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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (25 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Para su sorpresa, oyó una voz.

—¡Cuidado.

La hoja de un arma blanca cortó el pestillo de bambú y se levantó la puerta de la jaula. Apareció un rostro como el de un demonio de la montaña, con una larga nariz y grandes ojos redondos. Yozo dibujó una sonrisa tan amplia que sintió dolor en su magullado rostro y un desgarro en sus agrietados labios. Conocía aquellos ojos azules de acero y aquella piel pálida, pero ahora la mandíbula cuadrada estaba cubierta por una barba castaña.

—¡Marlin! —exclamó, con un grito ahogado.

El francés se llevó un dedo mugriento a los labios. Otros rostros se aglomeraban en torno a la jaula, y unas manos agarraron a Yozo, empujándolo fuera y cortando sus ataduras. Se tendió en el suelo y agitó débilmente brazos y piernas, tratando volver a sentirlos. Tenía las muñecas enrojecidas y ásperas, y el pelo apelmazado a causa de la suciedad y el sudor, con algo duro y costroso en un lado. Se llevó el dedo con cautela a ese lugar y sintió una punzada de dolor. Parecía una vieja herida que estaba curándose por sí sola.

Se sentó lentamente y miró alrededor. Figuras ataviadas con guerreras negras se veían caídas en la maleza, con los miembros doblados y rotos. De la garganta de uno manaba la sangre a borbotones, y convergía en un oscuro reguero con la que brotaba del brazo de otro. Un hombre barbado, que se tocaba con un sombrero de paja de ala ancha, pasaba un paño, arriba y abajo, por la hoja de un cuchillo ancho, mientras que otro recogía espadas y lanzas caídas. Uno de ellos se acercó a Yozo y dijo algo en su áspera jerga norteña, que marcaba mucho las erres. Luego le dio una palmada en el hombro para infundirle confianza. Unos individuos de baja estatura, enjutos, se movían con la ligereza de los ciervos. Cazadores de osos, pensó Yozo. Aquélla era tierra de osos.

Un suave gruñido le llegó de atrás, donde un par de perros, con los colmillos al descubierto, mantenía acorralados a cuatro porteadores, inmovilizados contra un árbol. Yozo se volvió para mirar a Marlin mientras se dirigía a zancadas hacia él. En lugar de su pulcro uniforme francés, vestía una chaqueta de algodón, como un campesino japonés, y sus abultados y toscos talones sobresalían de unas sandalias de paja. Su cabello había crecido hasta taparle las orejas, y su cara estaba cubierta por una barba erizada. Yozo pensó que su aspecto era algo diferente. No se debía a su forma de vestir. Parecía más joven, más alegre. Había un brillo en sus ojos y una viveza en su modo de andar como si, junto con su uniforme, se hubiera quitado de encima el peso de una responsabilidad.

Caminó hacia los porteadores, que temblaban de miedo, con los labios tan abiertos que Yozo podía verles las encías.

—Lo siento, muchachos —dijo en tono despreocupado—. O venís con nosotros u os rebano el pescuezo. No podemos correr el riesgo de dejaros ir.

—Nosotros somos norteños, señor —graznó uno, temblando aterrorizado.

Era obvio que los sureños habían reclutado a la fuerza a los naturales del lugar para que hicieran de porteadores. Marlin frunció el ceño como si estuviera considerando las opciones.

—De acuerdo —dijo, encogiéndose de hombros—. Os dejaré ir. Pero acordaos: si hay algún problema, los perros os encontrarán dondequiera que estéis.

Marlin echó una última mirada al claro, y él y uno de los cazadores le pasaron a Yozo los brazos bajo los suyos. Él protestó con un gruñido al sentir el tirón en su brazo herido cuando lo levantaron. Se internaron en el bosque.

Los cazadores abrían la marcha, pasando como exhalaciones entre los árboles, esquivando rocas y saltando por encima de arroyos como si conocieran cada hoja y cada piedra del bosque. Cruzaron un valle, abriéndose paso entre helechos y arbustos, y con árboles elevándose sobre ellos a gran altura, y trepando por una pendiente en la que se alineaban altas rocas. Resguardada en la falda de un montículo había una cabaña improvisada, cubierta con ramas y que casi parecía formar parte del bosque. Entraron en ella y se agazaparon, jadeando, a la escucha de posibles perseguidores. Reinaba el silencio, salvo por el gorjeo de los pájaros y el rumor del viento a través de los árboles.

Marlin sacó un frasco metálico del cinto y lo llevó a la boca de Yozo. Agua. Bebió ansiosamente, y sintió que sus miembros recuperaban la fuerza.

Los cazadores se habían despojado de sus sombreros. Sus rostros eran como una corteza, arrugados y curtidos, y sus ojos brillaban como bayas, medio ocultos por el cabello.

Yozo dio las gracias con un gesto de asentimiento. Se dio cuenta de que, probablemente, estaba más sucio y presentaba un aspecto más salvaje que ellos.

—Mi hermano lucha con los osos con una sola mano —dijo uno, señalando con la barbilla a su compañero. Yozo vio que llevaba una garra de oso atada a una cuerda y colgada del cuello—. Unos pocos soldados no son un problema.

—¿Queréis algo para comer? —preguntó el otro. Sacó de su bolsa unas tiras pardas de olor nauseabundo y se las tendió—. Ballena de montaña —dijo. Sonrió, descubriendo una boca con muelas cariadas—. Así es como la llamáis vosotros, las gentes del llano, ¿no es así.

Yozo emitió un gruñido y asintió con la cabeza.

—Tengo bolas de arroz —dijo Marlin, que rebuscó en su fardo y extrajo de él un envoltorio de hojas de bambú.

Yozo retiró las hojas y dio un cauteloso bocado, y después otro. En el interior de la cabaña reinaba un calor pegajoso. Las paredes eran de madera sin desbastar y tenía una puerta hecha de ramas. Un olor a moho emanaba de algo negro y peludo situado en un rincón. Una piel de oso. Uno de los cazadores, que permanecía en la puerta, silbó: una nota prolongada y baja que podía haber sido la llamada de un pájaro o el grito de un animal.

—¿Cómo... cómo llegaste aquí? —preguntó Yozo con voz ronca—. ¿Qué les ocurrió a Enomoto y... y a los demás.

Marlin fijó la vista en el suelo y arrastró por él su sandalia de paja.

—Más tarde —murmuró—. Cuando estés más fuerte.

—Ahora, ahora —exigió Yozo enérgicamente.

Marlin sacó un cuchillo del cinto y empezó a tallar un trozo de madera, haciéndolo girar una y otra vez en sus manos.

—Sucedió después de que desaparecieras —explicó, hablando con lentitud—. El comandante en jefe también se fue. Perdimos a la mitad de nuestros hombres, casi habíamos agotado las municiones y sabíamos que si la lucha se prolongaba mucho más tiempo moriríamos todos. Enomoto estaba en sus habitaciones. Las ventanas estaban hechas añicos y el lugar era una ruina, pero aquella vitrina con las bebidas había resistido. Sacó el whisky que tanto le gustaba y nos sirvió un vaso a todos.

Se detuvo, y Yozo oyó crujidos y chasquidos de ramas: algo de gran tamaño caminaba por el exterior.

—Y entonces, ¿qué.

—El general Otori me llamó. Quería que le ayudara a convencer a Enomoto para que se rindiera.

—¿Rendirse? —repitió Yozo, incrédulo e indignado—. ¿Enomoto.

Marlin asintió.

—Era lo último que pensaba hacer. Eso resultaba obvio. Los sureños eran un hatajo de cobardes, decía. Si habían logrado algún avance se debía tan sólo a que los norteamericanos les entregaron el Stonewall; a eso y a la pura superioridad numérica. Estaba decidido a luchar hasta el fin. Si era preciso, dijo, moriría por su propia mano.

Yozo evocó la habitación, y recordó la última vez que vio a Enomoto.

—Vosotros los japoneses y vuestro orgullo samurái... —continuó Marlin, dejando escapar un resoplido que daba a entender admiración o incredulidad; Yozo no supo si lo uno o lo otro—. Entonces habló Otori: «Si lo que usted quiere es morir, puede hacerlo en cualquier momento.» Ésas fueron sus palabras. Quería decir que aún teníamos trabajo pendiente. No había necesidad de apresurarse para morir. —Marlin hizo una pausa y su rostro se ensombreció al recordar lo sucedido—. Comprendí que había dado en el blanco. Enomoto dio varios pasos y luego dijo: «Nuestros hombres han sido leales hasta la muerte. Merecen vivir. Yo me entregaré a condición de que se deje libres a nuestros hombres.» Y eso es lo que hizo. Otori también se rindió.

Así que Enomoto se había rendido. En ese caso estaban realmente acabados. Yozo apoyó la cabeza en las manos. Todas las veces que él y Enomoto se habían sentado juntos a beber whisky, las intensas conversaciones que habían mantenido sobre cómo enderezar las cosas cuando regresaran al Japón... Fue Enomoto quien insistió en desafiar a los sureños y en zarpar con la flota rumbo a Ezo; quien fundó la gloriosa República de Ezo, en la que todos los hombres serían iguales; y quien organizó elecciones democráticas. Si alguien merecía vivir era él.

—¡Debiste haberlo rescatado a él! —gruñó—. No a mí. ¿Para qué sirvo yo.

—Enomoto es un hombre orgulloso. Dudo que hubiera aceptado ser rescatado. En cualquier caso, sólo quedábamos tres, y la vanguardia del convoy estaba erizada de soldados. No hubiéramos podido acercarnos a Enomoto, así que mi decisión fue ir por ti. Después de todo eres mi hermano de armas.

—¿A cuántos de nuestros hombres capturaron los sureños.

—Dejaron en libertad a los de rango inferior y se limitaron a capturar a los jefes. Desde detrás de un muro vi cómo cargaban las jaulas. Uno de los heridos se parecía a ti, así que decidí aprovechar la oportunidad y seguirlos.

Continuó tallando la madera. Yozo tenía la sensación de que estaba evitando su mirada. Quizá alguien lo vio disparar al comandante en jefe y se había propagado el rumor. De nuevo se vio transportado a la ciudad en ruinas y vio su rostro, recordó a Kitaro, levantó el fusil...

—En cuanto al comandante Yamaguchi —dijo Marlin, como si pudiera leer en la mente de Yozo—, nadie sabe qué fue de él. Desapareció en mitad de la batalla. Probablemente está bajo un montón de cadáveres en alguna parte.

—¿Y tú? —preguntó Yozo despacio—. ¿Cómo escapaste.

—Los sureños no parecían ansiosos por capturarme. Uno puede matar a un extranjero, pero si lo detiene debe dar explicaciones a las potencias representadas en Edo. En todo caso, no tendrían una jaula lo suficientemente grande para mí.

Uno de los cazadores golpeó un pedernal, encendió una vela y la alojó en un hueco de la pared. A la luz parpadeante, la prominente nariz de Marlin y sus ojos hundidos le conferían un aspecto más demoníaco que nunca.

—Los vi cargar las jaulas en botes y encontré una embarcación que me llevó a tierra firme. Empecé a buscar el convoy pero no tardé en comprender que estaba atrayendo demasiada atención sobre mí. La gente de allí no había visto nunca a un extranjero, y se congregaban dondequiera que yo fuese, de manera que decidí que haría mejor evitando las ciudades, seguir hacia las montañas y mantener la vigilancia del convoy desde allí. Sabía que los soldados tomarían la carretera principal en dirección sur. Entonces me reuní con mis amigos aquí y aguardamos nuestra oportunidad.

—Gracias —dijo Yozo, haciendo una inclinación—. Me has salvado la vida. —Aunque estaba débil y febril, tenía clarísimo lo que debía hacer. Miró a los ojos a Marlin—. Ahora debemos hacer lo mismo por Enomoto y Otori.

Marlin asintió sonriendo.

—Sabía que ibas a decir eso, pero no va a ser fácil.

—Enomoto y yo hemos pasado mucho juntos. De ninguna manera puedo quedarme quieto y presenciar cómo lo juzgan y lo ejecutan.

—Están custodiados muy estrechamente, tanto él como Otori, lo cual significa que necesitaremos más hombres. Y ahora mismo tú no estás para andarte con prisas, no lo olvides. Pero si estás decidido a aprovechar una ocasión y seguir el convoy hasta Edo, estoy a tu lado hasta el final.

Unos cuerpos pesados se acercaron descendiendo por la ladera de la colina, y los dos perros se lanzaron al interior y permanecieron jadeando, con la lengua colgando y agitando el rabo febrilmente. Los cazadores les dieron unas palmadas, los abrazaron y les arrojaron unas tiras de carne seca de oso.

—De momento vamos a devolverte tu condición de ser humano —dijo Marlin, dirigiéndose a Yozo—. Bajaremos al río para que puedas lavarte. Necesitas una limpieza.

22

Yozo se escabulló entre la maleza, manteniéndose pegado al terreno. Después de ir campo a través durante más de un mes, podía desaparecer en medio del paisaje casi con tanta facilidad como un cazador de osos. Una bala silbó por encima de su cabeza y se incrustó sin causar daño en el tronco de un árbol, mientras unos pasos ruidosos y la rotura de unas ramas apagaban su sonido tras él. Luego el matorral fue clareando y ascendió con dificultad por la vertiente de la colina, abriéndose paso a través del denso arbolado y metiéndose entre el polvoriento follaje bajo un oscuro dosel de hojas. Se detuvo un momento para limpiarse la frente y recuperar el aliento. Una sombra grande avanzaba con rapidez por el bosque, no muy lejos: Marlin.

En lo alto de la colina, alfilerazos de luz atravesaban las hojas. Yozo trepaba por ramas y raíces, y se abría paso por la maleza. Luego salió a plena luz del sol y se tumbó, jadeando. Se hallaba muy por encima de una brillante llanura amarilla, en una amplia terraza densamente alfombrada con hierbas y flores silvestres. Marlin se dejó caer junto a él y permanecieron echados un rato, jadeando, mientras el sol centelleaba en un cielo caliginoso y azul.

Cuando recuperaron el resuello, Yozo apretó la oreja en el suelo y escuchó con dificultad. Silencio. Levantó la cabeza con precaución. El aire estaba cargado de vilanos que flotaban y de aroma de flores. Los pájaros descendían en picado y se elevaban, y los gansos silvestres graznaban en lo alto.

—Los hemos despistado —dijo Yozo con una carcajada triunfal.

—Volverán —replicó Marlin—. Nos siguen el rastro. No somos difíciles de localizar. Sería mejor que fueras por tu cuenta, amigo mío.

Su cara, grande, se arrugó en una sonrisa. Yozo se la devolvió. Con su chaqueta de algodón, la parte frontal del cráneo rasurada y el pelo recogido en un moño en lo alto, Yozo podía pasar por un campesino, pero Marlin aventajaba a todo el mundo en estatura. Allí, en el norte, Yozo y Marlin se hallaban en territorio amigo. Aldeanos y granjeros les daban la bienvenida como héroes, y los alimentaban y ocultaban allá donde fueran. Siempre que soldados sureños llamaban a la puerta, les daban informaciones falsas y los mandaban en la dirección equivocada.

En la medida que les era posible, ambos hombres se mantenían en las montañas para evitar los controles, y siempre que se veían forzados a tomar la carretera, Marlin escondía la cabeza bajo un sombrero de paja con la copa tan profunda como un cesto, a la manera de un monje mendicante. Pero atraían las miradas igualmente.

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