La casa del alfabeto (43 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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Un largo puente peatonal de hormigón se abría paso de forma milagrosamente elegante entre la irisación del parque. Sobre el estrecho puente se mecían las góndolas de rayas de color naranja del teleférico, de camino a la cima de la montaña de Schlossberg. A medio trayecto entre la falda y la cima de la montaña descansaba un restaurante romántico y grandioso, deteniendo el paso del tiempo por un instante. Desde allí, las vistas sobre la ciudad y el paisaje hacia Emmendingen debían de ser buenas.

En mitad del puente que cruzaba Leopoldring, Bryan se detuvo y miró a su alrededor. Realidad o no. Sentía que la ciudad lo repudiaba, no lo quería, no le hacía caso. Las campanas de la catedral repiqueteaban sin cesar, como lo habían hecho mientras él luchaba por no perder la razón y la vida, a menos de quince millas del lugar.

Ahora portaban un mensaje de paz.

La gente pasaba por su lado sin verlo. Bajo sus pies, el tráfico atronador daba muestras de la gran agitación que recorría la ciudad. Aparte de la mujer alta que en aquel momento se apoyaba contra la barandilla mientras contemplaba Schlossberg con una enorme bolsa de plástico a sus pies, él era el único que no se dejaba tragar por la ciudad.

Una avanzadilla bulliciosa de niños alborozados presagiaba la llegada de un grupo de padres. En pocos segundos alcanzarían el parque y se dirigirían al pie del teleférico. Incluso antes de que los jóvenes padres lo hubieran adelantado, Bryan oyó el sonido de unos pasos enérgicos y tacones chocando con fuerza contra el pavimento del puente.

La mujer era pequeña pero de espaldas rectas, y el cuello de cisne de su jersey beige bordeaba su cabellera rubia.

Era la segunda vez aquel día que una mujer le había hecho recordar algo. En este caso, sin embargo, la asociación no era clara. No era muy joven. Su vestimenta, un chubasquero acharolado de color negro y una falda larga de algodón indio multicolor, lo confundían a la hora de determinar su edad.

Eso fue lo primero que le llamó la atención y, luego, el ritmo de sus pasos.

Bryan se dio la vuelta y la contempló detenidamente, mientras recorría los últimos veinticinco metros que los separaban. Era una de esas mujeres que continuamente creemos haber visto antes. Podía haber sido en cualquier lugar: en el autobús, veinte minutos antes; en la universidad, veinte años atrás; en una película; en un instante, en la estación de trenes; en la fascinación de un segundo. El resultado siempre solía ser el mismo.

Nunca llegabas a descubrir dónde y, aún menos, quién era.

Y entonces la siguió, tranquilamente y a distancia. Al llegar al parque, la mujer aminoró el paso. Al pasar por delante de la taquilla del teleférico, se detuvo y se quedó un rato contemplando a los niños llenos de expectación, que no dejaban de dar gritos de alegría. La manera suave en que se detuvo fue uno de los elementos que lo llevaron a evocar el pasado. Bryan rechazó unas cuantas hipótesis. Entonces, ella retomó el paseo, siguiendo los senderos que se abrían paso a través de la maleza. Era la tercera o la cuarta vez que Bryan paseaba por allí. No confiaba demasiado en su sentido de la orientación. La mujer dobló a la izquierda, rodeó el lago y desapareció en dirección a la Jacob «no-se-qué» Strasse.

Cuando Bryan dejó atrás los árboles, ella había desaparecido. El césped que se abría ante sus ojos era un hormiguero de gentes dedicadas a un sinfín de ocupaciones. Bryan se detuvo delante de un grupo de curiosos que disfrutaban de la actuación de unos saltimbanquis y echó un vistazo a su alrededor. La imagen de ella que, de forma apenas perceptible, iba asomando en su conciencia, había empezado a inquietarlo.

Siguió andando a paso ligero, llegó al rincón más desierto y alejado del parque, se detuvo de nuevo y se volvió una vez más, buscándola con la mirada por todos lados.

El susurro del follaje a sus espaldas le sorprendió. El rostro de la mujer daba muestras de enfado cuando salió de entre la maleza. Se fue hacia Bryan directamente, lo midió con la mirada y se detuvo a tan sólo un par de metros de él.


Warum folgen Sie mir rtach? Haben Sie nichts besserzu tun?
—dijo.

Pero Bryan no contestó. No podía.

Delante tenía a Petra.

En ese momento, creyó que iba a desmayarse.

—¡Perdón! —dijo.

La mujer se sorprendió al oírlo hablar en inglés. Durante los segundos en que se detuvo su respiración, también su pulso desapareció casi por completo. El calor que se había concentrado en su rostro se expandió por todo el cuerpo, dejando la piel sin brillo. Bryan tragó saliva un par de veces con el fin de evitar ceder a las náuseas que se agolpaban en su interior.

Estaba distinta, pero su rostro acongojado parecía dolorosa-mente inalterado. Precisamente aquellos finos rasgos y movimientos tienen la virtud de desenmascarar a las personas. A pesar de todo, la dura vida que aparentemente la había demacrado y la había convertido en una mujer corriente de mediana edad no había conseguido eliminarlos.

Qué extraña coincidencia. Bryan sintió escalofríos. El pasado se hizo demasiado presente, un conjunto de impresiones reprimidas se fue amontonando con una precisión asombrosa. De pronto, también recordó su voz.

—Bueno, ¿qué? ¿Estamos de acuerdo en que ya es suficiente por hoy? —le dijo ella con sequedad.

Se volvió sin esperar respuesta alguna y se alejó con pasos presurosos.

Bryan se dejó llevar inconscientemente.

—¡Petra! —gritó con voz ahogada.

La mujer se detuvo en seco. Su rostro incrédulo lo encaró.

—¿Quién eres? ¿De dónde has sacado mi nombre?

La mujer se lo quedó mirando detenidamente. Sin decir nada.

El pulso de Bryan martilleaba agitadamente. Tenía delante a una mujer que, probablemente, sería capaz de desvelar el destino de James.

Petra frunció el ceño, como si un pensamiento la hubiera atravesado en ese mismo instante y luego sacudió la cabeza en un gesto de rechazo.

—;No conozco a ningún inglés! Y, por tanto, no te conozco a ti. ¿Puedes explicarme qué significa esto?

—¡Me has reconocido! ¡Te lo noto!

—Es posible que te haya visto antes, sí. Pero he visto a tantos. ¡Lo que sí está más que claro es que no conozco a ningún inglés!

—¡Mírame, Petra! Me conoces, pero hace muchos años que no me ves. Nunca me has oído hablar. Por cierto, sólo hablo inglés, porque siempre he sido inglés. Pero entonces tú no lo sabías.

Por cada palabra que Bryan pronunciaba, el rostro de la mujer se tornaba más desnudo y reconocible. El color de su piel denotaba cierta excitación.

—No he venido para molestarte, Petra. ¡Tienes que creerme! No sabía que seguías viviendo en Friburgo. Fue una casualidad que te viera en el puente. No te reconocí en seguida, sencillamente me pareció conocerte. Y eso despertó mi curiosidad.

—¿Quién eres? ¿Cómo es que me conoces?

Petra dio un paso atrás, como si la verdad fuera a derribarla.

—Del lazareto de las SS. Aquí, en Friburgo. Estuve ingresado en 1944. ¡Me conociste bajo el nombre de Amo von der Leyen!

Si Bryan no llega a dar un salto hacia adelante, Petra se habría desmayado. Aun mientras estaba echada entre sus brazos, casi tocando el suelo, Petra logró desembarazarse y dio un paso tambaleante hacia atrás. Lo repasó de arriba abajo con la mirada y estuvo a punto de volver a derrumbarse. Se llevó la mano al pecho y empezó a respirar a trompicones.

—¡Perdóname! No era mi intención asustarte.

Bryan la miró, hechizado por la coincidencia, dejándole tiempo a Petra para que se tranquilizase.

—He venido a Friburgo en busca de Gerhart Peuckert. ¿Puedes ayudarme?

Bryan extendió los brazos. El aire que los separaba se había vuelto masticable.

—¿Gerhart Peuckert?

Petra tomó aire una última vez en un intento de recuperar la serenidad y clavó la mirada en el suelo. Cuando sus miradas volvieron a cruzarse, las mejillas de Petra habían recobrado su color habitual.

—¿Gerhart Peuckert, dices? Creo que murió.

CAPÍTULO 37

Fuera, las nubes se habían condensado en el cielo. La luz del salón era gris y estéril. Wilfried Kröner todavía seguía con el auricular en la mano. Llevaba más de dos minutos así. La conversación que había mantenido con Petra Wagner lo había dejado sin palabras. Ella había estado fuera de sí, había desvariado; lo que tenía que decirle resultaba increíble.

Finalmente logró sobreponerse y tomó algunas notas en un bloc antes de volver a coger el teléfono.

—Hermann Müller Invest —dijo una voz impersonal y desapasionada.

—¡Bueno, soy yo!

El hombre al otro lado de la línea no le contestó.

—Ha surgido una complicación.

—¿Ah, sí?

—Acabo de hablar con Petra Wagner.

—¿Ya vuelve a poner pegas?

—¡Dios mío, no! Está mansa como un cordero.

Kröner abrió el cajón del escritorio y sacó una pastilla de un pequeño pastillero de porcelana.

—El caso es que se ha encontrado con Arno von der Leyen en Friburgo, hoy mismo.

En el otro extremo de la línea se hizo el silencio. Finalmente se oyó una voz que decía:

—¡Diablos! ¡Amo von der Leyen! ¿Aquí, en Friburgo?

—Sí, así es, en el Stadtgarten. Se encontraron por casualidad, dice.

—¿Estás seguro?

—¿Que fue una casualidad? ¡Eso dice!

—¿Y qué pasó?

—Él se dio a conocer. Petra afirma que no hay la menor duda de que se trata de Arno von der Leyen. Lo reconoció cuando le contó quién era. Estaba fuera de sí.

—¡Ya, no me extraña!

Volvió a hacerse el silencio.

Kröner se llevó la mano al abdomen. Volvía a arderle por primera vez después de varias semanas.

—¡Ese hombre es un asesino! —exclamó.

El anciano parecía distraído y carraspeó quedamente.

—¡Sí! Pobre Dieter Schmidt, era un buen hombre. ¡Acabó con él! —dijo y soltó una risa áspera.

Kröner lo encontró fuera de lugar.

—Petra me comentó algo más, que también resulta preocupante —prosiguió.

—Supongo que nos estará buscando. ¿Es eso?

—¡Está buscando a Gerhart Peuckert!

—¿Que está buscando a Gerhart Peuckert? ¡Vaya! ¿Y qué sabe de él?

—Por lo visto, sólo sabe lo que le contó Petra Wagner.

—Entonces espero, por su bien, que no se haya ido de la lengua.

—Sólo que Gerhart ha muerto. Pareció conmoverle.

Kröner se llevó la mano a la mejilla. De buen grado habría prescindido de aquella situación. Por primera vez en muchos años volvía a sentirse vulnerable.

Había que deshacerse de Arno von der Leyen.

—Y quiso saber dónde estaba enterrado —explicó finalmente.

—Y eso ella no supo decírselo, me imagino.

El anciano estuvo a punto de reírse, pero en su lugar tuvo que carraspear.

—Petra le ha dicho que intentaría averiguarlo y que le informaría de ello. Tienen una cita a las 14.00 horas en la taberna del hotel Rappens. Petra le dejó claro que dudaba que pudiera ayudarlo.

El anciano no dejaba de darle vueltas al asunto, de eso estaba convencido Kröner.

—¿Qué piensas? ¿Nos acercamos al hotel?

—¡No! —dijo inmediatamente—. Llama a Petra y dile que le cuente a Arno von der Leyen que Gerhart Peuckert está enterrado en la arboleda conmemorativa del Burghaldering; en la columnata.

—¡Pero si allí no hay ninguna arboleda conmemorativa!

—No, así es, Wilfried. Pero eso, ¿a quién le importa? Y lo que no hay puede venir, ¿no te parece? Y dile a Petra Wagner que Amo von der Leyen tome el teleférico. Tiene que decirle que sólo se tarda un par de minutos desde el Stadtgarten, en Karlsplatz. Y para acabar, Wilfried, pídele que ie diga que no está abierto hasta las 15.00 horas.

—¿Y entonces, qué? Con eso no resolvemos el problema.

—Claro que no. De momento, había pensado en ponerme en contacto con Lankau. Estoy convencido de que es una misión ideal para él, ¿no crees? Y, además, Schlossberg es un paraje deliciosamente desierto.

Kröner se tomó una pastilla más. Dentro de un año, su hijo empezaría en el colegio. Todos los padres dirían a sus hijos que jugaran con él. Tendría una vida fácil, y así era como Kröner quería que fuera. Después de la guerra, la vida había sido generosa con él. Y así debería continuar siendo. No estaba dispuesto a renunciar a nada.

—Hay otro aspecto del asunto que no me gusta nada —dijo.

—¿Qué es...?

—Quería hacerle creer a Petra que es inglés. ¡Sólo le habló en inglés!

—¡Vaya, vaya! —repuso el anciano y añadió—: ¿Y qué?

—Sí, ¿y qué? ¿Quién es, en realidad? ¿Está solo? ¿Por qué busca a Gerhart Peuckert? ¿Por qué Arno von der Leyen se hace pasar por inglés? No me gusta nada. ¡Hay demasiadas incógnitas en esta historia!

—Déjame a mí todas esas incógnitas, Wilfried. ¿Acaso no son mi especialidad? No me he cansado de deciros que había algo raro en ese hombre. ¿O es que no os dije, incluso entonces, que dudaba de que fuera quien decía ser? Sí, eso fue precisamente lo que hice. ¡Y ya ves ahora! ¡Las incógnitas son la marca de la casa, deberías saberlo ya!

El anciano intentó reír, pero la risa quedó ahogada por un gargajo.

—¡De hecho, vivo de las incógnitas! ¿Acaso nos encontraríamos donde estamos hoy en día, de no haber sido por mis dotes para sacar provecho de las incógnitas? —declaró con soltura.

—Según tú, ¿cuál es, pues, la marca de fábrica de Arno von der Leyen? Sabiendo lo que sabe gracias a nuestras conversaciones nocturnas en el lazareto, no cabe duda de que sabe qué buscar.

—¡Tonterías, Kröner!

La voz de Peter Stich se tornó dura.

—Habría vuelto hace años, si hubiera sospechado que estábamos aquí. No lo sabe; no tenemos los mismos nombres. No debes olvidar el paso del tiempo. El paciente de los ojos inyectados en sangre que él conoció en el hospital dista mucho de mi aspecto actual. Mírame, el anciano Hermann Müller de barba cana. Pero hay que hacerlo desaparecer, por supuesto. Tómatelo con calma y llama a Petra Wagner. Mientras tanto, yo me ocuparé de Horst Lankau.

Lankau estaba furioso cuando finalmente apareció en el piso de Luisenstrasse. Vestía de una forma muy peculiar. Llevaba el jersey torcido, como si todavía le colgara la bolsa de golf del hombro. Ni siquiera se dignó saludarlos.

—¡Es que aún no os habéis dado por enterados! —exclamó.

Kröner lo miró, preocupado. Esta vez, su ancho rostro había adquirido un profundo color rojo. En los últimos años había engordado muchísimo y la hipertensión amenazaba con acabar con él. Andrea Stich cogió su abrigo y desapareció con é¡ por el pasillo. La luz en el enorme piso resultaba deslumbrante, aunque el sol había bajado mucho. El anciano se pasó la mano por la barba y le indicó amablemente que tomara asiento en el sofá, al lado de Kröner.

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