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Authors: Camilo José Cela

La Colmena (6 page)

BOOK: La Colmena
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El joven poeta no contesta. Tiene los ojos abiertos y pasmados y parece que se ha quedado mudo. Sobre la frente le cae una crencha de pelo.

—¿Está usted enfermo?

Algunas cabezas se volvieron. El poeta sonreía con un gesto estúpido, pesado.

—Oiga, ayúdeme a incorporarlo. Se conoce que se ha puesto malo.

Los pies del poeta se escurrieron y su cuerpo fue a dar debajo de la mesa.

—Échenme una mano; yo no puedo con él. La gente se levantó. Doña Rosa miraba desde el mostrador.

—También es ganas de alborotar... El muchacho se dio un golpe en la frente al rodar debajo de la mesa.

—Vamos a llevarlo al water, debe de ser un mareo.

Mientras don Trinidad y tres o cuatro clientes dejaron al poeta en el retrete, a que se repusiese un poco, su nieto se entretuvo en comer las migas del bollo suizo que habían quedado sobre la mesa.

—El olor del desinfectante lo espabilará; debe de ser un mareo.

El poeta, sentado en la taza del retrete y con la cabeza apoyada en la pared, sonreía con un aire beatifico. Aun sin darse cuenta, en el fondo era feliz.

Don Trinidad se volvió a su mesa.

—¿Le ha pasado ya? —Sí, no era nada, un mareo.

La señorita Elvira devolvió los dos tritones al cerillero.

—Y este otro para ti.

—Gracias. Ha habido suerte, ¿eh?

—¡Psché! Menos da una piedra...

Padilla, un día, llamó cabrito a un galanteador de la señorita Elvira y la señorita Elvira se incomodó. Desde en tonces, el cerillero es más respetuoso.

A don Leoncio Maestre por poco lo mata un tranvía.

—¡Burro!

—¡Burro lo será usted, desgraciado! ¿En qué va usted pensando?

Don Leoncio Maestre iba pensando en Elvirita.

Es mona, sí, muy mona. ¡Ya lo creo! Y parece chica fina... No, una golfa no es. ¡Cualquiera sabe! Cada vida es una novela. Parece así como una chica de buena familia que haya reñido en su casa. Ahora estará trabajando en alguna oficina, seguramente en un sindicato. Tiene las facciones tristes y delicadas; probablemente lo que necesita es cariño, y que la mimen mucho, que estén todo el día contemplándola.

A don Leoncio Maestre le saltaba el corazón debajo de la camisa.

—Mañana vuelvo. Sí, sin duda. Si está, buena señal. Y si no... Si no está... ¡A buscarla!

Don Leoncio Maestre se subió el cuello del abrigo y dio dos saltitos.

Elvira, señorita Elvira. Es un bonito nombre. Yo creo que la cajetilla de tritones le habrá agradado. Cada vez que fume uno se acordará de mí... Mañana le repetiré el nombre. Leoncio, Leoncio, Leoncio. Ella, a lo mejor, me pone un nombre más cariñoso, algo que salga de Leoncio. Leo. Oncio. Oncete... Me tomo una caña porque me da la gana.

Don Leoncio Maestre se metió en un bar y se tomó una caña en el mostrador. A su lado, sentada en una banqueta, una muchacha le sonreía. Don Leoncio se volvió de espaldas. Aguantar aquella sonrisa le hubiera parecido una traición; la primera traición que hacia a Elvirita.

—No; Elvirita, no. Elvira. Es un nombre sencillo, un nombre muy bonito.

La muchacha del taburete le habló por encima del hombro.

—¿Me da usted fuego, tio serio? Don Leoncio le dio fuego, casi temblando. Pagó la caña y salió a la calle apresuradamente.

—Elvira..., Elvira...

Doña Rosa, antes de separarse del encargado, le pregunta:

—¿Has dado el café a los músicos?

—No.

—Pues anda, dáselo ya; parece que están desmayados. ¡Menudos bribones!

Los músicos, sobre su tarima, arrastran los últimos compases de un trozo de "Luisa Fernanda", aquel tan hermoso que empieza diciendo:

Por los encinares de mi Extremadura, tengo una casita tranquila y segura.

Antes habían tocado "Momento musical" y antes aún, "La del manojo de rosas", por la parte de "madrileña bonita, flor de verbena".

Doña Rosa se les acercó.

—He mandado que le traigan el café, Macario.

—Gracias, doña Rosa.

—No hay de qué. Ya sabe, lo dicho vale para siempre; yo no tengo más que una palabra.

—Ya lo sé, doña Rosa.

—Pues por eso.

El violinista, que tiene los ojos grandes y saltones como un buey aburrido, la mira mientras lía un pitillo. Frunce la boca, casi con desprecio, y tiene el pulso tembloroso.

—Y a usted también se lo traerán, Seoane.

—Bien.

—¡Pues anda, hijo, que no es usted poco seco! Macario interviene para templar gaitas.

—Es que anda a vueltas con el estómago, doña Rosa.

¾Pero no es para estar tan soso, digo yo. ¡Caray con la educacación de esta gente! Cuando una les tiene que decir algo sueltan una patada, y cuando tienen que estar satisfechos porque una les hace un favor, van y dicen "¡bien!", como si fueran marqueses. ¡Pues sí!

Seoane calla mientras su compañero pone buena cara a doña Rosa. Después pregunta al señor de una mesa contigua:

¾¿Y el mozo?

¾Reponiéndose en el water, no era nada.

Vega, el impresor, le alarga la petaca al cobista de la mesa de al lado. Ande, líe un pitillo y no las píe. Yo anduve peor que está usted y, ¿sabe lo que hice?, pues me puse a trabajar.

El de al lado sonríe como un alumno ante el profesor: ton la conciencia turbia y, lo que es peor, sin saberlo.

¾¡Pues ya es mérito!

¾Claro, hombre, claro, trabajar y no pensar en nada más. Ahora ya lo ve, nunca me falta mi cigarro ni mi copa de todas las tardes.

El otro hace un gesto con la cabeza, un gesto que no significa nada.

¾¿Y si le dijera que yo quiero trabajar y no tengo en qué?.

—¡Vamos, ande! Para trabajar lo único que hacen falta son ganas. ¾¿Usted está seguro que tiene ganas de trabajar?

—¡Hombre, si!

—¿Y por qué no sube maletas de la estación?

—No podría; a los tres días habría reventado... Yo soy bachiller...

—¿Y de qué le sirve?

—Pues, la verdad, de poco.

—A usted lo que le pasa, amigo mío, es lo que les pasa a muchos, que están muy bien en el Café, mano sobre mano, sin dar golpe. Al final se caen un día desmayados, como ese niño litri que se han llevado para adentro.

El bachiller le devuelve la petaca y no le lleva la contraria.

—Gracias.

—No hay que darlas. ¿Usted es bachiller de verdad?

—Sí, señor, del plan del 3.

—Bueno, pues le voy a dar una ocasión para que no acabe en un asilo o en la cola de los cuarteles. ¿Quiere trabajar?

—Sí, señor. Ya se lo dije.

—Vaya mañana a verme. Tome una tarjeta. Vaya por la mañana, antes de las doce, a eso de las once y media. Si quiere y sabe, se queda conmigo de corrector; esta mañana tuve que echar a la calle al que tenia, por golfo. Era un desaprensivo.

La señorita Elvira mira de reojo a don Pablo. Don Pablo le explica a un pollito que hay en la mesa de al lado:

—El bicarbonato es bueno, no hace daño alguno. Lo que pasa es que los médicos no lo pueden recetar porque para que le den bicarbonato nadie va al médico.

El joven asiente, sin hacer mucho caso, y mira para las rodillas de la señorita Elvira, que se ven un poco por debajo la mesa.

—No mire para ahí, no haga el canelo; ya le contaré, no la vaya a pringar.

Doña Pura, la señora de don Pablo, habla con una amiga gruesa, cargada de bisutería, que se rasca los dientes de oro con un palillo.

—Yo ya estoy cansada de repetirlo. Mientras haya hombres y haya mujeres, habrá siempre líos; el hombre es fuego y la mujer estopa y luego, ¡pues pasan las cosas! Eso que le digo a usted de la plataforma del 49, es la pura verdad. ¡Yo no sé a dónde vamos a parar!

La señora gruesa rompe, distraídamente, el palillo entre los dedos.

—Sí, a mi también me parece que hay poca decencia. Eso viene de las piscinas; no lo dude, antes no éramos asi... Ahora le presentan a usted cualquier chica joven, le da la mano y ya se queda una con aprensión todo el santo día. ¡A lo mejor coge una lo que no tiene!

—Verdaderamente.

—Y los cines yo creo que también tienen mucha culpa. Eso de estar todo el mundo tan mezclado y a oscuras por completo no puede traer nada bueno.

—Eso pienso yo, doña María. Tiene que haber más moral si no, estamos perdiditas.

Doña Rosa vuelve a pegar la hebra.

—Y además, si le duele el estómago, ¿por qué no me pide un poco de bicarbonato? ¿Cuándo le he negado a usted un un poco de bicarbonato? ¡Cualquiera diría que no sabe usted hablar!

Doña Rosa se vuelve y domina con su voz chillona y desagradable todas las conversaciones del Café.

—¡López! ¡López! ¡Manda bicarbonato para el violín!

El echador deja las cacharras sobre una mesa y trae un plato con un vaso mediado de agua, una cucharilla y el azucarero de alpaca que guarda el bicarbonato.

—¿Ya habéis acabado con las bandejas?

—Así me lo dio el señor López, señorita.

—Anda, anda; ponió ahí y lárgate.

El echador coloca todo sobre el piano y se marcha. Seoane llena la cuchara de polvitos, echa la cabeza atrás, abre la boca... y adentro. Los mastica como si fueran nueces y después bebe un sorbito de agua.

—Gracias, doña Rosa.

—¿Lo ve usted, hombre, lo ve usted qué poco trabajo cuesta tener educación? A usted le duele el estómago, yo le mando traer bicarbonato y todos tan amigos. Aquí estamos para ayudarnos unos a otros; lo que pasa es que no se puede porque no queremos. Ésa es la vida.

Los niños que juegan al tren han parado de repente. Un señor les está diciendo que hay que tener más educación y más compostura, y ellos, sin saber qué hacer con las manos, lo miran con curiosidad. Uno, el mayor, que se llama Bernabé, está pensando en un vecino suyo, de su edad poco más o menos, que se llama Chus. El otro, el pequeño, que se llama Paquito, está pensando en que al señor le huele mal la boca.

—Le huele como a goma podrida. A Bernabé le da la risa al pensar aquello tan gracioso que le pasó a Chus con su tía.

—Chus, eres un cochino, que no te cambias el calzoncillo hasta que tiene palomino; ¿no te da vergüenza?

Bernabé contiene la risa; el señor se hubiera puesto furioso.

—No, tía, no me da vergüenza; papá también deja palomino.

¡Era para morirse de risa! Paquito estuvo cavilando un rato.

—No, a ese señor no le huele la boca a goma podrida. Le huele a lombarda y a pies. Si yo fuese de ese señor mepondría una vela derretida en la nariz. Entonces hablaria como la prima Emilita —gua, gua—, que la tienen que operar de la garganta. Mamá dice que cuando la operen de la garganta se le quitará esa cara de boba que tiene y ya no dormirá con la boca abierta. A lo mejor, cuándo la operen se muere.

¾Entonces la meterán en una caja blanca, porque aún no tiene tetas ni lleva tacón.

Las dos pensionistas, recostadas sobre el diván, miran para doña Pura.

Aún flotan en el aire, como globitos vagabundos, las ideas de los dos loros sobre el violinista.

¾Yo no sé cómo hay mujeres así; ésa es igual que un sapo. Se pasa el día sacándole el pellejo a tiras a todo el mundo y no se da cuenta de que si su marido la aguanta es porque todavía le quedan algunos duros. El tal don Pablo es un punto filipino, un tío de mucho cuidado. Cuando mira para una, parece como si la desnudara.

¾Ya, ya.

¾Y aquella otra, la Elvira de marras, también tiene sus ronchas.

¾Porque lo que yo digo: no es lo mismo lo de su niña, la Paquita, que después de todo vive decentemente, aunque sin los papeles en orden, que lo de ésta, que anda por ahí rodando como una peonza y sacándole los cuartos cualquiera para malcomer.

¾Y además, no compare usted, doña Matilde, a ese pelao del don Pablo con el novio de mi hija, que es catedrático de Psicología, Lógica y Ética, y todo un caballero.

¾Naturalmente que no. El novio de la Paquita la respeta y la hace feliz y ella, que tiene un buen parecer y es simpática, pues se deja querer, que para eso está. Pero estas pelanduscas ni tienen conciencia ni saben otra cosa que abrir la boca para pedir algo. ¡Vergüenza les había de dar!

Doña Rosa sigue su conversación con los músicos. Gorda, abundante, su cuerpecillo hinchado se estremece de gozo al discursear; parece un gobernador civil.

—¿Que tiene usted un apuro? Pues me lo dice y yo, si puedo, se lo arreglo. ¿Que usted trabaja bien y está ahí subido, rascando como Dios manda? Pues yo voy y, cuando toca cerrar, le doy su durito y en paz. ¡Si lo mejor es llevarse bien! ¿Por qué cree usted que yo estoy a matar con mi cuñado? Pues porque es un golfante, que anda por ahí de flete las veinticuatro horas del día y luego se viene a casa para comerse la sopa boba. Mi hermana, que es tonta y se lo aguanta, la pobre fue siempre así. ¡Anda que si da con migo! Por su cara bonita le iba a pasar yo que anduviese todo el día por ahí calentándose con las marmotas. ¡Sería bueno! Si mi cuñado trabajara, como trabajo yo, y arrimara el hombro y trajera algo para casa, otra cosa sería; pero el hombre prefiere camelar a la simple de la Visi y pegarse la gran vida sin dar golpe.

—Claro, claro.

—Pues eso. El andova es un zángano malcriado que nació para chulo. Y no crea usted que esto lo digo a sus espaldas, que lo mismo se lo casqué el otro dia en sus propias narices.

—Ha hecho usted bien.

—Y tan bien. ¿Por quién nos ha tomado ese muerto de hambre?

—¿Va bien ese reló, Padilla?

—Sí, señorita Elvira.

—¿Me da usted fuego? Todavía es temprano. El cerillero le dio fuego a la señorita Elvira.

¾Está usted contenta, señorita. ¿Usted cree?

¾Vamos, me parece a mí. La encuentro a usted más animada que otras tardes.

¾...¡Psché! A veces la mala uva pone buena cara.

La señorita Elvira tiene un aire débil, enfermizo, casi vicioso. La pobre no come lo bastante para ser ni viciosa ni virtuosa.

La del hijo muerto que se estaba preparando para Correos dice:

¾Bueno, me voy.

Don Jaime Arce, reverenciosamente, se levanta al po de hablar, sonriendo.

¾A sus pies, señora; hasta mañana si Dios quiere. La señora aparta una silla.

¾Adiós, siga usted bien.

¾Lo mismo digo, señora; usted me manda.

Doña Isabel Montes, viuda de Sanz, anda como una reina. Con su raida capita de quiero y no puedo, doña Isabel parece una gastada hetaira de lujo que vivió como las cigarras y no guardó para la vejez. Cruza el salón en silencio y se cuela por la puerta. La gente la sigue con una mirada donde puede haber de todo menos indiferencia; donde puede haber admiración, o envidia, o simpatía, o desconfianza, cariño, vaya usted a saber.

BOOK: La Colmena
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