—No seas idiota.
Nubes de humo aparecieron sobre los tejados. Un grupo de enanos venía huyendo por los callejones. Enanos de ambos sexos.
Dos de ellos, sin titubear, saltaron al lago y empezaron a nadar, chapoteando con fuerza, y avanzaron en línea recta hacia el interior. El resto se dispersó. Algunos se encaminaron hacia la fonda.
Desde los callejones llegaba el populacho. Eran más rápidos que los enanos. En aquella carrera se estaba imponiendo el ansia de matar.
Los gritos de las víctimas taladraban los oídos, resonaban en los vidrios de colores de las ventanas del local. Geralt notó cómo las manos le empezaban a temblar.
A uno de los enanos literalmente le destrozaron, le hicieron pedazos. A otro le tiraron al suelo y en cuestión de segundos le convirtieron en una masa informe y sanguinolenta. A una mujer la masacraron con horcas y aguijadas, al niño que estuvo protegiendo hasta el último momento sencillamente le pisotearon, le machacaron a taconazos.
Un enano y dos enanas llegaron corriendo hasta la fonda. La chusma vociferante les pisaba los talones.
Geralt respiró hondo. Se levantó. Notando encima de él las miradas aterradas de Jaskier y de Wirsing, cogió de la repisa de la chimenea el sihill, la espada forjada en Mahakam, en la fragua del mismísimo Rhundurin.
—Geralt... —gimió el poeta, en tono desgarrador.
—Muy bien... —dijo el brujo, dirigiéndose a la puerta—. ¡Pero es la última vez! ¡Que me parta un rayo si no es ésta la última vez
Salió al soportal, y desde allí dio un salto, con un tajo veloz trinchó a un golfante con un guardapolvos de albañil que amenazaba a una de las mujeres con una llana. Al siguiente le amputó la mano con la que tenía agarrada a la otra mujer de los pelos. A quienes estaban pateando al enano caído en el suelo los despachó con dos fulgurantes cortes oblicuos.
Y se adentró en la muchedumbre. Deprisa, moviéndose en semicírculos. Daba unos tajos deliberadamente amplios, aparentemente caóticos, sabiendo que esos ataques resultan más sangrientos y son más espectaculares. No quería matar. Sólo quería dejarlos malheridos.
—¡Un elfo! ¡Un elfo! —alguien entre la chusma gritó como un poseso—. ¡Hay que matar al elfo!
Qué disparate, pensó Geralt, Jaskier todavía, pero yo no tengo ninguna pinta de elfo.
Descubrió al que había gritado, tal vez un soldado, pues llevaba una brigantina y unas botas altas. Avanzó sorteando a la muchedumbre como una anguila. El soldado se protegía con una pica, sujetándola con ambas manos. Geralt tajó a lo largo del asta, seccionándole los dedos. Empezó a dar vueltas, cada uno de sus amplios golpes iba seguido de gritos de dolor y de borbotones de sangre.
—¡Piedad! —Un mozalbete desgreñado con ojos de loco cayó de rodillas ante él—. ¡Compasión!
Geralt le perdonó, detuvo el brazo y la espada, aprovechando el ímpetu destinado a atacar para completar su giro. Con el rabillo del ojo vio levantarse de un salto al desgreñado, vio lo que tenía en la mano. Interrumpió el giro para realizar una maniobra de evasión en sentido contrario. Pero se quedó atrapado entre la multitud. Durante una fracción de segundo se quedó atrapado entre la multitud.
Se limitó a mirar corno volaban hacia él las puntas del tridente.
*****
Se apagó el fuego en el hogar de la enorme chimenea, la sala quedó a oscuras. Una ráfaga de viento procedente de las montañas silbó en las grietas de los muros y aulló al penetrar por los postigos mal cerrados de Kaer Morhen, el Nido de los Brujos.
—¡Maldita sea! —Eskel no aguantó más, se levantó, abrió el aparador—. ¿Gaviota o vodka?
—Vodka —dijeron a una Coén y Geralt.
—Claro —terció Vesemir, oculto en las sombras—. ¡Sí, sí, claro! Ahogad vuestra estupidez en vodka. ¡Pedazo de idiotas!
—Fue un accidente... —farfulló Lambert—. Si ya dominaba el peine...
—¡Cierra esa bocaza, idiota! ¡No quiero oírte más! Te lo advierto, como le haya pasado algo a la chiquilla...
—Ya está bien —le interrumpió Coén con suavidad—. Duerme tranquila. Profunda y saludablemente. Se despertará un poco dolorida, y eso es todo. Del trance, de todo lo ocurrido, no se va a acordar para nada.
—Con tal de que os acordéis vosotros. —Vesemir jadeaba furioso—. ¡Alcornoques! Échame también a mí, Eskel.
Estuvieron largo rato callados, oyendo los aullidos del viento.
—Habrá que llamar a alguien —dijo por fin Eskel—. Habrá que traer aquí a alguna maga. No es normal lo que le pasa a esa muchacha.
—Ya es el tercer trance.
—Pero por primera vez ha articulado un discurso...
—Repetidme otra vez lo que ha dicho —mandó Vesemir, vaciando la copa de un trago—. Palabra por palabra.
—No hay forma de repetirlo palabra por palabra —dijo Geralt, mirando fijamente las brasas—. Pero el sentido, si es que tiene sentido buscarle un sentido a eso, fue el siguiente: Coén y yo moriremos. Los dientes serán nuestra perdición. A los dos nos matarán unos dientes. A él dos. A mí tres.
—Es bastante probable —resopló Lambert— que nos maten a dentelladas. Unos dientes pueden acabar con cualquiera de nosotros en todo momento. Pero a vosotros dos, si esa profecía es realmente profética, os aniquilarán unos monstruos con unas melladuras increíbles.
—O una gangrena purulenta por culpa de unos dientes mal cuidados —convino Eskel, aparentemente serio—. Sólo que a nosotros no se nos estropean los dientes.
—Pues yo —dijo Vesemir— no me lo tomaría a guasa.
Los brujos se callaron.
Las ráfagas de viento aullaban y silbaban en los muros de Kaer Morhen.
*****
El mozalbete desgreñado, como asustado de lo que acababa de hacer, soltó el asta. El brujo, sin poder reprimir un grito de dolor, se dobló hacia delante, la horca hincada en su vientre lo desequilibró, pero, al caer de rodillas, se le soltó del cuerpo y fue a parar al empedrado. La sangre se derramó con un murmullo y un chapoteo dignos de una cascada.
Geralt quiso ponerse de pie. En lugar de eso se derrumbó sobre un costado.
Los sonidos que le envolvían adquirieron resonancias y ecos, los oía como si tuviera la cabeza debajo del agua. Tampoco veía con claridad, lo hacía con una perspectiva alterada y una geometría totalmente falsa.
Pero vio que la multitud se dispersaba. La vio escapar de quienes acudían en su ayuda. De Zoltan y Yarpen con sus hachas, de Wirsing con su cuchillo de carnicero, de Jaskier armado con una escoba. Alto, quiso gritar, ¿adonde vais? Para mear con el viento de cara, ya me valgo yo solo.
Pero no pudo gritar. Una oleada de sangre le sofocó la voz.
*****
Pasaba del mediodía cuando las hechiceras llegaban a Rivia, cuando en el fondo, desde la perspectiva de la carretera, vieron la superficie del Loe Eskalott brillando como un espejo, las rojas tejas del castillo y la techumbre de la ciudadela.
—Bueno, ya hemos llegado —constató Yennefer—. ¡Rivia! Ja, qué forma más curiosa de enredarse los destinos.
Ciri, muy nerviosa desde hacía un buen rato, obligó a Kelpa a bailar y a dar pasos cortos. Triss Merigold suspiró de forma imperceptible. Mejor dicho, ella creyó que había sido de forma imperceptible.
—Por favor. —Yennefer la miró de hito en hito—. Qué extraños sonidos levantan tu pecho virginal, Triss. Ciri, ve por delante, comprueba que no haya nadie.
Triss volvió la cara, decidida a no provocar y a no dar ningún pretexto. No esperaba que le diera resultado. Desde hacía bastante tiempo venía percibiendo en Yennefer una animadversión y una agresividad que crecían a medida que se iban a cercando a Rivia.
—Tú, Triss —insistía Yennefer maliciosamente—, no te ruborices, no suspires, no vayas a babear y clávate el culo en la silla. ¿O es que te crees que, porque haya accedido a tu petición, me ha parecido bien que vinieras con nosotras? ¿Que estaba de acuerdo con el encuentro, delicioso y lánguido, de los amantes de antaño? ¡Ciri, te he dicho que vayas por delante! ¡Déjanos conversar!
—No es una conversación, sino un monólogo —dijo Ciri con arrogancia, pero ante aquella mirada amenazante, de color violeta, depuso de inmediato las armas, silbó a Kelpa y se lanzó al galope por la carretera.
—No vas al encuentro del amado, Triss —continuó Yennefer—. No soy ni tan noble ni tan estúpida como para ofrecerte a ti esa posibilidad, y a él esa tentación. Sólo tendréis una ocasión, hoy mismo. Después me pienso ocupar de que no tengáis, ninguno de los dos, ni la tentación ni la ocasión. Pero hoy no voy a privarme de un placer tan dulce como perverso. Él sabe qué papel has desempeñado. Y te lo agradecerá con su célebre mirada. Pero yo voy a estar atenta a tus labios temblorosos y a tus manos vacilantes, voy a estar pendiente de tus penosas disculpas y justificaciones. Y, ¿sabes una cosa, Triss? Me voy a desmayar de gusto.
—Ya sabía yo —protestó Triss— que no te ibas a olvidar de mí, que tratarías de vengarte de mí. Estoy de acuerdo en que, de hecho, fui culpable. Pero tengo que decirte una cosa, Yennefer. No cuentes en exceso con ese desmayo. Él sabe perdonar.
—Las cosas que se le hacen a él, desde luego. —Yennefer pestañeó—. Pero jamás te perdonará por lo que le pasó a Ciri. Y a mí.
—Es posible. —Triss tragó saliva—. Es posible que no me perdone. Sobre todo si tú te empeñas en ello. Pero seguro que no se ensaña. No se va a rebajar hasta ese punto.
Yennefer chasqueó al caballo con la fusta. El caballo relinchó, brincó, bailó con tanto ímpetu que la hechicera titubeó en la silla.
—¡Basta de discusión! —gruñó—. ¡Más humildad, arrogante tarasca! ¡Se trata de mi hombre, mío y sólo mío! ¿Lo entiendes? Tienes que dejar de hablar de él, tienes que dejar de pensar en él, tienes que dejar de quedarte extasiada ante su noble carácter... ¡Desde ahora, desde este mismo instante! Ay, qué ganas tengo de cogerte de esas greñas pelirrojas...
—¡Atrévete y verás! —gritó Triss—. Tú atrévete, adefesio, y te saco los ojos. Yo...
Se callaron al ver a Ciri, que venía hacia ellas a la carrera, levantando una nube de polvo. Y enseguida comprendieron que allí pasaba algo gordo. Y enseguida comprendieron de qué se trataba. Antes incluso de que Ciri llegara hasta ellas.
Por encima de los techos de paja del ya próximo arrabal, por encima de las tejas y las chimeneas de la ciudadela, se elevaron de pronto unas lenguas rojas de fuego, aparecieron unas nubes de humo. Un grito llegó hasta los oídos de las hechiceras, un griterío lejano como un zumbido de moscas cojoneras o de abejorros furiosos. El griterío crecía, se hacía más intenso con el contrapunto de algunos chillidos especialmente agudos.
—¿Qué demonios pasa ahí? —Yennefer se puso de pie sobre los estribos—. ¿Una invasión? ¿Un incendio?
—Geralt... —exclamó Ciri de repente, blanca como el pergamino—. ¡Geralt!
—¿Ciri? ¿Qué te pasa?
Ciri levantó una mano, y las hechiceras vieron cómo la sangre le corría por la palma. Por la línea de la vida.
—Se ha cerrado el círculo —dijo la muchacha, con los ojos cerrados—. La espina de la rosa de Shaerrawedd me ha herido, y la serpiente Uroboros ha clavado los dientes en su propia cola. ¡Voy, Geralt en tu ayuda! ¡No te dejaré solo!
Antes de que ninguna de las hechiceras tuviera tiempo de protestar, la chica hizo volverse a Kelpa y en un momento la puso al galope.
Yennefer y Triss tuvieron suficiente presencia de ánimo para espolear de inmediato a sus propios caballos. Pero sus cabalgaduras no se podían comparar con Kelpa.
—¿Qué será? —gritaba Yennefer, cortando el viento—. ¿Qué estará pasando?
—¡Lo sabes de sobra! —Triss sollozaba, cabalgando a su lado—. ¡Vuela, Yennefer!
Antes de llegar a las chozas del arrabal, antes de cruzarse con los primeros fugitivos que abandonaban la ciudad, Yennefer tenía ya una imagen suficientemente clara de la situación como para saber que lo que estaba pasando en Rivia no era un incendio ni un asalto de tropas enemigas, sino un pogromo. También sabía qué era lo que había presentido Ciri, hacia dónde —y hacia quién— corría de esa manera. Sabía igualmente que no podía darle alcance. No había nada que hacer. Había mucha gente apiñada, presa del pánico, y Triss y ella tuvieron que frenar bruscamente sus monturas ante la multitud, y a punto estuvieron de salir despedidas de los caballos. Kelpa, sencillamente, pegó un salto, los cascos de la yegua derribaron unos cuantos sombreros y gorras.
—¡Ciri! ¡Para!
Antes de que se dieran cuenta, se encontraron en medio de las callejas atestadas de gente que corría y chillaba. Yennefer, según pasaba, vio cuerpos tirados en los sumideros, se fijó en los cadáveres colgados de las piernas en postes y vigas. Vio a un enano tendido en el suelo, machacado a bastonazos, vio a otro al que habían masacrado con cuellos de botellas rotas. Oyó gritos de torturadores, gritos y alaridos de torturados. Vio a la muchedumbre arremolinándose alrededor de una mujer defenestrada, vio centellear unas barras que subían y bajaban al compás.
Cada vez había más gente, el estruendo iba en aumento. Las hechiceras tenían la impresión de que estaban más cerca de Ciri. El siguiente obstáculo en el camino de Kelpa era un grupo de alabarderos desorientados, a los que la yegua mora trató como si tuviera delante una empalizada y los superó de un salto. A uno le tiró la capellina lisa, los demás se agacharon asustados.
A todo galope llegaron a una plaza. Estaba negra de tanta gente como había. Y de tanto humo. Yennefer se dio cuenta de que Ciri, sin duda guiada por su visión profética, se dirigía hacia el núcleo, hacia el centro mismo de los incidentes. Allí donde ardía el incendio y el furor asesino hacía estragos.
Porque en la calle por la que se había metido arreciaba la lucha. Enanos y elfos defendían con ardor una improvisada barricada, defendían una posición desesperada, cayendo y pereciendo bajo la presión de la chusma vociferante que se echaba encima de ellos. Ciri dio un grito, se pegó al cuello de la yegua. Kelpa se elevó por los aires y pasó por encima de la barricada, no como un caballo, sino como un enorme pájaro negro.
Yennefer se topó con el gentío, frenó en seco a su caballo, arrollando a varias personas. La derribaron de la silla antes de que tuviera tiempo de dar una sola voz. Recibió golpes en los hombros, en los lomos, en la nuca. Cayó de rodillas, observó a un tipo mal afeitado, vestido con un mandil de zapatero, que se preparaba para darle una patada.