Read La cortesana y el samurai Online

Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (32 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
2.06Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Larguémonos de aquí! —gritó, agarrando a Yozo por el brazo.

Pero Yozo se empeñaba en seguir, se zafó de la presa, y los guardaespaldas, que se habían puesto de pie dificultosamente, se congregaron alrededor de él. El soldado norteño se volvió y Yozo pudo verlo pugnando por escapar, hasta que fue tragado por la multitud.

Yozo soltó una maldición. Había hecho exactamente lo que había prometido a Marlin que no haría: meterse en líos. Si aquellos matones lo arrestaban, descubrirían que era un fugitivo. Acabarían con Enomoto antes de que él hubiera iniciado siquiera el rescate. Echó mano de la daga y se volvió para encararse con sus atacantes, cuando se dejó oír un penetrante grito.

—¡Alto ahí, ahora mismo.

Se hizo el silencio cuando una vieja de mirada de acero, vestida de negro de pies a cabeza, se echó encima de Yozo. Tenía por cara una máscara de la muerte, arrugada y malévola, llevaba una brillante peluca negra en lo alto de la cabeza y blandía un bastón. Yozo se estremeció cuando el bastón le golpeó el cráneo. Ella alzó el brazo para golpear de nuevo cuando se produjo un crujir de seda.

—Tiíta, tiíta, yo conozco a este hombre.

Yozo se liberó de los guardaespaldas y se volvió. Unas mujeres con espléndidos quimonos, con la cara pintada, habían salido de la casa y permanecían de pie en el acceso. Detrás de ellas, casi oculta a la vista, había una delicada figura, delgada y exquisita. Su cabello formaba una espiral y vestía un quimono que relucía voluptuosamente al sol, pero bajo aquellas galas Yozo la reconoció. Era Hana.

En el silencio, cada palabra sonó con claridad.

—Es un miembro de mi personal —un terrible alborotador— y yo asumo toda la responsabilidad. Guardias, dejadlo ir.

Los guardaespaldas se arrodillaron y se inclinaron.

—Sí, señora —gruñeron—. Lo sentimos, señora.

Se pusieron de pie y dieron media vuelta, murmurando juramentos.

—Es un primo de Otsuné, del campo —oyó Yozo que Hana le decía a la anciana—. Le prometí que lo vigilaría.

Se adelantó e hizo una seña desdeñosa con la mano, dirigida a Yozo.

—A ti las criadas te acompañarán a mis habitaciones. Quédate allí y compórtate como es debido hasta que alguien se presente con órdenes.

Mientras las criadas lo conducían, Yozo alcanzó a ver una enorme figura, con piernas gordas y cortas, que salía por la puerta principal. El hombre se volvió hacia él, y Yozo pensó que hubo un destello de reconocimiento en sus ojos saltones. Luego el hombre montó en el palanquín, y los porteadores se lo cargaron sobre los hombros, entre gruñidos, con los rostros purpúreos y las venas marcándoseles en la frente.

Cuando el palanquín partió, un grueso dedo entreabrió la persiana de bambú y reapareció el ojo brillante. Fijaba la mirada en Hana.

La persiana permaneció abierta mientras el palanquín seguía su camino a través de la multitud, que hacía reverencias, y continuó veloz en la distancia, con su séquito de sirvientes de librea correteando detrás.

29

Yozo experimentó una sensación de incomodidad a la entrada de la lujosa sala de estar de Hana. A la suave luz que se filtraba por los biombos de papel que formaban una pared de la habitación, podía ver que el suelo estaba cubierto con bandejas de comida a medio consumir, palillos rotos y botellas caídas de sake, restos de un banquete extraordinariamente lujoso. Habían echado incienso en el brasero, y el perfume llenaba la estancia de áloe, sándalo y mirra. Yozo lo reconoció: era la fragancia que emanaba de las mangas de Hana.

«Así que éste es el lugar al que ella pertenece», pensó, desconcertado. Mientras que él podía sentirse perfectamente en su casa a bordo de un barco, en un fuerte o en el campo de batalla, con un fusil al hombro, aquí, en un mar de colgaduras, cortinas y quimonos, se encontraba fuera de lugar. En otro tiempo hubiera podido permitirse una mujer como aquélla, pero ahora, en sus actuales circunstancias, ella estaba más allá de sus posibilidades.

Pero también había algo doloroso en aquel lugar. Con todo lo lujoso que era, él sabía que ella no podía abandonarlo. Las cortesanas de Europa podían haber elegido su profesión, pero ella estaba atrapada aquí, como un pájaro en una jaula de oro.

Anduvo de un lado a otro. Debía salir a la calle, pensó, frunciendo el ceño, ir en busca de camaradas en lugar de entretenerse en el gabinete de una prostituta. Pero allí seguía. Después de todo, se dijo, debía dar las gracias a Hana por intervenir y salvarlo de un arresto. Sin embargo, sentía otro vínculo con ella, y que tenía que ver con la propia Hana.

Otra cosa que le preocupaba era el hombre, semejante a un sapo, al que había visto montar en el palanquín. Recordaba el temor en el rostro de Hana cuando la tarde anterior oyó el tañido de la campana. ¿Pudo deberse a que sabía que debería pasar la noche con él? Paseando la vista por la habitación, Yozo observó que los cojines frente al biombo dorado permanecían planos, como si un cuerpo pesado hubiera yacido en ellos. Se dio con el puño en la palma de la otra mano e hizo una mueca, imaginando al tipo que había estado disfrutando allí, en el tocador de Hana.

Un par de pasos lo llevaron, a través de la habitación, al dormitorio. Miró el montón de ropa de cama en el rincón: el damasco de seda de primera calidad, el crespón rojo con ribetes de terciopelo negro, muy perfumado todo. Unos quimonos colgaban de las paredes y en percheros, y había un armero para espadas a un lado de la habitación; pero vio con alivio que los futones estaban repartidos por el suelo como si una cortesana y sus ayudantes hubieran dormido en ellos, no dispuestos uno junto a otro, como hubiera sido el caso para una cortesana y su huésped.

Bajo un quimono asomaba algo metálico. Se trataba de una caja, no lacada ni taraceada de marfil, como la que un cliente daría a una cortesana, sino una simple caja metálica como las que llevaban los soldados. Él mismo tenía una. Le causó impresión verla en medio de las sedas perfumadas del dormitorio de Hana. Pensó que debía de tener un marido, amante, hermano o padre que había estado en la guerra, y que se la había enviado. Se alejó. Había dejado la guerra atrás y así quería mantenerla. Agobiado por las ringleras de ropa, los quimonos guateados, los perfumes, cremas y polvos, se apresuró a regresar a la sala de recepción.

Sentado con las piernas cruzadas en los cojines de brocado, cogió una pipa de caña larga. El hombre que parecía un sapo lo había mirado como si lo conociera, pensó. Estaba seguro de que lo había visto antes en alguna parte, aunque no podía precisar dónde. Entonces un leve tufillo a opio llegó a través de los biombos de papel y, como en un relámpago, Yozo recordó.

Opio. Fue casi siete años antes, cuando él y sus camaradas naufragaron en su viaje a Holanda y tuvieron que pasar quince días en Java, en el puerto de Batavia, el lugar más insano, azotado por las fiebres, que él había conocido. Yozo salió una noche con Enomoto y con Kitaro, se perdieron y acabaron en un laberinto de callejuelas que olían a especias, opio y aguas fecales.

Vagaban en la oscuridad, por una calle secundaria particularmente insalubre, cuando se abrió una puerta y una muchacha salió precipitadamente y corrió hacia él, empujándolo a trompicones contra una destartalada pared de madera. Al resplandor de la puerta abierta, tuvo la rápida visión de un rostro blanco, con ojos saltones y abultadas mejillas, iluminado por una luz amarilla. La boca de la muchacha estaba abierta, crispada por el miedo, y tenía las pupilas dilatadas.

Él se había enderezado cuando una multitud de hombres salió a toda prisa, arrastró a la muchacha por los pies, la levantó en vilo y se la llevó otra vez dentro. Ella no dejaba de chillar y patalear. Yozo, Enomoto y Kitaro se miraron, y estaban a punto de acudir a rescatar a la joven, cuando apareció una sombra oscura que llenaba toda la puerta. Era un sujeto tan corpulento como un luchador de sumo, con una cabeza pequeña y unos ojos que desaparecían entre pliegues de piel fláccida, más parecido al jefe de una banda de la yakuza japonesa que a un hombre del lugar. También la muchacha, se daba cuenta ahora Yozo, tenía aspecto de japonesa.

—¿Qué está pasando? —preguntó Yozo a gritos.

—Ella es de mi propiedad. —El hombre tenía una voz aguda, débil—. Es un asunto privado. No hace falta que se molesten. Gracias por su ayuda, caballeros.

Dio un portazo y luego se oyeron gritos en el interior, así como los ruidos que se producen cuando se pega a alguien. Yozo comprendió, cuando se iba, que si no hubiera bloqueado el camino de la muchacha, ésta habría escapado.

Muchas cosas habían sucedido desde entonces, y Yozo casi tenía olvidado el incidente. Pero ahora lo recordaba con la misma claridad que si hubiera sucedido ayer: el resplandor amarillo que salía de la puerta abierta y que iluminaba el fétido callejón, la cara pálida y asustada de la mujer, y el brillo en los ojos del hombre. En la oscuridad Yozo apenas vislumbró su rostro, pero era tan peculiar que aún podía recordarlo. Había engordado y se había hinchado desde entonces, pero era el mismo hombre.

Volviendo atrás con el pensamiento, Yozo recordó haber informado del incidente a las autoridades holandesas de Batavia, pero cuando él y sus amigos hallaron la salida de aquel laberinto de callejuelas, se percataron de que nunca serían capaces de localizar la casa. Las autoridades les dijeron que aquélla era una parte de la ciudad que las personas decentes evitaban, y que la zona estaba plagada de bandas de delincuentes dedicadas a todos los tráficos, desde el opio a las mujeres. Había mucha demanda de japonesas, en particular, según tenían oído, con objeto de venderlas como concubinas a ricos comerciantes chinos. También se perpetraban asesinatos. Les aconsejaron que no volvieran a aventurarse por el lugar.

Yozo tomó un trozo de carbón, lo acercó a la cazoleta de la pipa y aspiró hasta que el tabaco se puso al rojo. Se estrujó el cerebro. Era mejor no decirle nada a Hana. Carecía de pruebas y, aunque las tuviera, no podía hacer nada.

Expulsó una bocanada de humo. Pensó que debería mantener los ojos abiertos. Si nadie más estaba en condiciones de defenderla para que no sufriera daño, él la defendería.

30

Hana se detuvo a la puerta de sus habitaciones y tomó aliento. Conocía a muchos hombres. Yozo era otro más, se dijo seriamente, y eso era todo. Pero no lo era; no lo era en absoluto.

Recordaba los gritos y la refriega cuando había salido de la casa poco antes; la mata de pelo de Ichimura cabeceando en medio de una turba de matones, y que ahogó un grito de horror cuando desapareció bajo una muralla formada por un torbellino de brazos y de cabezas coronadas por moños.

Un momento después, Yozo estaba allí. Ella no tuvo tiempo siquiera de preguntarse qué hacía en el lugar, pero contempló, sin aliento a causa de la admiración, cómo había despachado a aquellos esbirros, con tranquila eficacia, repartiendo puñetazos acá y puntapiés allá, como un maestro de artes marciales. Y ahora —a menos que hubiera escapado— estaba esperándola en sus habitaciones.

Descorrió tímidamente la puerta. Yozo estaba sentado, con las piernas cruzadas, fumando una pipa. Sus ojos se iluminaron al verla, y ella cerró la puerta y se arrodilló frente a él. Yozo se había alisado el pelo y ordenado la ropa, por lo que el rudo luchador callejero que Hana había visto momentos antes se había transformado completamente. Apreció el contorno de su rostro, su mirada franca y su fuerte boca. Su expresión era más bien severa.

—Creí que Otsuné y Jean te advirtieron que no te metieras en líos —dijo Hana en torno burlón, tratando de que su voz sonara ligera y juguetona.

—Me has salvado el pellejo —replicó él, devolviéndole la mirada, que mantuvo fija.

Hana suspiró. En sus lujosas habitaciones, rodeada de espléndidas colgaduras, con cojines de damasco cuidadosamente dispuestos junto a tabaqueras de laca y una pila de futones en el dormitorio, visible a través de la doble puerta, él no podía tener la menor duda de lo que ella era.

—Así que mi secreto se ha descubierto —dijo al fin—. Esperaba que no llegaras a enterarte de a qué me dedico.

—Desde luego vives en medio de un gran esplendor —observó Yozo, alzando una ceja—. Nunca había visto semejante lujo. Debes de tener muchos admiradores, tantos que podrás elegir. —Volvió a llenar la pipa, removiendo el pellizco de tabaco con sus dedos hasta que éstos se tiñeron de marrón. Cuando volvió a hablar lo hizo en voz baja—. ¿Y no te preocupa el alto precio que hay que pagar? Vi cómo te miraba ese hombre cuando se iba. Ni siquiera sabes quién es, pero le permites que acaricie tu cuerpo. ¿Cómo puedes soportarlo.

Hana se echó atrás, como si la hubiera golpeado.

—Ninguno de nosotros puede elegir su vida —replicó con voz temblorosa—. Tú tampoco. Las cortesanas no somos como las demás mujeres; pertenecemos a otra raza. Quizá no siempre fue así en mi caso, pero comprendo que ahora lo es. Y no me avergüenza lo que hago. —Se puso en pie—. De todos modos, estás equivocado. Yo sé quién es ese hombre. Se llama Saburosuké Kashima y es rico, mucho más rico de lo que tú serás nunca.

Yozo frunció el ceño.

—¿Rico, dices? ¿Tú sabes de dónde proviene su dinero.

—Es un comerciante y posee un gran imperio mercantil.

Hana trataba de mantener un tono de desafío, pero titubeaba, confusa. Él la miraba de un modo que la hacía sentir incómoda.

—Por lo que tú sabes, podría ser un usurero que envía sicarios para dar palizas a la gente cuando no le pagan a tiempo; o podría traficar con opio o mujeres. —Yozo hizo una pausa—. Creo que me crucé con él una vez, en Batavia. Si estoy en lo cierto, puede ser peligroso.

Hana se sacó el abanico del obi.

—En todo el Yoshiwara hay hombres malvados que vienen para eludir la ley. No soy tan ingenua como pareces creer. En todo caso, estoy perfectamente a salvo aquí, en el Rincón Tamaya. La tiíta y el padre nunca permitirían que alguien me hiciera daño. Han invertido demasiado en mí.

Su voz se fue apagando cuando se percató de que nunca había hablado así a nadie. Los hombres pagaban para que se interesara por ellos, no para que les hablara de sí misma. Pero Yozo no parecía interesado en su cuerpo tanto como en su forma de vida. De repente esa preocupación la conmovió.

—Se considera que puedo escoger con quién duermo, y siempre, hasta ahora, ha sido así. Pero Saburo es diferente. Si la tiíta puede ganar dinero obligándome a dormir con él, lo hará, y yo tendré que aceptar. —Se inclinó hacia él—. Ha sido la primera visita de Saburo, y he tenido suerte. Lo venció el sueño y ha dormido como un bebé toda la noche. —Yozo sacudió su pipa y descansó las manos sobre los muslos. Estaban bronceadas y eran musculosas; las manos de un trabajador. Hana se adelantó y puso una mano sobre la suya—. Pero gracias por preocuparte de lo que me ocurre.

BOOK: La cortesana y el samurai
2.06Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fall of Night by Rachel Caine
ClarenceBN by Sarah M. Anderson
Secrets of Seduction by Nicole Jordan
Mathilda, SuperWitch by Kristen Ashley
Parker16 Butcher's Moon by Richard Stark