quiero verte.

Me pesaban los párpados y mi voz sonó adormilada en la oscuridad. Con la cabeza apoyada en la almohada, murmuré:

—Bueno, tengo que ir a Knoxville. Eso no queda muy lejos de donde estás.

—¿Has visto a Katz?

—Él y el doctor Shade se ocupan de mi experimento. Deben de estar terminando.

—No tengo ningún deseo de visitar La Granja —declaró Wesley.

—Supongo que me estás diciendo que no nos veremos allí:

—No es que no quiera...

—Irás a casa el fin de semana, ¿no?

—Por la mañana.

—¿Todo marcha bien?

Preguntarle por su familia resultaba engorroso. En nuestras conversaciones, rara vez mencionábamos a su esposa.

—Bueno, los chicos ya son mayores para celebrar el día de Difuntos, así que, por lo menos, no hay que preocuparse de organizar fiestas o preparar disfraces.

—Cualquier edad es buena para celebrar la noche de las Ánimas.

—Antes, las bromas y los convites en mi casa eran todo un espectáculo, ¿sabes? Y había que correr con los chicos de acá para allá... esas cosas...

—Seguro que llevabas pistola y pasabas por rayos X sus caramelos.

—Mira quién habla —replicó él.

17

A
primera hora del sábado, preparé el equipaje para marcharme a Knoxville y ayudé a Dorothy a reunir los pertrechos necesarios para alguien que iba donde iba Lucy. No me resultó fácil hacer comprender a mi hermana que Lucy no necesitaría ropa cara o que requiriese lavado en seco o planchado.

Cuando insistí en que no debía llevar nada de valor, Dorothy se preocupó muchísimo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es como si la encerrara en una penitenciaría!

Para no despertar a Lucy, estábamos en el dormitorio que ocupaba mi hermana. Coloqué una sudadera doblada en la maleta abierta sobre la cama y dije:

—Escucha, yo no recomiendo que se lleven joyas caras ni siquiera para alojarse en un buen hotel.

—Pues yo tengo muchas joyas caras y me alojo en buenos hoteles continuamente. La diferencia es que no debo preocuparme de encontrarme drogadictos por los pasillos.

—Dorothy, hay drogadictos por todas partes. No necesitas ir a Edgehill para encontrarlos.

—Cuando Lucy se entere de que no puede llevar su ordenador portátil, le dará un ataque.

—Le explicaré que no está permitido y confío en que lo entenderá.

—Creo que es muy rígido por parte de los médicos.

—El objetivo de la estancia es que Lucy trabaje en ella misma, y no en programas de ordenador.

Recogí las Nike de Lucy y recordé a mi sobrina en el vestuario de Quantico, embarrada de pies a cabeza y llena de contusiones y rozaduras después de recorrer el circuito de entrenamiento. Entonces me había parecido muy feliz y, sin embargo, era imposible que lo fuera. Me reproché no haber advertido antes sus dificultades. Tal vez si hubiera pasado más tiempo con ella nada de esto habría sucedido.

—Sigo pensando que es absurdo —insistió Dorothy—. Si yo tuviera que ir a un sitio como ése, no permitiría que me obligaran a dejar de escribir, desde luego. Es mi mejor terapia. Lástima que Lucy no tenga algo parecido, porque estoy convencida de que le evitaría muchos problemas. ¿Por qué no has escogido la clínica Betty Ford?

—No veo motivo para enviar a Lucy a la costa Oeste. Además, allí se necesita más tiempo para ingresar.

—Sí, supongo que tendrán una buena lista de espera... —Dorothy adoptó una expresión pensativa mientras doblaba una blusa y la colocaba en la maleta—. Y tampoco me gustaría que corriese la voz de que tengo una hija internada...

—A veces me dan ganas de abofetearte.

Mi hermana puso cara de sorpresa y de cierto temor. Nunca le había mostrado toda la fuerza de mi rabia. Nunca le había puesto delante un espejo que reflejara su vida narcisista y mezquina y en el que pudiera verse como la veía yo. Aunque Dorothy no habría querido mirarse (y éste, naturalmente, era el problema).

—¡Claro! No eres tú la que tiene un libro a punto de publicar —replicó—. En cuestión de días, estaré de gira otra vez. ¿Y qué voy a decir cuando un entrevistador me pregunte por mi hija? ¿Cómo crees que va a tomarse esto mi editor?

Eché un vistazo a mi alrededor para ver qué más tenía que meter en la maleta.

—Realmente, Dorothy, me importa un bledo cómo se tome esto tu editor. Con franqueza, me importa un bledo cómo se tome nada.

—Este asunto podría llegar a desacreditar mi obra —continuó, como si no me hubiera oído—. Y tendré que contárselo a mi agente de prensa para elaborar la mejor estrategia.

—Coméntale una sola palabra de Lucy a tu agente y te rompo el cuello.

—Te estás volviendo muy violenta, Kay.

—Tal vez lo soy.

—Supongo que es un riesgo profesional, cuando una se pasa el día rajando gente —soltó Dorothy.

Lucy necesitaría su jabón porque allí no tendrían el que le gustaba. Me dirigí al baño y recogí una pastilla de jabón de barro Lazlo y un Chanel, perseguida por la voz de Dorothy. Entré en el dormitorio de Lucy y la encontré incorporada en la cama.

—No sabía que estuvieras despierta —Le di un beso—. Me marcho enseguida. Dentro de un rato vendrá un coche a recogeros a ti y a tu madre.

—¿Y los puntos de la cabeza?

—Dentro de unos días te los quitarán. Se encargará uno de los médicos. Ya he arreglado todas esas cosas con ellos. Están muy al corriente de la situación.

—Me duele.

Lucy hizo una mueca mientras se tocaba el cuero cabelludo, junto a la herida.

—Tendrás algún nervio un poco afectado. Con el tiempo se te pasará.

Conduje hasta el aeropuerto bajo otro chaparrón. Las hojas cubrían la calzada como copos de cereal empapados y la temperatura había descendido a unos crudos nueve grados.

Primero volé a Charlotte. Al parecer, desde Richmond era imposible ir a ninguna parte sin hacer escala en otra ciudad que no siempre estaba en el camino. Muchas horas después, cuando llegué a Knoxville, el tiempo era el mismo pero más frío, y ya había oscurecido. Tomé un taxi y el conductor, un tipo de la ciudad que se hacía llamar «Cowboy», me dijo que componía canciones y tocaba el piano cuando no estaba al volante. Al llegar al Hyatt, ya me había contado también que iba a Chicago una vez al año para complacer a su esposa y que solía llevar en el taxi a mujeres de Johnson City que acudían a la ciudad para comprar en las galerías comerciales. Cowboy me hizo recordar la inocencia que la gente como yo hemos perdido y le dejé una propina especialmente generosa. Me esperó mientras me registraba en el hotel y, a continuación, me llevó a Calhoun's, que tenía una espléndida vista sobre el río Tennessee y prometía las mejores chuletas de Estados Unidos.

El restaurante estaba sumamente concurrido y tuve que esperar en el bar. Me enteré de que aquel fin de semana se celebraba el encuentro anual de antiguos alumnos de la Universidad de Tennessee, y allá donde dirigí la vista descubrí chaquetas y jerséis de color naranja chillón y alumnos de todas las edades que bebían y reían y comentaban el partido de aquella tarde. Sus estentóreas voces surgían de todos los rincones y, si no me concentraba en alguna conversación concreta, lo único que oía era un griterío constante.

Los Vols habían ganado a los Gamecocks y había sido la batalla más seria jamás librada en la historia del mundo. Cada vez que los hombres tocados con la gorra de la universidad que tenía a ambos lados se volvían hacia mí para que confirmara lo que decían, me deshacía en sinceros gestos de asentimiento, pues, en aquel ambiente, reconocer que
no había estado allí
se habría interpretado a buen seguro como una traición. No tuve mesa hasta casi las diez, y para entonces mi nivel de ansiedad estaba ya muy alto.

No me apetecía la comida italiana ni nada delicado; no había comido bien desde hacía días y, finalmente, estaba hambrienta. Pedí chuletas de ternera, bollos y ensalada y, cuando la botella de salsa picante Tennessee Sunshine me dijo «pruébame», lo hice. Después, probé asimismo el pastel al Jack Daniel's. La cena estaba magnífica. Di cuenta de ella a la luz de unas lámparas
Tiffany
en un rincón tranquilo, contemplando el río. Éste relucía con el reflejo de las luces del puente, que formaban trazos de diversas longitudes e intensidades como si el agua registrara los niveles electrónicos de una música que yo no alcanzaba a oír.

Intenté no pensar en crímenes, pero a mi alrededor se agitaban como pequeñas hogueras aquellas chillonas ropas anaranjadas y volví a ver la cinta adhesiva en torno a las muñecas de la pequeña Emily. Y sobre su boca. Pensé en las horribles criaturas alojadas en Attica y en Gault y en gente como él.

Cuando pedí al camarero que me llamara un taxi, Knoxville me parecía la ciudad más pavorosa en que había estado.

Mi agitación no hizo sino aumentar cuando me encontré en el porche, fuera del local, primero un cuarto de hora, luego media, esperando a que llegara Cowboy. Sin embargo, parecía que el tipo se había alejado cabalgando en su taxi en busca de otros horizontes y, a medianoche, me encontré sola y abandonada mientras veía a camareros y cocineros marcharse a sus casas.

Volví a entrar en el restaurante por última vez.

—Llevo más de una hora esperando el taxi —dije al muchacho que lo había llamado.

—Es la reunión de estudiantes —respondió, ocupado en limpiar la barra—. Ése es el problema.

—Lo entiendo, pero debo regresar al hotel.

—¿Dónde se aloja?

—En el Hyatt.

—Ahí tienen un taxi privado. ¿Quiere que se lo pida?

—Sí, por favor.

El taxi privado era un microbús, cuyo joven y locuaz conductor me ametralló a preguntas sobre el partido que yo no había visto. Al cabo, empecé a pensar en lo fácil que sería encontrarme acompañada por un desconocido que fuese un Bundy o un Gault. Así era como había muerto Eddie Heath. Su madre le había enviado a una tienda cercana a comprar una lata de sopa y horas más tarde aparecía desnudo y maltratado con una bala en la cabeza. En aquel caso también se había utilizado cinta adhesiva. Podía ser de cualquier color, porque nunca llegamos a verla.

Uno de los extraños jueguecitos de Gault había consistido en atarle las muñecas con cinta adhesiva después de disparar y, posteriormente, quitarle la cinta antes de abandonar el cuerpo. Nunca llegamos a entender por qué lo había hecho. Rara vez llegábamos a sacar algo en claro de tantísimas cosas que eran manifestaciones de fantasías aberrantes. ¿Por qué un nudo de horca y no uno corredizo, más sencillo y más seguro? ¿Por qué una cinta adhesiva anaranjada fosforescente? Me pregunté si aquella cinta anaranjada era algo que Gault usaría y consideré que sí. Desde luego, Gault era un tipo ostentoso. Y, sin duda, le gustaban los juegos sádicos de servidumbre.

Matar a Ferguson y dejar la piel de Emily en el frigorífico también parecía propio de él. En cambio, violentarla sexualmente no encajaba con Gault y este aspecto seguía irritándome. Gault había matado a dos mujeres y no había mostrado ningún interés sexual por ellas. Era al chico a quien había desnudado y mordido. Era a Eddie a quien había atrapado impulsivamente para obtener su perverso placer. Y, hacía poco, lo había repetido con otro muchacho en Inglaterra; al menos, eso se sospechaba de momento.

A mi regreso al hotel, el bar estaba abarrotado y el vestíbulo, lleno de gente bulliciosa. Cuando ya había llegado discretamente a mi habitación, escuché muchas risas en mi planta y estaba por decidirme a ver una película en la tele cuando el busca, sobre la cómoda, empezó a emitir pitidos. Pensé que Dorothy intentaba ponerse en contacto conmigo, o quizás era Wesley, pero el número registrado empezaba por 704, que era el código de la zona occidental de Carolina del Norte. Marino, me dije, y me quedé a la vez perpleja e intrigada. Tomé el teléfono, me senté al borde de la cama y correspondí a la llamada.

—¿Diga? —preguntó una suave voz femenina al otro extremo de la línea. Por un instante, me quedé tan desconcertada que no acerté a decir nada—. ¿Diga? —repitió.

—Estoy respondiendo a una llamada —dije por fin—. Este..., bueno, he encontrado este número en mi avisador.

—¡Ah! ¿Es la doctora Scarpetta?

—¿Con quién hablo? —pregunté, pero ya lo sabía: había oído aquella voz en el despacho del juez Begley, y también en la propia casa de la mujer.

—Soy Denesa Steiner. Disculpe por llamar tan tarde, pero me alegro mucho de encontrarla.

—¿De dónde ha sacado el número de mi avisador? No constaba en mi tarjeta de visita porque no dejarían de molestarme. De hecho, no lo conocía casi nadie.

—Me lo ha dado Pete. El capitán Marino. Lo he pasado muy mal y le he dicho que pensaba que, si hablaba con usted, me ayudaría. Lamento molestarla.

Me sorprendió que Marino hubiera hecho algo así. Era un ejemplo más de lo mucho que había cambiado. Me pregunté si estaría con ella en aquel momento. También me pregunté qué sería tan importante como para que Denesa me avisara a aquellas horas.

—Señora Steiner, ¿cómo puedo ayudarle? —dije, pues no podía ser descortés con aquella mujer, que había perdido tanto.

—Bueno, me he enterado del accidente que ha tenido...

—¿Cómo dice?

—Me alivia muchísimo saber que está bien.

—No soy yo quien ha tenido el accidente —le expliqué, perpleja e incómoda—. Era mi coche, pero lo llevaba otra persona.

—Me alegro muchísimo. El Señor la protege. Pero se me ha ocurrido una cosa y quería decírsela...

—Señora Steiner —la interrumpí—. ¿Cómo ha sabido lo del accidente?

—Ha salido en el periódico y mis vecinos lo comentaban. La gente sabe que ha estado por aquí ayudando a Pete. Usted y ese hombre del FBI, el señor Wesley.

—¿Qué decía el artículo, exactamente?

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