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Authors: Camilo José Cela

La Colmena (3 page)

BOOK: La Colmena
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Don José, en el Café de doña Rosa, pide siempre copita; él no es un cursi ni un pobretón de esos de café con leche. La dueña lo mira casi con simpatía por eso de la común afición al ojén. "El ojén es lo mejor del mundo; es estomacal, diurético y reconstituyente; cria sangre y aleja el espectro de la impotencia." Don José habla siempre con mucha propiedad. Una vez, hace ya un par de años, poco después de terminarse la guerra civil, tuvo un altercado con el violinista. La gente, casi toda, aseguraba que la razón la tenia el violinista, pero don José llamó a la dueña y le dijo: "O echa usted a puntapiés a ese rojo irrespetuoso y sinvergüenza, o yo no vuelvo a pisar el local". Doña Rosa, entonces, puso al violinista en la calle y ya no se volvió a saber más de él.

Los clientes, que antes daban la razón al violinista, empezaron a cambiar de opinión, y al final ya decían que doña Rosa había hecho muy bien, que era necesario sentar mano dura y hacer un escarmiento. "Con estos desplantes, ¡cualquiera sabe a dónde iriamos a parar!" Los clientes, para decir esto, adoptaban un aire serio, ecuánime, un poco vergonzante. "Si no hay disciplina, no hay manera de hacer nada bueno, nada que merezca la pena", se oía decir por las mesas.

Algún hombre ya metido en años cuenta a gritos la broma que le gastó, va ya para el medio siglo, a Madame Pimentón.

—La muy imbécil se creia que me la iba a dar. Si, sí... ¡Estaba lista! La invité a unos blancos y al salir se rompió la cara contra la puerta. ¡Ja, ja! Echaba sangre como un becerro. Decía: "Oh, la, la; oh, la, la", y se marchó escupiendo las tripas. ¡Pobre desgraciada, andaba siempre bebida! ¡Bien mirado, hasta daba risa!

Algunas caras, desde las próximas mesas, lo miran casi con envidia. Son las caras de las gentes que sonreían en paz, con beatitud, en esos instantes en que, casi sin darse cuenta, llegan a no pensar en nada. La gente es cobista por estupidez y, a veces, sonríen aunque en el fondo de su alma sientan una repugnancia inmensa, una repugnancia que casi no pueden contener. Por coba se puede llegar hasta el asesinato; seguramente que ha habido más de un crimen que se haya hecho por quedar bien, por dar coba a alguien.

—A todos estos mangantes hay que tratarlos así; las personas decentes no podemos dejar que se nos suban a las barbas. ¡Ya lo decía mi padre! ¿Quieres uvas? Pues entra por uvas. ¡Ja, ja! ¡La muy zorrupia no volvió a arrimar por allí!

Corre por entre las mesas un gato gordo, reluciente; un gato lleno de salud y de bienestar; un gato orondo y presuntuoso. Se mete entre las piernas de una señora, y la señora se sobresalta.

—¡Gato del diablo! ¡Largo de aquí!

El hombre de la historia le sonríe con dulzura.

—Pero, señora, ¡pobre gato! ¡Qué mal le hacía a usted?

Un jovencito melenudo hace versos entre la baraúnda. Está evadido, no se da cuenta de nada; es la única manera de poder hacer versos hermosos. Si mirase para los lados se le escaparía la inspiración. Eso de la inspiración debe ser como una mariposita ciega y sorda, pero muy luminosa; si no, no se explicarían muchas cosas.

El joven poeta está componiendo un poema largo, que se llama "Destino". Tuvo sus dudas sobre si debía poner "El destino", pero al final, y después de consultar con algunos poetas ya más hechos, pensó que no, que sería mejor titularlo "Destino", simplemente. Era más sencillo, más evocador, más misterioso. Además, así, llamándole "Destino", quedaba más sugeridor, más... ¿cómo diríamos?, más impreciso, más poético. Así no se sabía si se quería aludir a "el destino", o a "un destino", a "destino incierto", a "destino fatal" o "destino feliz" o "destino azul" o "destino violado". "El destino" ataba más, dejaba menos campo para que la imaginación volase en libertad, desligada de toda traba.

El joven poeta llevaba ya vanos meses trabajando en su poema. Tenía ya trescientos y pico de versos, una maqueta cuidadosamente dibujada de la futura edición y una lista de posibles suscríptores, a quienes, en su hora, se les enviaría un boletín, por si querían cubrirlo. Había ya elegido también el tipo de imprenta (un tipo sencillo, claro, clásico; un tipo que se leyese con sosiego; vamos, queremos decir un bodoní), y tenía ya redactada la justificación de la tirada. Dos dudas, sin embargo, atormentaban aún al joven poeta: el poner o no poner el "Laus Deo" rematando el colofón, y el redactar por sí mismo, o no redactar por sí mismo, la nota biográfica para la solapa de la sobrecubierta.

Doña Rosa no era, ciertamente, lo que se suele decir una sensitiva.

—Y lo que le digo, ya lo sabe. Para golfos ya tengo bastante con mi cuñado. ¡Menudo pendón! Usted está todavía muy verdecito, ¿me entiende?, muy verdecito. ¡Pues estaría bueno! ¿Dónde ha visto usted que un hombre sin cultura y sin principios ande por ahí, tosiendo y pisando fuerte como un señorito? ¡No seré yo quien lo vea, se lo juro!

Doña Rosa sudaba por el bigote y por la frente.

—Y tú, pasmado, ya estás yendo por el periódico. ¡Aquí no hay respeto ni hay decencia, eso es lo que pasa! ¡Ya os daría yo para el pelo, ya, si algún día me cabreara! ¡Habráse visto!

Doña Rosa clava sus ojitos de ratón sobre Pepe, el viejo camarero llegado, cuarenta o cuarenta y cinco años atrás, de Mondoñedo. Detrás de los gruesos cristales, los ojitos de doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado.

—¡Qué miras! ¡Qué miras! ¡Bobo! ¡Estás igual que el día que llegaste! ¡A vosotros no hay Dios que os quite el pelo de la dehesa! ¡Anda, espabila y tengamos la fiesta en paz, que si fueras más hombre ya te había puesto de patas en la calle! ¿Me entiendes? ¡Pues nos ha merengao!

Doña Rosa se palpa el vientre y vuelve de nuevo a tratarlo de usted.

—Ande, ande... Cada cual a lo suyo. Ya sabe, no perdamos ninguno la perspectiva, ¡qué leñe!, ni el respeto, ¿me entiende?, ni el respeto.

Doña Rosa levantó la cabeza y respiró con profundidad. Los pelitos de su bigote se estremecieron con un gesto retador, con un gesto airoso, solemne, como el de los negros cuernecitos de un grillo enamorado y orgulloso.

Flota en el aire como un pesar que se va clavando en los corazones. Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepamos nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo que pasa.

Un señor de barbita blanca le da trocitos de bollo suizo, mojado en café con leche, a un niño morenucho que tiene sentado sobre las rodillas. El señor se llama don Trinidad García Sobrino y es prestamista. Don Trinidad tuvo una primera juventud turbulenta, llena de complicaciones y de veleidades, pero en cuanto murió su padre, se dijo: "De ahora en adelante hay que tener cautela; si no, la pringas, Trinidad"; se dedicó a los negocios y al buen orden y acabó rico. La ilusión de toda su vida hubiera sido llegar a diputado; él pensaba que ser uno de quinientos entre veinticinco millones no estaba nada mal. Don Trinidad anduvo coqueteando varios años con algunos personajes de tercera fila del partido de Gil Robles, a ver si conseguía que lo sacasen diputado; a él el sitio le era igual; no tenia ninguna demarcación preferida. Se gastó algunos cuartos en convites, dio su dinero para propaganda, oyó buenas palabras, pero al final no presentaron su candidatura por lado alguno y ni siquiera lo llevaron a la tertulia del jefe. Don Trinidad pasó por momentos duros, de graves crisis de ánimo, y al final acabó haciéndose lerrouxista. En el partido radical parece que le iba bastante bien, pero en esto vino la guerra y con ella el fin de su poco brillante, y no muy dilatada carrera política. Ahora don Trinidad vivía apartado de la "cosa pública", como aquel día memorable dijera don Alejandro, y se conformaba con que lo dejaran vivir tranquilo, sin recordarle tiempos pasados, mientras seguía dedicándose al lucrativo menester del préstamo a interés.

Por las tardes se iba con el nieto al Café de doña Rosa, le daba de merendar y se estaba callado, oyendo la música o leyendo el periódico, sin meterse con nadie.

Doña Rosa se apoya en una mesa y sonríe.

—¿Qué.me dice, Elvirita?

—Pues ya ve usted, señora, poca cosa.

La señorita Elvira chupa del cigarro y ladea un poco la cabeza. Tiene las mejillas ajadas y los párpados rojos, como de tenerlos delicados.

—¿Se le arregló aquello?

—¿Cuál?

—Lo de...

—No, salió mal. Anduvo conmigo tres días y después me regaló un frasco de fijador.

La señorita Elvira sonríe. Doña Rosa entorna la mirada, llena de pesar.

—¡Es que hay gente sin conciencia, hija!

—¡Psché! ¿Qué más da?

Doña Rosa se le acerca, le habla casi al oído.

—¿Por qué no se arregla con don Pablo?

—Porque no quiero. Una también tiene su orgullo, doña Rosa.

—¡Nos ha merengao! ¡Todas tenemos nuestras cosas! Pero lo que yo le digo a usted, Elvirita, y ya sabe que yo siempre quiero para usted lo mejor, es que con don Pablo bien le iba.

—No tanto. Es un tío muy exigente. Y además un baboso. Al final ya lo aborrecía, ¡qué quiere usted!, ya me daba hasta repugnancia.

Doña Rosa pone la dulce voz, la persuasiva voz de los consejos.

—¡Hay que tener más paciencia, Elvirita! ¡Usted es aún muy niña!

—¿Usted cree?

La señorita Elvirita escupe debajo de la mesa y se seca la boca con la vuelta de un guante.

Un impresor enriquecido que se llama Vega, don Mario de la Vega, se fuma un puro descomunal, un puro que parece de anuncio. El de la mesa de al lado le trata de resultar simpático.

—¡Buen puro se está usted fumando, amigo! Vega le contesta sin mirarle, con solemnidad:

—Sí, no es malo, mi duro me costó. Al de la mesa de al lado, que es un hombre raquítico y sonriente, le hubiera gustado decir algo así como: "¡Quién como usted!", pero no se atrevió; por fortuna, le dio la vergüenza a tiempo. Miró para el impresor, volvió a sonreír con humildad, y le dijo:

—¿Un duro nada más? Parece lo menos de siete pesetas.

—Pues no: un duro y treinta de propina. Yo con esto ya me conformo.

—¡Ya puede!

—¡Hombre! No creo yo que haga falta ser un Romanones para fumar estos puros.

—Un Romanones, no, pero ya ve usted, yo no me lo podría fumar, y como yo muchos de los que estamos aquí.

—¿Quiere usted fumarse uno?

—¡Hombre...!

Vega sonrió, casi arrepintiéndose de lo que iba a decir.

—Pues trabaje usted como trabajo yo.

El impresor soltó una carcajada violenta, descomunal. El hombre raquítico y sonriente de la mesa de al lado dejó de sonreír. Se puso colorado, notó un calor quemándole las orejas y los ojos empezaron a escocerle. Agachó la vista para no enterarse de que todo el Café lo estaba mirando; él, por lo menos, se imaginaba que todo el Café le estaba mirando.

Mientras don Pablo, que es un miserable que ve las cosas al revés, sonríe contando lo de Madame Pimentón, la señorita Elvira deja caer la colilla y la pisa. La señorita Elvira, de cuando en cuando, tiene gestos de verdadera princesa.

—¿Qué daño le hacía a usted el gatito? ¡Michino, michino, toma, toma...!

Don Pablo mira a la señora.

—¡Hay que ver qué inteligentes son los gatos! Discurren mejor que algunas personas. Son unos animalitos que lo entienden todo. ¡Michino, michino, toma, toma...!

El gato se aleja sin volver la cabeza y se mete en la cocina.

—Yo tengo un amigo, hombre adinerado y de gran influencia, no se vaya usted a creer que es un pelado, que tiene un gato persa que atiende por Sultán, que es un prodigio.

—¿Sí?

—¡Ya lo creo! Le dice: "Sultán, ven", y el gato viene moviendo su rabo hermoso, que parece un plumero. Le dice: "Sultán, vete", y allá se va Sultán como un caballero muy digno. Tiene unos andares muy vistosos y un pelo que parece seda. No creo yo que haya muchos gatos como ése; ése, entre los gatos, es algo asi como el duque de Alba entre las personas. Mi amigo lo quiere como a un hijo. Claro que también es verdad que es un gato que se hace querer.

Don Pablo pasea su mirada por el Café. Hay un momento que tropieza con la de la señorita Elvira. Don Pablo pestañea y vuelve la cabeza.

—Y lo cariñosos que son los gatos. ¿Usted se ha fijado en lo cariñosos que son? Cuando cogen cariño a una persona ya no se lo pierden en toda la vida.

Don Pablo carraspea un poco y pone la voz grave, importante:

—¡Ejemplo deberían tomar muchos seres humanos!

—Verdaderamente.

Don Pablo respira con profundidad. Está satisfecho. La verdad es que eso de "ejemplo deberían tomar, etc." algo que le ha salido bordado.

Pepe, el camarero, se vuelve a su rincón sin decir ni palabra. Al llegar a sus dominios, apoya una mano sobre el respaldo de una silla y se mira, como si mirase algo muy raro muy extraño, en los espejos. Se ve de frente, en el de más cerca; de espalda, en el del fondo; de perfil, en los de las esquinas.

—A esta tia bruja lo que le vendría de primera es que la abrieran en canal un buen día. ¡Cerda! ¡Tía zorra!

Pepe es un hombre a quien las cosas se le pasan pronto; le basta con decir por lo bajo una frasecita que no se hubiera atrevido jamás a decir en voz alta.

—¡Usurera! ¡Guarra! ¡Que te comes el pan de los pobres!

A Pepe le gusta mucho decir frases lapidarias en los momentos del mal humor. Después se va distrayendo poco a poco y acaba por olvidarse de todo.

Dos niños de cuatro o cinco años juegan aburridamente, sin ningún entusiasmo, al tren por entre las mesas. Cuando van hacia el fondo, va uno haciendo de máquina y otro dé vagón. Cuando vuelven hacia la puerta, cambian. Nadie les hace caso, pero ellos siguen impasibles, desganados, andando para arriba y para abajo con una seriedad tremenda. Son dos niños ordenancistas, consecuentes, dos niños que juegan al tren, aunque se aburren como ostras, porque se han propuesto divertirse y, para divertirse, se han propuesto, pase lo que pase, jugar al tren durante toda la tarde. Si ellos no lo consiguen, ¿qué culpa tienen? Ellos hacen todo lo posible. Pepe los mira y les dice:

—Que os vais a ir a caer...

Pepe habla el castellano, aunque lleva ya casi medio siglo en Castilla, traduciendo directamente del gallego. Los niños le contestan "no, señor", y siguen jugando al tren sin fe, sin esperanza, incluso sin caridad, como cumpliendo un penoso deber.

Doña Rosa se mete en la cocina.

—¿Cuántas onzas echaste, Gabriel?

—Dos, señorita.

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