—Siéntate —le indicó doña Lechuza, con un gesto en verdad soberano—. ¡No, tú no, Yennefer! Sólo ella. Tú, Yennefer, no estás aquí como invitada, sino que has sido llamada para ser juzgada y castigada. En tanto que la logia no decida tu suerte, te quedarás de pie.
Para Ciri, en un abrir y cerrar de ojos, se había acabado completamente el protocolo.
—En tal caso, yo también me quedaré de pie —dijo, y no precisamente en voz baja—. Yo tampoco estoy aquí como invitada. También a mí se me ha convocado para hacerme saber mi destino. Eso lo primero. Y lo segundo, el destino de Yennefer es mi destino. Lo que vale para ella, vale también para mí. Eso no se puede romper. Con el debido respeto.
Margarita Laux-Antille sonrió, mirándola a los ojos. La sencilla y elegante Assire var Anahid, tan nilfgaardiana ella, con su nariz levemente aguileña, asintió con la cabeza, tamborileando suavemente con los dedos en la superficie de la mesa.
—Filippa —intervino una de las presentes, que tenía el cuello envuelto en un boa de zorro plateado—. En mi opinión, no hay por qué ser tan tajantes. O, al menos, no hoy, no en estos momentos. Ésta es la mesa redonda de la logia. Todas nos sentamos como iguales. Aunque se nos vaya a juzgar. Creo que podríamos convenir todas en que...
No acabó la frase. Paseó la mirada por el resto de las hechiceras. Una tras otra, dieron su aprobación con la cabeza: Margarita, Assire, Triss, Sabrina Glevissig, Keira Metz, las dos bellas elfas. Sólo la otra nilfgaardiana, Fringilla Vigo, de cabello negro como el ala de un cuervo, seguía inmóvil, muy pálida, sin apartar los ojos de Yennefer.
—Así sea. —Filippa Eilhart hizo un gesto con su mano ensortijada—. Sentaos, pues, ambas. Con mi oposición. Pero la unidad de la logia ante todo. El interés de la logia ante todo. Y por encima de todo. La logia lo es todo, el resto no es nada. Confío en que lo entenderás, ¿no es así, Ciri?
—Perfectamente. —Ciri no pensaba siquiera en apartar la mirada—. En particular, que yo formo parte de esa nada.
Francesca Findabair, la hermosísima elfa, se rió con una sonora risa argentina.
—Felicidades, Yennefer —dijo con su melódica e hipnotizante voz—. Se nota que has dejado tu huella. Es oro de ley. Se ve que ha tenido una buena escuela.
—No es difícil verlo —Yennefer dirigió una fogosa mirada a la concurrencia—, porque es de la escuela de Tissaia de Vries.
—Tissaia de Vries ya no vive —dijo con calma doña Lechuza—. No está sentada a esta mesa. Tissaia de Vries murió, y su muerte ha sido lamentada y llorada. Al mismo tiempo, ese hecho constituye una cesura y un punto de inflexión. Vivimos nuevos tiempos, comienza una nueva era, asistimos a grandes cambios. Y a ti, Ciri, la que fuiste alguna vez Cirilla de Cintra, el destino te ha asignado un papel fundamental en estos cambios. Sin duda, ya sabes cuál.
—Sí, lo sé —gruñó Ciri, sin hacer caso de los gestos de Yennefer, que intentaba apaciguarla—. ¡Ya me lo explicó Vilgefortz! Mientras se disponía a meterme una jeringa de cristal entre las piernas. Si ése es el destino que me aguarda, entonces muchas gracias.
Los oscuros ojos de Filippa echaban chispas heladas de furia. Pero quien replicó a Ciri fue Sheala de Tancarville.
—Aún tienes mucho que aprender, niña —dijo, cubriéndose el cuello con el boa de zorro plateado—. También, por lo que veo y escucho, vas a tener que corregir muchos de tus hábitos, sola o con ayuda de otras personas. En los últimos tiempos has adquirido, parece evidente, muchos malos conocimientos, sin duda alguna has experimentado y has sido testigo del mal. Ahora, en tu obcecación infantil, rechazas la observación del bien, niegas el bien y las buenas intenciones. Erizas púas, como un puercoespín, incapaz de reconocer a todos aquéllos que se preocupan por tu bien. Bufas y sacas las uñas como una gata salvaje, y no nos dejas elección: no vamos a tener más remedio que agarrarte por el pescuezo. Y estamos dispuestas a hacerlo, sin pensárnoslo dos veces. Porque somos más viejas que tú, más sabias que tú, y lo sabemos todo sobre lo que ya ha sido, todo sobre lo que está siendo y mucho sobre lo que va a ser. Te vamos a coger del pescuezo, gatita, para que algún día, lo antes posible, estés aquí sentada entre nosotras, a esta mesa, como una gata sabia y experimentada. Como una de nosotras. ¡No! ¡Ni una palabra! ¡No oses abrir la boca cuando está hablando Sheala de Tancarville!
La voz de la hechicera de Kovir, aguda y penetrante como un cuchillo arañando una superficie metálica, flotó de repente sobre la mesa. No sólo Ciri se encogió. También se estremecieron ligeramente y metieron la cabeza entre los hombros las otras magas de la logia, con la excepción, tal vez, de Filippa, Francesca y Assire. Y de Yennefer.
—Tenías razón —prosiguió Sheala, mientras volvía a colocarse el boa alrededor del cuello— al pensar que te habíamos llamado a Montecalvo para comunicarte tu destino Pero no tenías razón al pensar que tú no eres nada. Al contrario, tú lo eres todo, eres el futuro del mundo. En este momento, evidentemente, tú eso no lo sabes ni lo entiendes, en este momento eres un gatito que bufa y eriza el pelo, una criatura que acaba de sufrir una experiencia traumática, que en todas las personas ve a un Emhyr var Emreis o a un Vilgefortz con el inseminador en la mano. Y ahora mismo no tendría sentido intentar explicarte que estás equivocada, que todo esto es por tu bien y por el bien del mundo. Ya habrá tiempo para esas explicaciones. Más adelante. Ahora te obstinarías, no querrías escuchar la voz de la razón y tendrías una respuesta para cada argumento, una respuesta en forma de terquedad infantil y de rabieta empecinada. Por tanto, lo que hay que hacer contigo ahora es cogerte del pescuezo, con toda tranquilidad. He terminado. Comunícale a la chica su destino, Filippa.
Ciri estaba rígida, acariciando unas cabezas de esfinge que remataban los brazos del asiento.
—Vas a venir conmigo —dijo doña Lechuza, rompiendo el silencio pesado y fúnebre— y con Sheala a Kovir, a Pont Vanis, capital de verano del reino. Como has dejado de ser Cirilla de Cintra, en el curso de una audiencia serás presentada como una adepta a la magia, protegida nuestra. En esa audiencia conocerás a un rey muy sabio, Esterad Thyssen. Conocerás a su esposa, la reina Zuleyka, una persona de singular nobleza y bondad. También conocerás al hijo de la pareja real, el príncipe heredero Tancredo.
Ciri, que empezaba a comprender, puso los ojos a cuadros. A doña Lechuza no se le escapó ese detalle.
—Sí —confirmó—. Ante todo debes impresionar al príncipe Tancredo. Porque te vas a convertir en su amante y le vas a dar un hijo.
»Si fueras aún Cirilla de Cintra —prosiguió Filippa tras una larga pausa—, si fueras aún la hija de Pavetta y la nieta de Calanthe, haríamos de ti la esposa legítima de Tancredo. Serías la princesa, y después la reina de Kovir y Poviss. Por desgracia, y te lo digo con auténtico pesar, el destino te ha privado de todo. También de tu futuro. Sólo serás la querida. La favorita.
—Con un nombre —intervino Sheala— y un reconocimiento formal. Haremos todo lo posible para que, en la práctica, estés al lado de Tancredo, con estatus de princesa, y más adelante incluso con estatus de reina. Naturalmente, necesitamos contar con tu ayuda. Tancredo tiene que desear tenerte a su lado. Día y noche. Ya te enseñaremos cómo se estimula ese deseo. Pero de ti depende que nuestras enseñanzas den fruto.
—Todo esto es lo de menos, al fin y al cabo —dijo doña Lechuza—. Lo importante es que te quedes embarazada de Tancredo lo antes posible.
—Sí, claro —dijo Ciri entre dientes.
—La logia se encargará de asegurar —Filippa no le quitaba de encima sus oscuros ojos— la futura posición de vuestro hijo. Debes saber que estamos hablando de cosas realmente grandes. En todo caso, tú serás partícipe en eso, pues muy poco después del nacimiento de tu hijo empezarás a tomar parte en nuestras reuniones. Ya aprenderás. Y es que ya eres, aunque puede que ahora mismo te resulte incomprensible, una de las nuestras.
—En la isla de Thanedd —Ciri venció la resistencia de su garganta agarrotada— me llamasteis monstruo, doña Lechuza. Y ahora decís que soy una de las vuestras.
—No hay ninguna contradicción —se oyó la voz melódica, como el susurro de un arroyo, de Enid an Gleanna, la Margarita de Dolin—. Nosotras, me luned, somos todas unos monstruos. Cada una a su entilo. ¿No es así, doña Lechuza?
Filippa se encogió de hombros.
—Esa cicatriz que te afea el rostro —volvió a terciar Sheala, despellejando el boa con evidente indiferencia— te la enmascararemos mediante una ilusión. Serás una mujer bella y misteriosa, y te garantizo que Tancredo Thyssen se volverá loco por ti. Habrá que inventarte una personalidad. Cirilla es un nombre bonito y tampoco es muy raro, así que no hace falta que renuncies a él para preservar el incógnito. Pero necesitas un apellido. No pienso protestar si escoges el mío.
—O el mío —dijo doña Lechuza, forzando una media sonrisa—. Cirilla Eilhart también suena muy bien.
—Ese nombre —en la sala volvieron a oírse las campanillas argentinas de la voz de la Margarita de Dolin— suena bien en cualquier combinación. Y todas las que estamos aquí desearíamos tener una hija como tú, Zireael, golondrina de ojos de halcón, tú, que eres sangre de la sangre y huesos de los huesos de Lara Dorren. Todas nosotras estaríamos dispuestas a renunciar a cualquier cosa, incluso a esta logia, incluso al destino de los reinos y del mundo entero, con tal de tener una hija como tú. Pero eso es imposible. Sabemos que es imponible. Por eso tenemos tanta envidia de Yennefer.
—Gracias, doña Filippa —declaró Ciri al cabo de unos instantes, apretando con las manos las cabezas de esfinge—. También me siento honrada con la propuesta de llevar el apellido Tancarville. No obstante, como da la impresión de que en todo este asunto el apellido en lo único que depende de mí y de mi elección, la única cosa que se me confía, debo daros las gracias a ambas y elegir por mí misma. Quería llamarme Ciri de Vengerberg, hija de Yennefer.
—¡Ja! —Relumbraron los dientes de una hechicera morena que, tal como supuso Ciri, era Sabrina Glevissig de Kaedwen—. Tancredo Thyssen será un idiota si no contrae con ella matrimonio morganático. Si, en lugar de casarse ton ella, deja que le endilguen como mujer a una de esas princesas enjabonadas, eso querrá decir que es un idiota y un ciego que no sabe distinguir un diamante de unas cuentas de cristal. Te felicito, Yenna. Y te envidio. Y tú bien sabes lo sincera que puede llegar a ser mi envidia.
Yennefer se lo agradeció con un gesto. Sin la menor sombra de una sonrisa.
—Así pues —dijo Filippa—, todo está resuelto.
—No —dijo Ciri.
Francesca Findabair resopló sin hacer ruido. Sheala de Tancarville alzó la cabeza y la expresión se le endureció de un modo que no la favorecía nada.
—Tengo que pensármelo bien —declaró Ciri—. Meditarlo. Poner en orden mis ideas. Con tranquilidad. Cuando lo haya hecho, volveré aquí, a Montecalvo. Me presentaré ante esta logia y expondré lo que haya decidido.
Sheala movió los labios, como si se hubiera notado algo en la boca que tuviera que escupir de inmediato. Pero no dijo nada.
—Tengo que encontrarme —Ciri levantó la cabeza— con el brujo Geralt en la ciudad de Rivia. Le prometí que nos veríamos allí, que yo acudiría en compañía de Yennefer. Voy a cumplir mi promesa, con vuestro consentimiento o sin él. Doña Rita, aquí presente, sabe que, si se trata de Geralt, siempre soy capaz de encontrar un agujero en la pared.
Margarita Laux-Antille asintió con una sonrisa.
—Tengo que hablar con Geralt. Despedirme de él. Y darle la razón. Porque hay una cosa que debéis saber. Cuando nos marchábamos del castillo de Stygga, dejando todos aquellos cadáveres detrás de nosotros, le pregunté a Geralt si aquello era ya el final, si habíamos vencido, si el mal había sido derrotado, si el bien había triunfado. Y él se limitó a sonreír, de forma un tanto extraña y sombría. Yo pensé que era fruto del cansancio, que obedecía al hecho de que hubiéramos tenido que enterrar allí a todos sus amigos, al pie del castillo de Stygga. Pero hoy ya sé qué significaba aquella sonrisa. Era una sonrisa de lástima ante la ingenuidad de una chiquilla que se había creído que bastaba con degollar a Vilgefortz y a Bonhart para que se impusiera el bien sobre el mal. Necesito decirle que por fin he caído en la cuenta, que lo he comprendido. Necesito decírselo sin falta.
«También tengo que intentar convencerle de que lo que queréis hacer conmigo se diferencia radicalmente, a pesar de todo, de lo que quería hacerme Vilgefortz con su jeringa de cristal. Tengo que intentar explicarle que hay una diferencia entre el castillo de Montecalvo y el castillo de Stygga, por mucho que Vilgefortz invocase el bien del mundo y aquí también se invoque el bien del mundo.
«Sé que no me va a resultar sencillo convencer a un viejo lobo como Geralt. Geralt va a decir que soy una mocosa, que es fácil embaucarme con el pretexto de la nobleza, que todo eso de la predestinación y del bien del mundo no son más que frases estúpidas. Pero yo tengo que intentarlo. Es importante que él lo comprenda y que lo acepte. Es muy importante. También para vosotras.
«No has entendido nada —dijo tajantemente Sheala de Tancarville—. No eres más que una cría que ha pasado de la fase de los gritos y el pataleo a la fase de la soberbia, pero sigues siendo una mocosa. La única cosa que me hace concebir alguna esperanza es la viveza de tu ingenio. Vas a aprender muy rápido, en muy poco tiempo, créeme, pronto te reirás al recordar las tonterías que nos has soltado aquí. En lo tocante a tu viaje a Rivia, bueno, que se pronuncie la logia. Yo me declaro resueltamente en contra. Por una cuestión de principios. Para demostrarte que yo, Sheala de Tancarville, jamás hablo por hablar. Y que puedo obligarte a doblar tu orgullosa cerviz. Por tu propio bien, hay que inculcarte disciplina.
—Resolvamos, pues, esta cuestión. —Filippa Eilhart puso las manos sobre la mesa—. Ruego que cada una exprese su parecer. ¿Debemos permitir que esta altiva doncella, Ciri, viaje a Rivia? ¿Al encuentro de un brujo para el que pronto no va a haber sitio en su vida? ¿Debemos permitir que crezca en ella un sentimentalismo del que en breve va a tener que prescindir por completo? Sheala está en contra. ¿Y las demás?
—Yo también estoy en contra —anunció Sabrina Glevissig—. También por una cuestión de principios. La chica me gusta. Me gusta, desde luego, su impertinencia, su arrojo, su descaro. La prefiero mil veces a la gente sin sangre en las venas. No tendría nada en contra de su petición, sobre todo porque volvería sin duda, estoy segura de que no faltaría a su palabra. Pero esta jovencita ha tenido la osadía de amenazarnos. ¡Que sepa que nosotras nos reímos de tales amenazas!