Geralt echó un rápido vistazo.
—Eso no es un mercado.
—Ah... —Ciri también miró, poniéndose de pie sobre los estribo—. No me digas que es otra...
—Otra ejecución—confirmó Geralt—. El más popular de los pasatiempos en esta posguerra. ¿Cuántas hemos visto ya, Ciri?
—Por deserción, por traición, por cobardía ante el enemigo —recitó de corrido—. Y por delitos económicos.
—Suministro de bizcochos mohosos al ejército —precisó el brujo, asintiendo con la cabeza—. Triste suerte la del mercader avispado en tiempos de guerra.
—Aquí no van a despachar a un mercachifle. —Ciri tiró de las riendas de Kelpa, sumergida en medio de la muchedumbre como en un ondulante campo de trigo—. Fíjate: han cubierto el cadalso con una tela, y el verdugo tiene una capucha nueva y reluciente. Se van a cargar a alguien importante, a un barón por lo menos. Así que puede que se trate de algún acto de cobardía ante el enemigo.
—Toussaint —Geralt negó con la cabeza— no tenía tropas con las que hacer frente a ningún enemigo. No, Ciri, me imagino que tendrá que ver, una vez más, con la economía. Debe de ser alguno que haya hecho trampas con el comercio de su célebre vino, base de la economía local. Muévete, Ciri. No nos vamos a quedar a ver el espectáculo.
—¿Y cómo quieres que me mueva?
Efectivamente, era imposible seguir cabalgando. Sin darse ni cuenta, se habían quedado atrapados en mitad del gentío reunido en la plaza, y así, varados entre la multitud, les resultaba imposible cruzar al otro lado. Geralt soltó un taco y echó la vista atrás. Por desgracia, tampoco era posible retroceder, pues las oleadas de gente que seguían afluyendo a la plaza habían taponado por completo el acceso a sus espaldas. Por un momento, la muchedumbre les arrastró como un río, pero el movimiento cesó en cuanto el vulgo se topó con el compacto muro de alabarderos que rodeaba el cadalso.
—¡Ahí vienen! —se oyó gritar, y empezaron los murmullos y los movimientos de vaivén de la multitud, que se hizo eco de aquel grito—: ¡Ahí vienen!
El golpeteo de los cascos y el traqueteo del carro quedaban totalmente tapados por el runrún del gentío, que parecía el zumbido de un abejorro. Por eso, les pilló de sorpresa la aparición, desde un callejón, de un carro con adral, tirado por dos caballos, en el que, manteniendo a duras penas el equilibrio, venía...
—Jaskier... —dijo Ciri, en tono lastimero.
Geralt, de repente, se encontró mal. Fatal.
—Es Jaskier —repitió Ciri con la voz demudada—. Sí, sí, es él.
Es injusto, pensó el brujo. Es una injusticia como la copa de un pino. No puede ser. No debería ser así. Ya sé que sería estúpido e ingenuo pensar que algo alguna vez ha dependido de mí, que yo he podido influir en alguna medida en el destino de este mundo, que este mundo me debe algo. Ya sé que eso serian ideas ingenuas, por no decir petulantes... ¡Pero si todo eso yo ya lo sé! ¡Nadie me tiene que convencer! |Nadie me lo tiene que demostrar! Sobre todo, de este modo...
¡Esto es injusto!
—No puede ser Jaskier —dijo con voz apagada, mirando a las crines de Sardinilla.
—Es Jaskier —repitió Ciri—. Geralt, tenemos que hacer algo.
—¿Qué? —preguntó con amargura—. Dime qué.
Unos soldados sacaron a Jaskier del carro, tratándole, eso sí, con sorprendente cortesía, sin brutalidad, con deferencia incluso, tanta como podían permitirse. Al pie de la escalera que subía al cadalso le desataron las manos. A continuación, Jaskier se rascó el trasero con desenvoltura y, sin darse ninguna prisa, empezó su ascensión.
Uno de los peldaños tembló de repente y la barandilla, formada por una vara pelada, se combó. Jaskier estuvo a punto de perder el equilibrio.
—¡Joder! —exclamó—. ¡Esto hay que arreglarlo! ¡Ya veréis cómo alguien acaba por matarse con estas escaleras! ¡Y sucederá una desgracia!
Dos ayudantes del verdugo, que vestían unas almillas sin mangas, se ocuparon de subir a Jaskier al tablado. El verdugo, ancho de espaldas como la torre del homenaje de un castillo, miraba al reo a través de una abertura de la capucha. A su lado había un tipo con una rica, aunque fúnebre, vestimenta negra. Su cara no era menos fúnebre.
—¡Honorables señores y burgueses de Beauclair y sus alrededores! —empezó a leer un pergamino desenrollado, con voz fuerte pero luctuosa—. Se hace saber que Julián Alfred Pankratz, vizconde de Lettenliove, alias Jaskier...
—¿Pancracio qué más? —preguntó Ciri en un susurro.
—... de acuerdo con el fallo del tribunal supremo de este condado ha sido declarado culpable de todos los crímenes, delitos y fechorías que se le imputaban, a saber: ultraje a su majestad, traición al estado, ítem más, deshonra al estamento nobiliario a través del perjurio, el libelo, la difamación y la calumnia, ítem más, disipación e indecencia, Otrosí, vida licenciosa, o sea, afición al putiferio. El tribunal ha decidido, en consecuencia, condenar al vizconde Julián et caetera et caetera las penas siguientes. Primo: a la denigración de su blasón, señalándose el escudo con una línea negra oblicua. Secundo: a la confiscación de su fortuna, tierras, bienes, arboledas, bosques, fortalezas...
—¿Fortalezas? —exclamó el brujo—. ¿Qué fortalezas?
Jaskier soltó una risa descarada. Se notaba a las claras, por la expresión de su rostro, que la confiscación decretada por el tribunal le hacía verdadera gracia.
—Tertio: a la pena capital Nuestra benigna soberana, su señoría Anna Henrietta, condesa de Toussaint y castellana de Beauclair, ha tenido a bien conmutar la pena prevista para los susodichos crímenes, a saber, el arrastre por caballos, la rueda y el descuartizamiento, sustituyéndola por la de decapitación por hacha. ¡Hágase justicia!
La multitud soltó algunos gritos incoherentes. Las mujeres que estaban en primera fila empezaron a quejarse con la boca chica y a lamentarse hipócritamente. A los niños pequeños los cogían en brazos o a hombros para que no se perdieran nada del espectáculo. Los ayudantes del verdugo llevaron rodando hasta el centro del cadalso un segmento de un tronco y lo cubrieron con un paño. Se produjo mucho revuelo cuando alguien birló el cesto de mimbre destinado a recoger la cabeza cortada, pero enseguida encontraron otro.
Al pie del cadalso cuatro gorullos desharrapados extendieron un mantón, para recoger en él la sangre. Había mucha demanda de esa clase de souvenires, así que se podía ganar una buena pasta con eso.
—Geralt. —Ciri no levantaba la cabeza gacha—. Tenemos que hacer algo...
Geralt no le contestó.
—Quiero dirigirme a la gente —declaró Jaskier con orgullo.
—Que sea breve, vizconde.
El poeta se colocó al borde del tablado, levantó los brazos. La muchedumbre empezó a murmurar y acabó por callarse.
—Eh, vecinos —gritó Jaskier—. ¿Qué tal? ¿Cómo va la cosa?
—Bueno, vamos tirando —se animó a comentar uno de las filas de atrás, rompiendo un largo silencio.
—Eso está muy bien —asintió el poeta—. Me alegro mucho. Bueno, ahora ya podemos empezar...
—Maestro sayón —dijo con estudiado énfasis el alguacil—. ¡Cumple con tu deber!
El verdugo se acercó y, siguiendo una antigua tradición, se arrodilló ante el reo e inclinó la cabeza encapuchada.
—Dadme vuestro perdón, buen hombre —le pidió en tono sepulcral.
—¿Yo? —Jaskier se sorprendió—. ¿A ti?
—Aja.
—Y una polla.
—¿Eeeh?
—Que no te perdono en la vida. ¿Por qué te iba a perdonar? ¡Ya lo habéis visto, el tío cachondo! Me va a cortar la testa dentro de un segundo, ¿y yo le tengo que perdonar a él? ¿Os estáis quedando conmigo, o qué? ¿En tal situación?
—Pero, ¿cómo podéis decir eso, señor? —se quejó el verdugo—. Pero si, según nuestras leyes... y, de acuerdo con la tradición... el condenado debe, ante todo, perdonar al verdugo. ¡Buen señor! Perdonad mi culpa, disculpad mi pecado...
—No.
—¿No?
—¡Que no!
—Yo así no me lo cargo —anunció con pesadumbre el verdugo, poniéndose de pie—. Si no me perdona, el hijo de tal, no vamos a ninguna parte.
—Señor vizconde. —El alguacil que había leído la sentencia cogió a Jaskier del codo—. No lo hagáis más difícil. Toda esta gente está aquí reunida, esperando... Tened la bondad de perdonarle, en vista de que lo ruega con tanta gentileza...
—¡Que no le perdono y punto!
—Maestro sayón —el alguacil se acercó al verdugo—, ¿y si lo decapitáis sin que os dé su perdón? Yo os recompensaré...
El verdugo, sin decir nada, extendió la mano, grande como una sartén. El alguacil suspiró, se llevó la mano a la talega y depositó unas monedas en la palma de la mano. El verdugo las observó por un momento y después apretó el puño. A través de la abertura de la capucha sus ojos brillaron con muy malas intenciones.
—Vale —dijo, guardándose el dinero y dirigiéndose al poeta—. Venga, arrodillaos, so tozudo. Colocad la cabeza en el tronco, so capullo, también, cuando quiero, puedo ser un capullo. Os voy a cortar al segundo intento. Y, si se me da bien, al tercero.
—¡Os perdono! —gritó Jaskier sin tardanza—. ¡Os perdono!
—Gracias.
—Ya que os ha otorgado su perdón —dijo lúgubremente el alguacil—, devolvedme el dinero.
El verdugo se dio la vuelta y alzó el hacha.
—Retiraos, mi señor —dijo con voz apagada, en un tono siniestro—. No vayamos a liarla con los instrumentos. Ya se sabe que donde cortan cabezas caen orejas.
El alguacil se retiró de un brinco, y a punto estuvo de caerse del cadalso.
—¿Así está bien? —Jaskier se arrodilló y estiró el cuello encima del tronco—. ¿Maestro? ¡Eh, maestro!
—¿Qué queréis?
—Estabais de broma, ¿verdad? ¿A que me vais a decapitar a la primera? ¿De un solo tajo? ¿Eh?
Al verdugo le centellearon los ojos.
—Sorpresa —rezongó con mala idea.
De pronto, la multitud se desplazó, abriendo paso a un jinete que había irrumpido en la plaza sobre un caballo cubierto de espuma.
—¡Alto! —gritó el jinete, agitando un enorme pergamino enrollado, lleno de sellos rojos—. ¡Detened la ejecución! ¡Orden de la condesa! ¡Dejadme pasar! ¡Detened la ejecución! Aquí traigo el indulto para el reo.
—¿Otra vez? —refunfuñó el verdugo, soltando el hacha, que ya había alzado—. ¿Otro indulto? Esto es un rollo.
—¡Un indulto! ¡Es un indulto! —rugió la multitud. Las mujeres de la primera fila empezaron a quejarse, más fuerte aún. Bastantes personas, sobre todo chavales, silbaban y abucheaban.
—¡Silencio, honorables señores y burgueses! —gritó el alguacil, desenrollando el pergamino—. ¡He aquí la voluntad de su señoría Anna Henrietta! En su inconmensurable bondad, en homenaje a la consecución de la paz que, como es sabido, ha sido alcanzada en la ciudad de Cintra, su señoría otorga su perdón al vizconde Julián Alfred Pankratz de Lettenhove, alias Jaskier, y le concede el indulto de su pena...
—¡Mi adorada Armiño! —dijo Jaskier, con una sonrisa de oreja a oreja.
—...y ordena al mismo tiempo que el susodicho vizconde Julián Pankratz et caetera abandone sin demora la capital y las fronteras del condado de Toussaint y que jamás regrese a ellas, pues no cuenta con el favor de su señoría y su señoría no quiere ni verlo. Sois libre, vizconde.
—¿Y mis posesiones? —gritó Jaskier—. ¿Eh? Mis bienes, arboledas, bosques y fortalezas os los podéis quedar, pero devolvedme, me cago en vuestra estampa, mi laúd, mi caballo Pegaso, mis ciento cuarenta ducados con ochenta reales, mi abrigo forrado de mapache, mi anillo...
—¡Cierra el pico! —exclamó Geralt, abriéndose paso con el caballo por entre la multitud, que no paraba de echar pestes y no parecía dispuesta a apartarse—. ¡Cierra el pico, cabeza de chorlito! ¡Baja de ahí y ven para acá! ¡Ciri, ve por delante! ¡Jaskier! ¿Es que no me oyes?
—¿Geralt? ¿Eres tú?
—¡Déjate de preguntas y baja de ahí ahora mismo! ¡Ven aquí! ¡Sube de un salto!
Atravesaron el gentío, recorrieron al galope una estrecha callejuela. Ciri iba delante, seguida por Geralt y Jaskier a lomos de Sardinilla.
—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó el bardo a la espalda del brujo—. No nos persiguen.
—De momento. A tu condesa le gusta cambiar de opinión y revocar de buenas a primeras lo que había decidido antes. Reconócelo: ¿sabías que te iban a indultar?
—No, no lo sabía —musitó Jaskier—. Aunque reconozco que contaba con ello. Mi Armiño me quiere mucho y tiene muy buen corazón.
—Vale ya de tanto Armiño, cojones. Acabas de librarte de una buena por ultrajes a su majestad, ¿es que quieres liarla por reincidente?
El trovador se calló. Ciri frenó a Kelpa, les esperó. Cuando llegaron a su altura, miró a Jaskier y se enjugó las lágrimas.
—Mírale —dijo—. Así que... Pancracio...
—En marcha —les apremió el brujo—. Salgamos de esta ciudad y de las fronteras de este condado encantador. Ahora que estamos a tiempo.
*****
Casi ya en la frontera de Toussaint, en un sitio desde el que se veía la montaña Gorgona, les dio alcance un correo oficial. Traía consigo a Pegaso, que venía ensillado, así como el laúd, el abrigo y el anillo de laskier. No hizo ni caso a la pregunta relativa a los ciento cuarenta ducados con ochenta reales. El ruego del bardo de que le diera de su parte un besito a su señora lo escuchó con cara imperturbable.
Remontaron el curso del Sansretour, convertido en un pequeño pero brioso arroyo. Dejaron de lado Belhaven.
Acamparon en el valle de Neva. En un lugar que el brujo y el bardo recordaban.
Jaskier se estuvo aguantando mucho tiempo. Sin hacer preguntas.
Pero al final hubo que contárselo todo.
Y acompañarle en su silencio. En aquel silencio odioso, pesado, purulento como una llaga, que se hizo después del relato.
*****
Al día siguiente, a mediodía, llegaron a Los Taludes, en Riedbrune. En toda esa zona reinaba la paz, el orden y la concordia. La gente era atenta y confiada. Había una sensación de seguridad.
Por todas partes había postes con ahorcados.
Dejaron atrás la ciudad, dirigiéndose hacia Dol Angra.
—¡Jaskier! —Geralt se dio cuenta de una cosa de la que debería haberse dado cuenta hacía tiempo—. ¡Tu inestimable tubo! ¡Tus siglos de poesía! ¡El correo no los tenía! ¡Se han quedado en Toussaint!
—Pues sí, ahí se han quedado —reconoció el bardo con indiferencia—. En el ropero de Armiño, bajo una pila de vestidos, bragas y corsés. Y ahí pueden quedarse por los siglos de los siglos.