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Authors: Camilo José Cela

La Colmena (7 page)

BOOK: La Colmena
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Don Jaime Arce ya no piensa ni en los espejos, ni en las viejas pudibundas, ni en los tuberculosos que albergará el Café (un 10% aproximadamente), ni en los afiladores de lápices, ni en la circulación de la sangre. A don Jaime Arce, a última hora de la tarde, le invade un sopor que le atonta.

¾¿Cuántas son siete por cuatro? Veintiocho. ¿Y seis por nueve? Cincuenta y cuatro. ¿Y el cuadrado de nueve? Cincuenta y uno. ¿Dónde nace el Ebro? En Reinosa, provincia de Santander. Bien.

Don Jaime Arce sonríe; está satisfecho de su repaso, y. mientras deslia unas colillas, repite por lo bajo:

—Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, Turismundo... ¿A que esto no lo sabe ese imbécil?

Ese imbécil es el joven poeta que sale, blanco como la cal, de su cura de reposo en el retrete.

—Deshilvanando, en aguas, el estio...

Enlutada, nadie sabe por qué, desde que casi era un niña, hace ya muchos años, y sucia y llena de brillantes que va len un dineral, doña Rosa engorda y engorda todos los años un poco, casi tan de prisa como amontona los cuartos.

La mujer es riquísima; la casa donde está el Café es suya, y en las calles de Apodaca, de Churruca, de Campoa mor, de Fuencarral, docenas de vecinos tiemblan como muchachos de la escuela todos los primeros de mes.

—En cuanto una se confia —suele decir—, ya están abusando. Son unos golfos, unos verdaderos golfos. ¡Si no hu biera jueces honrados, no sé lo que sería de una!

Doña Rosa tiene sus ideas propias sobre la honradez.

—Las cuentas claras, hijito, las cuentas claras, que son una cosa muy seria.

Jamás perdonó un real a nadie y jamás permitió que le pagaran a plazos.

—¿Para qué están los desahucios —decía—, para que no se cumpla la ley? Lo que a mi se me ocurre es que si hay una ley es para que la respete todo el mundo; yo la primera. Lo otro es la revolución.

Doña Rosa es accionista de un Banco donde trae dé ca beza a todo el Consejo y, según dicen por el barrio, guarda baúles enteros de oro tan bien escondidos que no se lo en contraron ni durante la Guerra Civil.

El limpia acabó de limpiarle los zapatos a don Leonardo.

¾Servidor.

Don Leonardo mira para los zapatos y le da un pitillo de noventa.

¾Muchas gracias.

Don Leonardo no paga el servicio, no lo paga nunca. Se deja limpiar los zapatos a cambio de un gesto. Don Leonardo es lo bastante ruin para levantar oleadas de admiración entre los imbéciles. El limpia, cada vez que da brillo a los zapatos de don Leonardo, se acuerda de sus seis mil duros. En el fondo está encantado de haber podido sacar de un apuro a don Leonardo; por fuera le escuece un poco, casi nada.

¾Los señores son los señores, está más claro que el agua. Ahora anda todo un poco revuelto, pero al que es señor desde la cuna se le nota en seguida. Si Segundo Segura, el limpia, fuese culto, sería, sin duda, lector de Vázquez Mella.

Alfonsito, el niño de los recados, vuelve de la calle con el periódico.

¾Oye, rico, ¿dónde has ido por el papel?

Alfonsito es un niño canijo, de doce o trece años, que tiene el pelo rubio y tose constantemente. Su padre, que era periodista, murió dos años atrás en el Hospital del Rey. Su madre, que de soltera fue una señorita llena de remilgos, fregaba unos despachos de la Gran Via y comía en Auxilio Social.

¾Es que había cola, señorita.

¾Si, cola; lo que pasa es que ahora la gente se pone a hacer cola para las noticias, como si no hubiera otra cosa más importante que hacer. ¾Anda, ¡trae acá!

—Informaciones se acabó, señorita; le traigo Madrid.

—Es igual. ¡Para lo que se saca en limpio! ¿Usted entiende algo de eso de tanto Gobierno como anda suelto por el mundo, Seoane?

—¡Psché!

—No, hombre, no; no hace falta que disimule; no hable si no quiere. ¡Caray con tanto misterio!

Seoane sonríe, con su cara amarga de enfermo del estómago, y calla. ¿Para qué hablar?

—Lo que pasa aquí, con tanto silencio y tanto sonreír, ya lo sé yo, pero que muy bien. ¿No se quieren convencer? ¡Allá ustedes! Lo que les digo es que los hechos cantan, ¡vaya si cantan!

Alfonsito reparte Madrid por algunas mesas.

Don Pablo saca las perras.

—¿Hay algo?

—No sé, ahí verá.

Don Pablo extiende el periódico sobre la mesa y lee los titulares. Por, encima de su hombro, Pepe procura ente rarse.

La señorita Elvira hace una seña al chico.

—Déjame el de la casa, cuando acabe doña Rosa.

Doña Matilde, que charla con el cerillero mientras su amiga doña Asunción está en el lavabo, comenta despreciativa:

—Yo no sé para qué querrán enterarse tanto de todo lo que pasa. ¡Mientras aquí estemos tranquilos! ¿No le parece?

—Eso digo yo.

Doña Rosa lee las noticias de la guerra.

—Mucho recular me parece ése... Pero, en fin, ¡si al final lo arreglan! ¿Usted cree que al final lo arreglarán, Macario?

El pianista pone cara de duda.

¾No sé, puede ser que sí. ¡Si inventan algo que resulte bien!

Doña Rosa mira fijamente para el teclado del piano. Tiene el aire triste y distraído y habla como consigo misma, iguall que si pensara en alto.

¾Lo que hay es que los alemanes, que son unos caballeros corno Dios manda, se fiaron demasiado de los italianos, que tienen más miedo que ovejas. ¡No es más!

Suena la voz opaca, y los ojos, detrás de los lentes, parecen velados y casi soñadores.

¾Si yo hubiera visto a Hitler, le hubiera dicho: "¡No se fíe, no sea usted bobo, que ésos tienen un miedo que ni ven!"

Doña Rosa suspiró ligeramente.

¾¡Que tonta soy! Delante de Hitler, no me hubiera atrevido ni a levantar la voz...

A doña Rosa le preocupa la suerte de las armas alemanas. Lee con toda atención, día a día, el parte del Cuartel General del Führer, y relaciona, por una serie de vagos presentimientos que no se atreve a intentar ver claros, el destino de la Wehrmacht con el destino de su Café. Vega compra el periódico. Su vecino le pregunta:

¾¿Buenas noticias? Vega es un ecléctico.

¾Según para quién.

El echador sigue diciendo "¡Voy!" y arrastrando los pies por el suelo del Café.

¾Delante de Hitler me quedaría más azorada que una mona; debe ser un hombre que azora mucho; tiene una mirada como un tigre.

Doña Rosa vuelve a suspirar. El pecho tremendo le tapa el cuello durante unos instantes.

¾Ese y el Papa, yo creo que son los dos que azoran más.

Doña Rosa dio un golpecito con los dedos sobre la tapa del piano.

—Y después de todo, él sabrá lo que se hace; para eso tiene a los generales.

Doña Rosa está un momento en silencio y cambia la voz:

—¡Bueno!

Levanta la cabeza y mira para Seoane:

—¿Cómo sigue su señora de sus cosas? Va tirando; hoy parece que está un poco mejor.

—Pobre Sonsoles; ¡con lo buena que es! Sí, la verdad es que está pasando una mala temporada.

—¿Le dio usted las gotas que le dijo don Francisco?

—Si, ya las ha tomado. Lo malo es que nada le queda dentro del cuerpo; todo lo devuelve.

—¡Vaya por Dios!

Macario teclea suave y Seoane coge el violín.

—¿Qué va?

—"La verbena", ¿le parece?

—Venga.

Doña Rosa se separa de la tarima de los músicos míen tras el violinista y el pianista, con resignado gesto de colegiales, rompen el tumulto del Café con los viejos compases, tantas veces —¡ay, Dios!— repetidos y repetidos.

¿Dónde vas con mantón de Manila,

dónde vas con vestido chiné?

Tocan sin papel. No hace falta.

Macario, como un autómata, piensa:

"Y entonces le diré: —Mira, hija, no hay nada que hacer: con un durito por las tardes y otro por las noches, y dos, cafes, tú dirás—. Ella, seguramente, me contestará: —No seas tonto, ya verás; con tus dos duros y alguna clase que me salga...—. Matilde, bien mirado, es un ángel; es igual que un ángel."

Macario, por dentro, sonríe; por fuera, casi, casi. Macaririo es un sentimental mal alimentado que acaba, por aquellos días, de cumplir los cuarenta y tres años. Seoane mira vagamente para los clientes del Café, y no piensa en nada. Seoane es un hombre que prefiere no pensar; lo que quiere es que el dia pase corriendo, lo más deprisa posible, y a otra cosa.

Suenan las nueve y media en el viejo reló de breves numneritos que brillan como si fueran de oro. El reló es un mueble casi suntuoso que se habia traído de la Exposición de París un marquesito tarambana y sin blanca que anduvo cortejando a doña Rosa, allá por el 905. El marquesito, que se llamaba Santiago y era Grande de España, murió tísico en El Escorial, muy joven todavía, y el reló quedó posado sobre el mostrador del Café, como para servir de recuerdo de unas horas que pasaron sin traer el hombre para doña Rosa y el comer caliente todos los dias, para el muerto. ¡La vida!.

Al otro extremo del local, doña Rosa riñe con grandes aspavientos a un camarero. Por los espejos, como a traición, los otros camareros miran la escena, casi despreocupados.

El Café, antes de media hora, quedará vacio. Igual que un hombre al que se le hubiera borrado de repente la memoria.

2

—Ande, largo.

—Adiós, muchas gracias; es usted muy amable.

—Nada. Vayase por ahi. Aqui no lo queremos ver más.

El camarero procura poner voz seria, voz de respeto. Tiene un marcado deje gallego que quita violencia, autoridad, a sus palabras, que tiñe de dulzor su seriedad. A los hombres blandos, cuando desde fuera se les empuja a la acritud, les tiembla un poquito el labio de arriba; parece como si se lo rozara una mosca invisible.

—Si quiere, le dejo el libro.

—No; lléveselo.

Martín Marco, paliducho, desmedrado, con el pantalón desflecado y la americana raída, se despide del camarero llevándose la mano al ala de su triste y mugriento sombrero gris.

—Adiós, muchas gracias; es usted muy amable.

—Nada. Vayase por ahí. Aquí no vuelva a arrimar. Martin Marco mira para el camarero; quisiera decir algo hermoso.

—En mí tiene usted un amigo.

—Bueno.

—Yo sabré corresponder.

Martín Marco se sujeta sus gafas de cerquillo de alambre y rompe a andar. A su lado pasa una muchacha que le resulta una cara conocida.

—Adiós.

La chica lo mira durante un segundo y sigue su camino. Es jovencita y muy mona. No va bien vestida. Debe de ser una sombrerera; las sombrereras tienen todas un aire casi distinguido; así como las buenas amas de cría son pasiegas y las buenas cocineras, vizcaínas, las buenas queridas, las que se pueden vestir bien y llevarlas a cualquier lado, suelen ser sombrereras.

Martín Marco tira lentamente por el bulevar abajo, camino de Santa Bárbara.

El camarero se para un instante en la acera, antes de empujar la puerta.

—¡Va sin un real!

Las gentes pasan apresuradas, bien envueltas en sus gabanes, huyendo del frío.

Martín Marco, el hombre que no ha pagado el café y que mira la ciudad como un niño enfermo y acosado, mete las manos en los bolsillos del pantalón.

Las luces de la plaza brillan con un resplandor hiriente, casi inofensivo.

Don Roberto González, levantando la cabeza del grueso libro de contabilidad, habla con el patrón.

—¿Le sería a usted igual darme tres duros á cuenta? Mañana es el cumpleaños de mi mujer.

El patrón es un hombre de buena sangre, un hombre honrado que hace sus estraperlos, como cada hijo de vecino, pero que no tiene hiél en el cuerpo.

—Si, hombre. A mí, ¿qué más me da?

—Muchas gracias, señor Ramón.

El panadero saca del bolsillo una gruesa cartera de piel de becerro y le da cinco duros a don Roberto.

—Estoy muy contento con usted, González; las cuentas de la tahona marchan muy bien. Con esos dos duros de más, les compra usted unas porquerías a los niños.

El señor Ramón se queda un momento callado. Se rasca la cabeza y baja la voz.

—No le diga nada a la Paulina.

—Descuide.

El señor Ramón se mira la puntera de las botas.

—No es por nada, ¿sabe? Yo sé que es usted un hombre discreto que no se va de la lengua, pero a lo mejor, por un casual, se le escapaba a usted algo y ya teníamos monserga para quince días. Aquí mando yo, como usted sabe, pero las mujeres ya las conoce usted...

—Descuide, y muchas gracias. No hablaré, por la cuenta que me trae.

Don Roberto baja la voz.

—Muchas gracias...

—No hay que darlas; lo que yo quiero es que usted trabaje a gusto.

A don Roberto, las palabras del panadero le llegan al alma. Si el panadero prodigase sus frases amables, don Roberto le llevaría las cuentas gratis.

El señor Ramón anda por los cincuenta o cincuenta y dos años y es un hombre fornido, bigotudo, colorado, un hombre sano, por fuera y por dentro, que lleva una vida honesta de viejo menestral, levantándose al alba, bebiendo vino tinto y tirando pellizcos en el lomo a las criadas de servir. Cuando llegó a Madrid, a principios de siglo, traía las botas al hombro para no estropearlas.

Su biografía es una biografía de cinco líneas. Llegó a la capital a los ocho o diez años, se colocó en una tahona y estuvo ahorrando hasta los veintiuno, que fue al servicio. Desde que llegó a la ciudad hasta que se fue quinto no gastó ni un céntimo, lo guardó todo. Comió pan y bebió agua, durmió debajo del mostrador y no conoció mujer. Cuando se fue a servir al Rey dejó sus cuartos en la Caja Postal y, cuando lo licenciaron, retiró su dinero y se compró una panadería; en doce años había ahorrado veinticuatro mil reales, todo lo que ganó: algo más de una peseta diaria, unos tiempos con otros. En el servicio aprendió a leer, a escribir y a sumar, y perdió la inocencia. Abrió la tahona, se casó, tuvo doce hijos, compró un calendario y se sentó a ver pasar el tiempo. Los patriarcas antiguos debieron ser bastante parecidos al señor Ramón.

El camarero entra en el Café. Se siente, de golpe, calor en la cara; dan ganas de toser, más bien bajo, como para arrancar esa flema que posó en la garganta el frío de la calle. Después parece hasta que se habla mejor. Al entrar notó que le dolían un poco las sienes; notó también, o se lo figuró, que a doña Rosa le temblaba un destellito de lascivia en el bigote.

—Oye, ven acá.

El camarero se le acercó.

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