La casa del alfabeto (56 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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Suchen Sieetwas?
—dijo, deteniéndose a un par de pasos de él. Carraspeó.

—¡Perdone!

Bryan había pronunciado las palabras mecánicamente. El anciano era el mismo hombre que había visto junto a Kröner en el Kuranstalt St. Úrsula; el hombre que luego había seguido; era el hombre que vivía en la casa descascarillada de Luisenstrasse. El anciano se sorprendió levemente al oír el idioma extranjero, pero se apresuró a cambiar al inglés con una sonrisa en los labios, como si fuera la cosa más normal del mundo.

—Le he preguntado si busca a alguien.

—¡Pues sí, así es! —dijo Bryan mirándolo directamente a los ojos—. Estoy buscando a Herr Hans Schmidt.

—¡Vaya! Me gustaría poder ayudarlo, ¿Herr...?

—Bryan Underwood Scott.

Bryan aceptó la mano que le tendió el anciano y tomó nota de su piel fina y helada.

—Sí, lo siento, pero estará fuera un par de días con su familia, Herr Scott. Acabo de regarles las plantas. También hay que hacerlo, ¿no es así?

El anciano le sonrió y le guiñó el ojo, amablemente y mostrándose ligeramente familiar.

—A lo mejor puedo ayudarlo yo...

Tras la máscara de barba blanca se escondía un rostro que agitó el subconsciente de Bryan. La voz le resultaba extraña y desconocida, pero los rasgos de su rostro despertaban en él un desasosiego y unos sentimientos que no supo decir de dónde provenían.


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no sé! —dijo Bryan, vacilante, No volvería a tener una oportunidad como aquélla—. En realidad, no quería hablar con Herr Schmidt, aunque sin duda sería muy interesante, sino con uno de sus conocidos.

—¡Vaya! Pero aun así es posible que pueda serle útil. La verdad es que no hay nadie en el círculo de amistades de Hans Schmidt que no conozca yo tan bien como él. Sin ánimo de entrometerme, ¿a quién busca?

—A un viejo amigo común. No creo que lo conozca. ¡Se llama Gerhart Peuckert!

El viejo lo miró por un momento, como queriendo examinarlo. Entonces apretó los labios y, pensativo, entrecerró los ojos.

—Pues sí —respondió finalmente frunciendo el ceño—. Creo que recuerdo a ese hombre. Estaba enfermo, ¿no es así?

Bryan no se esperaba aquel giro en la conversación. Miró al viejo y se quedó sin habla un instante.

—Sí, supongo que sí —consiguió balbucear.

—Creo que lo recuerdo. Incluso me parece que hace muy poco que oí hablar de él a Hans. ¿Puede ser?

—¡No lo sé!

—¿Sabe qué le digo? Puedo averiguarlo. Mi mujer tiene una memoria extraordinaria. Sin duda podrá ayudarnos. ¿Tiene mucha prisa? ¿Vive en la ciudad?

-¡Sí!

—Pues siendo así, ¿a lo mejor le apetece cenar con nosotros? ¿Qué le parece a las ocho y media? ¿Le iría bien? Hasta entonces, intentaremos averiguar dónde puede estar este tal Gerhart Peuckert. ¿Qué me dice?

—¡Me parece fantástico!

La cabeza le daba vueltas al ver la ocasión que de pronto le brindaba el destino. La mirada del anciano era dulce.

—¡Desde luego no puedo negarme ante tal invitación! Es muy amable por su parte.

—Bueno, pues quedamos así. En casa. —El anciano sacudió la cabeza—. Como podrá entender, será una cena sencilla. Somos gente muy mayor, mi esposa y yo, Pero no se preocupe, usted venga a casa hacia las ocho y media y ya nos apañaremos. Vivimos en Lángenhardstrasse, 14. No le resultará difícil encontrar la calle. Le recomiendo que atraviese el parque de la ciudad. ¿Conoce el parque, Herr Scott?

Bryan tenía la boca pastosa y tuvo que tragar saliva. Sabía que el viejo vivía en Luisenstrasse; acababa de darle otra dirección. Bryan intentó sonreír evitando mirar al viejo a los ojos. Le resultaba desagradable enfrentarse a una mentira, precisamente cuando la esperanza empezaba a abrirse camino, y notó una picazón en los ojos. Su estómago se encogió. De pronto le sobrevino una necesidad irreprimible de ir al baño.

—¡Sí, de acuerdo! Quedamos así.

—Así, es imposible que se equivoque. Tome Leopoldring y cruce el parque de la ciudad por detrás del lago, así saldrá a Mozartstrasse. Siga por esa calle hasta cruzar dos calles y doble entonces a la derecha, y estará en Lángenhardstrasse. Recuerde, el número 14. Pone Wunderlich en la puerta.

El anciano sonrió y volvió a tenderle la mano. Antes de que hubiera doblado la esquina y desapareciera, tuvo tiempo de darse la vuelta y de decirle adiós con la mano varias veces.

CAPÍTULO 50

«Una misión delicada», pensó Kröner. La posibilidad de quitar de en medio a Petra había estado presente durante muchísimos años y ahora resultaba incluso doloroso pensar en ello.

Era un engorro. En ese momento, ni siquiera sabía dónde es-taba.

El problema principal era que era sábado. Eso quería decir que no había nadie en las oficinas con quien consultarlo. Las veces que había llamado a los teléfonos privados de los encargado! se había encontrado con que todos estaban fuera haciendo recados. En pocas palabras, no conseguiría ninguna respuesta • sus preguntas.

¿Dónde estaba Petra Wagner?

Y aunque hubiera sido un día laboral normal, ¿en quién podría haber confiado? Llegaría un momento en que alguien se sorprendería por su curiosidad, sobre todo teniendo en cuenta que, después de sus pesquisas, la mujer habría desaparecido de la faz de la tierra.

Lo que más le apetecía era dar media vuelta y dirigirse al Titisee, donde su mujer y su niño seguramente ya se habían comido unos cuantos pasteles de salvia en el hotel Schwarzwald. Estrujó el volante mientras se acercaba al semáforo. A su derecha, el tentador camino que llevaba hacia los barrios residenciales; a su izquierda, el camino que lo llevaría a su destino. Cuando el semáforo se puso verde, dio gas y giró a la izquierda, pasando por delante de los bloques de pisos que precedían al edificio al que pertenecía el pequeño piso de Petra Wagner.

El bloque estaba tan desierto como la calle. Ni el portal ni la puerta principal del piso le supusieron demasiados problemas. Un leve aunque decidido empujón con todo el cuerpo en el lugar indicado solía ser suficiente para abrir la mayoría de las puertas antiguas.

Los diarios estaban esparcidos por el suelo del zaguán. Hacía varias horas que el piso estaba vacío.

Era la primera vez que Kröner entraba en aquel piso. El olor dulzón y pesado de una mujer de mediana edad pendía en el aire de ambas estancias. El piso estaba recogido y resultaba triste.

Salvo uno, los cajones del escritorio no estaban cerrados con llave y estaban extrañamente vacíos. Algunas carpetas que sobresalían en el estante inferior de la estantería llamaron la atención de Kröner, hasta que descubrió que contenían recetas de cocina. Kröner dejó las recetas esparcidas por el suelo. A media altura, Petra había sacado uno de los estantes para dejar sitio a toda una galería de personajes encuadrados en marcos cincelados; probablemente, retratos del círculo de amigos y familiares más cercanos. En el marco que ocupaba el centro del estante había una foto de una Petra más joven y vestida de uniforme, una camisa de rayas azules y blancas y anticuadas y una falda blanca con peto y tirantes. Petra sonreía con más naturalidad de la que Kröner estaba acostumbrado a apreciar en ella. Gerhart Peuckert estaba sentado en una silla delante de la mujer, mirando a la cámara con una sonrisa tan ligera y volátil que casi parecía retocada.

En la habitación contigua la cama estaba sin hacer. La ropa interior y las prendas del día anterior estaban tiradas de cualquier manera sobre el tocador. Había otra hilera de fotos colgada a la cabecera de la cama. Ninguna de las personas retratadas en ellas tenía que ver con la faceta de la vida de Petra que Kröner conocía.

Volvió a echar un vistazo al cajón cerrado con llave, se metió la mano en el bolsillo y sacó una navaja. Una punzada rápida y seca directamente al pestillo, seguida por un giro rápido fueron suficientes para abrir el cajón.

En su interior aparecieron más fotos de ella y Gerhart. Kröner sacó cuidadosamente el montón de fotos y las depositó boca abajo sobre la mesa. Los documentos no tenían más de un par de años de antigüedad. Los ahorros de Petra Wagner y diversos souvenirs de tierras lejanas daban testimonio de la humildad y la falta de fantasía de Petra. Por lo visto, no le había sacado demasiado rendimiento a) dinero que se habían comprometido a adelantarle.

Kröner devolvió los papeles a su sitio, cerró el cajón y sacó la navaja de la cerradura lentamente hasta que oyó un clic. Luego sacó la papelera de debajo de la mesa, la revolvió, separó papel de embalaje, papeles y catálogos publicitarios, volvió a juntarlo todo en un montón y lo metió de nuevo en la papelera. Al volver a colocar el cesto de mimbre debajo de la mesa, su mirada tropezó con las recetas de cocina que seguían esparcidas por el suelo. Suspiró, se arrodilló y juntó las hojas en un montón. Cuando se disponía a meterlas en el libro, una esquina amarillenta de una hoja de papel le llamó la atención. Era evidente que no tenía nada que ver con las recetas.

Incluso antes de desdoblar la hoja, supo que por fin Petra había perdido el control sobre su vida y la de Gerhart. Leyó rápidamente el texto escrito en aquella hoja que recordaba palabra por palabra, a pesar de que hacía toda una vida que la había visto por primera vez. Aquel pedazo de papel insignificante había infectado la mayor parte de su vida adulta y las de los demás.

Kröner sonrió levemente y volvió a doblar la hoja, se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta y se quedó mirando fijamente el disco del teléfono antes de descolgar el auricular. Pasó al menos un minuto hasta que la voz jadeante de una mujer respondió:

—¡Buenas tardes, Frau Billinger, soy Hans Schmidt!

Volvió a cerrar la navaja con una mano y se la metió en el bolsillo.

—¿Podría decirme si Petra Wagner ha aparecido por el sanatorio hoy? —preguntó.

Frau Billinger era una de las enfermeras que llevaba más tiempo en el Kuranstalt St. Úrsula. Cuando no estaba en su despacho, solía ser porque había bajado a la cocina a hacerse un té de menta y se lo había llevado al salón del ala A. El televisor de aquella sala era el más nuevo y, además, las sillas llevaban fundas de plástico que evitaban que la tapicería oliera a orina. Cuando se sentaba en una de aquellas sillas y se dejaba llevar por una teleserie, solía olvidarse de que tenía una casa que la esperaba.

—¿Petra Wagner? No, pero ¿por qué iba a estar aquí? Por lo que yo sé, se han llevado a Erich Blumenfeld a casa de Hermann Mullen ¿No es así?

—Sí, pero Petra Wagner no lo sabe.

—¡Vaya!

Kröner se imaginaba su rostro meditabundo y brillante.

—Entonces es un poco raro, ¿no le parece? Son más de las seis. ¡Debería estar aquí ya! Pero ¿por qué me lo pregunta? ¿Ha pasado algo?

—No, desde luego que no. Sólo es que tengo una propuesta que hacerle.

—¿Una propuesta? ¿Qué tipo de propuesta, Herr Schmidt? Si cree que podrá convencerla para que trabaje aquí, se equivoca. Le pagan mucho mejor donde está.

—Sin duda, Frau Billinger, sin duda. ¿De todos modos, sería tan amable de pedirle que me llame a casa en cuanto aparezca? Se lo agradecería mucho.

El silencio al otro lado de la línea solía significar que Frau Billinger estaba de acuerdo.

—¡Y una cosa más, antes de que se me olvide, Frau Billinger! Nos gustaría que no volviera a marcharse cuando descubra que Erich Blumenfeld está de fin de semana. Envíe a uno de los enfermeros a por pasteles. No se preocupe, ¡pago yo! Sírvale una taza de té y, mientras tanto, nosotros nos acercaremos al sanatorio. ¡Pero acuérdese sobre todo de llamarnos en cuanto llegue!

—¡Uhhh!

La alegría de Frau Billinger era casi visible a través del auricular.

—¡Qué interesante! ¡Me encantan los pasteles y los secretos!

CAPÍTULO 51

La conversación, si se le podía llamar así, había tenido lugar a toda prisa. Gerhart alzó la cabeza cautelosamente, dejó de contar y miró a Andrea. La mujer estaba en mitad de la sala con el rostro desencajado. Era evidente que se había visto sorprendida por los acontecimientos, algo que ocurría muy raras veces. De joven habría estado más alerta. Maldecía en voz alta. Gerhart reculó en el asiento.

Alguien tendría que pagar por ello.

—¡Bruja asquerosa! —espetó.

Por un instante, las dos hojas de la puerta la ocultaron.

—¡Pequeña bruja asquerosa! —volvió a gritar.

Luego se hizo el silencio y Gerhart retomó el recuento de los rosetones del techo. Poco después volvió a aparecer la mujer en el salón arrastrando las zapatillas y se llevó a Gerhart del brazo a la cocina.

Una vez allí, Gerhart se quedó callado bajo la luz del fluorescente, escuchando sus lamentos balbuceantes hasta que volvió su marido. Gerhart desenfocó la mirada. Intentó que las palabras lo atravesaran sin registrarlas.

—¡Lo he visto! ¡He visto a Arno von der Leyen! —casi gritó Stich—. Ha sido fantástico. Me habló en inglés, tal como dijo Lankau que haría. ¡Increíble! ¡Estuve a punto de morirme cuando, tal como Kröner había dicho, se presentó como Bryan Underwood Scott! Eso ni siquiera lo sabe Lankau. ¡Vaya nombre!

Stich intentó reírse, pero tuvo que desistir y carraspeó.

—¡Menudo idiota! No se conforma con menos. ¡Bryan Underwood Scott! ¡Venga ya!

De pronto, Stich se calló y prosiguió en un tono apenas audible que acompañó con una mímica suave.

—Hablamos un rato.
«Excuse me»,
dijo sin saber quién era yo.

Stich pellizcó suavemente la mejilla de su esposa.

—¡No sabía quién soy, Andrea! ¡Gracias a Dios que te preocupaste de cambiarme la cara! ¡Ohh, tendrías que haberlo oído!

El anciano se sentó pesadamente, volvió a carraspear y resopló tras los esfuerzos, la emoción, el paseo apresurado de vuelta al piso y la escalera.

—Me he citado con él dentro de apenas un par de horas, Andrea.

Stich sonrió a su esposa.

—¡Cree que va a cenar en casa! Nos íbamos a encontrar a las ocho y media, en Langenhardstrasse, 14. ¡Dios sabe quién vivirá en esa casa!

El viejo se rió y se quitó una bota.

—Tampoco él lo sabrá nunca. De eso nos encargaremos nosotros, ¿verdad, Andrea? Le aconsejé que atajara por el parque de la ciudad.

—¡Ha llamado!

Andrea lo dijo en un tono prudente y reculó, de modo que Gerhart Peuckert hiciera de barrera entre ella y su marido. Peter Stich soltó la otra bota y la miró fijamente.

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