La cortesana y el samurai (24 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La cortesana y el samurai
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—¿Qué ocurre? —preguntó Hana con voz entrecortada.

Corrió a su lado y se detuvo al ver el periódico sobre la mesa. Sabía que el nuevo gobierno había puesto fuera de la ley los periódicos porque apoyaban el bando norteño, y que el editor más sincero había sido detenido y encarcelado. Nadie tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo.

Por un momento, Hana no se atrevió siquiera a mirar, luego se arrodilló, agarrándose al borde de la mesa para apoyarse, y se quedó mirando los pequeños caracteres, sin comprender.

—Ha llegado a Yokohama un barco francés —murmuró Otsuné, secándose los ojos con la manga.

Hana la miró asombrada.

—¿Eso significa... que todo ha terminado.

Aunque el día era caluroso, se echó a temblar. Si realmente la guerra había terminado, eso sólo significaba que sus hombres habían perdido y que los sureños habían vencido. También significaba que se enteraría de la suerte corrida por su marido. Al pensar en él se echó atrás, asustada. ¿Y si la buscaba y la encontraba allí, en el Yoshiwara? No dejaría de preguntar por qué había terminado en semejante lugar. La mataría, eso seguro.

A Otsuné le temblaban las manos. Su expresión de indefensión y extravío era tan impropia de ella que los temores de Hana se acrecentaron.

—Estos nombres son tan difíciles... —La voz de Otsuné era apagada, a causa de la desesperación—. He tratado de descifrarlos. Ahí dice que hay prisioneros a bordo: los franceses que lucharon con nuestros hombres. No todos fueron capturados. A algunos los mataron. —Tenía la vista fija en la pequeña letra impresa—. No, no capturados, sino que se rindieron. Dicen cosas terribles de ellos. Mira, lo pone aquí: «Los cobardes franceses abandonaron a las tropas del Norte...» ¿Cómo han podido escribir eso? No es verdad. Son hombres valientes, leales; permanecieron con los suyos y lucharon a su lado cuando fácilmente podían haber regresado a su país. Aquí dice que serán devueltos a Francia y que allí serán procesados. Supongo que les ordenarán hacerse el harakiri o lo que sea costumbre en Francia. —Apoyó la cabeza en los brazos—. He estado repasando esta lista de nombres pero no puedo encontrar el suyo. Es terrible no saber —murmuró.

—Tu patrón... —exclamó Hana, al comprender de pronto por qué Otsuné estaba tan afligida.

—Si está muerto quiero saberlo —dijo Otsuné entre sollozos—. No puedo soportar la idea de que esté en algún lugar de Ezo y se lo coman los animales. Si ha muerto, debería ser trasladado aquí y sepultado.

—¿Tu patrón era un extranjero.

—Sí.

Hana ahogó una exclamación. Había visto a marinos extranjeros, altos, desgarbados, con caras rosadas y grandes narices caminando torpemente por el bulevar central, vistiendo extravagantes uniformes y metiéndose en los callejones. Tenían reputación de alborotadores y tendían a visitar las casas más baratas. Ella siempre creyó que sólo las muchachas de categoría más baja aceptaban tratos con ellos, y desde luego nunca oyó que alguien tomara a un extranjero como patrón.

Otsuné abrió un cajón de una de las grandes cómodas alineadas contra la pared de la habitación y sacó una cajita de madera. La depositó en la mesa, la abrió y extrajo un mechón de cabello castaño claro. Descansaba en la palma de su mano como una madeja de seda. No era un pelo fuerte como el de los japoneses, sino más bien fino y delicado.

—Cuando yo estaba en el Yamatoya los extranjeros acudían de vez en cuando, aunque por entonces no había muchos. Militares, marineros. Recuerdo que un día que nunca olvidaré estaba en la jaula y apareció este hombre, un hombre corpulento, con grandes ojos redondos. Se me quedó mirando. Pensé: «¿Por qué a mí?» Todos los hombres se quedaban embobados con las otras chicas, las jóvenes, pero yo parecía gustarle a él. Entonces me reservó. Las demás solían negarse a los extranjeros porque los temían, y no querían correr el riesgo de que sus clientes habituales se negaran a acostarse con ellas por haber estado con un extranjero. Pero yo no era muy solicitada, de modo que dije que me acostaría con él. Al principio también yo estaba asustada, pero fue amable y cariñoso.

»Después de eso, cada vez que acudía preguntaba por mí. A mis ojos tenía un aspecto grotesco, hasta que me acostumbré a él. Lo que quería no era mucho sexo, sino consuelo y ternura. Quería sentir que alguien se ocupaba de él. Y sabía hablar nuestra lengua. No me gritaba ni me daba órdenes ni me pegaba; no se comportaba de ninguna manera como un hombre, y eso hizo que me gustara cada vez más.

»Entonces compró mi libertad. Dijo que debía encontrar una casita y que él me la compraría. Pero luego la situación empeoró, como sabes, y le ordenaron que regresara a su país, a lo que se negó. Dijo que quería permanecer con los hombres a los que había instruido.

Otsuné se llevó la mano al cuello, se desató el broche y luego apoyó los codos en la mesa y se lo quedó mirando, temblándole las manos. Por un momento, se lo llevó a los labios.

—Un día vino a verme y me dijo que se iba por un tiempo. Y me dio esto, el broche que él llevaba en la chaqueta. Luego se cortó un mechón de pelo y también me lo dio. Y dinero; todo el dinero que tenía. Eso fue todo. Nunca más volví a verlo. Ahora ni siquiera puedo enterarme de si vive o está muerto. Lo echo mucho de menos: sus manos grandes, su graciosa nariz... Desearía poder encontrar su nombre aquí...

Se volvió, con el rostro brillante de lágrimas, y tomó la tetera con gestos torpes.

—Quizá se escapó —dijo Hana—. A lo mejor está en camino. No desesperes todavía.

—Pero ellos están extremando la seguridad —replicó Otsuné, con expresión temerosa—. ¿No te has enterado? Paran a la gente más allá de la Gran Puerta. Eso sólo puede significar que la guerra ha concluido realmente, y que los soldados del Norte están huyendo. Tú sabes tan bien como yo que sólo hay un lugar adonde la policía no va: este lugar, el Yoshiwara. Aquí es adonde viene todo el que necesita esconderse en algún sitio.

Hana la tomó de las manos y se las acarició. Quizá el patrón de Otsuné también se encaminaba hacia allí. Así lo esperaba.

Hana se apresuró a cruzar la puerta de entrada a Edo-cho 1, con la vista baja y los pensamientos muy lejos. Ya era última hora de la tarde y la calle hervía de gente. Las mujeres ya estaban distribuyéndose por los salones enrejados, y acá y allá sonaban discordantes los shamisen. Los hombres atestaban el bulevar, encandilados y cuchicheando. La pequeña Chidori salió a toda prisa del Rincón Tamaya, con las mangas rojas al viento, llevando una carta en la mano. Vio a Hana, le dedicó una reverencia y luego echó a correr cruzando la puerta, en dirección a una de las casas de té, tintineando los cascabeles que llevaba en las mangas.

La muchedumbre guardó silencio y se apartó cuando un par de extranjeros pasó por allí, con sus extravagantes atuendos. Hana los miró con curiosidad, recordando cuanto Otsuné le había dicho. Se le hacía difícil imaginarse acostándose con unas criaturas de tan extraño aspecto, salvo que se propusieran cuidarla.

Estaba a punto de abrirse paso entre las cortinas del Rincón Tamaya cuando se fijó en una joven instalada en el banco exterior y que daba muestras de nerviosismo. Su vestido y su peinado eran los propios de una mujer de ciudad, aunque su quimono era más bien brillante y llamativo, y se sujetaba el pelo con horquillas. La mujer se volvió hacia ella y palideció como si fuera un espectro. Hana se la quedó mirando, sorprendida. Había algo familiar en ella.

Entonces todo el pasado irrumpió en tropel y Hana se volvió y huyó horrorizada. Unos pasos fueron tras ella y una mano la agarró por la manga. Ahogó un grito, sumida de nuevo en la pesadilla, en la carretera elevada del Dique del Japón, arrastrada ladera abajo hacia el Yoshiwara.

—¿Qué quieres? —exclamó, con la voz chillona a causa del pánico—. Déjame sola.

—Hana-sama, Hana-sama —decía la mujer—. Soy yo, Fuyu.

Hana se estremeció, recordando la mirada que había dirigido a la tiíta. Aún podía oír sus palabras: «Estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo.» Luego se sucedieron el almacén, las ataduras y el horror de comprender que había sido vendida.

Se dio media vuelta. La cara llena, los ojos separados y la boca bien dibujada la hacían casi bonita, pero Hana no pudo dejar de apreciar el brillo malicioso en los ojos de Fuyu y la forma en que torcía los labios.

—¿Me recuerdas? —preguntó Fuyu—. Fui yo quien te trajo aquí.

Hana liberó su manga del puño de Fuyu.

—¡Tú me vendiste! ¡Por dinero.

Fuyu bajó la mirada.

—No gané dinero —murmuró—. Te ayudé.

Hana frunció el ceño, incrédula.

—No tengo nada que decirte —concluyó, echando a andar hacia el Rincón Tamaya.

Pero Fuyu se puso a caminar a su lado, sin parar de charlar.

—¿No quieres saber cómo marchan las cosas en Edo? Mi patrón es prestamista. La gente empeña objetos cuando los tiempos son duros, de modo que a él le va bien, y también se entera de montones de noticias.

Hana aceleró el paso, tratando de deshacerse de ella. No podía imaginar por qué Fuyu la perseguía.

—La ciudad está medio vacía. No es fácil vivir bajo la ocupación. Estás mejor aquí, en los arrozales, donde el negocio está en auge. Debes de tener a mucha gente por aquí, en busca de tus servicios.

Hana casi estaba en la puerta del Rincón Tamaya, pero Fuyu seguía pegada a sus talones, sin dejar de hablar.

—Ahora el gobierno está muy bien instalado. No puedo imaginar que nuestros hombres hagan algo para desalojarlo. Se hablaba de una República de Ezo, pero nadie cree que vayan a devolver al shogun al castillo, de modo que todo parece indicar que tendremos que vivir con los sureños. He oído que eres popular entre ellos.

Mientras Hana apartaba las cortinas, Fuyu se plantó delante de ella.

—¿Hay algo que yo pueda hacer para compensarte por lo que hice? ¿Alguien a quien transmitir un mensaje.

Hana sintió una punzada al pensar en la gran mansión vacía que había dejado atrás, en la ciudad, y en Oharu, su doncella, y en Gensuké, el anciano criado. Necesitaba desesperadamente un mensaje de ellos, hacerles saber que estaba muy bien y averiguar si ellos lo estaban. Sabía que corría un riesgo. Si su marido seguía vivo, indudablemente regresaría a casa y les preguntaría dónde estaba ella. Pero se sentía responsable de Oharu y de Gensuké, y no podía permitir que la creyeran muerta.

—Ven adentro —dijo finalmente—. Escribiré algo si me prometes entregarlo de forma prudente.

21

Yozo abrió los ojos y movió los labios. Sentía un sabor amargo en la boca. Tenía los miembros entumecidos y doloridos, se notaba el cabello enmarañado y sucio, y el cuerpo pegajoso de pies a cabeza a causa del sudor. Pero estaba vivo, y eso era lo principal.

Por lo que sabía, estaba en una jaula de bambú, tan pequeña que, cuando trató de enderezar la espalda, golpeó el techo con la cabeza. Podía oír arrastrar los pies a los porteadores, que gruñían al unísono con el balanceo de la jaula. Las sombras fluctuaban al otro lado de los barrotes, y la luz penetraba por una rendija en la pared de bambú. Se inclinó hacia delante y acercó el ojo. Unas figuras con guerreras negras y sombreros de paja, brillantes sus espadas y lanzas, marchaban silueteadas a contrasol, enmarcadas en halos borrosos de luz. Incluso aturdido como estaba, conocía demasiado bien aquellos uniformes sureños. Frunció el ceño, apretó los puños y sintió las cuerdas con las que estaba atado y que le producían cortes en las muñecas. Más allá de los soldados, unos troncos de árbol, altos y derechos como barrotes de una cárcel, se desdibujaban en la distancia.

Trató de averiguar dónde estaba y adónde lo llevaban: supuso que iba en un convoy de jaulas por algún lugar de las montañas, en la parte septentrional del interior de la isla, quizá se dirigían a la cárcel de Kodenmacho, en Edo, y que poco después vendrían el proceso y la ejecución. Con suerte, moriría antes de llegar allí.

Un mosquito se le posó en la mejilla. Yozo sacudió la cabeza y fijó los ojos en el entramado triangular del bambú y en los puntitos de luz que danzaban a través de las rendijas. Incluso bajo los árboles el calor era sofocante.

Al menos el terrible dolor que le quemaba por dentro de la cabeza había remitido hasta convertirse en una molestia amortiguada, y el latido del brazo y del hombro era soportable. Volvió a pensar en la última batalla, en cómo, presa de la fiebre, había doblado la esquina de la casa en ruinas, una y otra vez, y vio al comandante en jefe avanzar agachado por la calle. Lo vio volverse, leyó el súbito reconocimiento en su rostro ennegrecido, oyó su voz áspera desafiándolo. Se recordó a sí mismo alzando el fusil, oyendo el disparo, viendo caer al comandante en jefe. Luego advirtió que allí había otro hombre. Recordó haber visto un uniforme negro y un casco cónico, y que no le importaba morir.

Pero ¿qué ocurrió después? Ésa fue la verdadera pesadilla. ¿Qué suerte corrieron Enomoto y sus camaradas de armas, todos los amigos con los que había combatido hombro con hombro? Supuso que estaban muertos o en jaulas como él, camino de Edo y de la ejecución. Pensó en los años que pasó en Europa, trabajando y estudiando, adquiriendo conocimientos para su país, sólo para terminar allí, enjaulado como un animal, encogido en medio de su propia suciedad.

Gruñó, resopló y pataleó furiosamente, tratando de desequilibrar a los porteadores. Una lanza golpeó el costado de la jaula y se dejó oír un rugido, tras el cual volvió a caer en medio de la semioscuridad.

Gradualmente, en el interior de la jaula cambió la luz. Fuera, los troncos de los árboles se volvieron más numerosos y las sombras, más alargadas. La jaula empezó a oscilar, al principio un poco, y luego cada vez más acusadamente, hasta que Yozo se vio lanzado contra una pared. Podía oír los gruñidos y maldiciones de los porteadores y su respiración trabajosa conforme su avance se hacía más y más lento. Al cabo de un rato pareció que se paraban a cada paso para levantar la jaula y tirar de ella. Reinaba un silencio extraño, como si el resto del convoy se hubiera adelantado y ellos se hubieran quedado atrás.

Se produjo un chasquido, como si alguna criatura, tal vez un venado, se moviera en el bosque. Se oyó un chillido —tal vez un mono— y todo el bosque despertó a la vida. Se oyó un sonoro graznido al que siguieron un batir de alas y un crujir de ramas.

Luego, del exterior llegaron pasos apresurados, parecidos al rumor del viento, y de repente la jaula se estrelló contra el suelo. Rebotó y acabó chocando con algo duro. Yozo se había hecho un ovillo para protegerse y, con precaución, levantó la cabeza. En medio del silencio oyó impactos sordos, un extraño borboteo y un suave y profundo gruñido. Luego apareció una sombra monstruosa alzándose sobre él. La criatura se acercó, demasiado corpulenta para ser un hombre pero demasiado pequeña para ser un oso. Yozo se la quedó mirando, paralizado por la fascinación: ser despedazado por una bestia salvaje parecía una forma cruel de morir.

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