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Authors: Patricia Cornwell

La granja de cuerpos (33 page)

BOOK: La granja de cuerpos
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Denesa Steiner titubeó, como si le diera apuro responder.

—Bueno, me temo que mencionaba que la habían detenido por conducir bajo los efectos del alcohol. Y que se había salido de la carretera.

—¿Y dice que lo ha publicado el periódico de Asheville?

—Y luego ha aparecido en el
Black Mountain News
y alguien lo oyó por la radio, también. Pero me tranquiliza que no le haya pasado nada. Los accidentes son terriblemente traumáticos, ¿sabe? Si una no lo ha sufrido en persona, no puede imaginárselo. Yo tuve uno terrible cuando vivía en California y todavía me duran las pesadillas...

—Lamento oír eso —murmuré, pues no sabía qué más decir; toda la conversación me resultaba bastante grotesca.

—Era de noche y el tipo cambió de carril y supongo que quedé en su ángulo ciego. Me golpeó por detrás y perdí el control del coche. Terminé cortando los otros carriles hasta dar contra otro coche, un Volkswagen. La pobre viejecita que lo conducía murió en el acto. Nunca lo he superado. Recuerdos así, desde luego, pueden marcarla a una.

—Sí que pueden.

—Y cuando pienso en lo que le pasó a Calcetines... Supongo que, en realidad, por eso he llamado.

—¿Calcetines?

—La gatita, ¿recuerda? La que ese hombre mató. Guardé silencio. Ella continuó:

—Me hizo eso y, como usted sabe, he recibido llamadas por teléfono...

—¿Todavía las recibe, señora Steiner?

—He tenido unas cuantas. Pete quiere que pida que me intervengan el aparato.

—Quizá debería hacerlo.

—Lo que intento decir es que me han estado pasando cosas a mí, y luego al detective Ferguson y a Calcetines, y ahora sufre usted ese accidente... La verdad, temo que todo esto esté relacionado. Desde luego, le he insistido a Pete para que se ande con mucho cuidado, sobre todo después del golpazo que se dio ayer. Yo acababa de fregar el suelo de la cocina y le resbalaron los zapatos. Casi parece una especie de maldición salida del Antiguo Testamento.

—¿Marino está bien?

—Algo magullado, pero podría haber sido peor porque, normalmente, lleva ese pistolón en la parte de atrás de los pantalones. Pete es un hombre magnífico. No sé qué haría sin él, en estas circunstancias.

—¿Dónde está?

—Supongo que duerme —respondió Denesa, y empecé a apreciar su habilidad para eludir preguntas—. Si quiere dejarme un teléfono donde él se pueda poner en contacto con usted, con mucho gusto le diré que ha llamado.

—Pete tiene el número de mi avisador —expliqué. La pausa que siguió me confirmó que Denesa sabía que no me fiaba de ella.

—Sí, por supuesto. Claro que lo tiene.

Tras esta conversación, no conseguí conciliar el sueño y, finalmente, llamé al busca de Marino. El timbre del teléfono sonó minutos después pero se detuvo de inmediato, antes de que pudiera descolgar. Marqué el número de recepción.

—¿Acaba de intentar pasarme una llamada hace un momento?

—Sí, señora. Supongo que la comunicante ha colgado.

—¿Sabe quién era?

—No, señora. Lo siento pero no tengo idea.

—¿Era una mujer?

—Sí. Y preguntó por usted.

—Gracias.

Comprendí lo que había sucedido y el sobresalto me dejó absolutamente insomne. Imaginé a Marino dormido en la cama de Denesa con el avisador sobre la mesilla, y la mano que vi coger el aparato en la oscuridad era la de ella. Denesa había leído el número expuesto en la pantalla y se había levantado de la cama para marcarlo desde otra habitación.

Al descubrir que correspondía al Hyatt de Knoxville, había pedido por mí para ver si constaba como huésped. Después, cuando la centralita pasó la llamada a mi habitación, Denesa había colgado. No quería hablar conmigo; sólo deseaba localizarme, y lo había conseguido. ¡Maldición! Knoxville estaba a dos horas en coche de Black Mountain. Seguro que no vendría, me dije. Sin embargo, no podía dominar mi inquietud y temí seguir mis pensamientos a los sombríos rincones a los que aquéllos intentaban arrastrarse.

Tan pronto salió el sol empecé a hacer llamadas. La primera fue al agente McKee, de la policía estatal de Virginia, y aprecié en su voz que le había despertado de un profundo sueño.

—Soy la doctora Scarpetta. Lamento llamarle tan temprano...

—¡Oh! Aguarde un momento —El hombre carraspeó—. Buenos días. Escuche, ha sido muy oportuna al llamar. Tengo información para usted.

—Magnífico —respondí, enormemente aliviada—. Esperaba que la tuviera.

—Muy bien. El piloto trasero es de metacrilato, como la mayoría de los que se hacen en la actualidad, pero hemos podido encajar los pedazos con el fragmento que usted recuperó del Mercedes. Además, en uno de los pedazos había un logotipo que lo identificaba como procedente de un Mercedes.

—Bien, entonces es lo que sospechábamos. ¿Qué hay del cristal del faro?

—Eso era un poco más difícil, pero hemos tenido suerte. Han analizado los cristales de faro que encontró en la calzada y, por su índice de refracción, su densidad, su diseño, su logotipo y demás, sabemos que procedía de un Infiniti J30. Este dato nos ayudó a reducir las posibilidades sobre el origen de la pintura. Cuando hemos empezado a indagar sobre los Infiniti J30, hemos sabido que hay un modelo pintado de un tono verde pálido llamado «bruma de bambú».

»En resumidas cuentas, doctora Scarpetta, su coche recibió el impacto de un Infiniti J30 del 93, de color verde bruma de bambú.

Me quedé paralizada de sorpresa y desconcierto.

—Dios mío —murmuré mientras me recorría un escalofrío.

—¿Le suena? —preguntó el agente, también en tono sorprendido.

—No puede ser...

Yo había acusado a Carrie Grethen y la había amenazado. Había estado tan segura...

—¿Conoce a alguien que tenga un coche así? —insistió el agente McKee.

—Sí.

—¿Quién?

—La madre de una chiquilla de once años que fue asesinada en la zona occidental de Carolina del Norte —respondí—. Participo en la investigación del caso y ya he tenido varios contactos con esa mujer.

McKee no dijo nada. Me di cuenta de que mis palabras sonaban a desvaríos.

—Esa mujer tampoco estaba en Black Mountain cuando se produjo el accidente —continué—. Se supone que había viajado al norte a visitar a una hermana enferma.

—El coche que embistió el suyo, doctora, también tendrá daños —sugirió el agente—. Y si fue ella la autora de todo esto, puede usted apostar a que ya lo habrá llevado a reparar. De hecho, quizá ya esté reparado.

—Aunque lo esté, la pintura que dejó en mi carrocería podría corresponderse.

—Esperemos que así sea.

—No parece muy convencido.

—Si la pintura del coche es la original y no se ha vuelto a tocar desde que salió de la cadena de montaje, podríamos tener un problema. La tecnología del pintado de automóviles ha cambiado. La mayoría de fabricantes de coches se ha decantado por una capa base clara, que es una laca de poliuretano. Aunque es más barata, produce un efecto muy lujoso. Pero no se aplica en muchas capas y el fundamento de la identificación de vehículos por la pintura es, precisamente, la secuencia de capas.

—Entonces, si salieron de la cadena de montaje diez mil Infiniti niebla de bambú en la misma serie, estamos jodidos.

—Por completo. El abogado de la defensa alegará que no se puede demostrar que la pintura procediese de su coche, sobre todo si se tiene en cuenta que el accidente se produjo en una carretera interestatal que es utilizada por gente de todo el país. Así pues, ni siquiera serviría de nada intentar averiguar cuántos Infiniti pintados de ese color fueron destinados a determinadas regiones. Y, en cualquier caso, esa mujer no es de la zona donde se produjo el accidente.

—¿Qué hay de la llamada de emergencia? —pregunté.

—La he escuchado. La llamada se efectuó a las 8,47 de la tarde y su sobrina dijo: «Esto es una emergencia.» Eso fue cuanto alcanzó a decir antes de que su voz quedara sofocada por los ruidos y la electricidad estática. Parecía presa del pánico.

Las noticias eran terribles, y no me sentí mejor cuando llamé a Wesley a su casa y contestó su mujer.

—Espere, voy a avisarle —dijo en el mismo tono amistoso y delicado de costumbre.

Mientras aguardaba, me asaltaron extraños pensamientos. Me pregunté si dormirían en habitaciones separadas o si, simplemente, la mujer se había levantado antes que Benton y por eso tenía que desplazarse a otro lugar para avisarle de que yo estaba al teléfono.

Por supuesto, era posible que ella estuviese en la cama y él, en el baño. Las ideas y los sentimientos que me rondaban por la cabeza llegaron a asustarme. Aunque la mujer me caía bien, deseaba que no fuera su esposa. Deseaba que Wesley no tuviera esposa. Cuando se puso al aparato, intenté hablar con calma pero no lo conseguí.

—Espera un momento, Kay —Me dio la impresión de que a él también lo había despertado—. ¿Has estado en vela toda la noche?

—Más o menos. Tienes que volver ahí, al pueblo. No podemos confiar en Marino. Si intentamos ponernos en contacto con él, ella lo sabrá.

—No puedes estar segura de que fuera ella quien llamó a tu avisador.

—¿Quién más puede haber sido? Nadie sabía que estoy alojada aquí, y acababa de dejar el número del hotel en el busca de Marino. Apenas pasaron unos minutos hasta que recibí la llamada.

—Quizás era Marino quien llamaba.

—El encargado de la recepción dice que era una voz de mujer.

—Maldita sea —masculló Wesley—. Hoy es el aniversario de Michele.

—Lo siento —Me sentía al borde de las lágrimas y no sabía por qué—. Tenemos que averiguar si el coche de Denesa Steiner ha sufrido algún daño. Es preciso que vaya alguien a investigar. Necesito saber por qué perseguía a Lucy.

—¿Por qué habría de hacer tal cosa? ¿Cómo podía saber dónde iba a estar Lucy aquella noche y qué coche conducía?

Recordé que Lucy me había contado que la compra del arma había sido un consejo de Marino. Era posible que la señora Steiner escuchase la conversación entre ellos y planteé tal teoría a Wesley.

—¿Lucy tenía la visita concertada con antelación, o se detuvo allí por las buenas cuando volvía de Quantico?

—No lo sé, pero lo averiguaré —Me estremecí de rabia y mascullé—: ¡La muy hija de puta...! Podría haber matado a Lucy.

—¡Señor! Podría haberte matado a ti.

—¡La muy hija de puta!

—Kay, tranquilízate y escucha —Benton pronunció las palabras despacio, en un tono que quería ser relajante—. Volveré a Carolina del Norte a ver qué diablos sucede. Llegaremos hasta el fondo del asunto, te lo prometo. Pero quiero que dejes ese hotel lo antes posible. ¿Cuánto tiempo calculas que deberás quedarte en Knoxville?

—Puedo marcharme después de la cita con Katz y el doctor Shade en La Granja. Katz pasará a recogerme a las ocho. Dios, espero que no siga lloviendo. Todavía no he mirado por la ventana, siquiera.

—Aquí hace sol —dijo él, como si ello significara que debía de hacer el mismo tiempo en Knoxville—. Si sucede algo y decides no marcharte, cambia de hotel por lo menos.

—Lo haré.

—Después, vuelve a Richmond.

—No. Desde Richmond no puedo hacer nada por el caso. Y Lucy tampoco está allí. Por lo menos, sé que ella está segura. Si hablas con Marino, no le digas nada de mí. Y ni una sola palabra de dónde está Lucy. Da por sentado que se lo contará a Denesa Steiner. Marino está fuera de control, Benton. Sé positivamente que le hace confidencias a esa mujer.

—No me parece muy prudente que vayas a Carolina del Norte en estos momentos.

—Tengo que hacerlo.

—¿Por qué?

—Debo buscar los antiguos historiales médicos de Emily Steiner. Revisarlos. También quiero que me consigas una lista de todos los lugares donde ha vivido Denesa Steiner. Quiero saber si hay más hijos, maridos o hermanos. Puede haber más muertes. Y quizá tengamos que hacer más exhumaciones.

—¿Qué estás pensando?

—En primer lugar, apuesto algo a que descubres que no existe ninguna hermana enferma en Maryland. Su intención al dirigirse al norte era echar mi coche fuera de la calzada, con el propósito de matar a Lucy.

Wesley no dijo nada. Percibí la ambigüedad de su reacción y no me gustó. Tuve miedo de decir lo que pensaba de verdad, pero no podía quedarme callada.

—Por otra parte, de momento no aparecen referencias del síndrome de muerte súbita infantil. De su primer hijo. El registro no consigue encontrar nada al respecto en California. No creo que ese hijo haya existido nunca, y tal cosa encajaría con el perfil.

—¿Qué perfil?

—Benton —murmuré—, no sabemos a ciencia cierta que Denesa Steiner no matara a su propia hija. Wesley exhaló un profundo suspiro.

—Tienes razón. No lo sabemos a ciencia cierta. No sabemos gran cosa, en general.

—Y Mote señaló en la reunión que Emily era una niña enfermiza.

—¿Dónde quieres ir a parar?

—Podríamos estar ante un caso de síndrome de Munchausen...

—Kay, nadie querrá dar crédito a algo así. Yo mismo no estoy seguro de querer creerlo...

Me refería a un síndrome casi increíble en el que quienes se ocupan de los cuidados primarios (madres, por lo general) maltratan a los niños en secreto y con astucia para llamar la atención. Les producen cortes, les rompen huesos, los intoxican y los sofocan hasta casi matarlos. Después, esas mujeres corren a la consulta del médico o al servicio de urgencias y explican historias lacrimógenas sobre cómo se ha puesto enfermo o se ha lastimado el pequeño, y el personal sanitario se compadece de la madre y le presta tanta atención como al niño. La mujer se convierte en maestra de la manipulación de los profesionales médicos y el pequeño puede llegar a morir.

—Piensa en la atención que ha conseguido atraer Denesa Steiner gracias al asesinato de su hija —dije a Benton.

—Eso no lo discuto, pero, ¿cómo encaja en un síndrome de Munchausen la muerte de Ferguson o lo que sostienes que le sucedió a Lucy?

—Una mujer que le hiciera eso a Emily podría hacerle cualquier cosa a cualquiera. Además, tal vez Denesa Steiner se esté quedando sin parientes que matar. Me sorprendería que su marido muriese realmente de un ataque cardíaco. Probablemente, lo mató también de alguna forma disimulada y sutil. Esas mujeres son mentirosas patológicas. Son incapaces de sentir remordimientos.

—Lo que insinúas va mucho más allá del síndrome de Munchausen. Ahora estamos hablando de asesinatos en serie.

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