—¿Sí? —fue su respuesta escueta cuando finalmente lo cogió.
—¿Laureen? ¿Eres tú?
—¡Bryan!
La ira se dejó notar ya en aquella primera exclamación.
—¿Por qué demonios no has llamado antes? ¡Deberías comprender lo nerviosa que he estado!
Hacía años que no maldecía.
—No he podido llamarte, Laureen.
—¿Te ha pasado algo, Bryan? ¿Te has metido en algún lío?
—¿Qué quieres decir? ¿En qué lío quieres que me haya metido? ¡Tan sólo he estado muy ocupado. Laureen!
—¿Dónde estás, Bryan? —La pregunta fue contundente y precisa—. No estás en Munich, ¿verdad?
—Ahora mismo, no. Fui a Friburgo ayer.
—¿Negocios?
—Es posible, sí.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea. Sin embargo, Bryan no tuvo tiempo de calibrar las consecuencias de su mentira.
—¿Cómo es posible que no sepas por qué he estado tan intranquila? —La voz era suave, Laureen intentaba controlarse—. Aparece en todos los diarios. ¡Todo el mundo lo sabe! Ni siquiera hace falta que abras uno, Bryan. ¡Ocupa todos los titulares del mundo entero!
—No sé de qué me estás hablando. ¿Nos han robado una medalla de oro?
—¿Realmente quieres saberlo?
Su tono de voz era comedido. Laureen no esperaba ninguna respuesta.
—Ayer, un buen número de deportistas israelíes fueron tomados como rehenes en la Villa Olímpica. Fueron los palestinos. Todos hemos seguido los acontecimientos, ha sido terrible y cruel, y ahora todos han muerto, todos los rehenes y todos los terroristas.
Bryan era incapaz de interrumpirla. Se había quedado sin palabras.
—Todo el mundo habla de ello. ¿Lo entiendes? ¡Todo el mundo está de luto! ¿Por qué no sabías nada, Bryan? ¿Qué es lo que está pasando?
Bryan intentaba ordenar la realidad. Se sentía cansado. Tal vez había llegado el momento de explicarle a Laureen la razón que realmente lo había llevado a viajar a Alemania y a Friburgo. Como esposa y compañera, Laureen había tomado a Bryan tal como era, sin sospechar de él y sin intentar tirarle de la lengua. Ella sabía que había sido piloto y que lo habían derribado en Alemania. Eso era todo cuanto sabía. Y hacía ya mucho tiempo de todo aquello.
Ella no entendería la necesidad de hurgar en el pasado, aunque conociera la historia de James. Lo pasado, pasado estaba.
Así era ella.
Tal vez se lo contaría todo cuando volviera a casa.
Y el segundo que le había brindado la ocasión de hablar pasó.
No dijo nada.
—Llámame cuando vuelvas a ser tú mismo —dijo ella en un tono apagado.
Cuando Bryan, por segunda vez, dejó que la Bertoldstrasse lo condujera por encima de la vía férrea, la apatía y el ensimismamiento estuvieron a punto de apoderarse de él. Una breve conversación con Keith Welles no le había llevado a ningún lado. El Hombre Calendario renovaba sus fechas metido en un atolladero.
Los puentes conferían aire a la ciudad. El parque de la calle Ensisheimer, a la orilla del lago, estaba más bien desierto. Los barcos estaban amarrados y tan sólo los bancos, ocupados por un ejército de ancianos enfrascados en la lectura de sus diarios, daban signos de vida. Una simple mirada fugaz a una de las portadas lo habría puesto sobre aviso de lo ocurrido. Eso era entonces lo que había percibido en la estafeta. La gente estaba en estado de
shock. «16 tote»,
«dieciséis muertos», rezaban con grandes caracteres de imprenta.
«Alie Geiseln ais Leichen gefunden!»,
«todos los rehenes han sido encontrados muertos». Sin duda.
Das Bild
siempre había sabido encontrar la manera de hacerse entender fácilmente. Palabras como
«Btutbad»,
«baño de sangre», no exigían grandes conocimientos lingüísticos.
A la luz de los acontecimientos del pasado, los sucesos de Munich no le parecieron extraños a Bryan. Tan sólo reflejaban que el odio engendra odio en una cadena previsible de imprevistos. Hoy, los habitantes de la ciudad, junto con el resto del mundo, llevaban la máscara del dolor. En tiempos pasados, esos mismos rostros habían llevado la máscara del horror.
Se dejó llevar entre el enjambre de nuevos barrios residenciales hasta llegar a las afueras de la ciudad. De pronto despertó de sus pensamientos flagelantes y detuvo la marcha inconscientemente, en medio de una acera. Su mirada se había detenido en un recuadro de color gris. Al otro lado de la calle, un rótulo anodino se confundía con el muro de una casa.
«Pensión Gisela», decía. «Gisela», un nombre insignificante en una calle insignificante. Bryan se quedó paralizado.
El nuevo punto de vista lo pilló desprevenido.
Durante años se había agarrado al recuerdo romántico de Gisela Devers. La única persona de aquellos días que todavía intentaba evocar de vez en cuando.
Bryan se puso a temblar sólo de pensar en ello. A pesar de las pocas probabilidades que aquella revelación tenía de fructificar, se encomendó a su suerte.
Gisela sería la próxima llave que le daría acceso al armario del olvido.
Devers no era un apellido especialmente raro. Sorprendentemente, en el hotel habían puesto amablemente el listín telefónico de la zona a su disposición e incluso lo habían mimado con una taza de té que depositaron sobre una mesa al lado del teléfono. La pila de pfennigs había mermado considerablemente durante las últimas dos horas. Ahora que la jornada laboral había terminado, consiguió ponerse en contacto con la gente a la que llamó. La mayoría no hablaban inglés. Nadie conocía a una tal Gisela Devers que tenía unos cincuenta y tantos años.
—¡A lo mejor ya ha muerto, a lo mejor ya no vive en Friburgo, a lo mejor no tiene teléfono! —dijo el portero en un intento de consolarlo.
Y aunque tuviera razón, las muestras de consuelo sobraban. Unos minutos después de que el portero hubo acabado su turno y de que la pila de pfennigs hubo sido suplida por una nueva, una vocecita le hizo recuperar el aliento y buscar febrilmente más monedas con las que alimentar el teléfono.
—Mi madre se llamaba Gisela Devers y pronto habría cumplido cincuenta y siete años, sí —contestó la joven. Su inglés era muy correcto pero también torpe. Bryan la había interrumpido en sus quehaceres habituales.
Se llamaba Mariann G. Devers. Teniendo en cuenta el apellido, lo más probable era que viviera sola.
—¿Por qué me lo pregunta? ¿Acaso la conocía?
La muchacha preguntó más por educación que por curiosidad.
—¿Ha muerto?
—Sí, lleva muerta más de diez años.
—Lo siento.
Bryan se quedó callado un momento. No se trataba de una frase de condolencia dicha por educación.
—Entonces será mejor que no insista.
—No creo recordar que mi madre mencionara que tenía conocidos ingleses. ¿Cómo la conoció?
—La conocí en Friburgo.
La decepción se hizo palpable, aunque Bryan se sentía despejado. No se trataba únicamente de James. Gisela Devers había muerto. El pasado se cernía alrededor de sí mismo. Ya no volvería a verla jamás. Sorprendentemente, aquella circunstancia lo entristeció. Las dos costuras que recorrían sus hermosas panto-trillas seguían grabadas en su memoria con una nitidez dolorosa. Había sido una mujer bella, y ella lo había besado fervorosamente en la antesala del terror.
—¿Cuándo? ¿Cuándo habló usted con ella por última vez?
—A ver, a lo mejor tiene una fotografía de su madre. Me gustaría tanto ver una foto suya. Debe entender que su madre y yo estuvimos muy unidos.
Mariann Devers tenía unos años más de lo que Bryan había imaginado. Al menos tenía más años de los que tenía su madre cuando ella y Bryan se conocieron.
Era una mujer completamente distinta. No llevaba maquillaje y estaba lejos de ser tan bella como aquella mujer grácil y esbelta que llevaba las costuras de las medias rectas. Pero sus pómulos sí se parecían.
El apartamento era como una caja de zapatos que, en todo su abigarramiento y con todos sus pósteres cubriendo las paredes, se correspondía con la manera desenvuelta de ser y la forma de vestir, tan peculiarmente conjuntada, de su ocupante. Parecía pobre y acostumbrada a algo mejor. Las flores de Bryan pronto encontraron acomodo en aquella casa.
—O sea que usted nació durante la guerra, lo que quiere decir que ya existía cuando conocí a su madre...
—Nací en 1942.
—¡En 1942! ¿De verdad?
—¿Y conoció a mi padre, dice?
Mariann Devers se recolocó desenfadadamente los pañuelos que llevaba alrededor del cuello y el pelo.
—Sí, así es.
—Hábleme de él.
Por cada destello de esclarecimiento reflejado en el rostro de Mariann, Bryan fue añadiendo mentiras a la verdad.
—Papá murió durante un bombardeo, por Jo que me han dicho. Tal vez muriera en el sanatorio del que usted me ha hablado, no lo sé. Mi madre siempre me dijo que no tenía importancia dónde había sido.
—¿Su madre vivía en esta ciudad? ¿Sabe?, siempre tuve el presentimiento de que así era. Nunca salió de aquí, por lo que tengo entendido.
—No, pero muchos se mudaron después de la guerra. ¡Tuvieron que hacerlo!
—¿Tuvieron que hacerlo? ¿Qué quiere decir con eso, señorita Devers?
—Los juicios, las confiscaciones. La familia de mi madre lo perdió todo. ¡De eso se ocuparon sus compatriotas!
El tono empleado no escondía ningún tipo de rencor, pero, aun así, dio en el blanco.
—¿Cómo salió adelante, entonces? ¿Tenía algún tipo de formación?
—Los primeros años no salió adelante en absoluto. De todos modos, nunca habló de estos temas conmigo. No sé dónde vivía, ni de qué. Yo estuve en casa del primo de mi madre, en Bad Godesberg. Tenía casi siete años cuando vino a por mí.
—¡Y entonces encontró un trabajo en Friburgo!
—No, entonces encontró un marido.
Aunque el golpe en la mesa con el que Mariann acompañó la palabra «marido» fue insignificante, e) efecto, no obstante, fue significativo. Era evidente que Mariann Devers habría buscado otra solución, de haberse encontrado en una situación similar. Su sonrisa detrás de los mechones ondeantes de su abundante flaquillo fue avinagrada.
—¿Se casó en Friburgo?
—Sí, eso hizo, la muy desgraciada. Aquí se casó y aquí, en Friburgo, fue donde murió, después de soportar una vida miserable, si quiere saber mi opinión; después de una vida desgraciada, repleta de decepciones y de malos tratos psíquicos. Se casó con aquel hombre por su dinero y su posición y, por tanto, no merecía nada mejor. Después de la guerra, su familia perdió toda su fortuna. Ella no pudo soportarlo, pero es cierto que él fue muy cruel con ella.
—¿Y con usted?
—¡Que le den por saco a él!
La impetuosidad de Mariann sorprendió a Bryan.
—¡A mí nunca me puso la mano encima! ¡Pobre de é! si lo hubiera intentado!
El álbum de fotos era de color marrón, y las tapas, rígidas y ajadas. Estaba lleno de fotografías de paisajes en las que una jovencita, más o menos de la edad de la hija de Bryan, no dejaba de dar saltitos y de posar ante la cámara haciéndole guiños al fotógrafo, medio oculta detrás de los troncos de los árboles y, de vez en cuando, repantigada entre la hierba transparente de un prado. Eran fotografías de los veranos más felices de la vida de Gisela Devers, según le había contado a su hija.
También en las últimas páginas, la muchacha daba muestras de su despreocupación juvenil. Mariann Devers señaló a su padre con orgullo apenas disimulado. Era un hombre atractivo de uniforme al que Gisela Devers se pegaba con una complicidad envidiable. De eso hacía mucho tiempo.
—Usted se parece tanto a su madre como a su padre, ¿lo sabe, señorita Devers?
—Sí, lo sé, señor Scott. Y también sé que mañana tengo que levantarme temprano. No quisiera ser maleducada, pero creo que ya ha visto lo que quería ver, ¿no es así?
—Perdóneme, señorita Devers, siento mucho si le he impedido irse a la cama. Sí, me temo que así es. Y, sin embargo, ¿no tendría una foto de su madre más reciente? Entenderá que me he preguntado más de una vez cuál sería su aspecto actual.
La joven se encogió de hombros y se arrodilló delante del camastro. El polvo acumulado en la cesta que sacó de debajo de la cama evidenciaba que Mariann Devers había pasado mucho tiempo dedicada a otros quehaceres que a barrer el polvo de debajo de la cama. Apareció un montón de fotos desordenadas que lo transportaron a través de las últimas décadas de la vida de las dos mujeres. Otros peinados, otras actitudes y otras ropas; cambios bruscos y marcados.
—Aquí la tenemos —dijo Mariann tendiéndole una foto de una mujer marchita.
Era una mujer del montón. Mariann Devers miró por encima de su hombro. Probablemente llevara años sin verla, sin duda no había encontrado ninguna razón para hacerlo. El rostro de Gisela Devers estaba muy cerca del objetivo de la cámara. Sus rasgos estaban fuera de foco, la foto había sido tomada en un momento de jugueteo. Con los brazos extendidos, le decía algo al fotógrafo. Todos los que la rodeaban sonreían, salvo una niña que se había escurrido entre las piernas de los adultos y estaba tendida en la hierba, mirando a su madre desde atrás. Mariann Devers había sido una niña preciosa. De pie, sobre ella, había un hombre con los brazos cruzados. Era el único que miraba hacia otro lado. Parecía no estar interesado en los demás; incluso la niña que tenía atrapada entre las piernas parecía serle indiferente. Era un hombre atractivo a primera vista, cuyo porte denotaba una buena posición social y una enorme seguridad en sí mismo. Unas rayas que atravesaban su rostro lo hacían borroso. Y, sin embargo, a Bryan le sobrevino una oleada de malestar. No porque pensara en la niña que había intentado vengarse de su padrastro borrándolo del retrato de familia; era otra cosa, algo • cercano a él, algo conocido.
Mariann se disculpó, asegurando que no tenía una foto mejor que la que Bryan tenía en las manos. Era todo cuanto había conseguido sacarle al marido de su madre cuando la madre por fin encontró la paz.
—Pero su padrastro era un hombre conocido en la ciudad, ¿no es así?
La muchacha asintió sin mostrar demasiado interés.
—Entonces, a lo mejor existan fotos oficiales tomadas en distintas ocasiones, ¿no cree? ¡Apenas reconozco a su madre en ésta!
—¡Se tomaron millones de fotos oficiales, millones! Pero mi madre nunca salía en ellas. Él se avergonzaba de ella, ¿comprende? Era una borracha.