El odio entre el viejo y Gerhart Peuckert se encendió silenciosamente. Haciendo caso omiso a lo que acababa de ocurrir, Stich agarró a Gerhart por el cuello con unas manos esqueléticas. A pesar de los años de inmovilidad, su víctima consiguió zafarse de sus manos y, con un ímpetu que normalmente sólo se da si se dispone de una herramienta, Peuckert le propinó tal golpe que hizo crujir la mandíbula de Stich.
A partir de entonces, el viejo dejó de resistirse.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Stich entrecortadamente cuando Peuckert lo sentó en una silla de un empujón. Era evidente que el cinturón que apresaba sus muñecas le provocaba dolor—. ¿Qué es lo que esperas conseguir?
Peuckert se llevó la mano al líquido diáfano que salía de su nariz, volvió la cabeza con la mirada fija en el techo y dejó que Stich carraspeara hasta recobrar la serenidad. Stich se lo quedó mirando un buen rato. Cuando Stich se disponía a dirigirle la palabra de nuevo, Gerhart se inclinó y recogió la pistola del suelo.
Gerhart suspiró. Aunque lo intentó, no salió ni una sola palabra de entre sus labios. Habría deseado pedirle al viejo que repitiera el nombre que había pronunciado instantes antes. No el de Arno von der Leyen, sino el otro; el que había provocado la risa de Stich.
Y, sin embargo, el nombre le vino por sí solo: Bryan Underwood Scott.
Gerhart se puso en pie y, sin que mediara palabra entre ellos, golpeó a Stich con la culata de la pistola con tal fuerza que el viejo cayó redondo al suelo. Entonces volvió a sentarse e intentó volver a contar los rosetones del techo. Por cada intento volvía a resonar aquel nombre, cada vez con mayor intensidad. Finalmente bajó la mirada y se quedó pensativo durante un rato. Luego se dirigió a la cocina y abrió algunos cajones. Cuando encontró lo que buscaba, apagó la luz de la cocina y se dirigió a trancos hasta el fondo del pasillo. Una vez allí, abrió un armario estrecho e hizo una bola con el papel de aluminio que acababa de sacar del cajón.
Sacó un fusible de la caja de fusibles, evaluó la dirección de la electricidad, apagó el interruptor principal y lo volvió a encender, después de colocar la bola de papel de aluminio en el lugar del fusible que acababa de retirar.
El viejo seguía echado en el suelo cuando Gerhart arrancó el cable que conducía la electricidad a la bombilla del escritorio. Acto seguido lo peló y separó los dos cables desnudos que lo constituían volviendo a conectar el enchufe en la toma de corriente. El viejo gimió quedamente cuando Gerhart volvió a sentarlo en la silla. Se miraron a los ojos durante un buen rato. Los ojos de Stich estaban tan rojos como cuando, en el lazareto, se había quedado con los ojos abiertos debajo de la ducha.
Sin embargo, no expresaban miedo.
Peter Stich miró fijamente la pistola y luego desvió la mirada hacia el cable eléctrico que Gerhart sostenía en la mano. Sacudió la cabeza y desvió la mirada. Después de un par de golpes más en el pecho, estuvo demasiado débil para protestar. Gerhart lo obligó a coger un cabo del cable eléctrico en cada mano. La piel de las palmas de las manos era suave. Entonces acercó la punta del zapato al interruptor de baquelita de la pared, que chisporroteó silenciosamente cuando Gerhart lo accionó. En el mismo instante en que el viejo recibió la descarga eléctrica, los cables se le cayeron de la mano. Gerhart cortó la corriente, volvió a introducir los cabos en las manos de Stich y repitió la maniobra. Después de la quinta descarga, el viejo empezó a sufrir estertores para finalmente desplomarse inconsciente en el suelo respirando a duras penas.
El cinturón apenas había dejado marcas alrededor de sus muñecas. Gerhart lo retiró cuidadosamente y volvió a colocarlo alrededor de la cintura del viejo.
Detrás de Andrea, la alfombra se había subido por la pared cubriéndola prácticamente por completo. Las cortinas y algunas macetas habían caído encima de la alfombra y apenas asomaban los tobillos y los zapatos de Andrea. Siguió sin abrir la boca cuando Gerhart tiró de sus tobillos para acercarla a su marido. Entonces entrelazó los dedos de sus manos y los colocó uno al lado del otro, mejilla contra mejilla, como si se hubieran echado a descansar.
La saliva en la comisura de los labios de Stich estaba casi seca cuando Gerhart le abrió la boca e introdujo los cables en la cavidad bucal. Hecho esto, acarició el dorso de la mano y la mejilla de Andrea. Después de contemplar su rostro inexpresivo por última vez, accionó el interruptor. En el mismo segundo en que les alcanzó la ola de
shock,
Andrea abrió los ojos, transidos de terror. Las convulsiones que le produjo la corriente la llevaron a apretar la mano de su marido con mayor fuerza. Gerhart Peuckert estuvo contemplando los últimos espasmos de sus torturadores un rato más, hasta que empezó a apreciarse un leve olor a carne quemada. Se oyó un ligero sonido metálico proveniente de la cadena del reloj de Stich cuando cayó su mano. Las manecillas del reloj seguían perseverando en su movimiento. Eran las siete en punto de la tarde.
Gerhart se dirigió a la esquina de la estancia, donde se amontonaban las cortinas y la alfombra, y las dispuso como habían estado antes. Luego barrió la tierra que había quedado esparcida por el suelo debajo de la alfombra y colocó las macetas en su sitio, en la repisa de la ventana. Finalmente salió al pasillo, sacó la bola de papel de aluminio y volvió a enroscar el fusible en el lugar correspondiente. En el momento en que volvió a dar la luz, el fusible se fundió con un chasquido.
Una vez instalado en el salón oscuro, cuando la casa por fin quedó en silencio, rompió a llorar. Las impresiones de aquel día lo habían superado, eran demasiado grandes y variadas. Se había dejado llevar hasta tal extremo que la cercanía de los actos y de las palabras a punto habían estado de paralizarlo. Precisamente cuando los pensamientos volvían a dar vueltas en su cabeza con la aceleración de una fuerza centrífuga sonó el teléfono.
Gerhart descolgó el teléfono. ¡Era Kröner!
—¿Sí? —dijo, vacilante.
—¡Encontré tu documento, Peter! Ya no tienes nada que temer. ¡Estoy preparado! En cambio, no he tenido suerte a la hora de encontrar a Petra Wagner. No está en casa, y la he buscado por todas partes. Le he pedido a Frau Billinger que me llame en cuanto Petra aparezca por el sanatorio. ¡Estoy en casa ahora!
Gerhart respiró profundamente. Aún no había acabado. Entonces formó las palabras lentamente en la boca antes de pronunciarlas.
—Quédate dónde estás —dijo finalmente y colgó.
Pese a que lo que más le apetecía era librarse de sus frustraciones gritándolas a los cuatro vientos, Petra se contuvo. La mujer alta que estaba sentada a su lado había mantenido la calma, aunque estaba visiblemente afectada y pálida. La búsqueda que • habían realizado por Schlossberg no había dado resultado. Mientras escudriñaban la columnata con la esperanza de encontrar aunque sólo fuera una pequeña pista que pudiera decirles algo acerca del desenlace del encuentro de la tarde, se puso el sol lentamente. Petra se quedó un rato callada a la luz rojiza que realzaba los contrastes y los contornos de la ciudad, intentando comprender y sintetizar las impresiones que le habían traído las últimas horas pasadas.
—Si es verdad que su marido es inglés, ¿qué hacía en Friburgo durante la guerra? —preguntó finalmente.
—No sé mucho más que era piloto y que el avión en el que volaba junto con un amigo fue derribado sobre Alemania —respondió Laureen quedamente.
Así de sencillo y comprensible. De pronto, había tantas cosas que resultaban fáciles de explicar. A Petra, la cabeza empezó a darle vueltas. En ese momento, podría haber gritado. Las preguntas se agolpaban a la estela de aquella información. Preguntas del tipo que, de momento, deberían seguir incontestadas.
—¿Y ese amigo podría ser Gerhart Peuckert? —preguntó muy a pesar suyo.
Era ese tipo de preguntas. Sin embargo, Laureen se limitó a encogerse de hombros.
—¿Quién sabe? —respondió.
Por lo visto, tan sólo era capaz de pensar en su marido.
Petra alzó la vista hacia Schlossberg y vio una bandada de pájaros negros y robustos que intentaban aterrizar en el mismo árbol. En aquel instante, empezó a comprender la cruel verdad. Los tres hombres que durante todos aquellos años se habían dedicado a jugar con las vidas de Gerhart y de ella se interponían entre las dos mujeres y las respuestas que buscaban. El primer paso hacia la verdad supondría forzosamente tener que enfrentarse a ellos. Si alguna vez había albergado alguna duda, ésta había desaparecido por completo. El marido de Laureen corría un enorme peligro, si es que a estas alturas no había muerto ya. De momento, Petra tendría que guardar para sí este hecho. También por ello tenía ganas de gritar.
El conserje del hotel en el que se hospedaba Bryan se mostró someramente amable con ellas.
—No, el señor Scott no ha dejado el hotel todavía. ¡Estamos convencidos de que se quedará hasta mañana!
Cuando le hicieron la siguiente pregunta, el conserje buscó en su memoria, aunque en vano.
—Me parece recordar que el señor Scott lleva todo el día sin aparecer por aquí. Pero, si lo desean, puedo llamar a mi colega que tenía el turno anterior y preguntárselo —añadió, sin mostrar demasiado entusiasmo, aunque mantuvo el tono amable—. ¿Qué les parece a las señoras?
Petra sacudió la cabeza.
—¿Puedo llamar desde aquí? —preguntó siguiendo con la mirada el gesto indiferente que el conserje hizo en dirección al teléfono de monedas.
Tardaron un buen rato en coger el teléfono.
—Sanatorio de Santa Úrsula, Frau Billinger al habla.
—Buenas tardes, Frau Billinger, soy Petra Wagner.
—Sí, dígame —dijo con un tono expectante.
—Voy un poco retrasada hoy. Quizá Erich Blumenfeld esté un poco preocupado por mi tardanza, ¿está bien?
—Sí, por supuesto, ¿por qué no iba a estarlo? Bueno, si dejamos de lado que seguramente la echa de menos, estoy convencida de ello.
Frau Billinger sonaba extrañamente alegre. Más bien parecía que se hubiera bebido una botella de vino de Oporto que le había regalado un familiar agradecido.
—¿Y Erich no ha recibido ninguna visita hoy?
—¡No, que yo sepa!
—¿Hans Schmidt, Hermann Müller o Alex Faber no han pasado por allí todavía?
—No lo creo. No he estado aquí todo el día, pero no lo creo.
Petra vaciló un instante y prosiguió:
—¿Y tampoco lo ha visitado un señor inglés?
—¿Un señor inglés? No, de eso estoy segura. Pero sí es cierto que hemos recibido la visita de un señor que hablaba en inglés, ahora que lo menciona. Pero me parece que era una visita para Frau Rehmann, ¡y de eso hace ya unas horas!
—¿No se acordará por casualidad de su nombre, Frau Billinger?
—¡Por Dios, no! Ni siquiera recuerdo haber oído su nombre! Entonces, ¿cuándo piensa pasar por aquí, Fraülein Wagner?
—Pronto. Dígaselo a Erich, por favor.
De vez en cuando, tos tres hombres y Gerbart se veían los sábados. Y algunas veces cogían un coche y salían a dar una vuelta por los alrededores del sanatorio. A veces incluso habían viajado hasta Karlsruhe o hasta una de las aldeas de Kaiserstuhl, para tomar unas copas y cantar unos cuantos
Heder
en una taberna de la zona. Gerhart era capaz de estarse horas y horas callado, sin inmutarse lo más mínimo.
Petra se alegraba de que no fuera uno de esos sábados. Mientras Gerhart permaneciera en el sanatorio, ella podría concentrarse en ayudar a Laureen y tal vez, con ello, a sí misma.
—¿Qué le has preguntado, Petra? —exclamó Laureen, incluso antes de que Petra hubiera tenido tiempo de colgar el teléfono,
Petra la miró. Era la primera vez que se había dirigido a ella utilizando su nombre de pila. Le había sonado tan despreocupado. Sin embargo, Laureen estaba lejos de sentirse relajada, eso estaba claro.
—Simplemente he preguntado por Gerhart Peuckert. Está bien, pero me dijeron algo que no sé cómo interpretar.
—¿Y eso es...?
—Creo que tu marido estuvo en el sanatorio en algún momento del día.
—¡No lo entiendo! Si ya ha visto a Gerhart Peuckert, al que lleva buscando tanto tiempo, en ese sanatorio y Gerhart Peuckert sigue allí, ¿dónde está entonces mi marido, si no está allí?
—¡No lo sé, Laureen!
Petra tomó las manos de la mujer alta entre las suyas y les dio un apretón. Estaban frías.
—¿Estás segura de que tu marido no quiere hacerle daño a Gerhart?
—Sí —repuso Laureen, que apenas había prestado atención a la pregunta—. Dime, ¿no te parece que podríamos acercarnos a mi hotel un momento?
—¿Crees que tu marido podría estar allí?
—Ojalá fuera así. ¡Desgraciadamente, Bryan ni siquiera sabe que estoy en Friburgo! No, pero hay algo que ya no puedo seguir aplazando por más tiempo. ¡Maldita sea!
—¿Y eso es...?
—Tengo que cambiarme los zapatos. ¡Las ampollas en los pies me están matando!
Fue una Bridget extática y un poco ebria quien entretuvo a Petra en el vestíbulo del hotel Colombi mientras Laureen subía a la habitación para cambiarse de zapatos. Petra estaba inquieta y no dejaba de moverse y de consultar la hora en su reloj de pulsera. No sabía qué hacer con aquella mujer.
—No debería contar estas cosas cuando está presente mi cuñada —le dijo Bridget, algo abstraída, a Petra, mientras seguía con la mirada a Laureen, que acababa de salir del ascensor y se dirigía hacia la mesa donde ellas se encontraban. Laureen señaló su reloj y Petra asintió con la cabeza.
—Es un poco vergonzoso —prosiguió Bridget, impertérrita—, ¡pero los hombres de esta ciudad son maravillosos!
—¡Tienes razón! —dijo Laureen—. No deberías decir estas cosas mientras esté yo presente. Si tienes algún asunto entre manos del que no pueda hablarle a mi hermano, no quiero saberlo.
Bridget se sonrojó,
—¿Qué hacemos ahora, Petra? —preguntó Laureen, ignorando completamente a su cuñada.
—¡No lo sé! —Petra la miró y prosiguió—: Creo que deberíamos llamar a uno de los tres diablos.
Petra estaba a punto de morderse el labio inferior.
—Si no me equivoco, encontraremos a Peter Stich en casa. Él seguramente sabrá lo que está pasando.
—¿A quién vais a llamar?
Bridget miró extrañada a las dos mujeres.
—¿Peter Stich? ¿Y ése quién es? —De pronto, su rostro se iluminó y dijo—: Dime, Laureen, ¿qué te propones?