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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (28 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Un loco o un mendigo, pensó, notando en sus oídos el latir desbocado del corazón. Debía de haber irrumpido allí y matado a Otsuné, y ahora ella estaba atrapada, sola con él. Gritó, pero el hombre la agarró y le tapó la boca con la mano con tal fuerza que ella notó el sabor del sudor y la suciedad que llevaba encima. Sintió su cuerpo pegado al suyo y luchó, tratando de retorcerse para escapar a su presa, pero él se limitó a aferrarla más estrechamente. El pánico crecía en su pecho al tiempo que pataleaba y seguía luchando, con la respiración entrecortada, segura de que él la derribaría y, en el suelo, desgarraría sus ropas en un momento. Él forcejeó para ponerla de rodillas, manteniendo la mano apretada fuertemente contra su boca.

—No tengas miedo. No te voy a hacer daño —dijo en voz baja—. Por favor, no hagas ruido.

Levantó la vista para mirarlo y se echó atrás cuando entrevió un cabello descuidado, una barba oscura crecida y unos ojos que brillaban al hilo de luz que se filtraba por las ranuras entre los paneles.

—Perdóname. Por favor, no grites.

Ella asintió con la cabeza y él la soltó. Apretó los puños al recordar la daga que llevaba en el obi. Si él se movía, lo apuñalaría.

—¿Dónde está Otsuné? ¿Qué le has hecho? —murmuró furiosa.

—No tardará en volver. Yo soy... un visitante. Siento haberte asustado.

Se arrodilló frente a Hana, fijando en ella una mirada cautelosa. Hana se dio cuenta de que se comportaba como un militar, con las rodillas separadas y la espalda muy recta. Su rostro tenía cicatrices y churretones de suciedad, pero permanecía perfectamente calmado. La miraba valorativamente, con las cejas levantadas, como si se preguntara qué clase de criatura era la que había capturado.

Entonces comprendió. Probablemente era un fugitivo, un soldado del ejército del Norte. Eso explicaba por qué la puerta tenía el cerrojo echado y permanecían cerrados los paneles. Estaba huyendo. Tenía más razones para estar asustado que ella misma.

—No te traicionaré —dijo suavemente, disipado ya su miedo—. Aquí todas somos de Edo, y leales a la causa norteña.

El hombre espiró ruidosamente y la miró con el ceño fruncido bajo su mata de pelo.

—No hay causa norteña —dijo en tono de amargura—. Eso se acabó.

Así que había combatido en el Norte, pensó ella. Incluso podía haber luchado junto a su marido. Quizá sabía qué había sido de él. Pero el pensamiento de su marido le recordó que aquella parte de su vida había concluido. Ahora era una cortesana y su marido nunca se avendría a acogerla de nuevo, sin que importara lo ocurrido.

El hombre frunció los labios.

—He visto caras sureñas por la calle, aquí —murmuró—. He oído sus voces. Vosotras, las mujeres, vendéis vuestros cuerpos al enemigo.

Hana se echó atrás como si la hubieran golpeado.

—Hemos tenido que encontrar la manera de sobrevivir —dijo al cabo, con voz temblorosa—. Yo estoy viva, tú estás vivo. Es mejor no preguntar cómo.

El hombre encogió los hombros.

—Perdóname —dijo, y Hana sintió una punzada de conmiseración.

Había luchado por su causa y había sido derrotado. Podían haberlo herido, podía haber tenido que cometer toda clase de acciones terribles para regresar a Edo cubierto de harapos, incapaz de mantener la cabeza alta. Era imposible imaginar cómo debía sentirse. Alargó la mano y la puso en la del hombre.

—Ambos hemos sufrido —dijo en tono amable—. Pero de algún modo hemos salido con bien. Eso es lo que importa.

Él se la quedó mirando y, de repente, se sintió contenta de ir vestida casi como una criada, en lugar de llevar los espléndidos atavíos de una cortesana.

—Me llamo Hana —dijo, y sonrió.

24

A Yozo lo recorrió un hormigueo por la espalda cuando sintió en ella la mano de la muchacha. En la penumbra sólo podía distinguir el óvalo de su cara, pálida como la luna, y su cabello negro suelto sobre la espalda. Él era consciente de su suavidad, de su tono amable, de su presencia serena y del aroma que desprendían sus mangas y su pelo. Era joven —podía deducirlo por su voz— y de baja estatura, pues cuando la asió fue como sujetar un pájaro.

Aquel tacto lo llenó de sensaciones cuya existencia había olvidado. Una vez tuvo otra vida, según recordaba ahora, en la que los hombres no luchaban y morían, y en la que había mujeres de piel suave y voz dulce. Entonces su existencia parecía plena de posibilidades; ahora se había reducido a una mera cuestión de supervivencia.

Llevaba gran parte del día atrapado en aquella casa, y empezaba a parecerle aún peor que permanecer encerrado en la jaula de bambú. La casa era reducida y estaba atestada de objetos y, lo peor de todo, aquella mañana Marlin insistió en cerrar los paneles correderos antes de desaparecer con su mujer, dejándolo a él dando tropiezos en la oscuridad, ahogándose con el humo de carbón y con el olor de pelo socarrado. Yozo se sentía como si lo hubieran arrojado al Infierno. Él pertenecía al océano, navegando en un barco, o a Ezo, peleando con el enemigo junto a sus hombres, o a las montañas, con los cazadores de osos; no a aquel lugar, inmovilizado en una casita a la espera de ir al matadero.

Se paseaba por la casa de un lado a otro y maldecía, cuando oyó el ruido. Soldados, pensó, y sacó la daga del cinto. Entonces oyó una voz de mujer y devolvió el arma a su sitio. Su primera idea fue meterla por la fuerza en la casa antes de que alertara a los vecinos, pero sólo cuando ella estuvo dentro empezó a preguntarse quién era. Demasiado refinada para tratarse de una chica del Yoshiwara: ése fue su primer pensamiento, aunque sólo tenía un vago recuerdo de cómo eran las mujeres a las que conoció cuando su padre lo llevó allí siendo un muchacho.

Y entonces ella puso su mano en la suya. Él sabía que tenía el aspecto de un salvaje y que se había comportado como tal, pero ella no le tenía miedo.

Sonó un golpe en la puerta y luego otro. Era la señal que había convenido con Marlin. Yozo descorrió el cerrojo y el corpulento francés entró dando traspiés y doblándose por la cintura para evitar golpearse la cabeza en el dintel. Su mujer entró con pasos ruidosos tras él, con un fardo en cada mano.

—¡Aquí falta aire! —exclamó Otsuné, que dejó en el suelo los fardos. Abrió el abanico y empezó a agitarlo vigorosamente—. ¡Hermano mayor, debes de estar sofocado! Hana, ¿eres tú.

Marlin cruzó la habitación a zancadas y abrió los paneles. Cuando el aire y la luz penetraron, Yozo se volvió, curioso por ver el rostro de la joven. Ella había corrido a saludar a Otsuné, y mientras se inclinaba para arrodillarse, la luz del sol incidió en su cuerpo delgado y en su cabello negro, que se derramaba por su espalda, e iluminó el estampado de crisantemos blancos de su quimono de color índigo.

Yozo tomó aliento mientras observaba su caída de ojos, la nariz delicada y la pequeña boca carnosa. Se había equivocado; sin duda era una chica del Yoshiwara. Podía percibirlo sin la menor duda en el aplomo con que se comportaba y la soltura con que actuaba en presencia de hombres. En lugar de arrodillarse en silencio o de retirarse y esconderse en la parte trasera de la casa, como haría la esposa de un samurái, parecía disfrutar con la atención que él le dedicaba. Aun así, también había inocencia en ella, como si no llevara mucho en aquella profesión.

Hana se volvió hacia Marlin como si por primera vez reparase en él, luego se llevó las manos a la boca y se echó atrás, con los ojos de par en par, como si hubiera visto un monstruo. Los hombres se echaron a reír. Por un momento, Yozo vio a su amigo a través de los ojos de Hana: una figura de miembros largos, con manos musculosas, una nariz enorme, chocantes ojos azules y piernas como troncos de árbol. Marlin parecía realmente un gigante en aquella casa de muñecas.

Otsuné abrió uno de sus fardos y sacó arroz envuelto en hojas de bambú y platos de encurtidos, berenjena cocida y trozos de tofu frito. Hana se recogió el pelo en un moño, revelando la carne suave y blanca de su nuca, se dirigió a un baúl situado a un lado de la habitación y sacó bandejas, palillos y condimentos. Las mujeres depositaron los platos en las bandejas y las colocaron frente a Yozo y Marlin, que comieron con voracidad, saboreando cada bocado. Hacía meses que no comían manjares tan deliciosos.

—Necesitas lavarte, amigo mío —dijo Marlin, limpiándose el bigote con el revés de su mano peluda—. Lavarte y afeitarte. Entonces volverás a ser una persona.

Otsuné iba de un lado a otro como si no hubiera nacido para otra cosa que no fuera cuidar de su hombre y del amigo de éste. Ahora se arrodilló frente a Yozo y se inclinó, estudiando su rostro.

—Hana, nuestro Yozo necesita confundirse entre la multitud para que nadie repare en él. Hay que cortarle el pelo. ¿Qué te parece? ¿Debería ser un samurái o un comerciante? ¿O debería llevar un corte de estilo occidental, como el de los sureños.

Hana echó la cabeza a un lado.

—Desde luego que tiene mucho pelo. Bastante como para hacer con él cualquier cosa. —Se volvió hacia Yozo—. Otsuné lo sabe todo sobre arreglar cabellos.

—Por lo general me ocupo del pelo de las mujeres —replicó Otsuné riendo—. Pero estoy segura de que puedo arreglármelas.

Hana frunció el ceño.

—No creo que alguien te tomara por un comerciante. —Pretendía mostrarse seria, pero Yozo podía ver la sonrisa acechando en las comisuras de la boca—. Estás demasiado delgado. Todos los comerciantes a los que he conocido son gordos y pálidos, con estómagos flojos porque pasan mucho tiempo en interiores, contando su dinero. Y sin duda tampoco deberías ser un samurái. Tendrías que andar metido en peleas todo el tiempo. No —concluyó, volviéndose a sentar sobre los talones—. Creo que deberías ser uno de esos tipos que están de guardia en los locales de aquí y que echan a los clientes que no pagan. Los de aquí sabrán que eres nuevo, pero los clientes no, y es de los clientes de quienes necesitamos ocuparnos. Otsuné, deberías presentárselo a la tiíta, en el Rincón Tamaya, y que le dé un empleo. Podrías decirle que es mi primo y que acaba de llegar del campo. Eso explicará por qué no ha andado por aquí antes.

Otsuné entregó a Yozo una palangana con agua caliente. Él salió y fue a la parte trasera de la casa, se quitó el taparrabos y se lavó lo mejor que pudo.

—Y cuando estés presentable debes ir directamente a la casa de baños —le dijo Hana en tono grave cuando estuvo de regreso.

Yozo, ceñudo, miró para otro lado, furioso porque ella llevaba la iniciativa con él; por la manera en que, sin esfuerzo, lo había encandilado, y porque no podía dejar de mirarla.

Se sentó y Otsuné le recortó la barba, luego afiló una navaja con una piedra y le afeitó la barbilla y las mejillas, manejando expertamente la larga hoja. Finalmente se dedicó al pelo. Él permaneció sentado en silencio, mientras los espesos mechones negros caían a montones sobre el paño que Otsuné había extendido sobre el pavimento de madera. Yozo gozaba con el toque suave de ella mientras se ajetreaba trabajando su cabello, empujándolo a un lado y a otro y procurándole una desacostumbrada ligereza y frescura alrededor de las orejas. Y allí estaba Hana, deambulando y volviendo a llenar las tazas de té. Yozo trató de ignorarla, pero se percató de la mucha curiosidad con que ella lo observaba, de cómo sus ojos se ensanchaban cuando los últimos recortes de barba y mechones de pelo polvoriento desaparecían y se revelaba su joven rostro, y de cómo ella se volvía más tímida cuando sus miradas se encontraban, y apartaba la vista.

Otsuné se hizo atrás para admirar su obra, y Hana se deslizó para arrodillarse junto a Yozo.

—Algún día, hermano mayor —dijo, levantando los ojos hacia él—, tendrás que contarme dónde has estado y qué has hecho. Quiero saberlo todo.

Su voz era suave y queda. Cuando ayudaba a Otsuné, charlaba en un tono frívolo y con voz aguda, como una chica del Yoshiwara, pero ahora hablaba con tal seriedad que él tuvo que responderle.

—Te lo contaré, te lo prometo. Algún día.

Yozo enderezó los hombros. Se dijo que debía ser cuidadoso. No era el momento de desviarse de su camino por una mujer. Necesitaba encontrar a Enomoto y a sus otros camaradas.

El segundo fardo de Otsuné contenía ropa cuidadosamente doblada, y Yozo sacó una chaqueta de trabajador, azul marino, introdujo su daga en el cinto y luego se enrolló en la cabeza una toalla y se la anudó. Las mujeres se sentaron sobre sus talones y se lo quedaron mirando, luego se miraron entre ellas y sonrieron.

—Perfecto —dijo Otsuné, dirigiéndose a Marlin, que estaba tumbado de espaldas, como un tronco caído, llenando la mitad de la habitación, y con la cabeza apoyada en una almohada.

Yozo se puso en pie de un brinco y dio un paso en dirección a la puerta.

—No tan aprisa, amigo mío —le advirtió Marlin, alcanzándolo y agarrándolo por la manga—. Hay espías en el Yoshiwara y tú eres un hombre en busca y captura. Dame tiempo para investigar antes de que empieces a vagar por ahí. Aquí la gente me conoce.

—Por favor, ten cuidado —insistió Otsuné levantando la mirada hacia Yozo y abriendo mucho los ojos—. No nos crees complicaciones. Ahora no, que tengo a mi Jean de regreso. La guerra ha terminado, los sureños saben que éste es el primer sitio al que acudirán los fugitivos. La gente dice que ya hay policías en la calle, vestidos como clientes, mezclándose entre la multitud. —Las lágrimas brillaron en sus ojos—. Lo he echado mucho de menos —dijo en tono suave, apoyando la mano en el voluminoso muslo de Marlin—. El Yoshiwara era antes un mundo en sí mismo, y los hombres del shogun jamás entraron, pero estos recién llegados al poder no respetan las viejas costumbres.

Yozo suspiró. Lo conmovía que su amigo, aquel brusco extranjero a quien siempre había considerado un exiliado solitario en el Japón, tuviera una mujer esperándolo, y una mujer tan entregada.

—Dudo que la policía preste la menor atención a un simple criado cuando un gigantesco francés se deje ver en la ciudad —dijo. Dio unas palmadas en el hombro a Otsuné—. Pero no te preocupes. Esperaré una o dos horas antes de salir.

Desde la distancia llegó el sonido apagado de la campana de un templo, que flotó sobre los campos en dirección a las casitas que se alineaban en los callejones del Yoshiwara. El sonido reverberó en la reducida habitación, haciendo vibrar las puertas de papel en sus marcos. Hana palideció.

—No me había dado cuenta de que era tan tarde —murmuró—. Deseaba tanto hablar contigo, Otsuné... Pero ya no hay tiempo.

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